ESPIRITU DE JESUS (EL)

DJN
 
SUMARIO: . La inexistencia del Espí­ritu sin Jesús. – 2. Existencia del Espí­ritu a partir de Jesús. -3. El Espí­ritu de Jesús es llamado Paráclito. 3.1. Coincidencia entre el Espí­ritu Paráclito y Jesús. 3.2 Distinción entre el Espí­ritu Paráclito y Jesús. – 4. El Espí­ritu de Jesús a la luz del Paráclito.

El Espí­ritu de la verdad, el Espí­ritu Paráclito, se convertirí­a en un ente de razón si no tuviese en Jesús un esencial punto de apoyo y de referencia. Este es el aspecto que debemos desarrollar en los puntos siguientes. Dicho Espí­ritu, precisado de múltiples maneras, es «el Espí­ritu de Jesús». El tratamiento del mismo es vital para la vivencia auténtica del acontecimiento cristiano o para que se haga realidad en nuestra vida la historia de la salvación.

1. La inexistencia del Espí­ritu sin Jesús
¿Cómo nos atrevemos a hacer semejante afirmación? Nuestra osadí­a no llegarí­a a tanto si no tuviésemos la convicción de interpretar adecuadamente el pensamiento joánico. í­a no habí­a Espí­ritu, porque Jesús habí­a sido glorificado (Jn 7, 39). ¿Cómo puede afirmarse que no habí­a Espí­ritu? ¿Es que hubo algún tiempo en el que no habí­a Espí­ritu? ¿Tiene, en consecuencia, el Espí­ritu su origen en el tiempo?
Antes de seguir adelante con este planteamiento debemos notar que semejante consideración del problema resulta totalmente parcial. Hemos hablado de la frase en su formulación absoluta. Ahora bien, el evangelio de Juan no la presenta así­. Nos la ofrece dentro de un contexto muy concreto y con una precisión claramente justificadora del mismo. No habí­a Espí­ritu, Jesús habí­a sido glorificado (Jn 7, 39b). Esto nos quiere decir que la frase no debe ser valorada absolutamente, sino dentro del contexto justificativo de la misma.

Los teólogos elaboradores de los primeros libros o bloques bí­blicos, ¿podí­an haber afirmado la inexistencia de Dios? Si, en nuestra respuesta, nos inclinásemos por la contestación positiva o por la posibilidad de que hubiesen afirmado la no existencia de Dios, sin duda alguna que muchos rasgarí­an sus vestiduras y colgarí­an sobre nuestra frente la etiqueta de heterodoxia. A pesar de todo, nuestra respuesta serí­a afirmativa. Los teólogos mencionados, colocados en la referida hipótesis de trabajo, hubiesen tenido que responder «pues todaví­a no habí­a Dios». Las objeciones vendrán inmediatamente en la lí­nea de las apuntadas anteriormente. ¿Cómo puede afirmarse que todaví­a no habí­a Dios? ¿Hubo algún tiempo en el que Dios no existiese? ¿Tiene Dios su origen en el tiempo?
¿Hemos llevado nuestra hipótesis al absurdo? Creemos que no. El paralelismo de nuestra frase sobre la no existencia del Espí­ritu y la hipotéticamente similar sobre la inexistencia de Dios, que hubiesen podido formular los teólogos citados, nos parece innegable. Sencillamente porque el Dios bí­blico se define por su actuación, y sólo a través de ella es conocido. Si el Dios bí­blico no hubiese actuado, no hubiese existido. Y éste es exactamente el punto de vista del cuarto evangelio al afirmar la inexistencia del Espí­ritu. Si puede afirmar, sin ninguna clase de irritación para los lectores de su evangelio que a Dios nadie le ha visto jamás (Jn 1, 18), esto mismo es válido en relación con el Espí­ritu. De no ser esta relación con Jesús no hubiese actuado y, en consecuencia, no lo hubiésemos conocido. No habrí­a existido.

En todo caso, el tí­tulo quiere poner de relieve su dimensión órico-salví­fica. Junto a ella debe ser tenida en cuenta una razón objetiva. El Espí­ritu indica el mundo de lo divino, de lo de arriba, en oposición al mundo terreno (Jn 3, 6; 6, 63).

La razón dada por el evangelista para justificar la no existencia del Espí­ritu es que «Jesús no habí­a sido glorificado». ¿A qué se refiere dicha glorificación? La glorificación de Jesús está en relación con su «hora», que es la hora de la muerte-resurrección y, a su vez, la de su glorificación (Jn 12, 23. 27-28; 17, 1. 5). Es evidente que antes de ese momento no podí­a haber Espí­ritu, ya que él tiene como finalidad descubrir toda la dimensión contenida en ese acontecimiento final de Jesús. Y, en dicha misión, iba incluida el hacer partí­cipes a sus discí­pulos de su mismo Espí­ritu. El Espí­ritu de Jesús tiene la doble finalidad de descubrir todo el misterio de su ser personal y todo el quehacer de su función salvadora.

2. Existencia del Espí­ritu a partir de Jesús
Para terminar su obra, para alcanzar la perfección última de la misión que habí­a recibido del Padre, Jesús deberá garantizar la continuidad de su presencia salvadora en el mundo. Para ello debí­a fundar la Iglesia. Era cierto que se í­a cumplido a la perfección, pero faltaba comunicación del Espí­ritu. A ello hacen referencia dos detalles de los textos citados: sed de Jesús, que apunta y hace pensar necesariamente en el agua. Como es sabido, en el evangelio de Juan el agua es sí­mbolo del Espí­ritu (Jn 7, 37-39). Pues bien, el evangelista utiliza este contexto para afirmar que Jesús ó el Espí­ritu. Es el Pentecostés joánico.

Al inclinar la cabeza lo hizo hacia las personas que estaban junto a la cruz: su madre -que se halla presente en cuanto representante y anticipadora del misterio de la Iglesia, que está naciendo en ese momento- y el discí­pulo al que Jesús tanto querí­a, que está allí­ como el mejor sí­mbolo de los creyentes auténticos. Así­ lo demuestra el hecho de que esta fórmula «entregar el Espí­ritu» nunca es utilizada para afirmar que alguien ha muerto. Donde el evangelio de Juan dice que Jesús ó el Espí­ritu, los demás utilizan el verbo «expirar». Además, el verbo empleado por Juan (= í­domí­) es utilizado para describir los grandes dones de Dios a la humanidad.

El comúnmente llamado pentecostés, descrito en Jn 20, 24 es una escenificación de éste. Sin el Espí­ritu no existirí­a la Iglesia. De ahí­ que la actividad suprema de Jesús fuese «la entrega del Espí­ritu». Y si el Espí­ritu es inimaginable sin esta acción de Jesús, la vida y la muerte de Jesús serí­an absolutamente ineficaces sin la constitución de la Iglesia gracias a la presencia del Espí­ritu en ella. El Espí­ritu «existe» a partir de Jesús y Jesús sigue existiendo gracias a la acción del Espí­ritu. Se trata de dos realidades inseparables, incomprensibles la una sin la otra, ordenadas la una a la otra. Son dos realidades tan í­ntimamente unidas que podrí­an ser presentadas como «dos en una» o «una en dos».

La presencia del Espí­ritu es la confirmación de que ha tenido lugar el nuevo comienzo, los tiempos nuevos, la nueva realidad. No olvidemos que la caracterí­stica más acusada de los tiempos nuevos serí­a precisamente la venida del Espí­ritu. Pues bien, en el momento de la muerte de Jesús, el cuarto evangelio nos dice que «entregó el Espí­ritu». Se nos habla de entrega en el sentido de comunicar. En el momento de su muerte Jesús entrega o comunica el Espí­ritu. A partir de entonces el Espí­ritu de Jesús vive en la Iglesia en cuanto nuevo pueblo de Dios y en los creyentes que se adhieren a ella.

3. El Espí­ritu de Jesús es llamado Paráclito
¿Pueden identificarse, sin más, estas dos figuras? La identificación parece innegable en aquellos proverbios o sentencias en los que el término Paráclito se halla precisado mediante otro tí­tulo, bien sea la adición «Espí­ritu Santo» (Jn 14, 26) o bien la que es más frecuente «Espí­ritu de verdad» (Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13). Por otra parte, estas precisiones añadidas al término Paráclito coinciden fundamentalmente con lo que se dice en otros textos sobre el Espí­ritu Santo. Cierto que los proverbios aludidos -que estudiaremos al abordar el tema del Espí­ritu Santo- nos lo presentan como un poder más personal, pero la tendencia, al menos, a la hipostatización o personalización del Espí­ritu no cuanto nuevo pueblo de Dios y en los creyentes que puede negarse en otros pasajes del N. T. (1 Cor 12, 11; Rom 8, 16; Lc 11, 13; 1Jn 3, 24; 4, 13; Tit 3, 16).

De las afirmaciones conjuntamente consideradas sobre el Paráclito se deduce que su presentación no difiere fundamentalmente de lo que se nos dice en otros pasajes sobre el Espí­ritu Santo, tanto en orden a la misión del mismo, como en referencia a las relaciones entre el Padre y el Hijo. Si el Paráclito es llamado Espí­ritu de la verdad, que dará testimonio de Jesús, esto mismo lo afirma, por un lado, la 1Jn 5, 6-7 y, por otro, el libro de los Hechos (5, 32). Si el Paráclito enseña a los discí­pulos, lo mismo se afirma del Espí­ritu Santo (Lc 12, 12). Incluso la función forense del Paráclito, en relación con la demostración de la culpabilidad del mundo, se halla recogida en la tradición sinóptica, en el discurso de misión, y también en el libro de los Hechos (Mt 10, 20; Hch 6, 10).

Estas coincidencias y semejanzas no nos llevan a la conclusión de una absoluta identificación entre el Paráclito y el Espí­ritu Santo. Algunas funciones de éste, como la regeneración, el nuevo nacimiento, la recreación, el perdón de los pecados, nunca son atribuidas a aquél. El cuarto evangelio presenta al Paráclito como el Espí­ritu Santo en un papel especial, es decir, como presencia personal de Jesús en los mientras Jesús á en el . Este papel especial, esta especialidad del Paráclito, lo destacan los cinco proverbios a los que nos hemos referido. Y esto es lo que ha obligado al evangelista a darle un tí­tulo nuevo, que no lo distancia del Espí­ritu Santo, pero que intenta especificarlo de una manera más precisa. Nos resulta altamente probable que la elección del término ákletos haya sido hecha teniendo en cuenta la función del Espí­ritu Santo en la paráclesis, que comprendí­a prácticamente todos los aspectos que el cuarto evangelio atribuye al Espí­ritu Santo.

3.1. entre Espí­ritu Paráclito y Jesús
En el estudio de los teólogos, en nuestro propio estudio y reflexión a nivel de creyentes individuales, la gran preocupación ha tenido su centro de interés en las relaciones entre Jesús y el Paráclito o el Espí­ritu; más en concreto, en la distinción entre ambos. Era una exigencia que nos vení­a impuesta por el misterio trinitario y la «explicación» del mismo. En otras palabras, la separación entre ellos era la base, algo así­ como la infraestructura para poder hablar de las tres personas divinas dentro del misterio de la unicidad de Dios.

Partiendo del misterio trinitario habí­a que distinguir las tres personas. Este ha sido nuestro punto de vista en cuanto creyentes, que tení­amos que repetir una serie de disquisiciones sobre el particular, que habí­amos aprendido de memoria y de las que no entendí­amos absolutamente nada. Nuestra última instancia eran «los doctores que tiene la santa madre Iglesia…». Pero éste ha sido también el centro de gravedad a nivel de Iglesia oficializada.

Antes de seguir adelante nos parece de estricta justicia hacernos la pregunta siguiente: ¿Era ésta la preocupación del evangelista? Sencillamente, no. El cuarto evangelio -y en él tenemos la referencia casi exclusiva en este tema que estamos desarrollando- piensa de manera distinta.

Más aún, no se planteó ningún tipo de problemas en este sentido. Porque la Trinidad no es para él -ni para ninguno de los autores bajo cuya autoridad se hallan cobijados los escritos del N. T.- un problema a resolver, sino un misterio a contemplar. No nos resistimos a copiar la frase siguiente de Léon-Dufour en su comentario al cuarto evangelio:

«El espí­ritu humano tiende a individualizar a las tres personas, pero si el Espí­ritu y Cristo no se cosifican como dos realidades de nuestra experiencia hay que reconocer que son «dos» y al mismo tiempo «uno», lo mismo que ocurre en la distinción entre el Logos y Dios. El Logos es Dios hablando; el Espí­ritu es Jesús comunicándose».

El comportamiento personal del Paráclito corresponde exactamente al de Jesús en relación con el Padre y respecto de los discí­pulos:

a) El Paráclito es enviado por el Padre (Jn 14, 16) o, lo que es igual, procede del Padre (Jn 15, 26). Jesús se presenta como el enviado del Padre (Jn 5, 30; 8, 16-17 y en otros muchí­simos textos del evangelio de Juan, en el que este aspecto parece casi obsesivo) o, lo que es igual, ha salido de Dios.

b) El Paráclito no es visible al mundo, sino sólo a los creyentes (Jn 14, 17). Jesús, en cuanto enviado del Padre y Revelador, tampoco es visible al mundo, sino sólo a los creyentes (Jn 1, 10-12; 8, 14. 19; 17, 8).

c) El Paráclito enseña y guí­a a la verdad (Jn 14, 26; 16, 13). Jesús enseña y guí­a a la verdad (Jn 7, 16-17; 8, 32.40ss).

d) El Paráclito no habla de sí­ ni por cuenta propia (Jn 16, 13). Jesús no habla por su cuenta, sino que ha cumplido el encargo recibido del Padre (Jn 7, 16-17; 14, 24).

e) El Paráclito da testimonio de Jesús frente al mundo, al que convence de su error (Jn 15, 26; 16, 8). Jesús da testimonio de sí­ mismo (Jn 8, 14) y convence al mundo de pecado (Jn 3, 20; 7, 17).

Tanto Jesús como el Paráclito, por sintetizar estas y otras formas de exponer las coincidencias mencionadas, «vienen del Padre, son enviados por el Padre, son dados por él, no son acogidos por el mundo sino sólo por los creyentes, no son vistos más que por los creyentes, están con y en los discí­pulos, no hablan por su propia cuenta, dan testimonio, enseñan, conducen a la verdad, comunican…»
Esta comparación nos lleva a la conclusión de la unión e incluso de la unidad entre el Espí­ritu Paráclito y Jesús: Tienen el mismo ser y el mismo quehacer; el mismo origen y el mismo destino. ¿Son «dos» en «uno»? Lo que sí­ debiéramos recordar es que «Dios no es una unidad numérica, sino un intercambio de amor entre el Padre y el Hijo» (León-Dufour), en el que juega un papel decisivo el Espí­ritu. Esta triple realidad divina o este Dios tridimensional no debe seguir siendo parcelado en las tres personas clásicas. Habrí­a que investigar de nuevo el concepto de «persona». ¿Coincide con el concepto de persona que hoy tenemos los creyentes, sin asomarnos siquiera al nivel más elemental de las especulaciones y disquisiciones sobre el problema? ¿Es el mismo concepto de persona que tienen los filósofos contemporáneos cuyo quehacer está centrado en la reflexión filosófica? ¿Tienen, unos y otros, el mismo concepto de persona que el que era aceptado, con definición implacable, en los tiempos de las discusiones trinitarias? Evidentemente que no.

«Ser persona implica autoposesión del sujeto en cuanto tal en referencia consciente y libre a la realidad como totalidad y a su fundamento infinito, Dios… La «naturaleza» humana de Cristo, no es, por tanto, de ninguna manera estática como una «cosa» o privada de lo que caracteriza a una «persona» humana: el «ser-cabe-sí­», la libertad, el estar frente a Dios de manera dialógica criatural en adoración obediencia como realizaciones de la trascendencia de la criatura. Y las tres «personas» en Dios no significan tres sujetos activos, que se enfrentan entre sí­ con una triple plenitud cognoscente y libre de vida propia de cada una; si así­ fuera, no dejarí­an en pie la unicidad de la naturaleza divina como misterio, sino que la destruirí­an» (K RAHNER – H. VORGRIMLER, Teológico, Herder, 1966, p. 554-558).

En relación con el Espí­ritu, y como aclaración del apartado que estamos desarrollando, es útil la frase siguiente: El Espí­ritu Santo es también el Espí­ritu de la comunicación de Dios hacia fuera. Ya que Dios crea en cuanto que es Dios, en cuanto Espí­ritu crea lo que en el mundo hay de auténticamente originario, libre y viviente, inesperado y poderoso: el misterio del amor (X. León-Dufour).

3.2. ón entre Espí­ritu Paráclito y Jesús
El acercamiento coincidente de las dos figuras no determina necesariamente su identidad. Y ello lo podemos concluir teniendo en cuenta la variedad de aspectos o funciones diferentes que les son atribuidas:

a) El Paráclito es una figura paralela a Jesús. Una especie de «alter ego» en relación con Jesús. Por eso no podí­a existir el Espí­ritu antes de la glorificación de Jesús.

b) El Paráclito necesariamente tiene que ser posterior a Jesús, puesto que es un modo de presencia de Jesús mientras éste se halla ausente. Jesús está en el cielo con el Padre (1 Jn 2, 1); el Paráclito está en la tierra con los discí­pulos. En lugar de Jesús, comparece «otro» Paráclito. Se supone, por tanto, la marcha o partida de Jesús, que era un Paráclito. Y el «otro» Paráclito que lo sustituye es «el Espí­ritu de Jesús».

c) El primer proverbio habla de dos Paráclitos: Jesús y «otro», que enviará el Padre a petición de Jesús. La dificultad creada por la duplicidad de Paráclitos no se resuelve borrando el «otro» (como hace Windisch). No existe ninguna razón que nos permita dudar de su pertenencia al texto bí­blico. Ni interpretar el pronombre «otro» sin referencia alguna a Jesús, en el sentido siguiente: el Padre, por intercesión de Jesús, enviará a los discí­pulos «otro» que sea como un Paráclito (Michaelis). Esta interpretación se opone al sentido claro del texto. Se opone también a la interpretación de la Iglesia, sobre todo a la interpretación que hicieron los PP. griegos, que tanta importancia dieron al Espí­ritu Paráclito.

d) En estas consideraciones no debemos perder de vista el punto anterior, que poní­a de relieve la coincidencia entre el Espí­ritu Paráclito y Jesús. Si Jesús es también un paráclito, su relación con el Paráclito no es simplemente de mera sucesión temporal. No parece afortunada la propuesta de Bornkamm, quien, al establecer el paralelismo entre el Paráclito y Jesús, lo hace recurriendo a la semejanza existente entre Jesús y su Precursor. Así­ como Juan el bautista fue el precursor de Jesús, así­ Jesús serí­a el precursor del Paráclito. Es una opinión poco afortunada. El centro de gravedad del hecho cristiano y de la revelación evangélica es Jesús. La primera carta de Juan, que serí­a el mejor comentario a nuestros textos sobre el Paráclito e incluso sobre Jesús, rechazan de plano esta hipótesis.

Debe contarse con una relación paralela y simultánea. En todo caso, el elemento temporal serí­a secundario. Y, según esto, el Espí­ritu no es tanto el sucesor de Jesús, cuanto aquella realidad que opera la presencia actual de Jesús y, por lo mismo, la manera con que el Jesús glorificado actúa en la comunidad, aunque no sea la única que utiliza para influir en ella. Después de la partida de Jesús continúa presente el Espí­ritu de Jesús
e) El Paráclito es «otro», distinto de Jesús, en la ón de su presencia, que es definitiva, y en modo de obrar, que no se centra en pronunciar palabras que sean como el eco de las de Jesús de Nazaret. El Paráclito actúa por medio de , es decir, «interpretando y descubriendo el sentido profundo de las palabras de Jesús», a las que, arrancándolas del tiempo en que fueron pronunciadas, las actualiza en una adaptación adecuada al tiempo de los creyentes de cada época.
El Espí­ritu recibido y experimentado en la comunidad joánica es Espí­ritu de Jesús. Es como «otro» Jesús, como otro Paráclito (Jn 14, 16), el representante de la realidad verdadera en oposición a cualquier clase de apariencia. En el Paráclito es Jesús mismo quien viene a los suyos. Se identifica con él y se distingue de él. Gracias a la acción del Espí­ritu, los discí­pulos pueden comprender quién es realmente Jesús (Jn 14, 26; 16, 13).

f) El Paráclito, que es el Espí­ritu de vida, generador de vida, vivificador, como lo confesamos en el credo, tiene como finalidad esencial «vivificar» las palabras de Jesús, hacer que no envejezcan, que mantengan su poder vivificador, de forma actual, atractiva e incluso seductora, que conserven el inicial frescor del momento en que salieron de la boca de Jesús, que sigan tan vivas como el espí­ritu del que brotaron y que no pasen nunca a ser letra muerta. Es el Espí­ritu el que vivifica; la letra mata. Matamos al Paráclito y eliminamos a Jesús cuando nos convertimos en meros repetidores, en epí­gonos reprobables vestidos con gran aparato y solemnidad, de unas palabras que, escritas en un libro, se convierten en letra muerta, en un simple «texto antiguo», que serí­a únicamente útil para los análisis lingüí­sticos de los escolares, sin la acción vivificadora del Espí­ritu.

Jesucristo es el mismo hoy, ayer y siempre (Heb 13, 8), pero no lo es de la misma manera. La aparición del nuevo comienzo, de las nuevas realidades, únicamente puede ser descubierto gracias a la acción del Espí­ritu. Solamente bajo la acción e inspiración del Espí­ritu es posible penetrar en el misterio de Jesús. El Espí­ritu es el auténtico principio del conocimiento en relación con el misterio de Jesús (Jn 7, 39). Al morir Jesús comunicó su Espí­ritu a los suyos, a la Iglesia, como hiciera el profeta Elí­as.

En Jesús se halla concentrada toda la verdad de la revelación de Dios. Pero, a lo largo de la historia de la fe, dicha verdad ha sido comprendida de distintas maneras. Esto demuestra que lleva en su misma entraña la necesidad de una renovación constante en la interpretación y en la manifestación de la misma. ¡Cuánta mayor necesidad de interpretación actualizadora y de expresión renovada tendrán los dogmas en que ha sido formulada! Ellos son medios o formas de exposición de la verdad divina, de la revelación a cuyo servicio están y para cuyo servicio fueron formuladas.

El concilio Vaticano II no pudo ser más claro en este aspecto cuando, en la Verbum, nos habló de la revelación divina y de los modos de su transmisión. Si la verdad bí­blica exige una hermenéutica, ¡cuánto más lo exigirá la verdad dogmática! Porque los dogmas están igualmente limitados por la comprensión de la revelación y, más aún, por la formulación de la misma, que nunca puede ser definitiva. Los dogmas no son la revelación; están al servicio de la misma.

Frente a fe que es absoluta e inmutable, los dogmas o formulación de la misma son contingentes y transitorios; se hallan condicionados por las circunstancias culturales en que fueron expresados. Nunca pueden abarcar y manifestar la plenitud de la verdad divina de una manera absoluta e inmutable. Pueden quedar envejecidos por el paso del tiempo, que trae siempre, y de forma inevitable, nuevas posibilidades de expresión. Vivir anclados en el pasado, por fidelidad al mismo, es convertirse en cadáveres ambulantes, a cuyo paso la gente se aleja aterrorizada.

g) Probablemente lo más significativo de este punto sea funcionalidad del Espí­ritu de Jesús, Espí­ritu Paráclito. En el cuarto evangelio, que es ahora nuestro único punto de referencia, la predicación sobre el Reino ha quedado reducida a la mí­nima expresión. Todo el pensamiento evangélico gira en torno al Padre; toda la teologí­a, y lo que ha dado en llamarse la «alta» cristologí­a, gira en torno al Paráclito. ¿Quién fue el que descubrió la alta cristologí­a? Antes de contestar este interrogante resolvamos otro. ¿Quién nos descubrió o nos reveló el misterio de Dios? La respuesta nos la da el prólogo del evangelio en su afirmación inicial, que es toda una flecha indicadora. El Hijo de Dios nos ha revelado al Padre, a quien nadie ha visto jamás (Jn 1, 18). El Hijo único de Dios es el intérprete, el exégeta, el hermeneuta de Dios. Esta es una afirmación clara y terminante del evangelio, que traduce su convicción más profunda.

Dicha afirmación, sin embargo, no excluye una pregunta que nos parece absolutamente inevitable: ¿Quién nos dice que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios? ¿Quién nos garantiza que en toda su vida terrena está Dios presente, oculto y revelándose al mismo tiempo? Este interrogante, que puede ser formulado de múltiples formas, hace aparecer necesariamente en escena al Espí­ritu Paráclito. Fue él quien interpretó la vida terrena de Jesús, descubriendo en ella su ón con el Padre; descubriendo en ella su vida en el seno del . La vida terrena de Jesús adquirió todo su sentido, lo descubrió, lo reveló, lo dio a conocer la acción del Espí­ritu Paráclito (1 Cor 12, 3). De esta manera el Paráclito es el intérprete de Jesús, como Jesús lo fue del Padre.

h) No debiéramos olvidar que estamos en el terreno del misterio, no del problema. Precisamente por eso, cuando nos parece tener resuelto el problema, surgen nuevas imprevisibilidades del misterio. En conexión con lo afirmado en la reflexión anterior, esto significa lo siguiente: ¿Fue Jesús quien, personalmente, descubrió a partir de y a la luz de la Pascua toda la dimensión de su existencia terrena? Dicho de otro modo, y evocando una fórmula tradicional del pasado: ¿Fue Jesús quien se ó, revelando de este modo toda la dimensión de su ser y de su quehacer?
Los primeros cristianos no lo pensaron así­. Baste aducir un solo texto del apóstol Pablo, bien significativo, por cierto: «Y si el Espí­ritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espí­ritu, que habita en vosotros» (Rom 8, 11).

Evidentemente se trata del í­ritu de Dios. El es quien resucitó a Jesús de entre los muertos, como obsesivamente lo afirma el libro de los Hechos de los Apóstoles. En todo caso, cuando se habla del Espí­ritu de Dios, se está hablando de Dios mismo, de su poder salví­fico presente y actuante, no de la tercera persona de la Santí­sima Trinidad. Y, sea como fuere, se trata de alguien que resucitó a Jesús y que, en definitiva, es también la causa de nuestra resurrección. De Alguien distinto de Jesús, que actúa en Jesús, que manifiesta todas sus potencialidades e implicaciones con los «hermanos» que seguirán al énito de entre los muertos. Pero se trata de Alguien tan unido a Jesús que el apóstol Pablo no tiene ningún reparo en identificarlo con él: Señores í­ritu, y donde está Espí­ritu del Señor, í­ está la libertad (2Cor 3, 17).

El apóstol Pablo está mucho menos preocupado por esclarecer el discernimiento e individualización de las personas divinas que por afirmar la unidad de acción salvadora que brota del Dios único; mucho más preocupado por profundizar, contemplar y gozar de la gracia salvadora que de especular sobre los distintos sujetos-personas que, dentro del misterio de Dios, la producen.

Los escritos joánicos consideran al Espí­ritu como principio vital, como «ser engendrados de Dios» o «nacer de arriba». De esta forma se dice que, gracias a la acción del Espí­ritu, el mundo de Dios ha dejado de ser inaccesible para el hombre. El Espí­ritu nos hace hijos de Dios. Abre, profundiza, asegura y mantiene limpia la revelación de Cristo (Jn 16, 12). Nos lleva a descubrir en el Jesús histórico al Hijo de Dios. El Espí­ritu da testimonio a favor de los creyentes y en contra del mundo, en relación con la figura de Jesús y la actitud que el hombre mantiene ante él.

4. El Espí­ritu de Jesús a la luz del Paráclito
) El juego etimológico. La palabra «paráclito» no es castellana. Resulta evidente a que es una transcripción. ¿De dónde procede? ákletos es una palabra griega. En el griego helení­stico y en Filón de Alejandrí­a, se emplea en el sentido de «defensor de una causa» (es llamada parácletos aquella persona que ayuda a alguien a salir de una dificultad o a resolver un problema; algo así­ como un asistente o abogado). En el lenguaje profano, ákletos significa lo mismo que (= el que es llamado por alguien o, más exactamente, hacia alguien), el abogado, el intercesor. Los traductores latinos vacilaron entre , consolator o simplemente . Lo mismo hicieron los rabinos que, en una transcripción hebraizada utilizan /ty — parakletta (al no existir las vocales tenemos que ponerlas nosotros), y le dieron el sentido más preciso de intercesor.

El griego, del que deriva nuestro ákletos, tiene dos sentidos fundamentales, hacia sí­, del que derivan otros, como «pedir la ayuda de alguien», «invocar o suplicar » a alguien (por ejemplo, a los dioses), «llamar a uno como testigo ante un tribunal», lanzar un SOS ante la dificultad o el problema en el que uno se ve envuelto y, además, o dar ánimo, del que derivan otros como «consolar». La vieja versión de cuenta ciertamente con una tradición venerable, pero filológicamente no puede sostenerse. Aunque el término viene del verbo (que puede tener también el sentido de «consolar»), su forma es un participio pasivo que, literalmente, significa «llamado al lado de uno», en latí­n vocatus. No obstante, la evocación del Paráclito como «consolador» subraya el aspecto reconfortante que ciertamente puede deducirse del apoyo que el Paráclito ofrece a los creyentes. En este sentido sigue teniendo valor la oración hí­mnica de la liturgia que, por cierto, tampoco ha respetado el entrañable y emotivo optime…

b) pensamiento de la «intercesión». Como trasfondo de la figura del ákletos hay que pensar en la creencia en el fenómeno del «intercesor». Es una convicción ampliamente difundida, tanto a nivel de la sociedad como de la fe judí­a. Para aquella mentalidad la existencia de aquellos intercesores era una realidad evidente. Más aún, los intercesores eran múltiples, tení­an diversas formas y podí­an recibir nombres diversos: la Ley personificada o la Torá tiene función de abogado-intercesor ante Dios; lo mismo podí­a decirse de los sacrificios y de los distintos actos de piedad, como la limosna y las obras buenas en general; idéntica atribución es atribuida a varones piadosos del pasado, como Abrán, Moisés, Samuel, Jeremí­as…; en la literatura apocalí­ptica se multiplican los intercesores, recurriendo, sobre todo, a las figuras angélicas.

Otra posibilidad que ha sido tenida en cuenta como el probable mundo cultural de la procedencia del ákletos la ofrecí­a la gnosis, particularmente la gnosis mandea o el mandeismo. Es la hipótesis más o menos seductora para muchos intérpretes. El Paráclito serí­a la versión cristiana de la de Haiyé (la gnosis de la vida). Además de ella, la gnosis mandea conoce otra serie de «salvadores». En contra de esta posibilidad debe tenerse en cuenta que es inverosí­mil que un escrito antignóstico, como es el evangelio de Juan y su primera carta, recurra a la gnosis para inspirarse en ella para desarrollar uno de los conceptos más densos de su teologí­a. Por otra parte, el mandeismo es una corriente filosófico-religiosa tardí­a. Sus escritos, en cuanto tales, son muy posteriores a los pertenecientes al mundo joánico.

) La «prehistoria» del Paráclito. Creemos que el mundo joánico tiene sus antecedentes, por lo que al Paráclito se refiere, en la mentalidad judí­a, que cuenta con representaciones muy similares:

la) El recurso a las dos figuras o personas, la segunda de las cuales podí­a heredar el espí­ritu de la primera, teniendo en cuenta determinadas circunstancias. Tal fue el caso de Elí­as y Eliseo (2Re 2, 9ss). Paralelamente al caso de Elí­as y Eliseo serí­a el de Jesús y el Espí­ritu Paráclito: éste habrí­a heredado el espí­ritu de aquél.

2a) El Espí­ritu de Dios, que viene sobre determinadas personas y las hace hablar palabras de Dios. Es una tradición profundamente enraizada en el antiguo pueblo de Dios. El Espí­ritu viene sobre los reyes, sacerdotes, profetas, a los que impulsa a realizar algo que está por encima de sus posibilidades humanas.

3a) La angelologí­a judí­a cuenta con grandes posibilidades de influencia en este terreno. En ella se contraponen Satán, el acusador, «kategor», por un lado, y el ángel de Yahvé, el defensor, el «Paraklet», por otro. En el judaí­smo, los ángeles, y en particular Miguel, desempeñan el papel de intercesores y protectores celestes de Israel.

4a) La figura de la í­a personificada es otra posibilidad firme. Así­ como la sabidurí­a divina del A. T. nos ofrece un buen punto de referencia para describir al Jesús joánico, nos lo ofrecerí­a también para la representación del Paráclito: La Sabidurí­a procede de Dios, habita en su pueblo, le concede el don de la inteligencia…

5ª) En Qumrán, la Regla de la Comunidad opone el espí­ritu de la verdad al espí­ritu de la mentira y del error y los contrapone en un duelo cósmico y antropológico al mismo tiempo.

) Supresión de los se. El cristianismo original trasladó toda esta tarea intercesora, tan repartida y distribuida entre tantas figuras, a un único Mediador (Rom 8, 34). La misma tendencia tenemos en la primera carta de Juan (1Jn 2, 1). No obstante, es reconocida la función mediadora e intercesora del Espí­ritu, que viene en ayuda de nuestra debilidad y hace de intercesor nuestro ante Dios en la práctica de la oración.

Es una función atribuida al Paráclito (lJn 2, 1; Jn 14, 16: en el primero de estos textos el paráclito es Jesús, que actúa como «paráclito» nuestro ante el Padre en el cielo; en el segundo de los textos el paráclito es el Espí­ritu en su sentido especí­fico). Pues bien, la función de mediador-intercesor atribuida al paráclito es transferida al Espí­ritu: Y el mismo Espí­ritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espí­ritu aboga por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espí­ritu, porque intercede por los santos según Dios (Rom 8, 26-27).

BIBL. — H. M~HLEN, Mystica Persona, Munich, 1964; X. LEí“N-DUFOUR, en su del evangelio de/uan, obra iniciada en el 1989 y cuyo volumen IV seguimos esperando; E. SCHWEIZER, y sus derivados en el TVVzNT†¢ SCHWEIZER desarrolla lo relativo al N. T. en los aspectos que nosotros hemos tenido en cuenta; J. GALOT, 1Esprit d’amour, Paris-Brujas, 1959.

E Ramos

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret