SACRAMENTOS «DERIVADOS» DE JESUS

DJN
 
SUMARIO: 1. Planteamiento de la cuestión. – 2. Los sacramentos y su relación con la historia de la salvación. – 3. Los milagros y acciones significativas de Jesús en su relación con los sacramentos. 3.1. Las acciones salví­ficas de jesús y la llegada del reino. 3.2. Los signos joánicos y su significado cristológico y soteriológico. 3.3. El lavatorio de los pies y su hipotética sacramentalidad. – 4. La Iglesia encargada de prolongar la obra de Jesús sacramentalmente. 4.1. La institución de la Iglesia y Jesús de Nazaret. 4.2. Puntos de referencia en el ministerio de Jesús para los sacramentos: a) El sacramento del Bautismo y Jesús de Nazaret; b). El sacramento de la Confirmación y Jesús de Nazaret; c) El poder sacramental de perdonar los pecados o poder de las llaves y Jesús de Nazaret; d) El sacramento del Orden y Jesús de Nazaret; e) Unción de los enfermos y Jesús de Nazaret. f. El sacramento del matrimonio y Jesús de Nazaret.

1. Planteamiento de la cuestión
Las cuestiones principales acerca de los sacramentos «derivados» de Jesús, es decir, los sacramentos de la Iglesia, se refieren a si en el NT está atestiguada de alguna manera su institución por Jesús y se diferencian de las acciones salví­ficas y simbólicas que realizara en su vida: ¿Ha instituido Jesús acciones sacramentales que signifiquen y confieran la salvación, cuya realización encomendó a la Iglesia en la persona de los apóstoles?; ¿en qué medida se asemejan y distinguen los sacramentos instituidos por Jesús y practicados por la Iglesia de los hechos salví­ficos narrados en el AT, de las acciones simbólicas de los profetas, de ciertos ritos del pueblo judí­o y, de manera especial, de las acciones milagrosas y simbólico-salví­ficas del ministerio público de Jesús, que significaban, causaban la salvación o gracia y la comunicaban a los que eran objeto de tales milagros o gracias?
La comparación de los sacramentos de la Iglesia con los hechos más sobresalientes de la historia de la salvación, como la salida de Egipto y cena del cordero pascual, el don de la Ley en el Sinaí­ y la circuncisión, y, de manera especial, con las acciones salví­ficas de Jesús, nos ayuda a entender los sacramentos de la Iglesia no como acciones aisladas, sin conexión especial con el plan salví­fico de Dios, sino como celebraciones litúrgicas, es decir, públicas y eclesiales de la obra de la redención, prefigurada en los grandes acontecimientos salví­ficos del AT y realizada plenamente en la obra redentora de Jesucristo, especialmente en la cruz, cuya actualización tiene lugar en la historia concreta de la Iglesia a través de los siglos por medio de los siete sacramentos.

Los sacramentos «derivados» de Jesús forman parte del misterio de la salvación y comparten su estructura, como se verá a continuación. Consideramos como sacramentos las acciones sacramentales que Jesús encargó realizar a sus discí­pulos, que denotan y comportan la salvación o la gracia, para cuya realización les concedió potestad especial. Cuestión discutida es cuándo y en qué circunstancias concretas instituyó Jesús cada uno de los sacramentos, pero que los sacramentos han sido instituidos por El está fuera de discusión, más aún, es verdad de fe, pues sólo El, como Hijo de Dios, pudo ligar la gracia a determinadas acciones o ritos. Esta doctrina es defendida no sólo por la Iglesia católica e iglesias ortodoxas, sino también por todas las confesiones cristianas (p. ej. luteranos, anglicanos, reformados), aunque éstas últimas difieran de la Iglesia católica al determinar el número de los sacramentos y otros aspectos.

2. Los sacramentos y su relación con la historia de la salvación
Según el C. Vat. II, Dios se ha manifestado en la historia «por medio de obras y palabras, esencialmente ligadas entre sí­» (cf. DV 1,2). De esta afirmación fundamental se sigue que la salvación se comunica y llega a los hombres por medio de obras y palabras í­ntimamente relacionadas entre sí­. El Vat. II quiere decir que la historia de la salvación tiene una estructura esencialmente sacramental, en cuanto significa y realiza la salvación en el tiempo por medio de palabras y hechos en conexión entre sí­. Naturalmente esto se aplica, en primer lugar, a la revelación y la salvación en y por medio de Jesucristo, que es llamado con razón «sacramento original» o, en el lenguaje teológico, «sacramentum coniunctum»; es decir, por estar unida su humanidad personalmente a la Segunda Persona de la Trinidad, Jesús de Nazaret es el único mediador entre Dios y los hombres y el sacramento primordial de donde arranca la salvación.

Del «sacramento original», que es Jesucristo «glorificado» (cf. Jn 7,39), se deriva la Iglesia, que es llamada con razón «sacramento fundamental», cuyas ramificaciones son los siete sacramentos, llamados también vulgarmente «canales de la gracia» para los que a ellos se acercan con fe y debidamente dispuestos, lo cual no excluye, según la doctrina católica, que Dios, de modo extraordinario, actúe también fuera de la Iglesia católica y los sacramentos.

En el AT encontramos acciones simbólicas como las de los profetas y acontecimientos salví­ficos que presentan cierta semejanza con las acciones salví­ficas de Jesús y los sacramentos derivados de El. Las acciones simbólicas de los profetas, que no sólo prefiguraban lo que iba a suceder, sino que realizaban ya en el momento del anuncio profético de manera incipiente la salvación o desgracia anunciada, se asemejaban a los sacramentos de la Iglesia, diferenciándose de éstos en que aquéllas prefiguraban sólo la salvacióndefinitiva que iba a realizarse en Cristo mismo, mientras que en los sacramentos se aplica realmente la redención obrada por El a los hombres.

Las acciones salví­ficas del AT, ya mencionadas (la cena del cordero pascual, salida de Egipto, el don de la Ley en el Sinaí­, el dí­a de Pentecostés, circuncisión), poseí­an también, según los teólogos, una cierta estructura sacramental, en cuanto que prefiguraban la salvación que Jesús, siglos más tarde, iba a instaurar en el mundo por medio de su encarnación o venida al mundo y, de modo concreto, por medio de todas sus acciones y palabras, que culminarí­an en el sacrificio de su vida en la cruz. Estos ritos judí­os, llamados impropiamente «sacramentos», santificaban antes de la venida de Jesús a los que los recibí­an. Después de la venida de Jesús o su obra redentora en la cruz carecen de por sí­ de la eficacia salvadora que poseí­an antes (cf. Mt 27,51; Mc 15,38; Lc 23,45; 2Cor 3,7-16), aunque al judí­o de buena fe le sirvan de ocasión de santificación y salvación, pero la eficacia no depende ya esencialmente de esos ritos sino de la buena fe, pues con la venida de Jesús perdieron su carácter prefigurativo en virtud del cual conferí­an la gracia.

Según el EvJn la Iglesia nació del costado de Cristo en la cruz, y del costado de Cristo en la cruz brotaron también con la Iglesia los sacramentos (cf. Jn 7,37-39 y 19,30.34-35), aunque en las apariciones pascuales se vayan describiendo, a continuación, sucesiva y detalladamente la institución de la Iglesia y los sacramentos (cf. 20,21-23: enví­o de la Iglesia y el don del Espí­ritu Santo así­ como el poder de perdonar los pecados; 21,1-19: misión, Eucaristí­a y primado); los tres evangelios sinópticos relacionan también el enví­o de los discí­pulos y la concesión de poderes espirituales con las aparaciones pascuales (Mt 28,18-20; Mc 16,14-18; Lc 24,46-49; cf. también He 2,1-36). La fuente de donde brotan la Iglesia y los sacramentos es la muerte redentora de Cristo en la cruz; los sacramentos explican y desarroIlan su obra redentora a través de los siglos hasta su venida al final de los tiempos (cf. 1 Cor 11,26).

Detrás de los acontecimientos de la historia de la salvación y hechos observables de la vida de Jesús hay una realidad divina que los trasciende y que el hombre por sí­ mismo con la sola razón no puede vislumbrar, y menos aún comprender. Esta realidad es sobrenatural, porque trasciende toda experiencia y conocimiento humano, siendo perceptible, sólo hasta cierto punto, por la fe, gracias a la revelación de Dios en la historia de Israel y la Iglesia por medio de Jesucristo (Jn 19,35). Los hombres de todos los tiempos han experimentado siempre que la realidad divina que está detrás de los fenómenos religiosos es inefable y no se puede reducir a meros conceptos y palabras, aunque en este caso no se trata de verdadera revelación en sentido cristiano, ya que en ellos no se manifiestan los misterios de la fe cristiana. Pero la experiencia de lo inefable es una realidad en la historia de las religiones. Mucho más sublime e inefable es la realidad que está detras de los hechos salví­ficos de la historia de la salvación bí­blico-cristiana.

A esta experiencia de lo inefable se refiere la palabra mysterion, que etimológicamente proviene de la raí­z griega my (cerrar los ojos o la boca) y significa algo incomprensible para la razón e inexplicable con palabras. La palabra mysterion pertenece al mundo del culto y designa los cultos de iniciación (mysteria) paganos (cf. Sap 14,15.23), en los que los iniciados estaban obligados a guardar silencio respecto a lo que habí­an contemplado («disciplina del arcano») y a una especie de «milicia santa». El término mysterion aparece en la traducción griega del Antiguo Testamento, la llamada «Biblia de los Setenta», bien con el significado corriente de secreto (Si 22,22; 27,16-17.21; Jdt 2,2; 2Mac 13,21) o secretos de Dios (Sap 2,22; 6,22; Tob 12,7.11). Pero en Dan 2,18-19.27-30.47 los secretos de Dios adquieren una connotación escatológica, esdecir, se refieren a acontecimientos salví­ficos que se realizarán en los últimos tiempos, y apocalí­ptica, porque son dados a conocer a Daniel por revelación: el cielo se abre y en él aparecen descritos los hechos que tendrán lugar en los tiempos futuros para que el profeta pueda conocerlos. Esta revelación o conocimiento puede tener lugar de diversas formas, bien por éxtasis, sueño o visión (cf. Dan 7).

Con esta connotación escatológica y apocalí­tica de fondo, aunque no sea de forma tan descriptiva como en Dan y Ap, pasa la palabra mysterion al NT para expresar, en primer lugar, el misterio divino de los últimos tiempos, proyectado por Dios en Cristo antes de la creación y revelado en El y por El en la plenitud de los tiempos (cf. 1 Cor 2,6-13; Ef 5,32), aunque también pueda indicar aspectos negativos que le acompañan (2Tes 2,7: la perversidad del mal) o positivos como la trasformación escatológica total del cristiano en la segunda venida del Señor (1Cor 15,51) o la futura historia de Israel (Rom 11,25). La palabra mysterion expresa la historia de la salvación final que Dios ha proyectado y cuyo actor principal es también El mismo por medio del Hijo del hombre (Dan 7,13-14) o Cristo, según el NT.

Con significado claramente cristológico aparece mysterion en los evangelios (Mc 4,11 par.: «A vosotros se os ha dado a conocer el misterio del Reino de Dios; pero a los que están fuera todo les llega en parábolas»): el reino de Dios es una realidad, que alborea ya en la obra de Jesús, en sus palabras y acciones salvadoras; sus palabras y obras significan la salvación y la comunican a los que se acercan a Jesús con fe. San Pablo recalca todaví­a más el aspecto cristológico del mysterion de la sabidurí­a divina: Jesucristo crucificado, el «Señor de la gloria», es la encarnación del misterio de Dios (1 Cor 2,2.7-8). El Doctor de los gentiles pide que a los apóstoles se les «considere como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1Cor 4,1). La expresión «administradores de los misterios de Dios» no se puede aplicar sin más a los sacramentos de la Iglesia, sino que debe ser referida, en primer lugar, a la predicación apostólica en general, pues Pablo mismo dice que no ha sido enviado a bautizar sino a predicar (1,17), lo cual no quiere decir que la predicación de Pablo no tenga nada que ver con el bautismo, ya que su predicación no consiste en meras palabras sino que incluye acciones que significan y realizan la salvación, como es el bautismo realizado por sus colaboradores (1 Cor 6,20): su predicación está orientada a la fe y al bautismo (Rom 6,1-10), al acrecentamiento de la gracia por la celebración de la Eucaristí­a (1 Cor 11,17-34) y a la reconciliación de los cristianos pecadores (2Cor 2,6-10; 5,18-21). En Col 2,2 se afirma asimismo que Cristo es el «misterio divino», añadiéndose que su anuncio se realiza por medio de la Iglesia (Col 1,27). En Ef 3,4-6 se va más allá, al afirmarse que el anuncio del misterio se refiere también a los gentiles; en 5,32 se llama mysterion a la unión de Cristo con la Iglesia, la cual es modelo de la unión sacramental de los esposos. En el NT aparece claro que la revelación del misterio de Dios en Cristo no se reduce a algo meramente cognitivo, sino que es una realidad sobrenatural divina, que se prolonga o aplica a los fieles en las acciones o sacramentos de la Iglesia.

Las semejanzas entre el juramento de los reclutas romanos y el compromiso personal de los iniciados en los cultos mistéricos hicieron que el término latino sacramentum y el griego mysterion fuesen considerados ya en el siglo II d.C. como sinónimos. Mysterion como sinónimo de sacramento sigue en vigor en la tradición eclesiástica oriental. Con ambos términos se afirma que el misterio de la obra redentora de Cristo se prolonga y aplica en las acciones de la Iglesia que nosotros llamamos sacramentos. Los historiadores de las religiones son hoy dí­a del parecer que los cultos mistéricos paganos de iniciación no han influido o, a lo más, han influido muy escasamente en el culto o sacramentos cristianos, aunque no se excluyandependencias lingüí­stico-culturales. Dado que el Bautismo y la Eucaristí­a se practicaron en la Iglesia de Jerusalén desde un principio (He 2,38.41.46, etc.), ya antes de que Pablo comenzase la misión de los gentiles, son improbables influjos directos de los cultos paganos griegos en los sacramentos cristianos.

3. Los milagros y acciones significativas de Jesús en su relación con los sacramentos
3.1. Las acciones salví­ficas de Jesús y la llegada del reino
En los evangelios encontramos milagros y acciones simbólicas de Jesús que no sólo trascienden abstractamente el significado inmediato del hecho milagroso y acción extraordinaria sino que, sobre todo, llaman la atención de sus contemporáneos, espectadores y oyentes, sobre la llegada real, ya cercana del Reino de Dios en Jesús y su obra. Más aún, en estos hechos milagrosos y acciones significativas se trasluce la realidad del Reino de Dios ya presente plenamente en la persona de Jesús, dado que su persona es la misma persona que la Segunda Persona de la Santí­sima Trinidad o el Verbo, aunque su identidad personal (Mc 1,24) y la eficacia de sus acciones humanas permanezca oculta y escondida a los hombres (Mc 4,11-12; Jn 16,25-26). Jesús personifica el Reino de Dios, pero su realización plena depende de su sucesiva actuación conjunta con el Padre por medio del Espí­ritu Santo, sobre todo, en la glorificación final (Mc 14,36; Jn 4,32-34). Cuando aplicamos a las acciones de Jesús el calificativo «simbólico» no se debe entender por esta palabra algo puramente abstracto, sino, más bien, una realidad trascendente y efectiva que realiza ya de alguna manera lo que significa, cuya plena realización tendrá lugar en el futuro -en nuestro caso, en Pascua o Pentecostés-. Los milagros y acciones de Jesús durante su vida pública hací­an presente y perceptible el Reino de Dios ya entre los habitantes de Galilea, si bien en ciernes y de forma incipiente, debido a que Jesús aún no habí­a sido glorificado (Jn 7,39) y sus destinatarios o discí­pulos viví­an -como vivimos nosotros también- en la condición de creyentes y no habí­an llegado a la visión (1Cor 13,12; 1Jn 3,2). Las curaciones milagrosas de Jesús trascendí­an la simple curación extraordinaria, convirtiéndose en signos o canales de salvación para los que por la fe se abrí­an a ellos sin condiciones: la aceptación de estos signos causaba la presencia del reino de Dios en la vida de los creyentes mismos, aunque sólo de forma germinal. Las grandes acciones simbólicas que expresaban la autoridad divina de Jesús (p. ej., la purificación del templo) anunciaban proféticamente la llegada futura del Reino en sus diversas etapas, pero de tal modo que la acción llevada a cabo por Jesús con poder divino anticipaba ya, de alguna forma, la realización del acontecimiento futuro.

Entre los milagros de Jesús con significado cristológico y soteriológico que trascienden la simple curación o hecho milagroso y apuntan la llegada del Reino podemos contar los siguientes: la curación del paralí­tico (Mt 9,1-8; Mc 2,1-12; Lc 5,17-26), las curaciones de Jesús en sábado (Mt 12,9-14; Mc 3,1-6; Lc 6,6-11; 13,10-17; 14, 1-6) y las expulsiones de demonios (Lc 11,20). En los evangelios sinópticos los milagros realizados por Jesús trascienden el mero hecho de la curación concreta: la curación del paralí­tico de Cafarnaúm indica que el Reino de Dios anunciado por Jesús promete la salvación de una manera total y que la salvación ofrecida por El no se refiere sólo al alma sino también al cuerpo y viceversa; la curación del paralí­tico es un signo de que Dios interviene en la realidad total del hombre; la palabra de Jesús con que cura al paralí­tico no es sólo una promesa para el futuro, sino una palabra que da al enfermo ya ahora la salvación integral (Mt 9,1-8; Mc 2,1-12; Lc 5,17-26; cf. Jn 5,1-15). La semejanza de las acciones milagrosas y significativas de Jesús con los sacramentos derivados de El es evidente, pero hay unadiferencia que no debe pasar inadvertida, ya que la curación, p. ej., en el caso del paralí­tico, es una acción exclusivamente cristológica que indica quién es Jesús y qué es el Reino de Dios predicado por El. Si comparamos este milagro de Jesús con el milagro de Pedro y Juan después de Pascua en la Puerta hermosa del templo, aparece, en primer lugar, también el milagro de los apóstoles como un signo cristológico o prueba de que Jesús de Nazaret es el Mesí­as resucitado y exaltado por Dios, que está detrás de la acción milagrosa de los apóstoles; en segundo lugar, la acción milagrosa de Pedro y Juan encierra en sí­ algo de sacramental, ya que el milagro no es sólo causa de la curación corporal del cojo de nacimiento sino de que éste entre en el templo alabando a Dios, o sea, causa de su salvación espiritual (He 3,8). La exaltación de Jesús hace sentir sus efectos en la llegada del Reino de Dios tanto de forma visible como invisible, con lo cual quiere demostrar Lucas, sobre todo, en la primera parte de los Hechos de los apóstoles que Jesús es el Mesí­as muerto, resucitado, exaltado y glorificado por Dios (He 3,1-26). Las curaciones de Jesús en sábado (Mt 12, 9-14; Mc 3,1-6; Lc 6,6-11; 13,10-17; 14,1-6) indican, en el contexto del comienzo de la llegada del Reino de Dios, que la salvación de la persona humana está por encima de la casuí­stica judí­a; las curaciones se convierten en signos de auténtica liberación y salvación. La afirmación de Jesús de que sus expulsiones de los demonios son una prueba de que el Reino de Dios ha llegado (Lc 11,20), está considerada generalmente por los exegetas como un dicho auténtico: «Jesús como taumaturgo apocalí­ptico constituye una excepción en la Historia de las religiones» (Theissen, Wundergeschichten, p. 274). «En el judaí­smo temprano» [antes y después de Jesús] no se encuentran expresiones semejantes que «hagan depender la llegada del Reino de Dios de la actuación de un hombre» (Marí­a Trautmann, Zeichenhafte, p. 265). Estas afirmaciones de los investigadores, que podrí­an aumentarse, prueban, por una parte, que Jesús realizó realmente exorcismos; por otra parte, se pone de relieve la relación de las expulsiones de demonios con la venida del Reino -caso singular en la Historia de las religiones. Conviene precisar, sin embargo, que las expulsiones realizadas por Jesús no significaban en sí­ mismas la llegada del Reino, sino que eran sólo una señal de que el Reino estaba ya actuando. Los exorcismos son, pues, una condición previa o acompañante de la llegada del Reino. Estos ejemplos que acabamos de estudiar presentan el Reino de Dios como una realidad dinámica salví­fica que se manifiesta por medio de las acciones de Jesús y no sólo por conceptos.

A las acciones profético-simbólicas pertenecen, en cambio, la purificación del templo (Mt 21,12-13; Mc 11,15-17; Lc 19,45-46; Jn 2,13-17), las comidas de Jesús con publicanos y pecadores (Mt 9,9-13; Mc 2,13-17; Lc 5,27-32), la elección e institución de los doce (Mt 10,1-4; Mc 3,13-19; Lc 6,12-16), la maldición de la higuera infructuosa (Mt 21,18-22.; Mc 11,12-14. 20-25) y la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (Mt 21,1-10a; Mc 11,1-11a; Lc 19,28-40; Jn 12,12-19). La purificación del templo significa algo más que devolverle al templo su carácter sagrado, como insinúa el hecho de que se encuentre estrechamente relacionada con la acción también profética de la maldición de la higuera y su cumplimiento casi instántaneo (Mc 11,12-25). Estas acciones simbólicas de Jesús se parecen a las de los profetas del AT que realizaban ya en cierto sentido lo que significaban, y eran a la vez prueba de que el hecho profetizado se realizarí­a plenamente a su tiempo. La diferencia está en que las acciones de Jesús expresan la realización mesiánica de la salvación, aunque sea todaví­a ocultamente, mientras que las de los profetas se referí­an a la salvación mesiánica que tendrí­a lugar en los últimos tiempos. Las comidas de Jesús con los pecadores y publicanos así­ como la institución del grupo de los doce, significando la reunión escatológica, definitiva de lasdoce tribus de Israel, son también hechos simbólicos que realizan ya en ese momento mismo de la intervención de Jesús la presencia del Reino. Las acciones salví­ficas de Jesús han dado lugar, a su vez, a las acciones salví­ficas o sacramentos de la Iglesia, que, por su voluntad y encargo, deben prolongar su obra redentora. Las acciones propias de Jesús, sin embargo, no se pueden considerar como sacramentos en sentido estricto, ya que se refieren a la llegada del Reino de Dios en su persona. Es decir, tienen un significado mesiánico-cristológico y soteriológico, pero no sacramental en sentido propio, ya que no son acciones de los discí­pulos.

3.2. Los signos joánicos y su significado cristológico y soteriológico
En los milagros del EvJn, que los estudiosos llaman «signos-joánicos», es donde más se acentúa el aspecto cristológico y soteriológico de las obras milagrosas de Jesús dentro del NT. Tampoco éstos pueden denominarse sacramentos o confundirse con los sacramentos derivados de Jesús o sacramentos de la Iglesia. Cada uno de los milagros del EvJn o «signos joánicos» expresa un aspecto especial de la persona de Jesús. El verdadero discí­pulo de Jesús tiene que percibir esa dimensión cristológica y soteriológica, pues de lo contrario su fe no será verdadera. Así­, p. ej., la multiplicación de los panes no quiere decir sólo que Jesús sea un taumaturgo que ha alimentado a una multitud de personas, sino que el milagro obrado por El tiene un alcance cristológico y soteriológico, que va más allá del hecho milagroso de alimentar con cinco panes y dos peces una gran multitud: con el significado cristológico se expresa que Jesús es el Pan bajado del cielo a semejanza del maná en el desierto; con el significado soteriológico se quiere decir que Jesús no ha venido, en primer lugar, a alimentar los cuerpos sino las almas (Jn 6,1-15.26-51a); la última parte del discurso eucarí­stico de Jn 6 contiene, además, un significado claramente sacramental (6, 51b-59), ya que Jesús promete a su Iglesia para el futuro (6,51 c) el pan eucarí­stico que da la vida eterna (6,53-54.57-58). En el milagro-signo de la piscina probática el significado es sólo cristológico y soteriológico, sin que el discurso contenga una explicación sacramental: Jesús no es sólo un gran taumaturgo que cura al paralí­tico, sino que se revela cristológica y soteriológimente como el Hijo de Dios que da la vida eterna al que cree en El (5,24-25). La curación del ciego de nacimiento es también un milagro-signo en cuanto Jesús es la luz del mundo (9,5) que no sólo cura la ceguera corporal (v.7.11.17), sino que, además, da la luz de la fe (v.35-38); tampoco el relato de este milagro contiene una aplicación explí­citamente sacramental, aunque un lugar muy apropiado para su lectura serí­a la celebración litúrgica del Bautismo de adultos. Una interpretación cristológica-soteriológica se impone igualmente en los demás milagros-signos del EvJn: así­ aparece significada la sobreabundancia de la gracia en el milagro de las bodas de Caná en contraste con las instituciones del AT, a que aluden las cántaras judí­as para las purificaciones legales, que sólo podí­an quitar la impureza exterior (2,1-11); una aplicación sacramental, bien sea referida a la Eucaristí­a o al Matrimonio, no aparece explí­cita en el texto joánico, pero parece insinuarse. En los milagros-signos de la curación del hijo del oficial real en Caná (4,46-54) y la resurrección de Lázaro en Betania (11,1-46) Jesús aparece superando la enfermedad y la muerte respectivamente. La curación del hijo del oficial nos hace recordar el efecto que produce el sacramento cristiano de la unción de los enfermos, pero en ambas narraciones ni el efecto tiene lugar por unción o imposición de manos, sino sólo por la palabra y la fe, sin que se aluda en manera alguna a una acción sacramental realizada por los discí­pulos o la Iglesia; en ambos casos se trata sólo de milagros-signos cristológico-soteriológicos.

3.3. El lavatorio de los pies y su hipotética sacramentalidad
En Jn 13,4-10.12-15 narra esquemáticamente el evangelista la escena en que Jesús, levantándose de la cena, lava los pies a sus discí­pulos (v.4-6a), a la cual siguen dos interpretaciones: una de carácter dogmático-simbólico en forma de diálogo, que explica el lavatorio de los pies como adhesión de los discí­pulos a Jesús que se entrega, en el gesto simbólico del lavar los pies a los discí­pulos, a la muerte de cruz y subraya la necesidad de compartir su muerte, so pena de ser excluidos de la salvación que Jesús nos ha merecido en la cruz (v.6b-10), y otra parenética o exhortativa en forma de breve discurso, en que manda a sus discí­pulos que en el futuro se laven los pies unos a otros (v.12-17). En la interpretación dogmática, que es, sin duda, la más importante, se afirma que el lavatorio de Jesús causa la limpieza total: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, pues está completamente limpio» (así­ la mayorí­a de los códices, entre los cuales el vaticano, uno de los más antiguos, del siglo IV; el códice sinaí­tico, también uno de los más antiguos, del siglo IV, omite, sin embargo, la expresión «más que los pies»). El lavatorio de los pies simboliza la participación en la humillación y muerte de Jesús en la cruz, que es el lugar de su exaltación, glorificación y revelación suprema (19,35-37).

Algunos autores opinar], por tanto, que el lavatorio de los pies era practicado como rito sacramental en la Iglesia donde se escribió el EvJn. La esquemática explicación del rito parece indicar que los destinatarios del EvJn lo conocí­an, lo cual hací­a innecesaria una explicación detallada. La importancia cuasi sacramental del rito aparece insinuada por el hecho de que el lavatorio de los pies reemplaza en la Ultima Cena la institución de la Eucaristí­a. Los exegetas no están de acuerdo en la relación de este rito con otros sacramentos, como el bautismo y eucaristí­a (cf. la explicación del comentario de R. Schnackenburg).

Según 1Tim 5,10 pertenece a las obligaciones de la asociación de las viudas «lavar los pies a los santos»; probablemente la «acción de lavar los pies a los santos» es un rito semejante al de la iglesia joánica. En el NT no encontramos detalles más concretos al respecto; sólo algunas alusiones podrí­an referirse al lavatorio de los pies: en Lc 22,27 pregunta Jesús a sus discí­pulos: «Porque, ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve». El verbo «servir» (en griego diakonein) está en relación, en primer lugar, con el servir a la mesa en el NT y parece incluir el lavar a los huéspedes los pies, si bien esto tení­a lugar antes, no durante la comida, como en Jn 13,4: «Dichosos los siervos, que el Señor al venir encuentre despiertos: yo os aseguro que los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirles él mismo» (Lc 12,3; cf. también Mc 10,45). De los textos citados parece deducirse que hay una tradición según la cual Jesús a los discí­pulos les sirvió a la mesa, realizando con ellos una acción significativa.

Para el evangelista Juan el rito de lavar los pies tiene un significado profundo que ni Pedro ni los demás discí­pulos pueden comprender antes de la muerte y resurrección de Jesús (cf. 13,7.36). En el tiempo pascual comprenderán el pleno significado de la acción de Jesús de lavar los pies y de las otros hechos significativos (16,13). La acción de lavar los pies Jesús a sus discí­pulos no es en sí­ un sacramento, sino una acción simbólica, significativa de la salvación de su muerte redentora. La cuestión decisiva es si la Iglesia católica universal entendió la acción de Jesús como un sacramento o acción meramente significativa. San Ambrosio de Milán consideró el gesto de lavar los pies como un rito complementario del bautismo y defendió frente a la Iglesia romana su carácter sacramental de perdonar los pecados. También se practicó entre los monjes de la edad media como rito sacramental aislado de perdonar los pecados de cada dí­a o veniales (cf. San Bernardo, De coena Domini). En realidad, se trata de un sacramental, o sea, medio de obtener el perdón de los pecados veniales, p. ej., agua bendita, sin que la Iglesia universal lo haya reconocido como sacramento.

4. La Iglesia encargada de prolongar la obra de Jesús sacramentalmente
4.1. La institución de /a Iglesia y Jesús de Nazaret
La Iglesia, llamada por los teólogos de la época del Vat. II «sacramento fundamental», tiene su origen en Jesucristo, fuente de toda gracia o «sacramento original», y nace en Pascua, el dí­a de Resurrección; los sacramentos son realizaciones de la Iglesia (K. Rahner, E. Schillebeeck). Al exegeta incumbe la tarea de demostrar cómo aparece esta realidad cristológica y eclesiológico-sacramental en el NT. Comencemos con el evangelista san Juan, que es quien relaciona más estrechamente que los sinópticos el nacimiento de la Iglesia con el misterio pascual, o sea, con la muerte, resurrección y aparición de Jesús a sus discí­pulos el dí­a de Pascua (Jn 19,34-35; 20,21-22). Según el pensamiento joánico la Iglesia tiene su origen exactamente en la muerte misma de Jesús, como expresan sus últimas palabras y su gesto al morir en la cruz: «Consumado está. E inclinada la cabeza, entregó el espí­ritu» (19,30). La última palabra «espí­ritu» podrí­amos haberla escrito con mayúscula, los códices griegos del NT no distinguen la diferencia de significado de una palabra con mayúscula inicial o minúscula; en nuestras traducciones, sin embargo, teniendo en cuenta el contexto del pasaje joánico, escribirí­amos «Espí­ritu» con mayúscula: la entrega de su espí­ritu es, en realidad, el regalo del Espí­ritu Santo a la Iglesia. La descripción, a continuación, del costado traspasado, del que «salió al punto sangre y agua» (19,34), expresa la misma idea: en la exaltación de Jesús muerto en la cruz nace la Iglesia. En la aparición pascual del dí­a de Resurrección, cuando el Señor sopla sobre los discí­pulos y les entrega el Espí­ritu Santo (20,22), se expresa plásticamente el significado de los dos textos antes citados: la muerte de Jesús en la cruz, que el evangelista llama su «exaltación y glorificación», y el costado abierto significan el nacimiento de la Iglesia (cf. 19,30.34-37; 20,21-22 y 12,32: «Y yo, cuando fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí­»).

Según el EvMt, en cambio, la institución y constitución de la Iglesia tiene lugar con ocasión de la aparición de Jesús en el monte de Galilea en los dí­as siguientes a su resurrección, en la que el Resucitado les concede a los discí­pulos su plena potestad (cf. 28,10.16-20: concesión de la autoridad plena del Señor glorificado, enví­o, encargo de bautizar y predicar). San Mateo pone su acento en el aspecto jurí­dico, misionero, sacramental y doctrinal de la Iglesia y en su dependencia continua y necesaria del Señor resucitado, que, por esa razón, les promete su asistencia y presencia hasta el final de los siglos (28,20), mientras que Jn profundiza el misterio de la Iglesia hasta encontrarlo en la muerte de cruz, sí­mbolo de exaltación y glorificación de Jesús.

Distinta es la perspectiva teológica de san Lucas: la Iglesia nace y se presenta en público el dí­a de Pentecostés al venir el Espí­ritu Santo sobre los discí­pulos reunidos con Marí­a en el cenáculo (vgl. Lc 24,49 y He 2,1-42). Las apariciones del Resucitado, sus encuentros con los discí­pulos durante los cuarenta dí­as pascuales y su ascensión son momentos previos al nacimiento de la Iglesia el dí­a de Pentecostés, cuando ésta recibe el Espí­ritu Santo y comienza su misión mundial hasta que venga Jesucristo en su segunda venida al final de los siglos.

El que los evangelistas relacionen de diferentes maneras el nacimiento de la Iglesia con la donación del Espí­ritu Santo el dí­a de Pascua (Jn 20,22) o Pentecostés (He 2,1-36) o con la entrega de los poderes supremos en los dí­as después de Pascua (Mt 28,18-20), indica que la realización de la Iglesia, por ser un organismo vivo, no se puede reducir a un solo aspecto, sino que presenta diversas facetas. Por ser la Iglesia una realidad tan rica y plena, se comprende que los evangelios acentúen diversos aspectos teológicos, colocando el nacimiento de la Iglesia bien en estrecha relación con la muerte y resurrección de Jesús, como hace Juan, o con el don del Espí­ritu Santo el dí­a de Pentecostés, como subraya Lucas, mientras que Mateo se queda entre medias y pone de relieve la concesión del supremo poder al grupo de los once, que representan la Iglesia entera o el verdadero Israel (Mt 28,18-20 y 21,43).

Para san Pablo el origen de la Iglesia está también, como en el EvJn, en la muerte y resurrección de Jesucristo, con quien el creyente entra en contacto y en cuyo «cuerpo (mí­stico»: esta palabra no aparece en el NT, pero expresa bien la realidad eclesiológica) queda incorporado por el bautismo (Rom 3,.28; 4,24-25; 6,1-11; 1 Cor 12,12-14), siendo las aparaciones del Resucitado a Pedro y demás discí­pulos las señales inequí­vocas de que Jesús resucitado actúa en la Iglesia por medio de sus apóstoles, incluido el mismo Pablo (1 Cor 15,1-8).

Hay que tener en cuenta que el orden en que suceden las apariciones es también significativo, ya que la Iglesia no es algo puramente carismático o anárquico como si las apariciones tuvieran por fin hacer a los agraciados independientes de la autoridad suprema de Pedro y grupo de los doce; Pablo mismo se deja incorporar a la vida de la Iglesia (cf. He 9,6.17-18) y pide a sus comunidades respectivas que se atengan al orden establecido en las demás Iglesias cristianas (1Cor 11,16; 2Cor 10,13-16; Gál 2,1-10). El hecho de que Jesús reunió durante su ministerio público al grupo de los doce, como núcleo de la Iglesia que tendrí­a origen el dí­a de Pascua, no se puede poner en duda (Mt 10,1-2.5; 19,28; 26,14.20.47; Mc 3,14-16; 14,10.20.43; Lc 6,13; 22,3.47; Jn 6,67-71; 20,24; He 6,2; 1Cor 15,5; Ap 21,12.14).

Aparte el hecho de que la institución del grupo de «los doce» aparezca tan ampliamente atestiguada en las diferentes tradiciones del NT, es, sobre todo, la mención de Judas como «uno de los doce» una prueba irrefutable de que el origen del grupo de los doce se remonta a Jesús de Nazaret. El grupo de los seguidores de Jesús era, naturalmente, más amplio que el grupo de los doce (Lc 8,1-3; He 1,13-14.21-23, etc.). De aquí­ se desprende que Jesús entregó una potestad especial al grupo de los doce en relación con la Iglesia y su misión (Mc 3,14-15 y lugares paralelos). Después de Pascua fueron inundados del Espí­ritu Santo (cf. Jn 20,21-22; He 2,1-4).

4.2. Puntos de referencia en el ministerio de Jesús para los sacramentos
a) El sacramento del Bautismo y Jesús de Nazaret. En el EvJn se afirma sin rodeos que Jesús bautizó: «Después de esto, fueron Jesús y sus discí­pulos a la región de Judea; allí­ viví­a con ellos y bautizaba» (3,22). Pocos versos después se dice que discí­pulos del Bautista le comunican a su maestro que Jesús está bautizando con gran éxito: «Maestro, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, del que diste testimonio, bautiza y todos acuden a él» (3,26). En los sinópticos se afirma, sin lugar a dudas, que Jesús fue bautizado, pero no que bautizara. Es probable, pues, que los editores del EvJn (cf. Jn 21,24), que tal vez quisieron armonizar este evangelio con los sinópticos, intentaran corregir las afirmaciones del evangelista, antes citadas, introduciendo la siguiente observación, que destacamos en cursiva: «Cuando Jesús supo que los fariseos se habí­an enterado de que Jesús conseguí­a y bautizaba más discí­pulos que Juan -si bien Jesús mismo no bautizaba sino sus discí­pulos-, abandonó la Judea y se fue de nuevo a Galilea (4,1-2)». La mayorí­a de los exegetas actuales consideran el versí­culo en cursiva (4,2) como una adición de los editores que publicaron el cuarto evangelio -lo cual no se opone en modoalguno a su inspiración; los argumentos pueden consultarse en los comentarios correspondientes a este versí­culo (cf R. E. Brown y R. Schnackenburg, en tradición española). Es muy probable que Jesús al principio de su vida pública, antes de que fuera encarcelado Juan, colaborase con él en la tarea de bautizar, del cual, sin embargo, se separó luego (cf. 3,22-26), abandonando más tarde definitivamente su actividad bautista, porque suscitaba la desconfianza de las autoridades judí­as y poní­a en peligro su ministerio (4,1-3), o por otras razones que nos son desconocidas. El cuarto evangelista nos proporcionarí­a, pues, información auténtica de la primera etapa oculta del ministerio de Jesús que los sinópticos no mencionan. Tal vez los sinópticos no consideraron importante la actividad bautista de Jesús y la suprimieron; para el evangelista Juan, en cambio, esta etapa era importante, porque la comunidad joánica, en donde se escribió el EvJn, estaba en conflicto con antiguos discí­pulos de Juan el Bautista que tení­an a su maestro por superior a Jesús, ya que Jesús habí­a sido bautizado por él y por algún tiempo habí­a colaborado con Juan Bautista, y trataba de ganárselos para la fe en Jesucristo y la Iglesia. El evangelista Juan, por esta razón, no sólo recalca la superioridad de Jesús sobre Juan Bautista, sino que hace de éste un testigo de su divinidad (cf. Jn 1, 6-8.15. 19-36; 3,22-36; 4,1-3; 5,33-36; 10,40-42). Los sinópticos dan la impresión de que Jesús comenzó su ministerio público después del encarcelamiento de Juan Bautista por Herodes (cf. Mc 1,14), probablemente, no de acuerdo con los hechos históricos reales; según el EvJn, Jesús y el Bautista realizaron sus respectivos ministerios paralelamente durante algún tiempo, antes de que Juan Bautista fuera encarcelado. Los editores del cuarto evangelio, discí­pulos del evangelista san Juan, que sabí­an que la tradición sinóptica no hablaba de la actividad bautista de Jesús, trataron de armonizar los datos del EvJn con los de los sinópticos, atribuyéndosela a los discí­pulos.

Los exegetas modernos están de acuerdo de que el bautismo cristiano tiene sus raí­ces, en cierta medida, en el bautismo de Juan Bautista. Su bautismo, al cual se sometió Jesús (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22), y que los cristianos consideraron como de origen divino (Mt 21,25-26; Mc 11,30-33; Lc 20,4-6), fue tomado, después de Pascua, como modelo por los cristianos, si bien con un nuevo significado y eficacia, sólo posibles después de Pascua, o sea, a raí­z de la muerte y resurrección de Cristo: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?» (Rom 6,3-11; cf. también He 1,5; 1Cor 12,12-13). La diferencia esencial o radical entre el bautismo de Juan y el bautismo practicado por los cristianos en el nombre de Jesús (He 2,38; 10,48) o al nombre de Jesús (He 8,16; 19,59) consiste en que el influjo o eficacia del rito bautismal cristiano, por el que el bautizado pasa a ser propiedad de Cristo (cf. Rom 6,1-11), tiene su origen en su resurrección y exaltación a la derecha del Padre. Esa diferencia especí­fica entre ambos bautismos aparece claramente en el episodio de He 19,1-7, en que se afirma que los discí­pulos de Juan no habí­an recibido el Espí­ritu Santo, ya que el don del Espí­ritu era sólo posible por medio del bautismo cristiano después de la resurrección y glorificación de Cristo (cf. Jn 7,39). El mandato de bautizar en el nombre de las tres personas de la Ssma. Trinidad, que el Resucitado da a los once discí­pulos en el monte de la aparición en Galilea, subraya una vez más que el bautismo cristiano tiene su origen en Pascua (Mt 28,19). La estructura trinitaria del bautismo, que pone de manifiesto el mandato de bautizar en el nombre de las tres personas divinas, radica en la revelación pascual, según la cual «el Espí­ritu» del Padre, «que resucitó a Jesucristo», es «el Espí­ritu de Cristo» (Rom 8,9).

Entre el bautismo de Juan y el de Jesús en su ministerio público y el bautismo practicado por los cristianos después de Pascua no existe continuidad real. La iglesia de Jerusalén retomó el bautismo de Juan Bautista, dándole un nuevo significado (He 2, 38.41; 3, 12-13.16.36.38; 10, 47-48). El que Jesús también lo practicara por algún tiempo facilitó el que este rito fuera aceptado por la Iglesia de Jerusalén, pero el bautismo como sacramento cristiano tiene su origen en la muerte y resurrección de Jesús, no en Juan Bautista (Mc 1,8).

b) El sacramento de la Confirmación y Jesús de Nazaret. El sacramento de la Confirmación aparece mencionado con la expresión imponer las manos o imposición de manos en He 8,14-17; 19,1-6 y Heb 6,2, donde al rito del bautismo sigue algún tiempo después o inmediatamente el de la imposición de manos, cuyo efecto es, lo mismo que en el bautismo, el don del Espí­ritu Santo. El rito de la imposición de manos, sin embargo, puede tener en el NT otros significados: como gesto curativo de Jesús (Mt 9,18; Mc 5,23; 6,5; 7,32; 8,23.25; 16,18; Lc 4,40; 13,13) y Pablo (He 28,8), como gesto de bendición (Mt 19,13.15; Mc 10,13-16), de ordenación para un ministerio eclesiástico por parte de los apóstoles o sus sucesores (He 6,6 [diáconos]; 1Tim 4,14 [Timoteo, como obispo o presidente del presbiterio]; 5,22 [presbí­teros]; 2Tim 1,6 [ordenación de Timoteo por Pablo]) y de enví­o de la Iglesia local para la misión apostólica (He 13,3). Aparece claro que la imposición de manos se refiere en la mayorí­a de los textos del NT a la curación y ordenación ministerial. El gesto de la bendición de los niños practicado por Jesús (Mt19,13.15: imposición de manos y bendición; Mc 10,13-16: tocar, abrazar, imposición de manos y bendición; Lc 18,15-17: tocar) tiene un significado salví­fico que va más allá del de una mera bendición: también los niños están llamados a participar de la salvación que Jesús nos ha merecido y, por tanto, son sujetos aptos del bautismo como primer paso de su incorporación a la Iglesia.

Por otra parte, hay el grupo importante de textos arriba citados que relacionan la imposición de manos con el don del Espí­ritu Santo, en estrecha conexión con el bautismo (He 8,16-18; 9,12.17; 19,6; Heb 6,2). En He 8,16-18 se narra que el Espí­ritu Santo no habí­a descendido sobre ninguno de los que habí­a bautizado el diácono Felipe, por lo cual los apóstoles de Jerusalén enviaron a Pedro y Juan, que les impusieron las manos para que recibieran el Espí­ritu Santo.

Respecto a este pasaje se plantea la cuestión por qué Felipe a los nuevos fieles de Samaria sólo les bautizó sin imponerles las manos para que recibieran el Espí­ritu Santo y tuvieron que venir los dos apóstoles desde Jerusalén; también podrí­a preguntarse el lector por qué el eunuco etí­ope, ministro de la reina Candace, sólo fue bautizado, sin que se hable expresamente de la concesión del Espí­ritu Santo o de la imposición de manos (8,37-39). La respuesta es fácil: la incorporación del grupo étnico religioso de los samaritanos en la Iglesia es competencia de los apóstoles, ya que la aceptación del evangelio en Samaria es un paso sumamente importante de la Iglesia bajo la guí­a del Espí­ritu Santo (cf. He 1,8); así­ se comprende también que Felipe sólo bautizara al ministro de la reina Candace, quedando en suspenso la plena incorporación en la Iglesia del grupo étnico etí­ope, lo cual no quiere decir que el eunuco no recibiera el Espí­ritu Santo, pues se habla de la alegrí­a -fruto ciertamente- del Espí­ritu, con que prosiguió su camino (8,39). En el episodio del encuentro de Pablo con los discí­pulos de Juan el Bautista en Efeso, el apóstol les impone las manos después que fueran bautizados y reciben el Espí­ritu Santo (19,1-7). Dado que Pablo posee una autoridad equivalente a la de Pedro (Gal 2,7-9), no tiene nada de extraño que sea el Apóstol de las gentes quien les incorporase plenamente a la Iglesia.

Extraño resulta, sin embargo, el que Ananí­as impusiera las manos a Saulo para que se curase de su ceguedad y quedara lleno del Espí­ritu Santo antes de ser bautizado (9,17-18). El significado de la imposición de manos en este caso no se reduce sólo al don del Espí­ritu Santo, sino que parece también referirse a la curación de la ceguera tanto corporal como espiritual, siendo practicado el rito por un discí­pulo que no era apóstol; la razón de la ceguera explicarí­a que Ananí­as le impusiera las manos y que la imposición de manos tuviera lugar antes del bautismo. De todas formas la imposición de manos de Ananí­as es una acción sacramental porque comunica el Espí­ritu (9,17). Acontece otras veces que el don del Espí­ritu Santo aparece sólo relacionado con el rito del bautismo, sin necesidad de imposición de manos (2,38; cf. también Jn 3,5), o incluso antes del bautismo, como ocurre con Cornelio (10,10,44-48): en el primer caso está claro que la concesión del Espí­ritu Santo no es efecto sólo de la confirmación sino también del bautismo; en el caso de Cornelio es Dios quien concede el Espí­ritu sin necesidad de rito alguno, el bautismo que sigue a continuación significa la incorporación sacramental o visible de los primeros gentiles en la Iglesia por medio de Pedro. El dí­a de Pentecostés tiene, incluso, lugar la venida del Espí­ritu sin necesidad de rito alguno (vgl. 1,5; 2,1-4), aunque la gracia y el don del Espí­ritu estén ligados ordinariamente a los sacramentos, pero no absolutamente. La imposición de manos en el caso de los apóstoles Pedro, Juan y Pablo, por la que se otorga a los bautizados el Espí­ritu Santo, que no habí­an recibido antes, parece estar en relación con la plena adhesión de los grupos mencionados (samaritanos, gentiles y discí­pulos de Juan el Bautista) a la Iglesia universal, lo cual es, según los Hechos de los apóstoles, competencia de los apóstoles; la apertura y aprobación de nuevos campos de misión así­ como la incorporación de nuevos grupos étnicos a la Iglesia es incumbencia de Pedro y demás apóstoles (cf. 15,1-29). La imposición de manos después del bautismo en He 8,14-17; 19,6 es, pues, un rito sacramental distinto del bautismo, pero ligado a él, que como el bautismo comunica el Espí­ritu Santo. Aparte de la comunicación del Espí­ritu Santo, la imposición de manos por medio de los apóstoles tiene un significado eclesial especial, en cuanto incremento de la Iglesia universal por la incorporación de nuevos grupos étnicos o religiosos; ese corresponde a los apóstoles y excede, p. ej., la competencia del diácono Felipe.

Entre los temas de la catequesis fundamental a que se refiere Heb 6,2 encontramos citados juntos el de la «enseñanza de los bautismos» (tal vez, diferencia entre el bautismo de Juan y el cristiano así­ como otras abluciones) y la «imposición de manos», que muy probablemente alude al rito que tení­a lugar después del bautismo, o sea, a lo que se llamó más tarde sacramento de la confirmación. El rito sacramental, como distinto, aunque no independiente del bautismo, existí­a ya desde el principio (cf. Tertuliano, baptism. 6,1; 8,1; Cipriano, epistula 74, etc; Hipólito, apost. tradit. 21: un rito propio de la concesión del Espí­ritu Santo, después del bautismo). Es, por tanto, muy probable que He 8,14-17, 19,1-6 y Heb 6,2 se refieran al rito de la imposición de manos para otorgar el Espí­ritu Santo, que tení­a lugar a continuación del bautismo (así­ el exegeta protestante E. Grásser, An die Hebráer 1, 339-340). Lo especí­fico de la imposición de manos en relación con el bautismo serí­a, además de la concesión del Espí­ritu Santo por la imposición de manos, la referencia a la Iglesia visible por medio del obispo o el presbí­tero que realiza el sacramento, juntamente con la connotación de crecimiento espiritual. La dificultad de los reformadores, sobre todo Calvino, en admitir este sacramento como tal, reside en la negación de la sacramentalidad de la Iglesia visible y en que sólo admiten una sola gracia, es decir, la de la justificación en el bautismo; un incremento de la gracia, según Lutero y los reformadores, no tiene lugar fuera de la justificación, por lo cual carecen de sentido los demás sacramentos como tales, a excepción de la Eucaristí­a, cuya institución aparece clara en el NT y su significado es, para Lutero, distinto del de incrementar la gracia.

Dado que la confirmación es un sacramento cuyo origen tiene lugar en elmisterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo, no podemos pretender encontrar su institución en el ministerio de Jesús. Aquí­ sólo descubrimos elementos aislados que a partir de Pascua recibirán su eficacia salví­fica; en especial, la imposición de manos, como bendición, es decir, aceptación, admisión en el ámbito de la vida divina, y curación, es decir, en cuanto liberación de culpa y enfermedad.

A este aspecto esencial de la imposición de manos tenemos que añadir el de la unción con óleo, que tiene gran importancia en la iglesia oriental. En el mundo griego los atletas solí­an ser ungidos con aceite antes del combate para no dejarse agarrar y apresar del adversario; en el mundo romano los bañistas se untaban después del baño con ungüentos aromáticos; en el AT los sacerdotes y reyes eran consagrados con una unción que se relacionaba con el don del Espí­ritu (Ex 29,7; Lev 4,3; 1 Sam 16,1-13; 2Sam 23,1-2). Por tanto, la unción estaba muy arraigada en el mundo antiguo. En el NT no se menciona la unción con óleo como rito especial, pero se encuentra usada metafóricamente en relación con el Espí­ritu Santo para designar el bautismo, que está ligado estrechamente, como hemos indicado antes, a la confirmación: «Es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio… el Espí­ritu» (2Cor 1,21-22; 1 Jn 2,20.27). En este pasaje relaciona Pablo la unción, metáfora del bautismo, con el don del Espí­ritu Santo y el sello, que tení­a también gran importancia en la antigüedad como forma de sellar tratados y marcar cosas propias y esclavos. El bautismo, la confirmación y el orden imprimen carácter, es decir, como si sellaran a los que los reciben. En el AT se considera la circuncisión como el sello de pertenencia a la alianza. Estos significados convienen perfectamente al sacramento de la confirmación. Sobre la Eucaristí­a cf. artí­culo especial.

c) El poder sacramental de perdonar los pecados o poder de las llaves y Jesús de Nazaret. Según el relato de la curación del paralí­tico, Jesús le perdona los pecados antes de curarle (Mc 2,1-12; Mt 9,1-8; Lc 5,17-26). Bastantes exegetas actuales consideran los v. 6-10 como una adición posterior de la tradición evangélica, anterior a san Marcos, porque muestran una reflexión teológica que desentona de la sencillez de los v.1-5.11-12. Estos versos, que constituyen el núcleo del relato primitivo, se remontarí­an a la tradición más antigua que narraba un hecho histórico real del ministerio de Jesús. Dejando aparte la discusión de los argumentos de los autores que sostienen esa opinión, en lo que sí­ están ampliamente de acuerdo la mayorí­a de los exegetas es que Jesús declara perdonados los pecados por Dios fuera del templo de Jerusalén, lo cual era prerrogativa de los sacerdotes, que lo hací­an en nombre de Dios según un ritual especial (llamada a la conversión, confesión de los pecados e imposición de la penitencia). Jesús de Nazaret, en cambio, se expresa como uno que se considera en í­ntima unión con Dios, en cuyo lugar actúa, y declara con autoridad divina que Dios le perdona al enfermo los pecados, y esto fuera del templo de Jerusalén. A este respecto conviene tener en cuenta la forma gramatical pasiva, que los exegetas llaman «pasivo divino»: «los pecados te son perdonados [por Dios]». La declaración de Jesús, que no era sacerdote leví­tico y lo hací­a fuera del templo, no podí­a menos de causar escándalo al judí­o piadoso, especialmente a los fariseos: el perdón de los pecados era un privilegio exclusivamente divino y los pecados sólo podí­an ser declarados por los sacerdotes en el templo como perdonados por Dios. Al afirmar Jesús que Dios Padre le perdona los pecados al paralí­tico se coloca a sí­ mismo en una posición única y singular junto a Dios, lo cual da a entender Jesús repetidas veces a lo largo de su ministerio público, p. ej., en su modo peculiar de invocar a Dios con el abbá, su modo de realizar los milagros, etc. Jesús posee una conciencia clara de que sus palabras y acciones reflejan la voluntad de Dios Padre; la advertencia al paralí­tico de que los pecados le han sido perdonados y la milagrosa curación que sigue a continuación manifiestan que la cercaní­a del Reino anunciada por Jesús es una realidad: la eliminación del pecado y enfermedad es señal de que el Reino de Dios está ya cercano. Con razón la tradición primitiva, ya antes de que san Marcos escribiera su evangelio, comentó y profundizó la palabra y acción milagrosa de Jesús, añadiendo los v.6-10, porque comprendió que Jesús, como Hijo de Dios (Mc 1,1), tení­a poder divino de perdonar los pecados.

Si comparamos la conclusión del relato de Mc 2,12c, en que los espectadores alaban a Dios en coro («todos estaban fuera de sí­ y glorificaban a Dios, diciendo: Nunca hemos visto cosa igual»), con el final de Mt 9,8 («las turbas se asombraron y glorificaron a Dios, que ha dado tan grande poder a los hombres»), constatamos que san Mateo ha interpretado atrevidamente la conclusión de Mc 2,12c. En la versión de Mateo no es el milagro lo que causa extrañeza sino el poder de perdonar los pecados; más aún, la facultad de perdonar los pecados no es sólo prerrogativa de Jesucristo, sino de los hombres, o sea, de la Iglesia. Tanto el poder de las llaves otorgado a Pedro («atar» y «desatar») (Mt 16,16-19) como el poder concedido a los doce en cuanto representantes de la Iglesia (Mt 18,17-18; cf. también Didajé 15,3) son una explicación del poder que Dios ha dado a los hombres (9,8). El EvJn refiere que Jesús concedió el poder de perdonar los pecados a la Iglesia en la persona de los once el dí­a de Resurrección: «Recibid el Espí­ritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos» (20,22-23). El poder de la Iglesia de perdonar los pecados radica en la muerte y resurrección de Jesús: «Cristo murió por nuestros pecados» (1 Cor 15,3); «si Cristo no ha resucitado…, todaví­a estáis en vuestros pecados» (1Cor 15,17). El sacramento de la reconciliación o poder de las llaves tiene también su origen en la muerte y resurrección de Jesucristo.

d) El sacramento del Orden y Jesús de Nazaret. Al comienzo del ministerio de Jesús refiere san Marcos la acción significativa o simbólica de la institución del grupo de los doce apóstoles, que van a representar a las doce tribus de Israel, y predicando, curando enfermedades y liberando a las gentes del poder del demonio contribuirán con Jesús a realizar la llegada del reino de Dios (Mt 10,1-4; Mc 3,13-19; Lc 6,12-16; cf. también Jn 6,66-71). La llamada, elección y constitución de los doce no se puede considerar propiamente como su ordenación sacramental o sacerdotal por Jesús; es sólo una acción significativa de Jesús que intenta reunir las doce tribus del pueblo elegido; con esa acción inicia ya, en cierta manera, lo que tendrá su verdadero cumplimiento el dí­a de Pascua (Jn 20,21-23) o Pentecostés (He 1,26; 2,1-4.14-21.33-36.38-39), aunque una gran parte del pueblo elegido no se convierta (2,40). El grupo de los doce se completa, es verdad, una vez antes de Pentecostés con la elección de Matí­as, pero no una segunda vez con motivo de la muerte de Santiago (cf. 1,15-26 y 12,1-3). La función del grupo de los doce de representar a Israel tuvo sentido sólo en la primera etapa de la Iglesia primitiva, mientras los doce permanecieron en Jerusalén y la conversión de Israel era aún probable (12,17). La acción de Jesús de reunir un grupo selecto junto así­ iba, sin embargo, más allá del significado misionero particular de juntar las doce tribus de Israel: significaba la concesión de la autoridad suprema y misión universal a la Iglesia en la persona de Pedro y los doce (cf. 1,8), que luego fue pasando a sus sucesores, como los diáconos (6,5), Bernabé y Saulo (4,36; 9,27; 11,22-30; 13,1-3), al incorporarse los gentiles a la Iglesia. El nacimiento y expansión universal de la Iglesia tiene lugar en Pascua (Jn 20,21) o/y Pentecostés (cf. He 1,8 y 2,5); la elección de los doce antes de Pascua y su breve misión sólo era un primer paso hacia la futura misión universal de la Iglesia después de Pascua. También en la promesa del primado, según Mateo, la fundación de la Iglesia aparece reservada para el futuro, o sea, para el tiempo de Pascua (cf. Mt 16,18: «…edificaré mi Iglesia»; 28,16-20; cf. Jn 21,15-17: la concesión del primado tiene lugar en la tercera aparición del tiempo pascual junto al Lago). En el EvJn sólo dos veces se menciona al grupo de los doce; en realidad, para el cuarto evangelista dicho grupo pertenece ya al pasado y los dí­as de Pascua quedan lejos (6,67; 20,24); otros discí­pulos se han hecho cargo de la tarea apostólico-misionera y han ido adonde Jesús no pudo ir corporalmente (cf. Jn 4,37-38; 7,35 y Mc 3,14-16; 6,7-13).

e) Unción de los enfermos y Jesús de Nazaret. Con ocasión del sacramento de la confirmación mencionamos ya los textos en que la imposición de manos está también en relación con la curación de enfermos. Lo caracterí­stico del sacramento de la unción de los enfermos, como expresa su nombre, consiste en la unción de los enfermos con aceite, acompañada de determinadas oraciones. El texto del NT que se suele aducir para demostrar que el sacramento de la unción se apoya en la Sagrada Escritura se encuentra en la carta de Santiago: «¿Está alguno enfermo entre vosotros? Mande llamar a los presbí­teros de la Iglesia, y ellos oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor» (Sant 5,14). En su ministerio público muestra Jesús que su misión consiste en perdonar los pecados y curar las enfermedades, dos fines que corresponden al sacramento de la unción de los enfermos. Al referir Marcos los resultados de la misión de los doce afirma que «saliendo, predicaron que hiciesen penitencia; y lanzaban muchos demonios, y ungí­an con óleo a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6,12-13). Este texto suele citarse para demostrar que la unción de los enfermos tiene un punto de referencia en el ministerio público de Jesús. Pero es a partir de Pascua, sin embargo, cuando la acción simbólica de los discí­pulos adquirirá su pleno significado. O sea, el sacramento de la unción de los enfermos tiene también, como todos los sacramentos, su origen en Pascua.

f) El sacramento del matrimonio y Jesús de Nazaret. El texto más importante del NT referente al sacramento del matrimonio es el ya citado de Ef 5,32, en que se compara la unión indisoluble de Cristo con su Iglesia, que el autor de la carta llama mysterion, con la unión de los esposos entre sí­. Los exegetas católicos actuales (H. Schlier, R. Schnackenburg, J. Gnilka y otros) subrayan la validez de Ef 5,32 para demostrar la sacramentalidad del matrimonio católico. La dificultad de los protestantes para admitir este pasaje como fundamento del matrimonio como sacramento así­ como su rechazo del matrimonio como sacramento reside en que, según la doctrina luterana, no hay otra gracia santificante que la de la justificación con ocasión del bautismo, ya que el justificado sigue siendo aún después de la justificación al mismo tiempo «justo y pecador»; una gracia santificante que con el ejercicio de las virtudes o nuevas gracias santificantes vaya en aumento, no está de acuerdo con la doctrina luterana. En este punto no se alcanzó pleno acuerdo con ocasión de la declaración sobre la justificación de Augsburgo en 1999, como expresa claramente la nota de la Congregación para la Fe. Es, por tanto, lógico que, fuera del Bautismo y la Cena, los demás sacramentos no sean considerados como tales por los protestantes, ni siquiera por los más cercanos, como son los luteranos.

La predicación de Jesús respecto a la cercaní­a del Reino de Dios no parece favorecer, a primera vista, una teologí­a del matrimonio y la familia; el ideal es el seguimiento de Jesús, dejando la familia (cf. Lc 9,57-62; Mt 19,16-30; Mc 10,17-31; Lc 18,-30). Sin embargo, Jesús no rechaza el matrimonio y la familia, considerando la vida del seguimiento en el estado celibatario sólo como un carisma especial, que no es para todos. A favor del matrimonio por parte de Jesús está, en cambio, el hecho de que recalca la indisolubilidad del matrimonio, como lo hiciera ya Juan el Bautista, en contra de las escuelas judí­as de su tiempo, lo cual subraya la santidad de esta institución divina (Mt 19,4-9; Mc10,4-9). Según el EvJn Jesús asistió a las bodas de Caná de Galilea en compañí­a de su madre y discí­pulos y ayudó a los novios en su grave apuro (Jn 2,1-11). Aunque en los dos últimos siglos los investigadores crí­ticos de los evangelios solí­an rechazar, generalmente, el valor histórico de los hechos referidos en el EvJn, hoy dí­a son los exegetas, no sólo católicos sino de los de otras confesiones más cautos a la hora de enjuiciar el valor histórico del EvJn. Así­ como al referirnos a la actividad bautista de la primera etapa de la vida pública de Jesús, que no mencionan los sinópticos, valoramos esta información del EvJn como histórica, así­ también podemos considerar como histórico el que Jesús asistiera a una boda, que tuvo lugar dentro de su parentela y cerca de Nazaret, hecho muy probable, que no se puede tildar de pura invención de la tradición joánica. Propio del evangelista es la profundización teológica del hecho. Lo importante para la fe en relación con el sacramento del matrimonio es que tanto la concepción del autor inspirado del cuarto evangelio como el pensamiento del autor de la carta a los Efesios presentan el matrimonio, de acuerdo con las expresiones de Jesús, relativas a la indisolubilidad y al origen divino del matrimonio, como algo santo, debido a la gracia que confiere la unión sacramental (cf. también 1 Cor 7,10-16). celibato; además: Diccionario de San Pablo, Monte Carmelo 1999, artí­culos: Bautismo; Sacramentos.

Miguel Rodrí­guez Ruiz

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret