(-> pena de muerte, bendición, fuego, cielo, infierno, pecados). El tema de la condena o rechazo de aquellos que no aceptan la alianza constituye uno de los elementos centrales del despliegue bíblico, desde el pacto* de la conquista (donde se manda matar a los cananeos) hasta los textos de expulsión del Apocalipsis. En el centro del Nuevo Testamento queda la terrible palabra de Mt 25,41: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno…». Ese puede ser el fuego* de la destrucción final o de la condena sin fin… ¿Podrá ser también un fuego medicinal que cura a los hombres heridos, que han corrido el riesgo de destruirse a sí mismos sin remedio? Ese es el tema clave, que está plantado en el principio y en la meta de la Biblia y que ahora evocamos partiendo del final del Apocalipsis.
(1) Condena final, expulsión de la Iglesia. Ciertamente, se trata de un tema relacionado con el fin de los tiempos, pues «no entrará en la Ciudad final nada impuro, nadie que cometa perversiones o mentiras» (Ap 21,27), porque sólo así podrán vivir en ella los salvados, llenos de confianza, con puertas abiertas, sin miedo de que nadie ni nada les destruya. Pero éste es, al mismo tiempo, un problema de pertenencia eclesial, en la línea de la ley más antigua de bendición* y maldición del Deuteronomio (cf. Dt 27,1526). Se trata de saber cómo se puede vivir en pureza y gracia sobre el mundo, se trata de saber quiénes pueden entrar por las puertas de la nueva ciudad de la vida. El texto del Apocalipsis parece claro. Entran dentro los bienaventurados, «los que lavan sus vestidos de manera que tengan poder sobre el árbol de la vida y puedan entrar en la ciudad por las puertas». Ellos son los benditos de Dios Padre, a quienes Jesús invita al Reino (cf. Mt 25,34). Quedan «fuera los perros, los hechiceros y los impuros, los asesinos y los idólatras y todos los que aman y realizan la mentira» (Ap 22,15). Se repiten, de esa forma, las palabras de bienaventuranza y de malaventuranza (cf. Lc 6,21 22), de manera que los hombres se dividen ya entre aquellos que están dentro y los que quedan «fuera…». Para que el Reino sea reino de Dios y la Iglesia sea su señal sobre la tierra han de quedar fuera los hechiceros e impuros, los asesinos e idólatras ya citados, a quienes se añade una clase muy significativa de personas: ¡los perros! En aquel contexto se llamaba perros a los no judíos (cf. Mc 7,27; Mt 15,26), pero el Apocalipsis sabe que Jesús ha convocado a las gentes de todo pueblo, lengua, raza y nación (cf. Ap 5,9; 7,9; 21,24). Por eso los perros no pueden ser los «no judíos» sin más, sino los traidores: aquellos que rompen la fraternidad cristiana, vendiéndose (vendiéndola) al imperio, en tiempos de persecución y prueba. Eso significa que hay un fuera eclesial, que ha de aplicarse a todos aquellos que no viven conforme al modelo de la Iglesia: «Si tu hermano peca, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la Iglesia; y si no oyere a la Iglesia, tenle por gentil y publicano» (Mt 18,15-18). Sería bonito poder separar claramente a los de dentro y a los de fuera. Pero el mismo Mateo sabe que es muy difícil distinguir dentro del tiempo de la Iglesia el trigo y la cizaña*, como ha mostrado de modo solemne la parábola de Mt 13,24-43. Eso significa que la Iglesia y el mundo siguen siendo un «campo mixto», de forma que sólo al final podrán distinguirse plenamente los que han visto al Mesías de Dios en los hambrientos y sedientos y los que no le han visto ni ayudado, escuchando entonces la palabra simbólica: «Apartaos de mí al fuego eterno» (Mt 25,31-46). Así nos situamos en una dialéctica constante entre la pureza de la Iglesia (que expulsa ya a los pecadores, perros y asesinos…) y la universalidad de la Iglesia que acoge a todos, como expresión del perdón que Dios ofrece y que los hombres han de ofrecer, setenta veces siete, abriendo siempre su espacio a la misericordia (cf. Mt 18,21-22).
(2) Una Iglesia que se cierra para abrirse mejor. Esta dialéctica eclesial está en el centro de la Biblia. Por un lado, en la Iglesia no caben los violentos y asesinos, los prostitutos e idólatras, a los que se refieren los textos del Apocalipsis, lo mismo que Mt 18,15-18; por eso, la Iglesia ha de establecerse como espacio de comunión y amor pa ra creyentes y puros. Pero, al mismo tiempo, siguiendo la dinámica del Evangelio, la Iglesia debe ser un campo y espacio que se abre en amor y capacidad de transformación para todos los pecadores del mundo, como sigue sabiendo el mismo Mt 18,21-35, cuando dice que hay que perdonar siempre, setenta veces siete. Sólo en ese contexto de pureza eclesial (¡fuera los perros!) y de llamada universal (¡siempre se debe perdonar!) puede plantearse y entenderse el sentido de condena, de ese «fuera» eclesial que permanece abierto al «apartaos de mí» del final de los tiempos, (a) Un «fuera» de amor. Este es un «fuera» que sólo se puede decir por amor y con «amor», un fuera no violento, que se aplica sin medios coactivos (pues la Iglesia no los tiene); un fuera que es bueno para el conjunto de la Iglesia y para aquellos a quienes se les convida a quedar fuera, para que descubran mejor lo que les falta. Este es un fuera que no puede apelar a ningún tipo de excomuniones sociales o políticas, sino un fuera que tiene que convertirse en un más hondo «venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados» (cf. Mt 11,28-29). (b) Un «fuera» medicinal. Este ha de ser, por tanto, un «fuera» medicinal, abierto a la curación de los expulsados y a la acogida de los pecadores, como dice el conjunto de Mt 18 y, sobre todo, el gesto de Jesús que muere en la cruz precisamente a favor de aquellos que le matan. La expulsión debe entenderse siempre como medio o posibilidad de una nueva inclusión o acogida de los expulsados. (3) Un fuera que acoge. Finalmente (y esto es lo más importante), la Iglesia ha de ser hogar de acogida de los expulsados sociales, como sabe el Evangelio cuando presenta a Jesús como amigo de publicanos y prostitutas, como hogar donde se recibe a exiliados, enfermos y encarcelados (Mt 25,31-46). Es posible que el Apocalipsis no haya tenido del todo en cuenta este momento evangélico de la acogida eclesial, que es más importante que toda expulsión. En ese sentido decimos que la Iglesia «se cierra», es decir, se purifica a sí misma, para acoger mejor a todos los expulsados y condenados de la historia humana.
(3) ¿Hay una condena teológica? Sólo en este contexto se plantea el tema de la posible expulsión teológica, que in terpretamos como infierno, esto es, como castigo final o aniquilación de los perversos. Esta sería la expulsión «de Dios», de un Dios incapaz de acoger en su seno a los pecadores y distintos. Aquí, como en el caso de la Iglesia, se dividen las opiniones. Unos dicen que Dios, al final, tiene que condenar al infierno a los culpables graves, o dejar que ellos mismos se condenen, como parece haber pensado san Agustín. Otros, en cambio, opinan que hallará un espacio de vida en su gran Vida para todos los hombres y mujeres, de manera que su justicia se cumpla en forma de misericordia* para todos. Pienso que sólo desde esta segunda perspectiva podemos entender la Biblia en su conjunto, y en sentido especial el Apocalipsis, como una llamada básicamente medicinal. Esto nos sitúa en el centro de la paradoja cristiana: sólo si mantiene con vigor los principios de libertad y comunión, sin dejarse contaminar por la violencia del sistema, la Iglesia podrá ser lugar de acogida para los expulsados de la sociedad y, en especial, para los encarcelados. De esa forma deben vincularse la exigencia más honda de identidad (la savia de vida evangélica) y el compromiso más fuerte de apertura hacia los expulsados del entorno, cristianos o no cristianos. En principio, dentro de la Iglesia no debería haber más expulsados que aquellos que se expulsan o alejan a sí mismos, pues todos los creyentes deberían vivir en comunión fraterna. Pero ella, la Iglesia, puede y debe ocuparse de un modo especial de aquellos cristianos que sufren persecución o rechazo social (de los que son perseguidos por cristianos), ocupándose, al mismo tiempo, de todos los expulsados de la sociedad, por cualquier causa que fuere.
Cf. A. íLVAREZ VALDES, La nueva Jerusalén ¿Ciudad celeste o terrestre?, Verbo Divino, Estella 2005.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra