CONTEXTO SOCIO-HISTORICO Y POLITICO-RELIGIOSO DE PALESTINA EN EL S. I

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SUMARIO: . Situación polí­tica. 1.1. Herodes el Grande. 1.2. Los sucesores de Herodes el Grande (4a.C.-41 d.C.): Arquelao, Antipas.,Filipo.1.3. El reinado de Agripa 1. 1.4. Los procuradores romanos. – 2. Situación socio-económica. 2.1. Distribución y uso de la tierra. 2.2. Sistema de impuestos y tasas. 2.3.- El problema de las deudas. – 3. Situación socio-religiosa. 3.1. Protestas y manifestaciones campesinas. 3.2. Movimientos populares: a) Bandidaje o bandolerismo social; b) Movimientos mesiánicos; c) Movimientos proféticos y figuras proféticas. 3.3. Otros grupos: a) 4ª Filosofí­a; b) Sicarios; c) Zelotes; d) Fariseos; e) Saduceos; f) Esenios / Qumrán. – 4. Galilea.

La vida y la obra de Jesús de Nazaret se desarrollan en lo que se denomina la época romano-herodiana porque mientras los romanos eran la potencia mundial que dominaba Palestina en ese tiempo, la dinastí­a herodiana gobernaba el paí­s, o parte de él, como una monarquí­a vasalla del poder central, con más o menos autonomí­a según los momentos.

1. Situación polí­tica
Esta época comienza a mediados del siglo anterior, en realidad en el año 63 a.C. cuando el general Pompeyo interviene para mediar entre Hircano II y su hermano Aristóbulo II, dos hijos del asmoneo Alejandro Janeo, que mantení­an una lucha enconada por la titularidad del cargo de Rey y el de Sumo Sacerdote. Aristóbulo codiciaba ambos, y los tuvo durante unos años, después de usurpárselos a su hermano. Pero Hircano, aconsejado por el idumeo Antí­patro, buscó la ayuda de los Nabateos para recuperarlos, dando lugar a una guerra civil en Palestina. Fue la intervención de Pompeyo quien puso fin a la contienda, confirmando a Hircano como Sumo Sacerdote y llevándose a Aristóbulo prisionero a Roma. Hircano se quedó con una jurisdicción muy reducida sobre Judea, Perea y Galilea, ya que el territorio pasó a ser parte de la provincia romana de Siria, bajo la jurisdicción de su legado. Empezaba así­ el ocaso de la dinastí­a Asmonea, que habí­a comenzado liderando la revuelta contra los Seléucidas en las figuras de Matatí­as y sus tres hijos, Judas, Jonatán y Simón. Estos fueron conocidos por el alias de los Macabeos («martillos»), mientras el nombre de la familia, los Asmoneos, fue usado para sus descendientes a partir de Juan Hircano I.

La intervención de Pompeyo en Palestina tuvo unas consecuencias de gran alcance. Sustrajo del control judí­o la zona costera, Samaria, y los extensos territorios de Transjordania; devolvió el estatuto de ciudades libres helenistas a todas aquellas que habí­an sido conquistadas, judaizadas a la fuerza, o destruidas por los Asmoneos, y las reconstruyó con estructuras polí­ticas, administrativas, y culturales propias de las ciudades helenistas. Se creó la Decápolis, una especie de federación de ciudades helenistas cuyo número varió a lo largo del tiempo (Jerasa, Escitópolis, Hippos, Gadara, Damasco, Filadelfia…). El resto del territorio (Galilea, Perea, Idumea, Judea) quedó sometido a tributo, convertido en parte de la provincia romana de Siria. La jurisdicción de Hircano quedó reducida a Judea, aunque tiempo después fue nombrado por César «etnarca de Judea» (47 a.C.) en agradecimiento a la ayuda militar que le habí­a prestado en su guerra contra Egipto.

1.1. el Grande
Junto al Sumo Sacerdote Hircano Il, siguió medrando, como su consejero, el idumeo Antí­patro que consiguió grandes favores de los romanos y comenzó a consolidar la que serí­a la dinastí­a herodiana, llamada a suceder a la Asmonea. Obtuvo la ciudadaní­a romana, la exención de impuestos, su nombramiento como procurador de Judea, y cargos administrativos elevados para sus hijos. Y así­ fue como su hijo Herodes, nombrado gobernador de Galilea, comenzó una carrera que culminarí­a con el nombramiento de rey en el 40 a.C, aprovechando las disensiones y la lucha por el poder en Roma. Como gobernador de Galilea se distinguió por la brutalidad de sus actuaciones, evidenciada tanto en la persecución de un grupo de bandidos dirigidos por un tal Ezequí­as que actuaban en la frontera con Siria, como en la recaudación de impuestos extras entre los campesinos para ayudar al emperador de turno en sus campañas militares.

Hubo algunos intentos de hacerse con el poder por parte de Aristóbulo II y de sus descendientes, quienes contaron con la ayuda de César -contrincante de Pompeyo en aquel momento- y de los Partos -además de la de algunos partidarios que aún quedaban en el paí­s, sobre todo en Galilea-. De hecho, Antí­gono -hijo de Aristóbulo- consiguió, con la ayuda de los Partos, presentarse en Jerusalén como el último rey asmoneo y reinar durante tres años (40-37 a.C.), en los cuales llegó a acuñar moneda y a liderar el partido nacionalista que se oponí­a a Antí­patro y sus hijos. Hircano fue mutilado para que no pudiera volver a ejercer el cargo de Sumo Sacerdote, y fue llevado a Babilonia prisionero; y Fasael, el hermano de Herodes que habí­a sido nombrado tetrarca de Judea, fue asesinado. Pero su reinado no duró mucho, entre otras cosas porque no le interesaba a Roma.

Herodes, que habí­a sido nombrado por Roma tetrarca de Galilea y Samaria en el 41 a.C, logró huir a través del desierto y llegar a Roma donde consiguió el nombramiento de rey «amigo del Senado romano» y un ejército que le ayudó a ocupar el trono (37 a.C.). Su reinado se extendió desde el 37 a.C. al 4 a.C., y se caracterizó por:

– consolidación de su mediante la eliminación de todos los descende la dinastí­a asmonea sus partidarios (incluidos el anciano Hircano II que habí­a vuelto de Babilonia, su mujer Mariamme, nieta de Hircano II, su cuñado, y su suegra). Al final de su reinado, presa de una maní­a persecutoria, volvió a la práctica de eliminar a todo aquel de quien sospechaba un complot para derrocarle (incluidos varios de sus hijos)
Creó una clase alta compuesta por gente nueva, familias de Idumea y de Galilea que le habí­an ayudado, por partidarios de los Asmoneos que se habí­an pasado a su bando o que eran enemigos de Antí­gono. Fue una clase alta sin prestigio ante el pueblo. Además creó un cuerpo administrativo de subalternos, muchos de ellos no judí­os. Introdujo partidarios suyos en el Sanedrí­n y entre los magistrados locales, los cuales probablemente fueron los encargados de la recogida de los impuestos.

– fiebre constructora de grandes obras. Y así­ reforzó antiguas fortalezas asmoneas (Alejandreium, Antonia, Masada…) y construyó otras nuevas (Maqueronte, Herodium, Hircania…), palacios, acueductos, ciudades (Tiberiades, Cesarea Marí­tima, Cesarea de Filipo, Séforis, Samarí­a…). Su gusto por la cultura helenista se plasmó en su forma de vida, en la composición de su clase dirigente, y en las ciudades y templos dedicados al emperador de turno, así­ como en las donaciones (templos, edificios civiles…) repartidas por muchas ciudades como Esparta, Roma, Atenas… Mantuvo relaciones estrechas con gente de Samarí­a. Allí­ se casó con Mariamme, allí­ se retiraba a descansar, se casó con una samaritana, construyó Sebaste. En su reinado se reforzaron los elementos helenistas en la sociedad y en las instituciones de gobierno, pero no hubo fusión entre los elementos helenistas y judí­os, ni el rey lo pretendió. Al contrario, respetó las caracterí­sticas judí­as, e incluso impuso que el marido de su hermana Salomé se hiciera judí­o antes de permitir el matrimonio. Aunque fue un helenista convencido y practicante, mantení­a las formas ante los judí­os respetando sus costumbres (no puso imágenes en sus monedas, ni en estatuas en los edificios más importantes de Jerusalén), respetó las opiniones de los fariseos (quizá porque éstos tení­an ascendencia entre el pueblo), e incluso reconstruyó y engrandeció el Templo de Jerusalén.

– disgusto y descontento del pueblo ante su persona, su forma de gobernar, y la clase alta le rodeaba. Es cierto que, alguna vez, bajó los impuesto en tiempo de hambre (A. J. XV, 365; XVI, 64) y que, en el 25 a.C., cuando el paí­s sufrió una gran hambruna, usó el oro y la plata de su palacio para comprar grano a Egipto y repartirlo entre la población (A.J. XV, 305-316; XVI, 62,132). Además con sus relaciones y regalos a las ciudades helenistas favoreció la situación y los derechos de los judí­os de la Diáspora. Fomentó los lazos con los judí­os de Babilonia, y favoreció a muchas familias procedentes de Egipto y Babilonia en Jerusalén, aprovechando que no tení­an antiguas fidelidades hacia los Asmoneos. Pero, a pesar de estos gestos, el pueblo no confiaba en él y consideraba ilegí­timo su reinado pues era Idumeo, es decir medio-judí­o (los Idumeos habí­an sido obligados a judaizar por los Asmoneos). Su forma helenista de administración, la creación de ciudades de carácter helenizado no gustaba a la mayorí­a que veí­a la forma de vida judí­a amenazada. Los castigos brutales y las ejecuciones que llevaba a cabo en sus fortalezas a todos aquellos que transgredí­an las normativas reales eran una motivo más para el odio. Además el pueblo sufrí­a un sistema de impuestos excesivamente gravoso, y sentí­a como un insulto los nombramientos de sumos Sacerdotes que hací­a Herodes, quien, pasando por alto la lí­nea sadoquita, puso en el cargo a individuos de otras familias sacerdotales procedentes de la diáspora babilónica.

Si en su reinado, a pesar de ser odiado por el pueblo, no hubo revueltas se debió a su forma despótica de gobernar. Contaba con una guardia personal demercenarios especialmente leales a su persona, así­ como de una serie de fortalezas repartidas por el paí­s, y de un servicio secreto de informadores, y no dudaba en reprimir brutalmente y de forma ejemplificante cualquier intento de protesta, como lo habí­a demostrado ya siendo gobernador de Galilea con los supervivientes de la familia Asmonea, o incluso después con su propia familia. Hechos éstos que el pueblo tení­a muy presentes. Al final de su reinado castigó de forma brutal a dos escribas, Judas y Matí­as, que animaron a unos de sus alumnos a quitar la imagen de un águila que habí­a puesto en la puerta del Templo.

Murió en su palacio de Jericó, en el 4 a.C., después de una dolorosa enfermedad. Tras haber modificado su testamento varias veces, en el definitivo repartí­a su reino entre tres de sus hijos. A Arquelao le dejaba Judea, Samarí­a e Idumea, además del tí­tulo de rey. A Antipas, que después serí­a nombrado Herodes Antipas, cogiendo el nombre de la dinastí­a, le dejó Galilea y Perea; y a Filipo, la parte nordeste del paí­s, habitada en su mayorí­a por paganos, Gaulaní­tide, Batanea, Traconí­tide. Ambos llevarí­an el tí­tulo de tetrarcas, aunque todo ello habí­a de ser confirmado por el Emperador.

1.2. Los sucesores Herodes el Grande (4 a.C.-41 d.C.)
A la muerte de Herodes, el pueblo se presentó ante para pedirle que rebajara los impuestos que habí­an sufrido con su padre (G.J. 11,4), y amenazó con una huelga agrí­cola. Estas manifestaciones populares se unieron con la expresión de dolor y protesta de algunos judí­os por la ejecución de los dos escribas en los últimos dí­as de Herodes. Todo ello, y la proximidad de la Pascua (4 a.C.), incrementó la tensión y Arquelao, asustado, mandó las tropas contra la gente y lo que habí­a empezado como una protesta pací­fica terminó en una gran matanza.

Ese mismo año, cuando los tres herederos viajaron a Roma para ser confirmados en los cargos, también lo hizo una delegación judí­a para pedir a Augusto que les librara de la dinastí­a Herodiana y que el paí­s pasara a estar bajo la jurisdicción directa de Roma. Estando allí­ estalló una revuelta en Judea que forzó la intervención del legado romano en Siria, Quintilio Varo. Aunque parecí­a que habí­a sido suprimida, al poco tiempo la revuelta se extendió por todo el paí­s; incluso algunos soldados de Herodes se unieron a los rebeldes. El levantamiento tuvo varios lí­deres: en Galilea, Judas, el hijo Ezequí­as al que Herodes habí­a aplastado hacia el 48 a.C., y en Perea Simón, un esclavo de Herodes; en Judea, el lí­der insurgente fue un pastor llamado Astronges que atacaba a los romanos cerca de Emaús.

El legado de Siria, Quintilio Varo volvió a intervenir con sus tropas, concentrándolas en Ptolemaida (actual Akko), y a partir de ahí­ fue recorriendo el paí­s aplastando a sangre y fuego cualquier resistencia. Algunas ciudades fueron especialmente castigadas como sucedió a Séforis (Galilea), que fue quemada y sus habitantes vendidos como esclavos en el 4 a.C. Con la ciudad, sin duda, sufrieron las aldeas de los alrededores. También quemó Emaús, y llegó a Jerusalén donde tomó medidas brutales para sofocar la rebelión. La intervención de Varo constituyó una de las catástrofes más graves del perí­odo. La población sufrió tanto que quedó registrada en la memoria de la gente como «la guerra de Varo» (M. Stern 1974: 28).

Augusto decidió ratificar el reparto del territorio que habí­a hecho Herodes, pero, en cuanto a los tí­tulos, a Arquelao sólo le concedió el tí­tulo de etnarca, condicionando la realeza a los resultados de su gobierno inmediato. Liberó, además, las ciudades helení­sticas de Hippos, Gadara y Gaza del control herodiano, tal y como se lo habí­a pedido una delegación de las mismas.

El gobierno de Arquelao en Judea (4 a.C.- 6 d.C.) habí­a comenzado mal, y cuando volvió de Roma se encontró con la animadversión del pueblo y los últimos vestigios de las revueltas que tuvo que solucionar, en concreto la actividad de Atronges y sus hermanos en Judea. Siguió la polí­tica de su padre en cuanto a la relación con el emperador, el nombramiento a voluntad de los sumos sacerdotes, y la actividad constructora. Judí­os y Samaritanos elevaron una queja común al emperador por su forma de gobernar, y fue exilado en la Galia. Su territorio pasó a ser parte de la provincia romana de Siria y a depender directamente de Roma por medio del legado romano y de un procurador / prefecto que viví­a en Cesarea. Debido al desprestigio de la clase alta herodiana, los romanos no pudieron contar con ella, después de la destitución, y así­ el Sanedrí­n y el Sumo Sacerdote adquirieron cierta responsabilidad y autoridad (aunque el sumo sacerdocio habí­a caí­do en un gran descrédito debido a su forma de nombramiento).

, por su parte, recogió el nombre de la dinastí­a, siendo conocido como Herodes Antipas. Ejerció el gobierno sobre Galilea y Perea durante 43 años (4 a.C.- 39 d.C.), de forma relativamente exitosa y pací­fica, aunque, como se verá, esto no signifique que Galilea estuviera libre de tensiones, problemas graves y movimientos internos, sino que no hubo acontecimientos o movimientos antiromanos que requirieran la intervención de las tropas romanas, y la región gozó de relativa paz hasta el 44 d.C. en que pasó a depender directamente de los procuradores romanos. Sin embargo su polí­tica produjo un agravamiento progresivo y general de la situación.

Igual que su padre, Herodes Antipas fomentó las relaciones y las influencias internacionales, llegando a ser conocido en ese ámbito (medió, con éxito, entre los Partos y los Romanos), en gran parte gracias a las donaciones que hizo a varias ciudades greco-romanas; fue un gran constructor y un amante de la cultura helenista, llegando a introducir la organización de las ciudades griegas entre la población judí­a; en concreto, en la nueva ciudad de Tiberias construida a orillas del lago de Galilea (17-22 d.C.). También reconstruyó Séforis a la que hizo capital de Galilea y sede de su corte, hasta que, construida Tiberias, fue traspasada allí­. Su polí­tica constructora supuso, igual que sucediera con su padre, un alivio momentáneo al problema de falta de tierra cultivable y por lo tanto a la falta de trabajo y sustento. Pero el desarrollo de ciertos valores, formas de vida y economí­a urbanas que fueron unidas e incentivadas en su proceso de urbanización constituyeron un progresivo empobrecimiento de los campesinos, y un alejamiento entre la élite ciudadana y el campesinado rural y sus formas de vida y economí­a tradicionales.

También fue hábil, aunque menos que su padre, en ponerse del lado del emperador de turno y de los poderosos en general, de ahí­ el apelativo de «zorro» y la interpretación que de la imagen de la caña en sus monedas se hace en el Evangelio (Theissen 1997:41). Sin embargo, en el campo militar no tuvo la misma suerte ya que perdió la guerra contra los Nabateos que estalló debido a la ofensa que supuso que Herodes despidiera a la hija de Aretas IV, con quien estaba casado, para tomar como esposa a Herodí­as, su cuñada. En este contexto se puede ver que la denuncia de Juan Bautista, causa de su muerte (Mc 6,14-29), era algo más que la consideración moral desarrollada en los Evangelios, y que debí­a tener mucho de denuncia de sus implicaciones socio-polí­ticas.

Herodes Antipas no tení­a jurisdicción en Jerusalén, pero sí­ cierta influencia, y por eso visitaba la ciudad en las fiestas religiosas principales, lo que le permití­a contactar con el procurador romano que también debí­a acudir. Parece que con Poncio Pilato, que fue procurador del 26 d.C.-36 d.C., las relaciones no fueron especialmente cordiales. Ambos, tanto Pilato como Herodes no eran las figuras un tanto apocadas e indecisas que retrata el Evangelio, sino personajes ambiciosos, y en el caso de Pilato un ser cruel, prepotente, y sin escrúpulos.

Cuando murió Tiberio (37 d.C.) Herodes no pudo ganarse el favor del nuevo emperador Calí­gula que prefirió a su sobrino Agripa 1 (hermano de su actual esposa Herodí­as), al que dio los territorios de Filipo, muerto en el 34 d.C. sin descendencia, que habí­an pasado a depender directamente de Roma a través del legado de Siria. Apoyado por su mujer, Herodes trató de conseguir el tí­tulo de rey, pero Agripa 1 conspiró con éxito contra él, acusándole ante el emperador de preparar, junto con los Partos, una guerra contra Roma. Fue exilado en la Galia. En defensa de su mujer Herodí­as hay que decir que, aunque se le ofreció la oportunidad de separarse de él y gozar de los beneficios de tener un hermano rey (Agripa 1), optó por acompañarle al exilio. Los dos eran ambiciosos, los dos jugaron su baza, y los dos se fueron al exilio cuando perdieron.

, el tercero de los hijos de Herodes el grande, gobernó un territorio con una población, en su mayorí­a no judí­a, de ahí­ que en sus monedas -al contrario que sus hermanos- apareciese su cara. Fue también un gran constructor. Agrandó la ciudad de Panias y la llamó Cesarea (conocida como «de Filipo» para diferenciarla de la otra situada a orillas del Mediterráneo); también convirtió en una gran ciudad a Betsaida, a orillas del Lago de Galilea, a la que llamó Julias y donde fue enterrado (G.J. II, 168). Su comportamiento fue moderado y su forma de administrar justicia peculiar, pues iba de lugar en lugar estableciendo su corte de justicia para atender los casos (A.J. XVI11,107).

1.3. reinado de Agripa 1
Agripa 1 fue nieto de Herodes el Grande y la asmonea Berenice. Se educó en Roma y tuvo amistades entre la clase alta romana, incluso con los futuros emperadores (Calí­gula y Claudio). Recibió los territorios de Filipo, y en el 40 d.C. los de Herodes Antipas que habí­a sido mandado al exilio. En el 41 d.C., Claudio, para agradecer la participación a favor de su nombramiento como emperador, añadió a su reino los territorios de Judea, Samaria e Idumea. Con ello, Agripa 1 consiguió un territorio tan grande como el de su abuelo Herodes «el grande». Fue un rey que, en sus últimos años, que coincidieron con los de su reinado, se dedicó a defender los intereses del pueblo judí­o. Fue apreciado por el pueblo, quizá también debido a que era descendiente de los Asmoneos. Agripa trató de estar en conexión con el pueblo y de satisfacer las peticiones de los fariseos, sin olvidar la cooperación amistosa con la oligarquí­a sumo-sacerdotal. Como sus antecesores nombró a los sumos sacerdotes según su voluntad aunque procuró estar a bien con las dos familias más importantes, ambas saduceas (Boeto y Anano).

Mantuvo lazos con los judí­os de clase alta de la Diáspora. En su reinado se le presentó el problema cristiano, y en él parece que actuó con más dureza de lo que los fariseos proponí­an (Hch 12,1-19). Mató a Santiago el hijo del Zebedeo y metió en prisión a Pedro (Hch 12,20). Murió en Cesarea marí­tima mientras estaba celebrando un gran festival en honor del emperador en el 44 d.C.

1.4. Los romanos
A su muerte, su reino pasó de nuevo a depender directamente de Roma, bajo la jurisdicción del legado de Siria y el gobierno de procuradores que fueron cada vez más brutales, ineptos e incapaces, lo que contribuyó a la degradación de la situación polí­tica y social que llevó a la guerra del año 70. Estos procuradores fueron: Fado (44-46 d.C.); Tiberio Alejandro (46-48 d.C.); V. Cumano (48-52 d.C.); Félix (52-60 d.C.); Porcio Festo (60-62 d.C.) Albino (62-64 d.C.); Gesio Floro (64-66 d.C.) Con este último estalló la revuelta y se desencadenó la 1 Guerra judí­a que tuvo mucho de guerra civil, es decir, de revuelta de los campesinos contra la élite judí­a tanto laica como sacerdotal. De hecho, una de las primeras acciones de las bandas coaligadas que entraron en Jerusalén fue quemar los archivos donde se encontraban los recibos de las deudas, y tomar represalias sangrientas contra la nobleza y la clase dirigente. No fue hasta el final de la contienda, cuando ya era tarde, que los diferentes grupos se unieron para defenderse de los romanos.

En sus primeros momentos los grupos llegados a Jerusalén se dedicaron a matar y asaltar la parte alta de la ciudad, donde estaban las casas de la élite.

El último representante de la dinastí­a herodiana fue Agripa II que reinó sobre algunas ciudades como Tiberias, Tariquea y Gadara, pero no tuvo ninguna influencia y muy poco poder. Ayudó a las fuerzas romanas cuando intervinieron para apagar el levantamiento que llevarí­a a la primera Guerra Judí­a contra los romanos en el 70 d.C., su reinado persistió aún después de la contienda, al menos hasta el 92 d.C.. Parece que cuando murió Domiciano, su reino fue anexionado y pasó como el resto del territorio a depender directamente de Roma.

2. Situación socio-económica
La época romano-herodiana supuso un cambio importante en el ámbito económico, polí­tico y social en Palestina. La situación de la población de Palestina dependí­a sobre todo del sistema de propiedad, uso y distribución de la tierra, así­ como del sistema de tasas e impuestos.

2.1. ón y uso de la tierra
La reducción del territorio que habí­a supuesto la intervención de Pompeyo en el 63 a.C. y el dominio -aunque indirecto-de Roma, hizo que muchos campesinos judí­os perdieran sus pequeñas explotaciones agrarias que eran su medio de vida, y tuvieran que refugiarse en el ahora menguado territorio judí­o, con la consiguiente escasez de tierra de labranza. Se redujo el comercio puesto que una gran parte de las zonas más urbanizadas (la zona costera -excepto el puerto de Joppe o Jallo-, y Transjordania) quedaron fuera de la jurisdicción judí­a. Junto a ello, la obligación de pagar tributo a Roma tuvo como consecuencia el aumento de las cargas fiscales de la población. Estas condiciones se agravaron durante los cien años siguientes hasta llegar a la llamada primera guerra judí­a contra los romanos (66-70 d.C.), contienda que también tuvo su parte de guerra civil.

En cuanto a la distribución y uso de la tierra, Herodes el Grande agravó la situación iniciada por la acción de Pompeyo de reducir el territorio judí­o, ya que confiscó y expropió tierras, tanto a los campesinos como a la nobleza laica y sacerdotal partidaria de los Asmoneos, para usarlas como tierra real, premiar a sus soldados, o dársela a sus amigos y partidarios, quienes a su vez la alquilaban o tení­an trabajadores, siempre bajo las órdenes de capataces. Con todo ello, Herodes creó en torno suyo una nueva clase alta compuesta en gran parte, aunque no sólo, por gente no judí­a que, partidarios de la dinastí­a herodiana, seguirí­an siéndolo con sus sucesores. En los Evangelios aparecen denominados como «los Herodianos».

El resultado de esa polí­tica fue que, progresivamente, la tierra cultivable disponible disminuyó; cada vez habí­a menos tierra libre para más campesinos. Muchos de ellos pasaron de ser pequeños agricultores propietarios de su tierra a inquilinos que alquilaban un campo (a veces su propia tierra perdida), o trabajadores que eran contratados por cosecha o por jornada, o bien trabajadores en tierra real cuyo trabajo era supervisado por capataces o delegados reales. Los campesinos que alquilaban un campo tení­an que pagar una cantidad fija por él, y que podí­a llegar a suponer la mitad o la tercera parte de la cosecha. Otras veces, trabajaban una pieza de tierra y pagaban por ello la mitad de la cosecha que obtení­an. Se llegó a una situación donde la concentración de tierra era tal que habí­a villas con sus campos alrededor que pertenecí­an a un único propietario, mientras en algunas grandes propiedades personales viví­an como trabajadores o arrendados tantas familias que podí­an formar un pueblo. Eran lo que se denomina «haciendas» (villa en latí­n), una entidad polí­tica y legal en relación a la propiedad de la tierra y a su producto que controlaba la élite. El propietario, normalmente no viví­a en ellos de continuo, sino en las ciudades, dejando al cargo a administradores o ecónomos (Lc 16, 1-8). Estas «haciendas» tení­an una parte dedicada a viviendas, con residencias suntuosas para el dueño o sus representantes, almacenes, instalaciones de prensas de vino y aceite, y podí­an ser muy extensos. Los trabajadores eran arrendatarios de los pueblos y aldeas de alrededor (Mc 12,1), o bien trabajadores contratados por cosecha o jornada (Mt 20,1-15). Las parábolas dan una imagen muy ví­vida de esta situación, y la arqueologí­a ha sacado a la luz alguna de estas «haciendas» que daban a la élite, y a los subalternos o personal especializado que estaba a su servicio, todo lo necesario para vivir con el lujo que acostumbraban. Solí­an tener varias, en diferentes lugares, de forma que los productos se diversificaban, y los riesgos disminuí­an.

Según Lenski (1984: 228; citado por Hanson/Oackman 1998:113-114) en las sociedades agrarias avanzadas, como era Palestina en este momento, la élite gobernante que constituí­a el 5 por ciento (incluso quizá sólo el 2 por ciento) de la población controlaba el 50-65 por ciento de los bienes y servicios del territorio.

2.2. Sistema impuestos y tasas
El sistema de impuestos habí­a cambiado en la época helenista. Se pasó del cobro directo del tributo por parte de los delgados del imperio persa al sistema de arrendamiento del derecho a cobrar tasas por parte del imperio dominante. Una persona alquilaba este derecho y con ello se comprometí­a a pagar la cantidad impuesta como tributo e impuestos, y respondí­a personalmente con sus riquezas. Por su parte tení­a el derecho de cobrar a los campesinos, pescadores, comerciantes, artesanos… las tasas y los impuestos, evidentemente con un plus de beneficio. Estas personas de clase alta que podí­an ser la nobleza o los sumos sacerdotes (en época seléucida las casas de los Oní­adas y los Tobí­adas habí­an tenido grandes luchas por semejante derecho), y quizá también el Sanedrí­n en otras épocas. Todos ellos alquilaban a su vez este derecho a otros intermediarios más pequeños que ejercí­an en aldeas, villas…, y que, a su vez, debí­a sacar una cantidad adicional para vivir ellos. Es fácil hacerse una idea del aumento y la carga impositiva que habí­an de soportar los campesinos.

Cuando existí­a un rey o tetrarca vasallo parece que era éste quien pagaba a Roma la cantidad indicada, y luego él recogí­a esa cantidad más la impuesta por él. No era un pago directo a Roma sino que se camuflaba ya que los impuestos se pagaban al rey, también a través de otros recaudadores (publicanos), grandes y pequeños. Para los judí­os era menos humillante. Pero, el tener un rey o un tetrarca suponí­a una doble carga fiscal, y la de Herodes «el grande» se hizo insoportable porque aumentó los impuestos de forma muy dura para poder sufragar su polí­tica filo-helenista y su fiebre constructora, así­ como los espléndidos regalos en dinero que solí­a hacer a los emperadores (A.J. XVII, 306-308). Como se ha visto, cuando murió (4 a.C.) el pueblo se presentó ante su hijo Arquelao, amenazando con una huelga agrí­cola y pidiéndole que rebajara los impuestos tan gravosos que habí­a establecido su padre.

El sistema fue el mismo con sus hijos y con su nieto Agripa 1, aunque pudo variar algo durante los años en que Judea, y después toda Palestina, pasó a depender directamente de Roma bajo la supervisión de los procuradores. En el año 6 d.C., cuando Arquelao fue depuesto y Judea pasó a ser provincia romana de Siria, lo primero que hizo Quirino, el legado de Siria, fue un censo con fines recaudatorios (A.J. XVIII,1-2), es decir, para poder establecer la tasa contributiva directa. En las épocas de jurisdicción directa, los romanos dejaron a la élite de Jerusalén y al Sanedrí­n que, así­ como se ocupaban del gobierno cotidiano y de los asuntos domésticos, se ocupara de la recaudación de los impuestos, pero con toda probabilidad estos tení­an otras personas que hací­an el trabajo directo.

Los impuestos directos lo eran por persona y por tierra (el tributum capitis y el tributum solis), es decir, aquellos impuestos que debí­an pagar toda mujer a partir de doce años, y todo varón mayor de 14 años. Probablemente fuera 1 denario por persona al año. Herodes el Grande (y sus sucesores puesto que el sistema impositivo cambió poco en esa época), reclamaba, además de los impuestos directos por persona, parte del grano y de la fruta de Palestina (entre un tercio y un medio) (Stegemann).

Pero además existí­an diferentes tasas o impuestos indirectos que gravaban casi cualquier actividad: actividades de mercado, peajes por pasar de una ciudad a otra, o de un territorio a otro, tasas por usar el puerto, o las instalaciones de las ciudades, por obras estatales (carreteras, acueductos…).

Por otra parte, existí­an los impuestos religiosos. Eran aquellos que recaudaba el Templo y su personal. Eran 1/2 siclo por persona y año, así­ como varios diezmos para el personal del culto (por vino, aceite, fruta…), las primicias (de los animales, de las cosechas, por los primogénitos), y tasas para leña.

2.3. problema de las
Con el sistema de impuestos y tasas, y el de propiedad, distribución y uso de la tierra, es fácil comprender que los campesinos viví­an en un nivel de subsistencia mí­nimo que se veí­a amenazado fácilmente por cualquier eventualidad como una enfermedad, una sequí­a. En esos casos se veí­an en la necesidad de endeudarse pidiendo moratorias de los pagos o dinero.

Este fue un grave problema en la época romano-herodiana. Si bien habí­a comenzado anteriormente, ahora se agravó de forma alarmante, de modo que muchos campesinos se vieron obligados a vender sus tierras, los más privilegiados quizá podí­an después alquilar esa u otro pedazo de tierra, o bien trabajar como asalariados o jornaleros; pero muchos otros tuvieron que dejar sus tierras y vagar de un lugar a otro. Quienes no podí­an pagar las deudas podí­an ser encarcelados hasta que su familia pagara, o bien podí­an ser vendidos como esclavos sus hijos, su mujer, aunque algunos optaban por venderse ellos mismos. El desarraigo fue una situación bastante corriente.

Una salida, aunque provisional, fue la polí­tica constructora de la dinastí­a herodiana que, si bien agravó la carga fiscal de los campesinos, dio, por otra parte, la oportunidad de encontrar un trabajo a muchos que se habí­an quedado sin tierras. La construcción de tantas ciudades y el mismo Templo de Jerusalén requirieron muchos trabajadores y artesanos especializados, tanto durante el gobierno de Herodes el Grande, como en el de su hijo Antipas en Galilea.

El problema de la deuda fue tan importante y progresivamente en aumento que para algunos fue la caracterí­stica del perí­odo (Stegemann), y así­ se entiende que llegara a aprobarse una ley, la ley de , establecida por el fariseo Hillel. Como cada siete años debí­an perdonarse las deudas, los campesinos que necesitaban préstamos tení­an grandes dificultades para encontrar quien les prestara dinero cuando se acercaba el año sabático. Por eso, Hillel determinó el , por el cual, el que tomaba el préstamo se comprometí­a a pagar la deuda, aunque llegara el año sabático. Evidentemente esto ayudaba a los campesinos, pero en realidad, beneficiaba a la élite que tení­a dinero, le interesaba ponerlo en circulación, y de esa forma sabí­a que no iba a perderlo, sino que siempre tení­a deudores en las villas y aldeas produciendo para que ella pudiera seguir llevando el estilo de vida de lujo que se hace evidente en las casas que las excavaciones arqueológicas han sacado a la luz. A corto plazo, el campesino salí­a beneficiado, pero en realidad suponí­a un endeudamiento perpetuo (Horsley/Hanson 1985: 60-61), y una dependencia de por vida de los prestamistas.

Las ciudades eran los centros donde se recogí­an los impuestos en especie. En ellas viví­an sólo el 8-10 por ciento de la población. Jerusalén y Cesarea Marí­tima en Judea, Séforis y Tiberias en Galilea, eran las ciudades más grandes y centra-les que existí­an en época herodiana. Luego habí­a otras más pequeñas pero que cumplí­an un papel administrativo: Magdala, Cafarnaún, Caná… De ellas dependí­an aldeas. En las ciudades estaban los centros administrativos y judiciales, las residencias de la élite, el Templo (en el caso de Jerusalén) y los palacios. La polí­tica económica de la élite en el poder estaba basada en la redistribución. Y era, precisamente, en la ciudad, en el Templo o el Palacio, donde se realizaba la recogida de bienes procedentes del trabajo de los campesinos, y donde se hací­a su redistribución que evidentemente estaba guiada por los criterios de la élite y para su bienestar, mientras las necesidades y el bienestar de la inmensa mayorí­a de la población no era tenida en cuenta, excepto cuando las hambrunas eran tan fuertes que amenazaban con acabar con la mano de obra y por lo tanto con los futuros ingresos de la élite. Frente a esta forma de intercambio que era perjudicial para ellos, los campesinos, en las aldeas, practicaban la reciprocidad. Incluso el sistema de caridad para atender a la gente más des-valida era sostenido por las mismas aldeas o las sinagogas con el dinero de los vecinos, mientras en el Templo y en las arcas de la élite quedaban los excedentes.

Todo esto hací­a que los campesinos, que viví­an en aldeas y pequeñas villas, mantuvieran un gran recelo y mucha animadversión hacia las ciudades y lo que simbolizaban. El abismo entre el campo y la ciudad era enorme, aunque, en realidad la diferencia era la que existí­a entre la élite y la no élite. Un porcentaje de la ciudad estaba compuesto por la no-élite, es decir, por agricultores que salí­an a la mañana a trabajar en los campos de los alrededores y volví­an a la noche; por artesanos y pequeños comerciantes. Todos ellos habitaban en barrios bien diferenciados de aquellos otros donde viví­a la élite en suntuosas mansiones, incluso, a veces separados por murallas y puertas que se cerraban durante la noche.

Los campesinos estaban acostumbrados a vivir en el nivel mí­nimo de subsistencia pero cuando éste bajaba tanto que ni la subsistencia era posible, estallaban protestas y manifestaciones o se producí­an otros fenómenos como el bandolerismo.

3. Situación socio-religiosa
3.1. y manifestaciones campesinas
Surgí­an como explosiones puntuales ante sucesos concretos. Unas tení­an un carácter socio-económico y otras más socio-religioso. En su mayorí­a fueron de carácter no violento, y según los relatos de Josefo no parecen estar dirigidas por algún lí­der, aunque Crossan sospecha que alguna de ellas, como la producida ante Petronio en el 41 d.C. pudiera estar dirigida por la clase de los subalternos, p.e. escribas o fariseos (Crossan 1991: 173).

En el perí­odo comprendido entre la muerte de Herodes el Grande y la 1 Guerra Judí­a se conocen siete protestas campesinas: la primera y la última tuvieron motivos socio-económicos, las demás socio-religiosos. La primera, en Judea, el 4 a.C., ante Arquelao, el pueblo se concentró para pedirle una rebaja de los impuestos, la liberación de algunos presos, y amenazó con una huelga agrí­cola. Aunque el rey pareció acceder a sus peticiones, no lo hizo, y las protestas acabaron con la gran matanza de Pascua. Después la situación se complicó con episodios de bandolerismo y movimientos más o menos mesiánicos por todo el paí­s, que dieron paso a una gran represión (G.J. II,4=A.J. XVII, 204-205).

La segunda y la tercera fueron en Judea y tuvieron lugar siendo procurador Poncio Pilato (26-36 d.C.). Una de ellas con ocasión de los estandartes con la efigie del César que habí­a introducido en Jerusalén. La gente acudió en masa a Cesarea, y se manifestaron ante su palacio. Frente a la amenaza de intervención del ejército se mostraron dispuestos al martirio, de forma que Pilato tuvo que dar marcha atrás (G.J. II, 169=A.J. XVIII, 55-56). La otra tuvo lugar poco después, cuando Pilato tomó dinero del tesoro del Templo para construir un acueducto que llevara agua a Jerusalén. De nuevo, los campesinos se concentraron y se manifestaron en Jerusalén. Esta vez hubo una gran represión porque Pilato mandó a sus soldados que se camuflaran entre la gente para incitar a la violencia de forma que el ejército pudiera intervenir (G.J. II, 175-176=A.J. XVIII, 60-62).

La cuarta fue muy grave. Sucedió siendo emperador Calí­gula (38-41 d.C) y Petronio legado de Siria. Calí­gula mandó erigir una estatua suya en el Templo de Jerusalén para ser adorado como Dios, como habí­a hecho a lo largo de su imperio. Los campesinos de todo el paí­s fueron a Ptolemaida para protestar ante Petronio que habí­a llegado con un ejército y la estatua. Iban desarmados, con mujeres y niños, se sentaron dispuestos al martirio y a no sembrar sus campos. Petronio y las autoridades judí­as se dieron cuenta de la gravedad de la situación, pues eso significaba, pérdida de cosechas, imposibilidad de cobrar impuestos, y plagas de bandidos en el paí­s. Por ello, Agripa 1 y el mismo Petronio decidieron intervenir ante el emperador. Agripa 1 tuvo éxito y consiguió que aquél revocara la orden. Petronio salvó su vida gracias al oportuno asesinato del emperador (G.J. II, 185-203; A.J. XVIII, 261-309; y en Filón, a Gayo 203-348).

La quinta y la sexta tuvieron lugar con Cumano como procurador (48-52 d.C.) las dos tuvieron como motivo las acciones de soldados romanos. En un caso por el gesto obsceno que uno de ellos hizo ante los fieles reunidos en el Templo, y la otra porque uno de ellos quemó un rollo de la Toráh en la sinagoga de una aldea, con motivo de una represalia llevada a cabo por dar cobijo a bandidos. En el primer caso, el procurador mando sus tropas y la huida despavorida de la multitud al salir del Templo produjo muertes por aplastamiento; en el segundo caso, Cumano castigó al culpable.

La séptima fue siendo Floro legado de Siria, en la Pascua deI 65 d.C., una multitud se manifestó ante él para quejarse de que el procurador Floro estaba siendo la ruina del paí­s. Tuvo un carácter económico y sólo obtuvieron promesas. El deterioro de la situación era ya imparable y la guerra estallarí­a al poco tiempo.

3.2. populares
Aparte de estos movimientos esporádicos y espontáneos de la masa de campesinos, hubo otros movimientos más especí­ficos, bien por su continuidad, o por su liderazgo.

Las condiciones socio-económicas que se daban en la época romano-herodiana, en Palestina, habí­an sufrido un gran deterioro, como se ha dicho más arriba: la falta de tierra conllevó la dificultad para cubrir las necesidades básicas que la polí­tica constructora no llegó a paliar en su totalidad; la elevación de impuestos y tasas produjo un endeudamiento generalizado, así­ como un empobrecimiento progresivo. Su resultado fue la alteración grave de las formas de vida tradicionales, incluso la imposibilidad de seguir con ellas; así­ como la existencia de miles de campesinos dispuestos a unirse a un grupo de bandidos, seguir a individuos designados como reyes mesiánicos, o a seguir a un profeta al desierto en espera de la actuación liberadora divina. El descontento campesino podí­a tomar una u otra forma: bandolerismo, movimientos proféticos o mesiánicos….

) Bandidaje o bandolerismo social. Se trata de un término acuñado por E. Hobsbawn (1959) para describir una forma arcaica de protesta social propia de las sociedades agrí­colas avanzadas. El califica el fenómeno como una manifestación «pre-polí­tica» (E. Hobsbawn, 1981), porque «aparece antes de que los pobres hayan alcanzado la conciencia polí­tica o hayan adquirido unos métodos más efectivos de agitación social. El endurecimiento de las condiciones socio-económicas, la ineficiencia administrativa suelen ser las condiciones idóneas para su aparición. Los regí­menes represivos y con un gran control suelen hacerlos desaparecer o al menos mantenerlos latentes. Las crisis económicas, la dislocación social que puede causar una guerra civil, una conquista militar extranjera, o la imposición de nuevos gobernantes o estructuras sociales suelen favorecer su incremento. Estos grupos suelen estar compuestos sobre todo «por campesinos y trabajadores sin tierra oprimidos y explotados por alguien: señores, ciudades, gobiernos..» (E. Hobsbawn, 1981: 19-20; citado por Horsley/Hanson 1985: 49-50). Estos grupos aumentan cuando se rompí­a el frágil equilibrio a causa de factores ecológicos: hambres, sequí­as…, o bien por factores polí­tico-económicos: incremento de impuestos, confiscación de tierra, ejercicio injusto y brutal de la autoridad. (Horsley/Hanson 1985).

Esta era, precisamente, la situación de Palestina, desde mediados del s.l a.C. hasta el estallido de la guerra del 70 d.C. Pero también antes de esta época, en la que el fenómeno se agudiza, aparecen rastros del fenómeno.

Flavio Josefo habla de varios grupos de bandidos y sus lí­deres. Grupos de campesinos (entre 15-40 varones solteros, aunque a veces podí­an acoger a familias enteras) que habí­an perdido sus tierras por deudas, por tasas excesivas, por expropiación… etc, y que incluso podí­an tener problemas con la ley. Se organizaban en bandas y se dedicaban al pillaje, sobre todo de la élite rural e imperial, para sobrevivir. Mantení­an los lazos con sus aldeas y familias, y tení­an cierto apoyo entre los campesinos locales quienes sentí­an que, en alguna medida estaban contra la injusticia. A veces podí­an dar algo de lo que robaban a los campesinos, bien porque eran amigos suyos, o bien porque así­ compraban su silencio y su complicidad, pero no era una condición necesaria. Eran considerados como desviados y denominados bandidos o malhechores por la élite. Josefo siempre se refiere a ellos con estos calificativos. Y sin embargo, también podí­an ser contratados por los poderosos como hizo Josefo cuando fue designado para dirigir la defensa de Galilea.

El primer fenómeno de este tipo aparece en el 48 a.C., Josefo menciona a Ezequí­as como jefe de una banda de bandidos que actuaba en la frontera de Siria. Algunos autores (S. Freyne, M.Smallwood) dicen que eran restos de la nobleza Asmonea, partidarios de Aristóbulo frente a Hircano II y el gobernador Herodes, pero parece más convincente la postura de otros autores que los identifican con un grupo de bandidos, campesinos que habí­an sufrido las consecuencias de la redistribución territorial de Pompeyo (Horsley-Hanson; Stegemann…), aunque también hubo, por esa misma época, movimientos de resistencia de los partidarios del asmoneo Aristóbulo, pero éstos se encontraban sobre todo en las ciudades, en concreto en Séforis. El mismo Herodes el Grande tiene que enfrentarse a otro grupo de bandoleros escondidos en las Cuevas de Arbela, en la orilla oeste del lago de Galilea, en el 37 a.C., cuando vuelve a Palestina para hacerse con el trono.

Después de esto, Josefo no menciona otros casos de bandidaje hasta los años treinta del s.l d.C., lo cual no significa que la situación mejorara o no existieran. Josefo cuenta el caso de Eleazar, un bandido que fue hecho prisionero y mandado a Roma bajo el gobierno de Félix (52-60 d.C.), dice que llevaba actuando 20 años (G.J. II, 253), lo. que le parece colocar su acción en el gobierno de Poncio Pilato (26-36 d.C). Y de hecho, en el Evangelio se habla de bandidos. Cuando Jesús va a ser arrestado, dice a quien le apresaba que iban a él como si de un bandido (o ladrón) se tratara (Mc 14,48), de Barrabás se dice que era un bandido, y es crucificado entre dos bandidos (mal llamados ladrones). Todo ello está indicando la existencia del fenómeno en esos años, al menos de forma latente o aminorada.

Pero ciertamente es a partir de la mitad del s.l d.C, cuando el fenómeno comienza a crecer progresivamente. Los bandidos vuelven a aparecer bajo Cuspio Fado (44-46 d.C.), cuando Palestina volví­a a estar bajo administración directa de Roma (A.J. XX, 5); crecieron bajo Tiberio Alejandro (46-48 d.C.) debido a una gran hambruna que hubo en el paí­s, y así­ se entiende los múltiples incidentes que son citados posteriormente; continúan bajo V. Cumano (48-52 d.C.) (A.J. XX. 113-17; G.J. 11.253; G.J. 11,232-246; A.J. XX,118-136; Tácito, Anales, XII, 54); la subida de tasas de Albino (62-64) agravó extraordinariamente la situación, que ya no pararí­a de crecer hasta llegar a ser casi una epidemia en los años anteriores a la Guerra, en gran parte debido a la progresiva ineptitud, represión cruel, y corrupción de los sucesivos gobiernos de los procuradores romanos, pero también probablemente porque a ello se añadió la extensión de las ideas y sentimientos apocalí­pticos entre la población (Horsley/Hanson 1985:76). Durante la Guerra algunas de estas bandas de Judea se aliarí­an entre sí­, y con los sacerdotes del clero bajo, para formar, ya en Jerusalén, el grupo llamado «los Zelotes» (Celosos). El jefe de bandoleros más importante durante la Guerra fue Juan de Giscala que se hizo con el control del grupo insurgente que se habí­a hecho fuerte en el Templo.

) Movimientos mesiánicos. El segundo de los movimientos populares del tiempo en los que tomaron forma concreta el sentimiento de inconformidad y malestar social de la época del segundo Templo, son los denominados «movimientos mesiánicos».Todos estos movimientos se caracterizaron porque se formaban alrededor de carismático de origen humilde que se proclamaba o era proclamado rey; también los mismos integrantes eran campesinos principalmente, personas desesperadas, en su inmensa mayorí­a, a causa del abismo socio-económico creciente, así­ como por las dificultades de supervivencia y la opresión que habí­a crecido de en un grado insoportable. Tení­an una mayor conciencia que los bandoleros pero utilizaban la violencia como ellos.

La tradición cultural de la que toman su significado es la monarquí­a de David, posteriormente idealizada y reforzada con las expectativas mesiánicas de un lí­der carismático y ungido, surgido de entre los campesinos, al estilo de un nuevo David. Expectativas que crecieron bajo el dominio romano, y el gobierno represivo y opresivo de Herodes, un rey al que el pueblo consideraba, además, ilegí­timo. Por eso no es de extrañar que cuando éste murió, en el 4 a.C., estallasen en el paí­s varios de estos movimientos que fueron tan graves que requirieron la intervención del legado de Siria, Varo (Horsley-Hanson).

Durante la vida de Jesús, sólo al comienzo (4 a.C.) hubo movimientos de este tipo. Como se ha dicho más arriba fueron tres los personajes que reclamaron, o a los que se dio, el tí­tulo de «mesí­as», reuniendo en torno a sí­ un número de seguidores y llevando a cabo acciones violentas. Judas, el hijo de Ezequí­as, quien, en Galilea, junto a un grupo de seguidores atacó el palacio y el arsenal real y se hizo con armas que después emplearon en sus actuaciones por la comarca (G.J. 2,56; A.J. 17,271-72). Josefo menciona su pretensión real. Simón, un esclavo de Herodes de apariencia fí­sica extraordinaria por su fuerza y su talla, que reunió y organizó a algunos hombres, se proclamó rey; atacó y robó los bienes del palacio de Herodes en Jericó, aunque luego sus actividades se desarrollaron en Perea. Al final la intervención de las tropas romanas acabó con ellos y Simón fue decapitado (A.J. 17,273). El tercero, se llamaba Atronges (A.J. 17.278-85) y era un pastor al que se describe como de gran altura y fuerza. Junto con cuatro de sus hermanos, reunió un grupo de gente en Judea, fue designado rey, mantuvo el poder durante bastante tiempo, atacando a las tropas romanas y herodianas. Su objetivo principal era la eliminación de la dominación romana y herodiana. Su actuación derivó en matanzas y baños de sangre hasta que fueron vencidos.

El último de los pretendientes mesiánicos fue Simón bar Kosiba que fue proclamado como tal por Rabbí­ Akkiba. El resultado de la revuelta posterior fue la II Guerra judí­a y la destrucción de Jerusalén en el 132 d.C.

) Movimientos proféticos y figuras proféticas. Otra de las formas sociales que adoptó el malestar campesino fueron los movimientos proféticos. En ellos una figura profética reuní­a un grupo de personas, en ocasiones numeroso, para llevarla al desierto, al Jordán, al Garizí­n, al Monte de los Olivos, o a cualquier otro lugar con reminiscencias tradicionales, para asistir allí­ a la acción liberadora de Dios que se anunciaba a punto de ocurrir, o bien para anticiparla de forma activa con sus gestos.

Estos movimientos estaban enraizados, y tomaban su significado, de las antiguas tradiciones bí­blicas de los grandes hechos liberadores de Moisés, Josué, Elí­as, o los Jueces. Todos ellos tuvieron rasgos apocalí­pticos acusados que testifican la expectación apocalí­ptica tan intensa que parece haber permeado la sociedad judí­a justo antes de la revuelta.

Las causas de su aparición parecen haber sido las circunstancias socio-económicas y polí­ticas (hambrunas, represiones sangrientas por parte de los procuradores romanos, polí­ticas opresivas). Así­ parece haber sucedido en los tres casos más notables del perí­odo y de los que habla Josefo.

Probablemente uno de estos episodios se produjo en vida de Jesús pues sucedió bajo Poncio Pilato. Un hombre de Samaria que se decí­a profeta, reunió un grupo de gente numeroso, para ir subir al Garizí­n donde prometió enseñarles el lugar donde Moisés habí­a enterrado los vasos sagrados, lo cual le señalarí­a como el profeta restaurador que estaban esperando. Pilato mandó la caballerí­a que hizo una masacre (A.J. XVIII. 885-87).

El segundo caso se dio hacia el 45 d.C., siendo procurador de Judea Fado. Un profeta de nombre Teudas reunió a mucha gente con todas sus posesiones y se dirigieron hacia el Jordán, con la promesa de que el rí­o se abrirí­a como lo habí­a hecho con Josué y pasarí­an al desierto, quizá en un intento de revivir la historia de la entrada en la tierra. Fado mandó la caballerí­a que reprimió brutalmente el movimiento y decapitó a Teudas (A.J. XX. 97-98; Hch 5,36). El tercer caso sucedió hacia el 56 d.C., siendo procurador Félix (A.J. XX. 169-71; G.J. 2.261-63). La situación socio-económica y polí­tica era también muy difí­cil: habí­a habido una gran hambruna a finales de los cuarenta, la represión de Cumano habí­a sido brutal (49-52), junto a sus secuelas de descontento y bandolerismo. Durante el gobierno de Félix apareció un personaje denominado el Egipcio que llevó a una gran multitud al Monte de los Olivos con la expectativa de ver cómo caí­an los muros de Jerusalén y poder entrar en la ciudad. El hecho recuerda a la caí­da de los muros de Jericó ante Josué. Félix reprimió el movimiento e hizo una masacre, aunque el Egipcio consiguió huir.

Todos estos episodios demuestran que la expectación apocalí­ptica era fuerte entre la población campesina. Expectación que también se puede apreciar en otro tipo de fenómeno profético como fueron los profetas de oráculos que, en lí­nea con los antiguos profetas de la época clásica (Amós, Miqueas, Jeremí­as…), nunca habí­an desaparecido del todo. Podí­an ser profetas de juicio o de salvación. No reuní­an en torno a sí­ a grandes multitudes, aunque podí­an tener algunos discí­pulos. Aparecieron antes y durante la Guerra Judí­a. El más conocido fue Juan Bautista. Otro fue un tal Jesús bar Ananí­as que apareció con sus oráculos de desastre y castigo cuatro años antes de la Guerra. Era un campesino de clase baja que llegó a Jerusalén por la Fiesta de las Tiendas y se puso a profetizar en el Templo, anunciando su destrucción. La élite de Jerusalén lo apresó y lo golpeó para que callara, pero el procurador, Albino, lo tomó por un demente y lo liberó (G.J. VI.300-9).

Este tipo de profetas no era especialmente peligroso para los romanos, pero si para la aristocracia laica y sacerdotal judí­a porque, enraizados en las tradiciones antiguas, creaban una conciencia crí­tica entre el pueblo.

.3. Otros grupos
La inmensa mayorí­a de la población palestina practicaba un judaí­smo cultual, solamente en ocasiones excepcionales, como hemos visto, se podí­a embarcar en movimientos mesiánicos, proféticos, incluso en grupos de bandidos. Solo una mí­nima parte de la población practicaba el «asociacionismo» estable en grupos especiales como los que se verá a continuación. Exceptuando los zelotes, la procedencia de sus componentes era la élite sacerdotal y laica, o los subalternos (maestros de la ley, escribas…). El Judaí­smo en el s.l d.C. era plural. Existí­an muchas formas de entender y vivir el Judaí­smo. Habí­a cuatro pilares que daban entidad al Judaí­smo, a pesar de sus diferentes formas de vivirlo: Monoteí­smo (Dios es uno); Elección (un pueblo, una Alianza, una tierra prometida; Alianza centrada en la Toráh; la Tierra centrada en el templo (Dumm 1991). Cada grupo entendí­a y viví­a de forma diferente estos cuatro principios pero todos se consideraban judí­os. Quizá sólo entre los Qumrán existí­a una conciencia de ser el auténtico Israel, de tener la verdad.

a) 4ª í­a. Josefo la nombra junto a los otros tres grupos, Saduceos, Esenios, y Fariseos. Como fundador aparece Judas Galileo, maestro de la ley, quien en el 6 d.C., cuando los romanos se hicieron cargo de la administración directa de Judea, y realizaron un censo con fines fiscales, el llamado «censo de Quirino». Con el lema «No hay más señor que Yahveh», Judas, junto al fariseo Saddok, y sus seguidores establecieron un movimiento de resistencia (G.J. II. 118; II. 433; VII. 253; A.J. XVIII. 3-9.23-25), igualando tasas con esclavitud. Según Horsley-Hanson, se trataba de una facción más activista de los fariseos y otros intelectuales que se posicionaron para oponerse activamente al dominio y al gobierno extranjero. Insistieron que pagar tributo era servir al César y organizaron una resistencia activa, no armada, con motivaciones apocalí­pticas, y que entroncaba en una larga tradición judí­a de oposición al gobierno extranjero por parte de maestros y escribas. Posiblemente haya que incluir aquí­ a los í­m de la época seléucida y la revuelta macabea, o los y su teologí­a del martirio que aparecen en Dn 11,32-35; 12,1-3, o los escribas Judas y Matí­as que habí­an sido asesinados por Herodes por quitar el aguila que habí­a puesto en la puerta del Templo de Jerusalén (Horsley-Hanson 1985:192- 94).

La importancia del levantamiento de Judas en el 6 d.C. parece que fue menor. Josefo no dice si este grupo continuó su llamamiento a la resistencia después de que la población acabara por pagar el tributo o si desapareció. Hay algunas noticias vagas, como las que hablan de sus hijos: Teudas y Judas, a quienes, según Josefo, Tiberio Alejandro mandó crucificar (A.J. XX. 100-103; G.J. II. 220). Pudiera ser que hubiera tenido alguna relación con los Sicarios posteriores, es decir, que sus ideas hubieran subsistido aunque evolucionando y tomando una dirección diferente (Horsley-Hanson 1985).

b) . Aparecen por primera vez en los cincuenta, en Jerusalén, durante el gobierno de Félix (52-60) Se trata de un fenómeno urbano. Su nombre procede de la daga (sica) que llevaban oculta bajo el manto y utilizaban para asesinar a sus adversarios, la aristocracia sacerdotal, los Herodianos, u otros notables, es decir, atacaban a la élite judí­a gobernante que colaboraba con los romanos. También podí­an secuestrar para pedir rescate. Era sus forma de oponerse al sistema establecido, a la vez que conseguí­an crear ansiedad e inseguridad entre la élite gobernante, pues actuaban en cualquier sitio donde se reuniera un cierto número de personas, incluso en el Templo. Su primera ví­ctima fue Jonatás, un antiguo sumo sacerdote judí­o.

Su acción provocó un sentimiento de inseguridad entre la élite gobernante, así­ como su fragmentación como grupo, además de hacer ver al pueblo que aquellos eran vulnerables. Su acción, junto a la de los bandidos, y los altercados entre judí­os y gentiles en algunas ciudades, parece que precipitó la situación hacia la revolución (Horsley-Hanson 1985:210).

Los Sicarios jugaron un rol reducido en la Guerra Judí­a, a pesar de haber contribuido intensamente a su estallido. Se unieron a algunos grupos de insurgentes que ya estaban asediando la ciudad alta y a los sumos sacerdotes, y con ellos quemaron los archivos y los palacios y mansiones (G.J. II. 426-27). Menajén, lí­der de un grupo Sicario, tuvo un papel no muy largo como lí­der de la revuelta cuando entró en Jerusalén, tras haber sido proclamado rey por sus partidarios (G.J. II, 433-444), pues los brutales asesinatos que llevaron a cabo hicieron que se le llegase a considerar un tirano, incluso por quienes habí­an sido aliados suyos que prepararon su asesinato. Los Sicarios que quedaron, incluido entre ellos, un tal Eleazar, pariente de Menajén, huyeron a Masada, donde bajo el liderazgo de Eleazar, permanecieron hasta que, ante el asedio romano en el 73, se suicidaron o cayeron.

Se podrí­a decir que existió una continuidad genealógica entre la Cuarta Filosofí­a y los Sicarios, pues Judas y Simeón, crucificados por Tiberio Alejandro, fueron hijos de Judas el Galileo; Menajén, el jefe sicario que acaudilló por un breve tiempo a los grupos atrincherados en el Templo, fue hijo o nieto de Judas y Eleazar, el siguiente lí­der que huyó a Masada al poco de empezar la Guerra, fue pariente del anterior. Además de la continuidad genealógica parece que hubo continuidad funcional, pues Judas y Menajén también eran maestros de la ley, y continuidad ideológica pues parece que todos tení­an como lema: «No servir a más Señor que a Dios». Lo que no parece haber existido es una continuidad operativa pues Judas el Galileo siguió una resistencia pasiva, mientras los Sicarios usaron la violencia. De Judas y Simón no se sabe con seguridad si la usaron.

) Zelotes. Al contrario de lo que se ha creí­do -y aún hoy mantienen unos pocos autores-, los zelotes no fueron un grupo de resistencia armada que existió, como los Fariseos o los Saduceos, durante todo el s.l. La casi totalidad de los autores actuales están de acuerdo en sostener que este grupo apareció cuando ya habí­a estallado la Guerra Judí­a (67 o 68 d.C.), y que fue una coalición de grupos de bandidos campesinos que, según los romanos iban avanzando hacia Jerusalén desde el noroeste -después de haber reconquistado Galilea-, se fueron juntando en su camino hacia la ciudad del templo. Allí­ se unieron con gente de la ciudad, y con sacerdotes de clase baja, así­ como con el capitán del templo, Eleazar y sus seguidores, que habí­an decidido suspender, como protesta, el sacrificio diario por el Emperador. Esta coalición tomó represalias contra los aristocracia sacerdotal y la nobleza -sobre todo la herodiana-, haciendo grandes purgas entre ellos (G.J. IV.325-35.364-65) y robando sus posesiones.

Los zelotes luchaban primero contra su propia aristocracia como causante en gran parte de la situación opresiva, y también porque pensaban -con bastante acierto (Vida, 73,77-80)- que estaban dispuestos a pactar y entregar la ciudad a los romanos.

Pero además Josefo cuenta cómo éstos nombraron, apelando al método tradicional de «las suertes» (se entendí­a que era Dios quien hací­a la selección) y dentro de la lí­nea legí­tima sadoquita, a un sacerdote de clase baja y de campo como Sumo Sacerdote (G.J. IV.147-56), así­ como a otras personas para diversos oficios del templo, también «por suertes»; es decir, parece que nombraron un nuevo gobierno, dada la interrelación de polí­tica y religión en aquella sociedad, apelando a las costumbres tradicionales guiadas por principios más teocráticos e igualitarios o no jerárquicos. Parece que la memoria de las tradiciones antiguas igualitarias de la Alianza estaban presentes entre este grupo. Aunque parece que, en un primer momento tuvieron un liderazgo más colectivo, posteriormente la coalición se escindió en dos, una bajo el liderazgo del sacerdote Eleazar ben Simón, y otra bajo el del jefe de bandidos, Juan de Giscala, que se habí­a unido a ellos y cuyo liderazgo se vieron forzados a aceptar (G.J. IV, 98-105). Como la nobleza sacerdotal fue incapaz de acabar con ellos, llamó a Simón bar Giora, un pretendiente mesiánico llegado de Galilea, que consiguió hacerse con el control. Habí­a surgido del campesinado, dos años después de que la revuelta comenzara, mostrando en su trayectoria toda una serie de rasgos que recuerdan a David, por ejemplo, llegó a capturar Hebrón. Fue aclamado y seguido como rey. Simón y su movimiento mesiánico tení­an, como una de sus metas principales, la restauración de la justicia socio-económica. Josefo habla del programa de Simón con los términos «liberación de los esclavos y recompensa para los libres» (G.J. IV. 508). Como su fuerza llegó a ser grande, los sumos sacerdotes y la élite de ciudadanos le llamaron a Jerusalén para que les librara de la tiraní­a de Juan de Giscala y los Zelotes que se habí­an hecho fuertes en el templo (G.J. IV, 547-78). Aunque, al final tuvo que unirse con Juan para atacar a los romanos que estaban ante las murallas de Jerusalén, pero ya era tarde. Los Zelotes desaparecieron con la victoria romana, así­ como los partidarios de bar Giora. Ambos lí­deres fueron ejecutados. Pero Simón, como correspondí­a a su importancia, fue llevado en cortejo triunfal a Roma y allí­ fue ejecutado.

d) . No se sabe cuando nacieron como grupo, pero Flavio Josefo los menciona junto a los Saduceos y a los Esenios en el comienzo del libro XIII de Antigüedades judí­as, donde, con motivo de una una embajada que envió Jonatán, el hermano de Judas Macabeo, a Roma y Espada (143 a.C.), los compara con tres escuelas de pensamiento griegas (Estoicos, Epicúreos, y Cí­nicos). En la Guerra í­a II habla de estos grupos mucho más extensamente. Habla de ellos durante el reinado del asmoneo Juan Hircano 1 (134-104 a.C.), con quien tuvieron un conflicto (A.J. XIII). En esta ocasión aparecen los saduceos como sus oponentes. La siguiente vez que los menciona es ya en el s. 1 d.C. (A.J. XVIII).

Aunque a veces se hace, no se puede identificar a los Fariseos de los perí­odos Asmoneo y Herodiano con los rabí­es de después del 70 d.C. En la época anterior al 70, los Fariseos fueron un grupo, más bien pequeño, entre otros muchos grupos que componí­an un Judaí­smo muy plural, y cuyos nombres no han pervivido todos. Además el grupo de los fariseos tuvo que experimentar cambios en dos siglos de historia. Por todo ello, y por la pobreza de las fuentes, es imposible hacer una descripción detallada del grupo. Entre las caracterí­sticas que se pueden deducir de las fuentes están las siguientes: eran una asociación corporativa, voluntaria, y de personas ilustradas que no tení­an el poder directamente sino que se implicaron en la actividad socio-polí­tica para conseguirlo, sobre todo a través de la influencia sobre la élite gobernante, y así­ poder hacer realidad su idea de lo que debí­a ser la forma de vida estrictamente judí­a basada en la adhesión a la Alianza y sus leyes (Saldarinni 1988:94-95).

Pertenecí­an a la clase de los subalternos (retainers) según la clasificación de Lensky, situándose por encima de los campesinos y otras clases bajas, pero dependientes de la clase gobernante para obtener su lugar en la sociedad. En algunos momentos pudieron cumplir funciones burocráticas y administrativas. Como subalternos que eran, su posición social dependí­a de la red de relaciones que establecí­an: patrones poderosos y clientes leales, y del cultivo de alianzas e influencias.

En cuanto a sus actividades diarias las fuentes no hablan de ello. A veces se ha dicho que eran artesanos urbanos; otras que se trataba de escribas laicos, intelectuales y maestros religiosos, Saldarini piensa que, como subalternos que eran la mayorí­a (sólo algunos pertenecí­an a la élite), se dedicaban a tareas de burocracia, o bien eran jueces o educadores, es decir, servidores de la clase gobernante.

Respecto a sus creencias y enseñanzas la información de las fuentes es incompleta pero se puede saber que tení­an una posición diferente a la tradicional en asuntos como la escatologí­a, la providencia divina, y la responsabilidad humana. Ellos creí­an en la intervención divina sobre actividad humana; en la recompensa y castigo en la otra vida; en la resurrección de los muertos. tení­an un gran interés y cuidado en el cumplimiento de los diezmos; las normas de pureza, y la observancia del sabbath. Sin embargo no mostraban un interés excesivo en las leyes y regulaciones civiles sobre el culto del Templo.

Sobre su existencia en Galilea, Saldarini la cree posible, aunque piensa que era una fuerza menor y nueva, en época de Jesús, y que probablemente estaban como subalternos de la autoridad religiosa de Jerusalén.

e) Saduceos. Al igual que los Fariseos su origen es oscuro, y como ellos aparecen por primera vez con los Asmoneos. Flavio Josefo repite varias veces que, aunque todos los saduceos provení­an de la élite gobernante sacerdotal o laica, no toda la clase gobernante era saducea. En realidad solo lo era una pequeña parte pues se trataba de un grupo pequeño.

Las fuentes dan pocos datos sobre sus caracterí­sticas, pero se puede deducir que era un grupo muy bien establecido, con una influencia limitada. Se ha mantenido que era un grupo muy helenizado, pero las fuentes no permiten mantenerlo, sino que más bien parece que eran un movimiento que reaccionaba contra las tendencias de asimilación al helenismo que mostraban algunos sectores de la clase gobernante (Le Moyne). Sus enseñanzas y su forma de vida, según Josefo, parecen ser más bien una intensificación de la vida y la doctrina tradicional judí­a, de forma diferente a los Fariseos y Esenios.

No creí­an en la resurrección, ni en la vida después de la muerte, ni en el juicio porque estas creencias habí­an entrado tarde en el Judaí­smo (s. II a.C.), y ellos estaban adheridos a la visión bí­blica tradicional. Eran conservadores.

No creí­an en la intervención apocalí­ptica de Dios en los asuntos humanos, mientras defendí­an el libre albedrí­o humano, aunque esto no significaba que olvidaran la Alianza, sino que subrayaban el control de la vida por parte del ser humano.

f) Esenios / án. Al igual que los otros dos grupos anteriores es mencionado por Josefo por primera vez bajo el mandato de Jonatán (A.J. XIII, 171-1-17, aunque antes ha dicho que ya existí­a antes (A.J. VIII, 11). Una presentación más amplia en A.J. XVIII, 11; XV, 371. Sin embargo de ésta fuente es imposible saber con exactitud su origen y su relación con los habitantes de Qumrán.

Hay varias hipótesis sobre su origen: la primera y más clásica es aquella que identifica el movimiento esenio con la comunidad de Qumrán, y sitúa los orí­genes del primero en la época macabea, haciendo descender a los esenios del grupo Hasidim (Charlesworth, Dupont-Sommer, Mi-Ilik, Vermes, Stegemann). Una segunda, pone el origen del movimiento esenio en Babilonia y no lo identifica con Qumrán (J. Murphy-O’Connor.). Según esta teorí­a, un grupo de exilados esenios tuvo, al volver, un conflicto con el judaí­smo palestino, y bajo la influencia del llamado Maestro de Justicia, se separaron del movimiento y dieron lugar a la comunidad de Qumrán. La tercera hipótesis se conoce como «hipótesis de Gróningen», tomando el nombre de la Universidad en la que enseñan los investigadores que la apoyan. Basándose en el estudio de los textos de Qumrán, proponen que los orí­genes ideológicos del movimiento esenio estarí­an en la tradición apocalí­ptica palestina, anterior a la crisis antioquena o seléucida, es decir, anterior a la helenización de Palestina y la reacción macabea posterior, probablemente de finales de S. III a.C. o comienzos del s. II a. C. Ahí­ es donde mejor se entienden los elementos caracterí­sticos de su pensamiento (determinismo histórico; comunión con el mundo angélico, concepción del Templo escatológico) que pueden deducirse del análisis detallado y literariamente «estratigráfico» de los escritos de Qumrán.

La comunidad de Qumrán serí­a una escisión del movimiento esenio que, tras un periodo previo en el que se fue concretando la ideologí­a propia dio como resultado la comunidad de Qumrán. Según esta «hipótesis de Gróningen», y uno de sus más cualificados representantes Florentino Garcí­a Martí­nez, los temas polémicos que dieron origen a la secta fueron, además del elemento escatológico, sobre todo materias de halaká (interpretación legal que regula la vida concreta) como cuestiones de calendario y la ordenación del ciclo festivo a que da lugar, y una forma concreta de entender las prescripciones bí­blicas relativas a la pureza de personas y cosas, al templo, y al culto.

Según la arqueologí­a la comunidad de Qumrán se trasladó al desierto hacia el 132 a.C., más o menos bajo Hircano 1. El asentamiento estuvo ocupado hasta el 68 d. C. en que fue destruido por los romanos, a excepción de los años 31 a.C.- 4 d. C., en que, a causa de un terremoto, fue abandonado temporalmente.

Ellos consideraban a su comunidad como el auténtico Israel. Su organización comunitaria era muy jerárquica, y estaba liderada por sacerdotes. Parece que no se casaban (los esenios casados y viviendo en ciudades de los que habla Flavio Josefo, serí­an esenios no escindidos). Tení­an un estricto reglamento comunitario, con prohibiciones y sanciones. El proceso de entrada era largo, y la vida diaria contaba con ritos de purificación y comidas rituales comunitarias, y se dedicaban al estudio y a la copia de la ley. La gran Biblioteca que se encontró en las inmediaciones del asentamiento (Khirbet Qumrán) permiten conocer mucho de este grupo y del judaí­smo de la época.

La causa de que se trasladaran al desierto parece que tiene mucho que ver con la expectación escatológica y su interpretación del oráculo de Is 40,3. «En el desierto, preparad el camino a Yahveh…», según aparece en la regla de la Comunidad (1 QS Vlll, 12-15). En el desierto esperaban la inminente llegada de la intervención divina en la batalla final, concentrados y guardando la pureza ritual como soldados en el campamento dispuestos para la batalla.

Entre sus creencias estaba el determinismo que hací­a que, desde el nacimiento, estuviera determinada la cantidad de luz y tinieblas que cada individuo poseí­a y que se manifestaba incluso en su apariencia fí­sica; y el dualismo, que dividí­a el mundo entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. Aunque creí­an que todo hombre poseí­a en su interior luz y tinieblas, la proporción era determinante para la pertenencia a su comunidad y la salvación del individuo.

Esperaban dos mesí­as, uno daví­dico, y otro, más importante, sacerdotal. Aunque esperaban la intervención apocalí­ptica divina eran firmes defensores de un cumplimiento estricto de la Ley, como medio de que llegara aquella. No estaban en contra del Templo sino del sacerdocio vigente. Tení­an una angelologí­a desarrollada, y cultivaban la astrologí­a como forma de conocer los misterios divinos.

4. Galilea
Fue el lugar donde transcurrió la mayor parte de la vida y el ministerio de Jesús. Como se ha visto, durante los primeros años del reinado de Herodes el Grande hubo focos de resistencia anti-romana y anti-herodiana por parte de los partidarios de los antiguos Asmoneos, nobles que habí­an perdido sus tierras o habí­an visto empeorar su situación ostensiblemente. También hubo movimientos de descontento popular en forma de bandolerismo que fueron aplastados por Herodes. A su muerte (4 a.C.) volvieron a reproducirse los levantamientos de descontento, como sucedió por todo el paí­s, pero fueron aplastados por Varo a sangre y fuego. Este quemó varias ciudades y vendió a su población como esclavos. Una de estas ciudades fue —Séforis, a la que pertenecí­a Nazaret, situada a unos seis kms al sur, y que habí­a sido el lugar donde habitaban la nobleza partidaria de los Asmoneos. A partir de esa fecha, con el gobierno de Herodes Antipas, la situación pareció calmarse. Por una parte, Antipas reconstruyó Séforis y la hizo capital de Galilea y sede de su corte -hasta que hacia el 20 d. C. la cambió a la recién construida Tiberias-, lo cual cambió el carácter de esta ciudad que pasó a ser pro-romana. Además los tributos no se pagaban directamente a Roma sino a Herodes. Era éste, por medio de su clase subalterna -y aquellos a quienes éstos habí­an alquilado el derecho en cada villa- quienes los recaudaban para Herodes; y de esa cantidad se devengaba lo que él tení­a que pagar a Roma. Tampoco habí­a tropas romanas estacionadas en Galilea porque Antipas tení­a su propio ejército. Todo ello contribuí­a a que el orgullo judí­o como pueblo no se viera tan humillado, y que no se produjeran levantamientos anti-romanos durante los años de gobierno de Antipas. Por otra parte, Antipas siguiendo la polí­tica constructora de su padre dio trabajo a muchos campesinos que habí­an perdido sus tierras.

Sin embargo, la mayorí­a de los autores está de acuerdo en mantener que esta situación de ausencia de levantamientos anti-romanos no significa que no hubiera graves problemas y un creciente malestar entre los campesinos. Al contrario parece que eran habituales los problemas de deudas, de violencia, e injusticia, así­ como el progresivo alejamiento entre el campesinado y la élite urbana, entre su nivel y estilo de vida y riqueza y el del campesinado. Los cambios económicos, monetarios y de mercado que introdujo la polí­tica urbana de Herodes, conllevó también transformaciones en las actitudes y los valores tradicionales a las que se resistí­an los campesinos. Unos cambios que iban dirigidos al mantenimiento de los privilegios y estilo de vida lujoso de la élite, lo cual daba lugar al resentimiento de la gente ordinaria (Vida, 67. 118; Mc 12,7). La situación que estalla en la Guerra judí­a no surgió de la noche a la mañana, sino que se habí­a empezado a formar varias décadas antes; según Freyne, con la refundación de Séforis y la fundación de Tiberias por Herodes y los valores que se institucionalizaron en ellas (Freyne 2000: 110-11). > *Galilea; instituciones; enemigos; conflicto.

BIBL. – CROSSAN, J. D., ús, vida de un campesino judí­o. Barcelona: Crí­tica 1991; FREYNE, ., Galilee and Gospel. (WUZNT 125), Tübingen: Mohr Siebeck 2000; JAGERSMA, H., A of Israel from Alexander the Great to Bar Kochba. Philadelphia: Fortress Press 1986; HANSON, K.C. / OACKMAN, D. in the Time of jesus. Structures and Social Conflicts. Minneapolis: Fortress Press 1998; HORSLEY, R.A., / HANSON J.S., , Prophets, and Messiahs. Popular Movements in the Time of jesus, Minneapolis: Winston Press 1985; HORSLEY, R.A.,Ar, History, and Society in Gallee. Pennsylvania: Trinity Press 1996; PAUL, .,EI mundo judí­o en tiempos de jesús. Madrid: Cristiandad 1982; SALDARINI, A. J., , Scribes and Sadducees. Wilmington, Delawere: Michael Glazier 1988; STEGEMANN, E. W., / STEGEMANN, W., jesus . A Social History of its First Century. Minneapolis: Fortress Press 1999 (original alemán 1995); SAFRAI, S. / STERN, M., Jewish People in the First century Assen: Van Gorcum, 1974; THEISSEN, G., Colorido y Contexto histórico en los Evangelios: Salamanca: Sí­gueme 1997.

Bernabé Ubieta

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret