1.Hombres y mujeres
Galilea, pobres, mujeres). Jesús ofreció su mensaje de Reino y su gesto de solidaridad en los campos y pueblos de su tierra (Galilea), abriendo su experiencia para todos: varones y mujeres, pobres y ricos, adultos y niños. No quedó en un desierto, donde había estado primero con Juan Bautista. Pero tampoco actuó en las ciudades de mayoría judía de Galilea (Séforis, Tiberíades) o de su entorno (Tiro, Gerasa), probablemente porque desconfiaba de las estructuras urbanas, dominadas por una organización clasista que reproducía las tramas de dominación del Imperio romano. Quiso ser universal desde las zonas campesinas donde habitaban los humildes, mujeres y varones, excluidos de la gran sociedad de consumo y poder de su tiempo. De esa forma volvió a los orígenes de la vida humana, de manera que en su mensaje podían caber (desde Israel) todos los hombres y mujeres, por encima de las leyes de separación nacional, social o religiosa que trazaba la cultura dominante.
(1) Las gentes de Jesús. Por eso acogió en su movimiento y vinculó en su Reino a todos los que quisieran escucharle y seguirle, sin imponerles normas especiales de pureza o de conocimiento, como hacían otros grupos del tiempo, entre ellos los esenios y los fariseos. (a) Pobres. Los primeros destinatarios del mensaje de Jesús eran los pobres*, publícanos y prostitutas, hambrientos y enfermos, expulsados del sistema (huérfanos, viudas, extranjeros). Para ellos vivió, desde ellos quiso iniciar su movimiento, de tal forma que la misión y la unidad del cristianismo posterior depende de ellos. Para ser destinatarios del Reino de Jesús no necesitan ninguna cualidad social o intelectual, solamente el hecho de estar necesitados, (b) Simpatizantes. Además de esos pobres, y a veces entre ellos, Jesús tenía simpatizantes y amigos, varones y mujeres, pertenecientes a la sociedad media de su tiempo, que continuaban viviendo en las casas y campos por donde él pasaba anunciando el Reino y curando a los enfermos. Estos son los que formarán las comunidades o iglesias de Galilea. Pero Jesús no quiso crear con ellos una iglesia, en el sentido posterior, una comunidad organizada, con sus ritos de iniciación (como en Qumrán* e incluso entre algunas comunidades de fariseos). Sus amigos y seguidores seguían formando parte de las instituciones sociales establecidas (sinagoga, pueblo israelita), (c) Seguidores. Al lado de esos «amigos de las casas», Jesús tenía discípulos o se guidores estrictamente dichos, que dejaban casas y posesiones para caminar con él, anunciando y preparando la llegada del reino de Dios. Eran seguidores en sentido estricto, personas que asumían un tipo de itinerancia mesiánica, caminando por los pueblos y aldeas de Galilea, proclamando y acelerando la llegada del Reino. Jesús caminaba así, rodeado de socios y colaboradores, varones y mujeres, que asumirán y desarrollarán después su movimiento, desde una perspectiva de seguimiento y entrega radical, de forma itinerante, imitando quizá el ideal de los israelitas antiguos que caminaban hacia la tierra prometida. Ellos, los discípulos itinerantes, que dejan casa, familia y posesiones, para formar una comunidad móvil en torno a Jesús, son un elemento esencial del despliegue cristiano, entendido en su radicalidad. (d) Los Doce. Jesús convocó finalmente a Doce* discípulos especiales a quienes instituyó como representantes y mensajeros del nuevo Israel (signo de la totalidad israelita, representada por las doce tribus). Así les mando, ya en el tiempo de su vida, para anunciar la llegada del Reino, sin autoridad administrativa o sacral (no eran sacerdotes), sino como núcleo o corazón de la nueva humanidad reconciliada. Por su especial simbolismo, que retoma la figura de los doce Patriarcas de Israel, esos Doce tenían que ser varones. Con estos cuatro tipos de personas (pobres, amigos sedentarios, discípulos itinerantes y los Doce) inicio Jesús su movimiento que desde Israel (las doce tribus) debía abrirse y se abrió pronto a los pobres del entorno, israelitas o no israelitas.
(2) Las mujeres de Jesús. Introducción (ungido*, sepulcro*, resurrección*). Uno de los datos más significativos del movimiento de Jesús es la existencia de mujeres, que comparten con los hombres llamada, camino y tareas. Por la importancia que este dato tiene para la Iglesia posterior, hemos querido destacarlo de un modo especial. El testimonio de los evangelios resulta unánime. Marcos sabe que unas mujeres siguieron y sirvieron a Jesús (Mc 15,40.47; 16,1). Lucas lo tematiza diciendo: «Aconteció después, que él andaba de ciudad en ciudad y de aldea en aldea, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios. Los Doce iban con él, y también algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios; Juana, la mujer de Cuza, administrador de Herodes; Susana, y muchas otras. Ellas les servían con sus bienes» (Lc 8,1-3). Este dato ha de entenderse en dos planos. (1) Desde la peculiaridad del mensaje de Jesús, que no aparece como fundador de un movimiento de pureza, ni de estudio-conocimiento, en el que no tendrían cabida entonces las mujeres, sino como portador de un mensaje de Dios para todos. (2) Desde una nueva valoración de la vida humana, en la que se supera una distinción de funciones entre hombres y mujeres que había determinado la historia anterior del judaismo.
(3) Las mujeres de la tumba. Quizá el dato más significativo en el discipulado de las mujeres es el hecho de que ellas aparezcan en el comienzo de la experiencia y misión pascual, de manera que puede afirmarse que han sido las fundadoras de la Iglesia, antes que Pedro y los doce. Ellas habían acompañado a Jesús durante el tiempo de la vida y no le habían traicionado en el juicio, sino que estuvieron cerca de la cruz y quisieron acompañarle hasta después de su muerte (quisieron llorar por él, guardando su luto), como recuerdan los textos de la pasión de Marcos (15,40.47). Sin embargo, como supone el mismo Evangelio (Mc 16,1-8), ellas no pudieron culminar los ritos funerarios, pues no lograron encontrar el cuerpo que buscaban, por razones que siguen siendo misteriosas, (a) Porque la tumba donde habían colocado a Jesús se encontró después vacía, (b) O porque los soldados romanos habían arrojado el cadáver a una fosa común de ajusticiados, sin que familiares o amigos pudieran despedirle de un modo sagrado, (c) O porque unos delegados del Sanedrín judío habían enterrado los cadáveres de los tres ajusticiados, para que no colgaran insepultos, ensuciando la tierra en un día de fiesta y para que discípulos o amigos no pudieran utilizarlos para sus propios fines. Humanamente hablando, la falta del cadáver amigo resulta terrible, pues un muerto sin buen enterramiento es algo escandaloso. En este contexto se inscribe la novedad pascual de las mujeres. Todo nos permite suponer que ellas no tuvieron ni siquiera el consuelo de tocar y amortajar (despedir) el cadáver del amigo muerto, honrándolo con buenas ceremonias funerarias y poniéndole así en manos de Dios.
(4) Mujeres de la pascua. Pues bien, lo que podía haber sido un rito emocionado, pero pasajero, de embalsamamiento y llanto fúnebre (¡un entierro heroico!) se transformó, por la misma experiencia del amor que triunfa de la muerte, en certeza superior de una Vida y Presencia mesiánica de Dios. María Magdalena y las mujeres (entre las que podemos contar a la madre de Jesús, leyendo de forma unitaria los textos de Mc 15,40.47; 16,1 y Jn 19,35-27) descubrieron, por una experiencia propia (distinta de la de Pedro y de los Doce), que Jesús estaba vivo, es decir, resucitado, en ellas y con ellas, ofreciéndoles su amor culminado y confiándoles la tarea de continuar su movimiento, en nombre de todos los mártires del mundo. Es posible que las mujeres iniciaran caminos de experiencia pascual y creación comunitaria (iglesia) que la tradición posterior, dominada por varones, ha dejado en la penumbra o silenciado. En principio, ellas no dependen de Pedro y de los Doce, no son depositarlas sumisas de una autoridad más alta o de un mensaje que reciben a través de unos varones, sino que emergen como cristianas autónomas y, todavía más, como creadoras primeras de la Iglesia. No se puede hablar de potestad o dominio de Pedro sobre ellas. Por su parte, Pablo supone que ellas realizan una función esencial de misioneras y dirigentes de las comunidades, lo mismo que los hombres (cf. Gal 3,28; Rom 16), a pesar de que no las cita como testigos oficiales de la pascua (1 Cor 15,3-9). Ciertamente, la tradición posterior, transmitida básicamente por varones, ha supuesto que el ángel de Dios o Jesús resucitado les pidió que fueran y dijeran lo que sentían y sabían a Pedro y los restantes discípulos (cf. Marcos 16; Juan 20). Es muy posible que ellas fueran a compartir su experiencia con Pedro (en contra de una lectura parcial de Mc 16,7-8), pero no lo hicieron para someterse a Pedro y ser en adelante subordinadas, sino todo lo contrario: para dar testimonio de una experien cia común, propia de Jesús, que se abre y expresa igualmente a través de varones y mujeres. Por eso, la experiencia pascual de la Iglesia tiene varios puntos de partida, entre los que podemos contar con uno más propio de varones (con Pedro) y otro más de mujeres (con María Magdalena, a la que según Mc 16,9 se apareció Jesús, como a primera testigo de la pascua). Este doble punto de partida constituye un dato irrenunciable de la Iglesia, aunque algunas comunidades posteriores lo hayan silenciado hasta el día de hoy. Las mujeres descubrieron y pusieron de relieve (cultivaron) una experiencia pascual originaria, que está en la base de toda la Iglesia posterior. La experiencia pascual de las mujeres, vinculada a una tumba vacía, permitió que muchos cristianos superaran el riesgo de pura apocalíptica de algunas comunidades (que tendían a esperar a Jesús, con los brazos cruzados). Las mujeres supieron que lo importante era amar como había amado Jesús, creando en su nombre grupos de experiencia mesiánica, a partir de los rechazados y excluidos, de los crucificados y asesinados, como Jesús. De esa forma ofrecieron una contribución esencial al cristianismo, conforme a los relatos evangélicos. Ellas fueron, con Pedro y con los Doce (desde perspectivas distintas), las cristianas más antiguas, las fundadoras de la Iglesia. Lógicamente, las mujeres no pudieron ni quisieron crear una Iglesia distinta (sólo de mujeres), sino que se integraron (quisieron integrarse) en la única comunidad, que tampoco es de varones, sino de todos (varones y mujeres), a partir de Jesús, el gran rechazado, que es Principio y Centro de la nueva humanidad reconciliada. Ellas, con Pedro y los Doce, son garantes de la realidad y obra del Cristo (cf. Mc 16,78). El testimonio cristiano y eclesial de estas mujeres sigue abierto y pendiente todavía, pues no ha llegado a expresarse plenamente en la tradición posterior de la Iglesia.
Cf. E. BAUTISTA, La mujer en la Iglesia primitiva, Verbo Divino, Estella 1993; G. LOHFINK, La Iglesia que Jesils quería. Dimensión comunitaria de la fe cristiana, Desclée de Brouwer, Bilbao 1998; Ph. PERKINS, Resurrection, New Testament Witness and Contemporary Reflection, Chapman, Londres 1984; M. SaWICKI, Seeing the Lord. Resurrection and Early Christian Practices, Fortress, Mineápolis 1994; E. W. STEGEMANN y W. STEGEMANN, EListoria social del cristianismo primitivo. Los inicios en el judaismo y las comunidades cristianas en el mundo mediterráneo, Verbo Divino, Estella 2001; X. TUNC, También las mujeres seguían a Jesús, Presencia Teológica 98, Sal Terrae, Santander 1999.
DISCíPULOS DE JESÚS
2. El Discípulo Amado
(-> Juan evangelista, amor, Pedro). Hacia el año 100-110 d.C., una comunidad cristiana muy especial, de origen judío, que había empezado a desarrollarse en Jerusalén y después (quizá tras la guerra del 67-70) en alguna zona del entorno (Siria-Transjordania o Asia Menor), animada por un enigmático «discípulo amado de Jesús», se integró en la Gran Iglesia. Los fieles de esa comunidad trajeron consigo un evangelio (Juan, Jn) que constituye uno de los testimonios más altos del cristianismo.
(1) No sabemos quién era… Su identidad resulta muy difícil de precisar; algunos le han identificado con Juan* el zebedeo, pero las razones para ello no son convincentes. Otros piensan que puede ser el mismo Lázaro, a quien Jesús amaba (cf. Jn 11,5.28). Pero todo nos permite suponer que el evangelio ha querido mantener en la sombra la identidad de este discípulo, para que los lectores puedan identificarse con él. Es el discípulo que se reclina y apoya su cabeza sobre el pecho de Jesús, en la última cena, en gesto de hondo carácter simbólico, que implica intimidad, como indica la conversación que sigue, que lo relaciona de un modo especial con Pedro (relación positiva) y con Judas (relación negativa) (Jn 13,21-27). Todo nos permite suponer que sigue siendo el que acompaña a Pedro tras el prendimiento y que, siendo amigo (conocido) del Sumo Sacerdote, consigue que a Pedro le abran también la puerta de la casa donde se celebra el juicio de Jesús (cf. Jn 18,1516). Esta amistad del discípulo amado con el Sumo Sacerdote constituye uno de los grandes enigmas del evangelio de Juan. Los que han pensado que era una simple referencia laboral (el discípulo amado [= Juan Zebedeo] llevaría el pescado a la casa de los sumos sacerdotes) no han entendido el simbolismo del evangelio, que quiere presentar al discípulo amado como alguien que está cerca de la élite sacerdotal judía. Este discípulo amado se mantiene bajo la cruz, donde no está Pedro y donde él aparece ya como signo de una Iglesia que acoge a la Madre de Jesús, representando así la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, de Israel y de la Iglesia (Jn 19,26-27). El discípulo amado y Pedro siguen juntos tras la muerte de Jesús y, por indicación de María Magdalena, corren al sepulcro vacío, donde ven el sudario y las vendas, cuidadosamente dobladas. Ese signo basta para que el discípulo amado crea en Jesús resucitado.
(2) Pedro se hace discípulo amado. El testimonio básico sobre el discípulo amado aparece en Jn 21, donde lo vemos de nuevo con Simón Pedro. La Gran Iglesia (Pedro) admite en su institución a los seguidores del discípulo amado. Por su parte la comunidad del discípulo amado incluye al final de su evangelio un capítulo en el que admite la autoridad de Pedro, con sus estructuras eclesiales (Jn 21). Ese capítulo (Jn 21) es resultado de un pacto institucional, realizado a finales del siglo I d.C., entre la Gran Iglesia de Pedro y la comunidad del discípulo amado. No quiere narrar hechos distintos, nuevas historias antes ignoradas sobre Jesús y sus discípulos pascuales, sino recrear la esencia cristiana, vinculando la comunidad del discípulo amado y la Gran Iglesia de Pedro (a la que alude también Mt 16,18-19). Los símbolos (pesca milagrosa, comida a la orilla del lago…) son tradicionales (cf. Lc 5,111). Nueva es la interpretación. El relato comienza con Simón Pedro, que dice voy a Pescar. Sin este principio no hubiera habido Iglesia, como han indicado otros testimonios de Mt y LcHch. Se le juntan varios discípulos, hasta Siete (como los helenistas de Hch 6): Pedro, Tomás, Natanael, dos zebedeos (Santiago y Juan) y dos cuyo nombre no se cita (Jn 21,2). Uno (¿zebedeo, desconocido?) es el discípulo amado. Son Siete (como los helenistas de Hch 6-7), no Doce como los apóstoles de Jerusalén. «Subieron a la barca y esa noche no pescaron nada». Amanecía y estaba Jesús a la orilla, pero los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo. «Â¡Muchachos! ¿Tenéis algo de comer?». Respondieron: «Â¡No!». El les dijo: «Â¡Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis!». La echaron y no podían arrastrarla por la cantidad de peces. Entonces, el discípulo al que Jesús amaba dice a Pedro: ¡Es el Señor!»… (Jn 21,3-7). Pedro ha dirigido la faena, pero no sabe ver, sino que depende de otros, y especialmente del discípulo amado, para descubrir así a Jesús que espera en la orilla, recibiendo los peces que le traen y ofreciéndoles el pan y el pez del Reino. «Después que comieron, Jesús dijo: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?†. Lc dijo: «Â¡Sí, Señor! Tú sabes que te quiero†. Lc dijo: «Â¡Apacienta mis corderos!…† (Jn 21,15-17). En este contexto volvemos a descubrir la vinculación y diferencia entre Pedro y el discípulo amado. Ambos han estado en la barca de la pesca; ambos deben seguir vinculados. Pedro tiene que aprender a amar a Jesús; el discípulo amado debe aceptar el ministerio de Pedro.
(3) El discípulo amado permanece. Pues bien, después de recordar que Pedro ha cumplido bien su tarea y ha muerto por Jesús, el evangelista añade que «Jesús le dijo ¡Sígueme! Pero Pedro, volviéndose, vio que también le seguía el discípulo amado… y dijo a Jesús ¿Y éste qué? Jesús le respondió: Si yo quiero que él permanezca hasta mi vuelta, ¿a ti qué? Tú sígueme» (Jn 21,21 22). Pedro ha recibido una autoridad de amor y debe ejercerla siguiendo a Jesús y cuidando a las ovejas. Pero no puede imponerse sobre el discípulo amado, ni fiscalizarle. Contra la patología de un pastor (jerarca) que quiere tener la exclusiva y vigila a los demás, eleva nuestro texto el buen recuerdo de Pedro ya muerto que ha dejado a su vera un lugar para el discípulo amado, el recuerdo de un discípulo amado que supo mantenerse al lado de Pedro.
Cf. R. E. Brown, La comunidad del discípulo amado. Estudio de la eclesiología juánica, BEB 43, Sígueme, Salamanca 1987.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra