APOCRIFOS, EVANGELIOS

DJN
 
SUMARIO: ón. Importancia. Fuentes. — I. Evangelios apócrifos de tipo sinóptico: 1) El Evangelio de los Nazarenos; 2) El papiro POx 840; 3) El papiro Egerton 2; 4) El manuscrito de Achmí­n; 5) El hipotético Evangelio secreto de Marcos; 6) Dichos ágrafa de Jesús. -2. Evangelios judaizantes heréticos: el Evangelio de los Ebionitas. — 3. Evangelios apócrifos del nacimiento e infancia de Jesús: 1) El Protoevangelio de Santiago; 2) El Evangelio de la Infancia del Pseudo Tomás; 3) El Evangelio del Pseudo Mateo; 4) Narraciones latinas de época medieval; Narraciones orientales. — 4. Evangelios en torno a la muerte de Jesús, descenso a los infiernos y resurrección: 1) El Evangelio de Nicodemo (o Actas de Pilato); 2) El Evangelio de Bartolomé. — 5. Evangelios gnósticos: 1) El Evangelio de los Hebreos; 2) El Evangelio de los Egipcios; 3) El Apócrifo de Juan; 4) El Evangelio de Tomás; 5) El Evangelio de Felipe (NHC 11,3); 6. El Evangelio de la Verdad; 7) El Evangelio de Marí­a (Magdalena); 8) El Evangelio de Bernabé.

Noción. Son aquellos escritos de la antigüedad cristiana que tienen algún parecido con los evangelios canónicos tanto por su contenido relacionado con la vida y la enseñanza de Jesús, como por su pretendida autorí­a apostólica, pero no pertenecen al canon del Nuevo Testamento bien porque fueron desechados al formarse éste, bien porque se escribieron con posterioridad imitando el género evangélico. Hacia el año 180 san Ireneo de Lyon afirmaba con rotundidad que «no es posible que los evangelios puedan ser más o menos en número que los que son», es decir cuatro, porque la Iglesia se apoya en ellos como en cuatro pilares (Adv. Haer. 3. 11. 8-9). Y poco más tarde, hacia el 200 Orí­genes escribí­a: «La Iglesia tiene cuatro evangelios, los herejes muchí­simos, entre otros uno titulado «según los egipcios», otro «de los Doce Apóstoles», e incluso Basí­lides se atrevió a escribir un evangelio y ponerlo bajo su nombre; y sé de otro evangelio que se llama «según Tomás» o «de Matí­as», y de otros muchos» (Hom. 1 in Lc). Pero este mismo autor cita sin tacharlos de heréticos un libro de Santiago y un Ev. de Pedro para ratificar que los hermanos de Jesús, de los que hablan los evangelios canónicos, no eran hijos de Marí­a (Comm. in Math. X,17). Tí­tulos de evangelios insertados en antiguas listas de libros apócrifos aparecen en el Decreto Gelasiano del s. VI, en la llamada Lista de los sesenta libros del s. VII y en la í­a de Nicéforo del s. IX.

Importancia. Los Ev. apócrifos no aportan nada nuevo sobre los canónicos en orden a conocer más de la vida de Jesús o su enseñanza. Sin embargo el interés por ellos ha sido grande en la historia de la Iglesia como fuente para alimentar la piedad popular, el arte y, en algunos aspectos, la liturgia. De ellos derivan, por ej., los nombres de san Joaquí­n y santa Ana, y su festividad, entresacados del Protoevangelio de Santiago; o la condición de reyes y el nombre de los magos, derivados de los Ev. árabe y armenio de la Infancia respectivamente. Además, en la actualidad esos evangelios, y la literatura apócrifa en general, ha suscitado nuevo interés por su incidencia en el conocimiento de tres aspectos importantes del cristianismo primitivo: a) La diversidad de corrientes, antes de la delimitación del canon del NT en el s. IV, y de formas de comprender y presentar la figura de Jesús y su obra de salvación. b) El discernimiento de la Iglesia al delimitar el canon de los libros sagrados, incluyendo sólo cuatro evangelios. En ellos, como en el resto de las Escrituras, según palabras de la P. C. B. en el documento de 1993 interpretación de la Biblia en la Iglesia, «la Iglesia discerní­a también y definí­a su propia identidad» (III, B. 1). En los apócrifos no se reconocí­a así­ misma ni sus orí­genes. c) Las posibilidades de inculturación del mensaje cristiano. Ya en los Ev. canónicos cada evangelista presenta a Jesús y su obra según las categorí­as culturales de la comunidad en la que escribe y su genio personal: distinta es la perspectiva del historiador Lucas que la del teólogo Juan. Los apócrifos reflejan otras inculturaciones: algunas de carácter popular y legendario pero acordes con la tradición común; otras que, asumiendo elementos extraños, llegan a ser incompatibles con el «evangelio» recibido (cf. Gál 1,6-9).

Fuentes. Disponemos de tres fuentes que se complementan entre sí­: a) Las referencias y citas que hacen los Santos Padres y los antiguos escritores eclesiásticos. En su mayor parte los textos aludidos por ellos se han perdido, ya que, al tratarse en muchos casos de obras rechazadas por la Iglesia, no se transmitieron copias de ellas. La dificultad actual para identificar tales evangelios estriba en que no siempre queda claro qué obra es designada bajo la denominación que se le da. El caso más complicado es el del Ev. de los Hebreos citado por Clemente de Alejandrí­a (Strom. 2,9; 5,14), Orí­genes (In Job. 2,6), Eusebio de Cesarea (Hist. Eccl. 111,27; IV,22), san Epifanio (Pan 29,9; 30,13; 46,1), san Jerónimo (Contra Pelag. 3. 2; De . 111. 2. 3; etc.) y otros, ya que, con toda probabilidad, bajo ese tí­tulo se designan tres evangelios distintos: Uno similar a Mt, más largo quizá y conservado en arameo, del que san Jerónimo dice que él mismo tradujo al griego y al latí­n, y que, por la información de san Epifanio sobre los que lo utilizaban, se denomina ahora de los Nazarenos; otro parecido también a Mt, pero sin los relatos del nacimiento de Jesús y con inserciones heréticas, llamado hoy, también por las referencias de san Epifanio, de los Ebionitas o de los Doce Apóstoles; y otro, finalmente, de corte claramente gnóstico en el que se afirmaba que el Espí­ritu Santo era madre de Cristo, y que parece que circuló en Egipto ya que es citado por Clemente y Orí­genes, el llamado actualmente de los Hebreos. Aparte de alusiones a otros evangelios que iremos viendo, hay noticias sobre obras heréticas, gnósticas y maniqueas, de las que apenas se conserva nada: el Ev. de Judas Iscariote, el de Eva, el de Apeles, el de Basí­lides, el de Valentí­n, el del nacimiento de Marí­a (Marias), el de la Perfección, el de Los cuatro quicios del mundo, o el de Los adversarios de la Ley y los Profetas. La mención de estos libros sólo testimonia la proliferación de escritos con tí­tulo de «evangelio», pero su relevancia debió de ser muy escasa, e incluso sus tí­tulos pueden ser en cierto modo invención de los heresiólogos. b) Las copias que nos han llegado en manuscritos de los siglos IX-X en adelante, y las versiones a las distintas lenguas de la antigüedad cristiana. Aunque presentan a veces fuertes divergencias en la transmisión de una misma obra, en conjunto permiten conocer los textos primitivos. En general, los Ev. apócrifos conservados en tales copias son aquellos cuyo contenido se consideró ortodoxo y útil para la piedad. c) Los papiros y los antiguos códices descubiertos recientemente en Egipto. Sólo son fragmentos, pero dan idea de la antigüedad, difusión y carácter de las obras a las que pertenecí­an. A veces es difí­cil precisar si eran parte de un evangelio, o de una homilí­a o comentario. Otras veces es posible establecer la relación de esos fragmentos con un Ev. apócrifo conocido por otros medios (por ej. POx 1, 645, 655 con Ev. de Tomás en copto). Los hay, además, que presentan un texto similar, aunque distinto, del de los Ev. canónicos, y suponen la existencia de otras formas de poner por escrito la tradición evangélica (POx 840, Egerton 2, y el manuscrito de Achmí­n con un Ev. de Pedro). El hallazgo más importante de manuscritos completos se produjo en 1946 al conocerse unos códices procedentes de Hag Hammadi, a unos cien Km. de Luxor. Se trata de 13 códices del s. IV que contienen toda una biblioteca gnóstica en copto (NHC). Cuatro de esas obras llevan el tí­tulo de «evangelio», y, aunque tal tí­tulo es engañoso pues en realidad no cuentan lo que Jesús hizo y dijo, refleja que se tuvieron como escritos evangélicos. Se trata del . de los Egipcios (NHC 111,2; IV,2), el . de Tomás (NHC 11,2) el . de Felipe (NHC 11,3) y el . de la Verdad (NHC X11,2). Se encuentra además otra obra gnóstica con el tí­tulo . de Marí­a en un códice de finales del s. V, similar a los citados y recuperado en 1896 (Pap. Berolinensis 8502,1), que contiene diálogos de Jesús después de resucitado con la Magdalena. Si este tipo de diálogos se ha de entender como evangelios apócrifos cabe citar también entre ellos otras obras cuyo tí­tulo [IQ contiene el término «evangelio», especialmente el denominado ócrifo (o Libro secreto) de Juan (NHC 11,1; 111,1; IV,1; Pap. Berolinensis 8502,2) Las ediciones modernas no coinciden a la hora de introducir unos u otros de estos entre los Ev. apócrifos. La mejor edición en español es la de A. DE SANTOS OTERO, Evangelios apócrifos, BAC 148, Madrid 1993, en la que pueden encontrarse casi todos los que aquí­ presentamos; la antigua edición de E. GONZíLEZ BLANCO (1934) está ya desfasada. Atendiendo al contenido, los Ev. apócrifos pueden clasificarse en los siguientes grupos:

1. Evangelios apócrifos de tipo sinóptico
Son aquellos que ofrecerí­an datos del ministerio público de Jesús y de su muerte y resurrección en un tono similar al de los Ev. canónicos. No se ha conservado completo ninguno, ya que, puesto que no aportaban nada nuevo sobre los canónicos, no se consideró importante copiarlos y mantenerlos. Sin embargo existen citas de algunos de ellos en los escritores eclesiásticos y tenemos el testimonio de varios papiros de los siglos II y III. Estos restos son de gran interés no sólo porque podrí­an recoger algún episodio o palabra de Jesús no contenidos en los Ev. canónicos, sino sobre todo porque ponen en evidencia que la misma tradición recogida en éstos fue puesta por escrito de otra forma. También son de tipo sinóptico los dichos de Jesús, o atribuidos a él, que no se encuentran escritos en los Ev. canónicos, los llamados por eso mismo «ágrafa».

1) El de los (o de los Hebreos o de Mateo en arameo según algunos antiguos escritores eclesiásticos). De las citas patrí­sticas se deduce que podrí­a haber sido escrito en arameo, en Siria, hacia la primera mitad del s. II. Según la reconstrucción hipotética a partir de esas citas, se desprende que tendrí­a gran parecido con Mt y que usarí­a fuentes similares. Adquirió gran notoriedad pues se le consideró como un testimonio de la versión aramea de Mt. Se le atribuyen tradiciones históricas y giros semitas ausentes de los Ev. canónicos. La respuesta de Jesús al joven rico, que cuando oyó aquello de que vendiese cuanto poseí­a, «empezó a rascarse la cabeza y no le agradó. Y dí­jole el Señor: ¿Cómo te atreves a decir: He observado la Ley y los Profetas? Puesto que está escrito en la Ley: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Y he aquí­ que muchos hermanos tuyos, hijos de Abrahán, están vestidos de basura y muriéndose de hambre, mientras que mi casa está llena de bienes abundantes, sin que salga nada de ella» (Ps. Origenes, . in Math. 15,14). Eusebio de Cesarea cita el evangelio «escrito con caracteres hebreos» para preguntarse si la reprimenda de Jesús contra el indolente en la parábola de los talentos no va dirigida más bien contra el que habí­a comido y bebido con borrachos, pues en ese Ev. Jesús habla de «uno que habí­a consumido la hacienda de su señor con meretrices y flautistas; otro que habí­a hecho rendir mucho su trabajo, y otro, finalmente que habí­a ocultado el talento… » (Theophania IV, 22). Según una cita de san Jerónimo, el hombre que tení­a la mano seca (cf. Mt 12,9-13) se dirigió a Jesús diciendo: «Era albañil y me ganaba el sustento con mis manos; te ruego, oh Jesús, que me devuelvas la salud para no verme obligado a mendigar vergonzosamente mi sustento» (Comm. in Math. 12,13). La enseñanza de Jesús sobre perdonar setenta veces siete (cf. Mt 18,21-22) viene expuesta de esta forma: «Si pecare tu hermano de palabra y te diese satisfacción, recí­belo siete veces al dí­a (…) y aun setenta veces siete. Puesto que aún en los mismos profetas, después de haber sido ungidos por el Espí­ritu Santo se han encontrado faltas» (Contra Pelag. 3, 2).

Similar al Ev. de los Nazarenos debí­a de ser el , señalado en algunos códices minúsculos griegos de Mt como fuente de una serie de variantes. Son alrededor de una docena. En algún caso como en Mt 18,21 coinciden con Ev. de los Nazarenos; en otros añaden algo al texto evangélico, como en Mt 7,5 que dice: «Si estáis en mi regazo y no hacéis la voluntad de mi Padre que está en los cielos, yo os arrojaré de mi seno». Nada más se sabe de este escrito; podrí­a ser el Ev. de Mateo en arameo o un antiguo comentario al mismo de alrededor del s. V.

2) El papiro 840. Es del s. III, y consta de una hoja de pergamino de un códice pequeño, que quizá sirvió de amuleto. A Jesús se le designa como «el Salvador», y contiene dos perí­copas que no se encuentran en los evangelios canónicos: Una corresponde al final de un discurso de Jesús previniendo de la falsa seguridad, y narra que Jesús introdujo a sus discí­pulos al lugar mismo de las purificaciones por lo que fue recriminado por un fariseo; la otra presenta una discusión entre Jesús y un sumo sacerdote de los fariseos en el pórtico del templo sobre la verdadera pureza. El estilo es el de los sinópticos (cf. Mt 15,1-20; Mc 7,1-23 y Mt 23-25), pero se ve que el autor no conoce las costumbres judí­as.

3) El papiro 2. Está formado por dos hojas de papiro y parte de otra, datadas paleográficamente de hacia el 150. Es el más antiguo de este tipo. Combina relatos de los sinópticos y de Juan con otros de carácter apócrifo, por lo que parece que el autor conocí­a los Ev. canónicos. Como datos nuevos cuenta la curación de un leproso que se habí­a contaminado por juntarse a otros leprosos y el episodio de que Jesús sembró en las aguas del Jordán y la semilla creció y dio fruto. Lo primero puede ser un desarrollo de los sinópticos (cf. Mt 8,2-4; Mc 1,40-44; Lc 5,12-14); lo segundo, un relato apócrifo que vendrí­a a figurar el bautismo. Este fragmento es un ejemplo interesante del encuentro, anterior a la fijación del canon, entre tradiciones orales apócrifas y los Ev. canónicos escritos.

4) El de Achmí­n con parte de un de Pedro. Se trata de un códice de pergamino del s. VII que contiene, junto a un Apocalipsis de Pedro, un relato de la pasión y resurrección del Señor contado por Pedro. Enseguida se le identificó con el Ev. de Pedro citado por Orí­genes a propósito de los hermanos de Jesús (In Math. 10,17), y rechazado por Eusebio de Cesarea (Hist. Ecl. 111,3,2). Eusebio cuenta que Serapión, obispo de Antioquí­a hacia el 190, en una visita a la iglesia de Rhossos conoció el Ev. de Pedro que se leí­a en aquella iglesia y al principio lo consideró inocuo, pero cuando lo leyó detenidamente vio que tení­a errores Bocetas y lo prohibió (Hist. Ecl. VI,12,2-5). A la luz de esas noticias se supone que el Ev. de Pedro habrí­a sido compuesto en Siria en el s. II. También existe un fragmento de este Ev. (POx 2949) datado a comienzos del s. III, pero que presenta notables diferencias con el códice de Achmí­n. El que en todos estos testimonios se trate del mismo Ev. de Pedro es una posibilidad, no un dato cierto. El manuscrito de Achmí­n, al que le falta el principio, comienza con el lavatorio de manos de Pilato y sigue con el proceso, la muerte y la resurrección de Jesús. Se corta en el episodio en que Simón y Andrés cogen las redes y se van a pescar. Va siguiendo los Ev. canónicos, con los que a veces coincide literalmente, pero presenta los hechos y los personajes con rasgos propios: exculpa a Pilato de toda responsabilidad en la muerte de Jesús, cargándola sobre Herodes; Jesús al morir solamente dijo «Fuerza mí­a, fuerza mí­a, ¿por qué me has abandonado? E inmediatamente fue elevado (a los cielos)» (V, 19); a custodiar el sepulcro Pilato envió a Petronio y un centurión con soldados, y fueron también ancianos y escribas que grabaron siete sellos sobre la tumba; los guardias y ancianos vieron salir del sepulcro tres varones y una cruz detrás. La cabeza de dos de ellos llegaba hasta el cielo, y la del tercero sobrepasaba los cielos. Concluye diciendo: «Yo, Simón Pedro y Andrés mi hermano, tomamos nuestras redes y nos dirigimos al mar, yendo en nuestra compañí­a Leví­ el de Alfeo, a quien el Señor…» (XIV, 60).

Sobre Ev. de Pedro se levantó ya a principios de siglo una polémica que todaví­a sigue abierta. Harnack entendí­a que el autor habí­a conocido el final perdido de Mc y que era independiente de Mt, Lc y Jn. Th. Zahn, en cambio, consideraba que dependí­a en todo de los Ev. canónicos y que lo que difiere de éstos es producto de una elaboración imaginaria. Actualmente hay quien sigue pensando que aporta una tradición evangélica diferente y tan antigua como la de los sinópticos y que las coincidencias literales con éstos son fruto de una reelaboración posterior, pero la mayorí­a de los estudiosos afirma, con más realismo, la dependencia directa o indirecta de los Ev. canónicos. Este Ev. de Pedro no es doceta, como aquel del que hablaba Eusebio, aunque la descripción de la muerte de Jesús diciendo que «él callaba como si no sintiera dolor alguno» (IV,10) pudiera interpretarse, forzando el texto, en el sentido de que no sufrí­a. Jesús sufre y muere realmente: «le sacaron los clavos de las manos y le tendieron en el suelo » (VI, 21).

5) El hipotético secreto de . De él se habla en una carta atribuida a Clemente de Alejandrí­a (t 215) contenida en un manuscrito griego tardí­o (s. XVIII) del monasterio de S. Sabas en el desierto de Judea, publicado en 1973. En ella Clemente, dirigiéndose a un tal Teodosio, lo alaba por su actividad contra los seguidores del hereje gnóstico Carpócrates (de hacia el 130). Según el autor de la carta, Marcos habrí­a escrito en Alejandrí­a una nueva redacción de su Ev. añadiendo más cosas y más dichos del Señor para el progreso de los ya iniciados, y la habrí­a dejado en la Iglesia de Alejandrí­a donde aún se conservaba. Ese serí­a el Ev. secreto de Marcos. Pero Carpócrates sedujo a un presbí­tero de aquella iglesia, se consiguió una copia y la llenó de aberraciones. La carta se propone presentar el verdadero contenido de aquel Ev. secreto y denunciar las aberraciones introducidas por Carpócrates. Así­ dice que después de Mc 10,33-34 el Ev. de Alejandrí­a contaba que Jesús habí­a resucitado a un joven rico al pedí­rselo la hermana de éste, y luego el joven «vistiendo un paño de lino sobre su cuerpo desnudo» habí­a seguido a Jesús, quien le mostró el misterio del Reino de Dios. También contaba que después de Mc 10,46 se añadí­a que Jesús no habí­a recibido a la hermana del joven ni a su madre ni a Salomé que estaban en Jericó. Ahí­ se interrumpe la carta que, por lo de-más, tiene todos los visos de ser ella misma apócrifa y carente de valor.

6) Agrafa de Jesús. Muestran que no todas las palabras de Jesús habrí­an quedado recogidas en los Ev. canónicos; pero en realidad poco es lo que aportan. De algunas se hacen eco otros libros del Nuevo Testamento, como por ej. He 20,35 que trae el refrán «Mayor dicha es la de dar que la de recibir». Otros dichos ágrafa se encuentran en variantes del texto evangélico testimoniadas en los códices antiguos. Normalmente suelen ser las mismas de los Evangelios un poco alteradas; otras veces encierran más novedad, como la lectura que aparece en un importante códice occidental (el Beza) que en Lc 6,4 dice «Habiendo visto a uno que trabajaba en sábado le dijo: Hombre, si te das cuenta de lo que haces, dichoso tú; pero si no, maldito eres y transgresor de la Ley». Palabras de este tenor se encuentran en los escritos de los Santos Padres; pero en general pueden ser citas hechas de memoria o ideas que podrí­a suponerse que así­ las dijera Jesús, como por ej. Clemente de Alejandrí­a que escribe: «Pues dice (Jesús): ¿Has visto a tu hermano? ¡Has visto a tu Dios!» (Strom. 1,19,94,5 y II, 15,70,5). También en la tradición musulmana hay una docena de dichos atribuidos a Jesús pues se le tiene como profeta. Están en obras muy tardí­as de autores espirituales, por lo pueden ser fruto de su propia reflexión sobre los Evangelios, y tienen un marcado tono sapiencial, como por ej. el siguiente: «Dijo Jesús, a quien Dios salude: Quien busca el mundo se parece al hombre que bebe agua de mar: Cuanto más bebe, más aumenta su sed, hasta que el agua acaba por matarle».

Aunque no entran en el género «evangelio» podrí­an citarse aquí­ unas pretendidas cartas de Jesús. La que escribe al rey Abgar de Edesa, en respuesta a la del rey y prometiéndole la evangelización de aquella ciudad, que recoge una tradición que remonta al s. 111. (cf. J. GONZíLEZ Núí‘EZ, leyenda del rey Abgar y Jesús, Ciudad Nueva, Madrid 1995), y la llamada Carta del Domingo dirigida por Jesús desde el cielo a san Pedro en la que se urge la santificación de ese dí­a. Esta carta gozó de gran difusión a partir del s. VI y de ella se conservan hasta siete recensiones distintas en griego.

2. Evangelios judaizantes heréticos: el Evangelio de los Ebionitas
En la Iglesia primitiva hubo comunidades en las que predominaban los cristianos procedentes del judaí­smo, y en las que la influencia de éste seguí­a pesando de forma prioritaria. Se distinguieron sobre todo por tener en gran aprecio la ley de Moisés y considerarse portadores de la tradición más primitiva sobre Jesús. Estas comunidades se dieron sobre todo en Palestina y Siria; pero también pudo haberlas en otras partes como Roma y Alejandrí­a donde los judí­os eran numerosos. Se las cataloga bajo el nombre genérico de judeo cristianos. Formaban parte de la gran Iglesia y a ellos se deben algunos de los Ev. apócrifos mencionados antes como el Ev. de los Nazarenos o el loudaikon. Sin embargo algunos grupos se fueron aislando poco a poco, se cerraron al resto de las comunidades y llegaron a romper con la tradición común, caracterizándose, entre otras cosas, por el rechazo de los escritos de san Pablo. De ellos deriva un cuerpo de literatura recopilada en el s. IV que se presenta ficticiamente como obra de san Clemente Romano y tiene un carácter profundamente antipaulino (las ). A alguno de esos grupos se referí­a ya san Ireneo designándolos como los «ebionitas», y acusándoles de negar el nacimiento virginal de Jesús, y de que «sirviéndose solamente del evangelio que es según san Mateo se dejan persuadir por él y no piensan rectamente del Señor» (Adv. Haer. 3. 11,7). San Epifanio da de ellos una descripción más amplia: les atribuye querer imponer a los cristianos el yugo de la ley judí­a, y de tener a Jesús como mero hombre; dice que usaban un evangelio «según San Mateo» al que llamaban también «según los Hebreos» y que tení­a como narradores a los apóstoles y como escriba a san Mateo (Pan. 30). Por eso a ese Ev. se le llama a veces en las ediciones modernas «Ev. de Doce Apóstoles». De los pasajes citados por san Epifanio se deduce que fue escrito en griego y que depende de los Ev. sinópticos, pero con diferencias significativas. Comenzaba con el bautismo de Jesús en el Jordán omitiendo Mt 1-2 , por tanto, la genealogí­a y concepción virginal de Jesús. El alimento que comí­a el Bautista era sólo miel silvestre; y se dice que la miel sabí­a a «empanada de aceite» empleando un término griego (egkris) que se parece al de «langosta» (akris). Uniendo este dato a las palabras de Jesús cuando los discí­pulos iban a preparar la Pascua -«¿Es que he deseado yo, por ventura, comer carne con vosotros en esta Pascua?» (cf. Mt 26,17)- parece deducirse que el grupo en el que circuló ese evangelio era vegetariano. Al narrar la llamada de los apóstoles se habla de Jesús como «un hombre de nombre Jesús, como de unos treinta años…», y comenta san Epifanio que los que utilizan ese evangelio «dicen que (Cristo) no fue engendrado de Dios Padre, sino creado, como uno de los ángeles» (Pan. 30,22).

3. Evangelios apócrifos del nacimiento e infancia de Jesús
En Mt 1-2 Lc 1-2 quedan recogidos los datos esenciales acerca del nacimiento de Jesús en Belén y su estancia en Nazareth, con una profunda intencionalidad teológica: mostrar que Jesús es el Mesí­as, de la estirpe de David, y el Hijo de Dios hecho en todo semejante a nosotros. No cuentan nada de Marí­a y de José antes de la Anunciación y sólo algunos episodios significativos de la infancia de Jesús. Era por tanto natural que pronto se quisieran conocer más cosas para satisfacer la curiosidad y alimentar la piedad, y también para dar respuesta a cuestiones importantes que se planteaban a la Iglesia, tales como explicar la ascendencia daví­dica de Jesús ya que José sólo era padre adoptivo, reafirmar apologéticamente el nacimiento virginal de Jesús frente a las acusaciones de judí­os y paganos, y mostrar manifestaciones de la divinidad de Jesús desde la niñez. Para ello se apela a autoridades apostólicas, y se narra la vida de la Virgen hasta el nacimiento de Jesús (evangelios de la Natividad como el de Santiago), y detalles de la vida del Niño (evangelios de la Infancia como . del Pseudo Tomás). Pronto se juntaron ambos temas y surgió una abundante literatura tanto en Occidente como en Oriente que, a medida que se aleja de los modelos originales, pasa más bien a tener el estilo de las vidas de santos. Se trataba en todo caso de escritos que estaban dentro de la ortodoxia, y a ello se debe que se hayan conservado completos en numerosas copias.

1) Protoevangelio de Santiago. De esta obra existen unos ciento cincuenta manuscritos griegos del s. X en adelante, ya que fue leí­do por largo tiempo en las Iglesias de Oriente, si bien en Occidente fue condenado en el Decreto Gelasiano (s. VI) y quizá por eso no se ha conservado completo en ningún códice latino antiguo. También está atestiguado en varios papiros, dos del s. IV (el P. Bodmer V de Ginebra, y otro de Florencia). Es el más antiguo de este tipo de apócrifos, y a él parece hacer referencia Orí­genes, llamándole «Libro de Santiago», para probar que los hermanos de Jesús de los que hablan los Evangelios eran hijos de José, (Comm. in Math X,17). En los manuscritos lleva normalmente como tí­tulo «Tratado de la Natividad de Marí­a»; el de «Protoevangelio» se le dio en el s. XVI al ser traducido al latí­n, por considerar que era un prólogo que precedí­a a Mc. En el epí­logo la narración viene puesta bajo la autoridad de Santiago el Menor, hijo de José según el apócrifo y por tanto testigo directo de gran parte de los hechos. Pero por el desconocimiento que el autor muestra de Palestina y de la vida judí­a se ve que no es judí­o de origen, y que la obra surgió probablemente en Siria o en Egipto en el s. II.

Su contenido puede estructurarse en cuatro momentos. a) Nacimiento y niñez de Marí­a hasta que fue desposada con José. Joaquí­n y Ana no tení­an hijos por lo que Ana, al estilo de la madre de Samuel (cf. 1 Sam 1,1-28), se lamenta ante el Señor, recibe el anuncio de un ángel de que va a ser madre y promete ofrecer a Dios el fruto de sus entrañas. Entonces llega Joaquí­n que estaba en el monte con los rebaños, visita el templo y ve el efod del sacerdote sin mancha alguna, por lo que entiende que Dios le ha perdonado. A los nueve meses Ana da a luz una niña y le pone por nombre Mariam. A los seis meses la niña comienza a andar y su madre le construye en casa un oratorio. A los tres años es llevada al templo y allí­ permanece «como una palomica, recibiendo alimento de manos de un ángel» (VII1,1). Cuando la Virgen tení­a doce años, un ángel se aparece al sacerdote Zacarí­as y le ordena que haga venir a todos los viudos del pueblo, cada uno trayendo una vara, y darla como esposa a «aquel sobre el que el Señor haga una señal portentosa» (VI11,3). Fue de la vara de José de la que salió una paloma y se puso a volar sobre su cabeza. Aunque José se resiste a recibir a Marí­a -porque «tengo hijos y soy viejo», dice- lo hace a instancias del sacerdote. Marí­a en casa trabajaba hilando la púrpura y la escarlata para el velo del Templo. El sacerdote Zacarí­as queda mudo por aquel entonces. b) Anunciación, dudas de José y prueba a que son sometidos él y Marí­a. Un dí­a, cuando la Virgen iba a buscar agua oyó el saludo de un ángel y, temblando, volvió a casa y se puso a hilar la púrpura. Entonces tuvo lugar la Anunciación, que viene narrada según Lc. Después Marí­a visita a su prima Isabel y, al oí­r el saludo de ésta, la Virgen, «que se habí­a olvidado de los misterios que le habí­a comunicado el arcángel», exclamó «¿Quién soy yo, Señor, que todos los querubines me bendicen?» (XII,2). Al sexto mes del embarazo de Marí­a, «volvió José de sus edificaciones» y, al darse cuenta de que ella está encinta se lamenta amargamente preguntándole qué es lo que ha hecho. También Marí­a llora respondiendo que no sabe qué ha sucedido. Y estando José para despedirla en secreto se le apareció el ángel (desarrollo de Mt 1,19-21), y José siguió cuidando de ella. Pero al enterarse el sacerdote del embarazo de Marí­a, ella y José son llamados ante el tribunal; Marí­a confiesa no haber conocido varón, José guarda silencio. La sentencia es quitar a José la custodia de Marí­a, mas ante el llanto de José, el sacerdote decide que ambos beban el agua de la prueba. El autor hace una acomodación del agua amarga que, según Núm 5,11-13, debí­a beber la mujer a la que el marido acusaba de infidelidad, y, si era culpable, las caderas se le quedaban lacias y se le inflamaba el vientre. A Marí­a y José no les sucede ningún mal, por lo que no son condenados y José continúa custodiándola. c) Nacimiento de Jesús. Al llegar la orden de empadronamiento (desarrollo de Lc 2,1-7), José va a Belén con sus hijos y Marí­a. En el camino ella entra en el trance del parto y José la introduce en una cueva y va a buscar a la partera. El universo queda estático; José encuentra a la partera y la conduce a la gruta que estaba rodeada de una nube luminosa. Dentro se produce una gran luz, y, al disminuir la luz, aparece el niño que va a tomar el pecho de su madre, por lo que la partera entiende que una virgen habí­a dado a luz. Entonces llega Salomé que dice no creer tal cosa, e, invitada por la partera, introduce el dedo en la naturaleza de la Virgen y se le queda carbonizada la mano. Pero un ángel ordena a Salomé tomar en brazos al niño y queda curada. d) Muerte de los inocentes y de Zacarí­as. Tras la llegada de los magos, Herodes decreta la matanza de los inocentes (desarrollo de Mt 2,1-18). Entonces Marí­a esconde al niño en un pesebre de bueyes, mientras que Isabel con su hijo huye a la montaña y ésta se abre para esconderles. Por eso Herodes manda matar a Zacarí­as en secreto; luego los sacerdotes, al enterarse, lloran su muerte con todo Israel y, en su lugar, ponen a Simeón.

El análisis literario del Protoev. da como resultado que el libro es la fusión de tres obras anteriores: un nacimiento de Marí­a, una historia de José, y un apócrifo de Zacarí­as. No es seguro, sin embargo cuando se funden las tres fuentes. Según el papiro Bodmer V, parece que ya en el s. IV. En su origen el Protoev. viene a ser una respuesta tanto a las acusaciones de judí­os y paganos contra la fe cristiana, como a algunas cuestiones que se planteaban dentro de la Iglesia. Para demoler la nueva religión, judí­os y paganos poní­an en circulación calumnias precisamente en lo que concerní­a a la concepción virginal. Celso hacia el año 170, según testimonia Orí­genes, decí­a que Marí­a habí­a dado a luz en secreto porque Jesús era hijo de adulterio, y que obligado por la pobreza marchó a Egipto donde aprendió la magia negra, volviendo luego a Israel y haciéndose pasar por Dios (Contra Ce/sum 1, 28. 32. 39; 11,32). Los judí­os afirmaban que Marí­a era una pobre hilandera y no bien parecida, y que Jesús era hijo ilegí­timo de un soldado romano. El Protoev. sale al paso explicando el nacimiento de Marí­a en una familia de bien, cómo fue llevada al templo donde serví­a a Dios y los ángeles la alimentaban, cómo fue entregada a José, y los acontecimientos que sucedieron después. Entre los cristianos, algunos podí­an deducir del relato de Lc 2,22-24 sobre la purificación en el Templo que Marí­a habí­a contraí­do impureza en el parto; la respuesta del Protoev. viene dada al narrar lo que vio la partera: la nube del Señor y una gran luz que al disminuir dejó ver al niño. Para confirmar la virginidad de Marí­a por dos testigos se introduce la escena de Salomé que, a imitación de la de Tomás tras la resurrección, quiere comprobar los hechos con su mano. De los Ev. canónicos podí­a surgir la duda de que Marí­a tuviese otros hijos, los hermanos de Jesús; el apócrifo deja bien claro que son hijos de un primer matrimonio de José. De las genealogí­as transmitidas no se deducí­a que Jesús fuese descendiente de David ya que no era hijo de José según la carne; la solución del Protoev. es insertar a Marí­a en aquella descendencia. Por otra parte, y esto era más grave, existí­a el peligro de negar la verdadera naturaleza humana de Jesús (docetismo), ya que la integridad fí­sica de Marí­a en el parto parecí­a favorecer la afirmación de la humanidad aparente del Salvador. El apócrifo sale también al paso presentando, junto a un nacimiento extraordinario, al niño que acude con hambre a mamar del pecho de la madre. La importancia del Protoev. como testimonio de la veneración a la Virgen ya en el s. II es enorme. Además, a partir de él se difundieron datos como la presentación de la Virgen en el templo siendo niña, o el nacimiento de Jesús en una cueva. Algunos cuajaron incluso en fiestas litúrgicas: la Concepción de Ana (9 Dic.), la Natividad de Marí­a (8 Sept.) y su Presentación en el templo (21 Nov.).

) El Evangelio de la del Pseudo Tomás. La transmisión de este apócrifo aparece muy compleja. Se ha conservado en numerosos manuscritos que ofrecen diversas formas; de ahí­ la cuestión, aún no resuelta, de cómo serí­a el original más primitivo. En los manuscritos griegos, de los siglos XIV-XVI, se encuentran dos recensiones distintas. Además existen una versión latina en un palimpsexto de Viena de los s. V o VI que trae episodios ausentes en las recensiones griegas, y una versión sirí­aca en manuscritos del s. V que tiene algunos puntos comunes con la latina y ausentes en la griega. Por ello se ha pensado que la forma más antigua serí­a la del texto sirí­aco; pero el episodio del alfabeto inclina a considerar que el original hubo de ser escrito en griego. Por otra parte, alguna de las historietas, como la del maestro y las letras, se encuentra en la Apostolorum, otro apócrifo de hacia el 150 (Ep. Apost. 4), y la conoce S. Ireneo atribuyéndola a un escrito de los gnósticos marcosianos (Adv. Haer. 1,20,1). Estos y otros datos llevan a pensar que en el s. II ya circulan esas historietas compuestas por algún cristiano de origen gentil que quiere poner a Jesús a un nivel superior al de los héroes paganos, puestas bajo el nombre de Tomás, aunque en los manuscritos oscila la atribución a Tomás el israelita y filósofo, al apóstol Tomás, e incluso en algún códice a Santiago. En los códices más antiguos no lleva el tí­tulo de «evangelio», sino el de á tou Kyriou (sucesos de la infancia del Señor), que cuadra mejor con su contenido. Narra una serie de milagros, a veces extravagantes, realizados por Jesús cuando tení­a cinco, seis u ocho año, hasta cumplir los doce en que tuvo lugar el episodio del Templo. Entre ellos se lee que hizo volar a unos pájaros de barro que habí­a modelado un sábado; dejó paralizados, e incluso muertos, a los niños que le molestaban, hasta el punto de que san José tuvo que corregirle; mostró más sabidurí­a que sus maestros echándoles en cara que no conocí­an el significado de las letras del alfabeto; realizó varias resurrecciones como la de un niño que cayó de una terraza, o la de un vecino que habí­a muerto; curó a varias personas milagrosamente, entre otros a Santiago, hijo de José, mordido por una ví­bora; transportó agua en el manto; o alargó de forma prodigiosa los varales de madera de un lecho que habí­a fabricado san José.

La idea central es la divinidad del Niño sin que quepa un progreso; lo contrario de Lc 2,52, aunque cite este pasaje. Los portentos tienen como fin asombrar, más que actuar con misericordia. El niño aparece colérico, caprichoso, vengativo e impertinente. A pesar de ello el libro tiene cierto encanto describiendo la vida de un pueblo, e historietas simpáticas. S. Cirilo de Jerusalén (t 386) relaciona a los maniqueos con un Ev. de Tomás (Catech 4,36; 6,31); y en el II Concilio de Nicea (año 787) es condenado como herético un escrito con ese mismo nombre. Parece evidente pues que de esa obra se sirvieron los gnósticos y los maniqueos, y que, corregida de errores heréticos claros, se transmitió en sirí­aco, latí­n y griego, en formas un tanto diferentes, llegando a ser una obra muy popular. De hecho algunos de los episodios, transmitidos quizá en forma oral, pasaron a formar parte de otros Ev. apócrifos de la Infancia.

) El Evangelio del Pseudo Mateo, o, según comienza, «Libro del nacimiento de la bienaventurada Virgen Marí­a y de la infancia del Salvador». Fue compuesto en latí­n hacia el s. VI. Se denomina del Pseudo Mateo porque en una carta ficticia que aparece al principio en algunos manuscritos, san Jerónimo dice a Cromacio y Heliodoro que habí­a sido escrito en hebreo por Mateo y que él lo tradujo. Todo ello no cuadra con la realidad, ya que el santo doctor era opuesto a este tipo de libros. En algunos códices viene atribuido a Santiago. Consta de dos partes: La primera es una reelaboración del Protoev. y va narrando la misma historia con más detalles y algunos cambios, como el que el nombre del padre de Ana es Ajar, o que el sumo sacerdote cuando José desposó a Marí­a es Abiatar, y no Zacarí­as. La segunda parte cuenta la infancia de Jesús recogiendo algunos de los episodios que se encuentran en el Ev. del Pseudo Tomás, y narrando el traslado de la familia, en la que se cuentan los hijos de José, a Cafarnaún y Belén. Esta obra latina influyó muchí­simo en Occidente a lo largo de la Edad Media, y de ella se hacen eco autores mí­sticos como Sta. Brí­gida, Sor Marí­a de Agreda y A. C. Emmerich.

4) latinas de época medieval. Dependiendo de los apócrifos citados, especialmente del Pseudo Mateo, y quizá de otras leyendas que pudieron circular independientemente, se encuentran una serie de narraciones en latí­n que no dejan de tener su originalidad. El sobre la Natividad de Marí­a, atribuido a san Jerónimo e incluso puesto entre sus obras en la Patrologí­a latina (PL 30,297-305), hoy se considera escrito por Pascasio Radbeto entre el 846-849. En esta obra se liman las asperezas que el lector de la época encontrarí­a en Protoev. o en el PsMateo: califica los desposorios de san José y la Virgen como verdadero matrimonio, y omite la prueba de las aguas amargas y el episodio de Salomé al querer comprobar la virginidad de Marí­a. Más tarde pasó a formar parte de la aúrea de Jacobo de Voragine. En el . Arundel 404 del British Museum se conserva una narración que viene atribuida a san Mateo, que lleva como tí­tulo de infantia Salvatoris. Al contar el nacimiento de Jesús trae algunos detalles nuevos como el que la comadrona ve que el niño surge de la luz; que no tiene peso ni rastros de sangre; que no llora, sino que sonrí­e y de su mirada sale una luz como un relámpago; que ante los pastores cambia de forma: sonriente, severo, pequeño, grande… de modo que éstos se maravillan (contemplan su gloria) y felicitan a José porque ha sido salvado. Estos detalles han llevado a pensar que se trataba de un escrito de gran antigüedad y originariamente doceta, pero más bien parece que se han de entender como pertenecientes al folklore popular, recogidos por un autor erudito que escribe elegantemente. La historia contenida en otro manuscrito inglés el . Hereford, Chapter O. 3. 9, sigue al Pseudo Mateo, pero viene puesta a nombre de Santiago. Todaví­a cabe citar el manuscrito latino de la Nacional de Parí­s 11867, que contiene historias prodigiosas del Niño Jesús muy del gusto medieval: domina la fecundidad de los campos en la sementera, se sube en un rayo de sol, y su cántaro arrojado contra las rocas no se rompe.

) Narraciones orientales. El Protoev. y el Pseudo Tomás hallaron gran eco en Oriente de donde nos ha llegado algunos Ev. apócrifos que muestran cómo las leyendas se adornaron de elementos fantásticos. El árabe la infancia, llamado así­ porque hasta hace poco sólo se conocí­a por dos manuscritos en árabe, recoge al comienzo datos del Protoev. y desarrolla el tema de los magos: éstos eran reyes y llegaron a adorar al Niño según la predicción de Zoroastro, recibiendo de Marí­a un pañal como recuerdo. En la parte central del libro se recoge una amplia colección de leyendas fantásticas sobre el viaje y la estancia de la Sagrada Familia en Egipto y su vuelta a Nazareth. Al llegar ésta a Egipto, los í­dolos se agitan, Jesús realiza allí­ exorcismos y curaciones asombrosas, sobre todo de leprosos, y deshace el sortilegio que habí­a transformado en mulo a un joven; en su traslado a Matarieh se encontraron con los dos ladrones -Tito, el bueno, y Dúmaco- y Jesús predice que serí­an crucificados con él. De vuelta a Belén Jesús sigue realizando las más diversas curaciones, siempre por intercesión de Marí­a. En la parte final se recogen otras historias prodigiosas, casi todas conocidas por el Pseudo Tomás. La redacción original de esta obra, quizá en el s. V, fue en sirí­aco, lengua en la que se conocen tres manuscritos que presentan a su vez notables variantes. Un tenor parecido tiene el armenio de la Infancia, más tardí­o, que procede también de un original sirí­aco, y es aún más prolijo en la narración de las historias: desarrolla por ej. el tema de los magos dando sus nombres y paí­ses de origen. Del área egipcia procede en cambio la Histode José carpintero, transmitida también en árabe, y de la que se ha encontrado el original copto que, a su vez, puede ser traducción del griego y remontarse al s. IV o V. En ella el narrador es Jesús que cuenta a los apóstoles los desposorios de José y Marí­a, su Encarnación, y la descripción de la enfermedad, muerte y entierro de José. La descripción de la muerte, personificada y acompañada de Amenti (el abismo) y de terrorí­ficos seres infernales, tiene los tí­picos rasgos egipcios. La muerte es ineludible, pero Jesús pone el alma de José en manos de Miguel y Gabriel. Relatos del nacimiento y desposorios de la Virgen han quedado recogidos en otros textos coptos, como por ej. en una Homilí­a puesta en boca de san Cirilo de Jerusalén sobre la Dormición de la Virgen (cf. G. ARANDA PEREZ, ón de la Virgen. Relatos de la ón copta, Ciudad Nueva, Madrid 1995, 231-283).

4. Evangelios en torno a la muerte de Jesús, descenso a los infiernos y resurrección
De estos acontecimientos dos temas encontraron pronto un desarrollo en los apócrifos: el juicio de Pilato y la bajada de Cristo a los infiernos. Ambos se desarrollaron independientemente a partir del s. II, pero luego, al parecer hacia el s. V, se juntaron y así­ aparecen unidos en el de Nicodemo, llamado también Actas Pilato. En Oriente a Pilato se le miraba en general con simpatí­a e incluso se le hace mártir. No sucede lob’ mismo en Occidente donde se le considera sobre todo un cobarde. En cualquier caso se recurre a sus pretendidas Actas de lo sucedido como un argumento apologético sobre Jesús. S. Justino, hacia el 150, cita unas Actas de Poncio Pilato para demostrar la historicidad de que los soldados se repartieron a suertes los vestidos de Jesús (Apol. 1, 48). Si existí­an tales Actas, o sencillamente el santo supone su existencia en el archivo imperial, no es posible saberlo. También Tertuliano, hacia el 200, conoció un escrito atribuido a Pilato y dirigido al emperador Tiberio, tan laudatorio de Jesús, que, según dice este autor latino, el emperador quiso incluir a Jesús entre los dioses romanos, pero el senado se lo impidió (Apol. 5 y 21). Sin embargo, a principios del s. IV, según Eusebio de Cesarea (Hist. Eccl. 1 9,3), circulaban unas Actas de Pilato denigrando a Jesús y alentando la persecución de los cristianos. Frente a éstas, los mismos cristianos escribieron otras de signo contrario, aludidas por S. Epifanio de Salamina (Pan. 50,1). El descenso de Cristo a los infiernos tras la muerte en la cruz y antes de la resurrección está insinuado en I Pe 3,18-20, y puede deducirse de algunos pasajes evangélicos como Mt 27,52-54; Lc 23,43. Estas insinuaciones, junto con la fe en que Cristo habí­a vencido a la muerte y en que su salvación alcanzaba también a los santos del Antiguo Testamento, hicieron que se desarrollaran las narraciones de cómo fue aquel descenso y qué consecuencias tuvo.

1) Evangelio de Nicodemo (o Actas Pilato). Viene precedido de un prólogo en el que un tal Ananí­as, en el año 425, se presenta como traductor al griego de las memorias en hebreo que los judí­os dejaron en depósito a Poncio Pilato, y de lo que Nicodemo narró, también en hebreo, a los prí­ncipes de los sacerdotes. El escrito tiene dos partes. En la primera se detalla el juicio de Jesús ante Pilato. Recoge los datos de los Ev. canónicos y añade otros nuevos. Los ancianos de los judí­os acusan a Jesús de ser hijo de fornicación, mientras que otros judí­os piadosos le defienden negando aquella acusación; después le acusan de querer destruir el Templo y de hacerse hijo de Dios. Nicodemo sale en su defensa, pero es tachado de ser discí­pulo de Jesús. Algunos de los presentes dan testimonio de cómo fueron curados; pero los judí­os insisten en la acusación de magia. Ante tal insistencia Pilato decreta la flagelación y la muerte con dos malhechores, Dimas y Gestas. Después se narra la muerte de Jesús al hilo del relato evangélico, y continúa la historia con la condena a muerte de José de Arimatea por parte de los ancianos por haber dado sepultura a Jesús. Pero cuando van a buscar a José a la cárcel, ha desaparecido misteriosamente. Entonces llegan los guardias con la noticia de la resurrección, y los ancianos toman la decisión de imponer silencio y decir que han robado el cuerpo. De nuevo interviene Nicodemo recordando la ascensión de Elí­as y proponiendo, como en 2Re 2,16-18, ir a buscar a Jesús. Así­ lo hicieron, pero no lo encontraron; sí­ hallaron en cambio a José que, a ruego de los ancianos, vuelve a Jerusalén y explica al Consejo cómo fue milagrosamente liberado de la cárcel por Jesús resucitado. El Consejo decide llamar a tres doctores de Galilea —Adás, Finés y Ageo— que dicen haber visto a Jesús ascender al cielo desde el monte Mamilch. Llegan éstos y dan testimonio por separado, quedando los ancianos lleno de admiración.

La segunda parte del libro comienza con la afirmación de José de Arimatea ante los ancianos de que no sólo ha resucitado Jesús, sino que con él lo han hecho muchos, entre los cuales están los hijos de Simeón. Inmediatamente los ancianos mandan a buscarles y ellos ponen por escrito lo sucedido en el Infierno a la llegada de Cristo. El Infierno no es presentado como lugar de condena, sino como morada donde éstos están aprisionados de los muertos. En ese escrito cuentan que en el Infierno brilló una gran luz, y que los profetas, Juan Bautista y los patriarcas desde Adán, en seguida reconocieron que provení­a de la Stma. Trinidad. Entonces Satanás dice al Infierno que se prepare para retener allí­ a Jesús cuando llegue, pues no es más que un hombre; pero el Infierno sabe que Jesús vence a la muerte. De pronto llega Cristo; el Infierno reconoce su derrota y retiene a Satanás. Los justos son entregados al arcángel Miguel: primero Adán, luego los patriarcas, profetas, mártires y progenitores. Los dos hermanos gemelos, hijos de Simeón, son enviados a predicar la resurrección de Jesús, y tras haber dejado por escrito su relato, desaparecen.

Además del texto griego representado en tres manuscritos, de esta obra existen dos recensiones latinas, una de las cuales se separa bastante del griego en lo que atañe al descenso de Cristo a los infiernos. Habla de una muchedumbre de resucitados con Cristo que aparecen con vestiduras blancas, y da los nombres de los hijos de Simeón, Carino y Leucio. A Leucio se le atribuirá en la tradición patrí­stica la autorí­a de muchos apócrifos y se le tachará de hereje. Focio, patriarca de Constantinopla en el s. IX, une los dos nombres como si fuera una sola persona, el autor de los Hechos apócrifos de los Apóstoles.

En torno a Pilato y a su muerte existen diversos escritos que tienen forma de cartas. Una dirigida por Poncio Pilato al emperador Tiberio, en la que le cuenta las señales que se produjeron a la muerte de Jesús y el bien que hací­an los cristianos. Otra en la que Tiberio contesta a Pilato reprendiéndole por la muerte de Jesús y condenándole, a él y a los judí­os, a muerte ingnominiosa. Otra más larga, del s. VIII, llamada comúnmente áfora de Pilato, en la que éste hace al emperador una relación de los milagros, muerte y resurrección de Jesús. Todaví­a están las cartas intercambiadas entre Pilato y Herodes, en las que aquél informa de la resurrección de Jesús, y éste cuenta las desgracias que recaen sobre él y su familia. La muerte de Pilato viene narrada además en numerosos manuscritos que recogen la ón (o Paradosis) Pilato, según la cual tras un juicio ante el emperador, Pilato es mandado decapitar y, al sufrir el castigo, vino un ángel a recibir su cabeza. Sobre la muerte de Jesús existe también un escrito de época medieval, llamado Deón de José de Arimatea, que da noticias de los dos ladrones, Gestas y Dimas: Este último robaba para favorecer a los pobres y, entre otras cosas, habí­a robado el libro de la Ley; acusación que recae sobre Jesús y por eso le condenan a muerte. Tras la resurrección Dimas se aparece junto a Cristo.

) El Evangelio de Bartolomé. Este apócrifo no parece que fuera muy conocido entre los antiguos escritores eclesiásticos. Sólo lo mencionan S. Jerónimo (Comm. in Math. Prologo), y el Pseudo Dionisio (De mystica Theol. 1,3); pero aparece citado como Ev. apócrifo en el Decreto Gelasiano. No es seguro hasta qué punto era el escrito que hoy conocemos. En realidad, sólo ha sido posible reconstruirlo a partir de partes del mismo encontradas en copto y en griego, y de versiones en eslavo y latí­n. Unas veces se le ha designado de Bartolomé; otras, de Bartolomé. Hoy se considera que todos esos testimonios proceden de un escrito común que era un Ev. apócrifo atribuido a S. Bartolomé. Tiene la forma de preguntas del apóstol a Jesús resucitado, seguidas de las respuestas del Señor. Primero Bartolomé, que habí­a visto a Jesús desaparecer de la cruz, pregunta qué es lo que pasó. Jesús le contesta que, a petición del arcángel Miguel, bajó al Infierno a buscar a Adán y a todos los que se encontraban con él. El Señor va narrando el diálogo sostenido entre el Infierno y Satán a medida que se acerca Cristo. Las ideas son similares a las de la segunda parte del Ev. de Nicodemo. Siguen otras preguntas sobre Adán, los ángeles, el paraí­so y las almas que salen de este mundo. Después el apóstol pregunta a la Virgen sobre el misterio de la Encarnación, pero ella en vez de contestar les ordena orar. Viene luego una petición al Señor en el monte Moria de que les muestre el Abismo, y tras un diálogo de Pedro con la Virgen camino del monte de los Olivos, a petición de Bartolomé el Señor les deja ver al Adversario de los hombres, a Belial encadenado, al que el apóstol pisa la cerviz por orden de Cristo y le pregunta su nombre y su origen. Belial le responde que fue creado el primero de los ángeles, pero por no reconocer la imagen de Dios en el hombre, fue llamado Satanaí­l, que quiere decir «ángel guardián del Tártaro». Una versión latina de la Biblioteca Casanatense de Roma amplí­a prolijamente el diálogo de Bartolomé con el diablo, llamado ahí­ el Anticristo, a propósito de los castigos del infierno, la expulsión de Satanás del paraí­so por no querer adorar al hombre hecho de barro de la tierra, y la tentación a Adán. El escrito termina con respuestas de Jesús sobre el juicio en las que se resalta la virtud de la castidad. Ev. de Bartolomé está muy cercano a la apocalí­ptica cristiana, y por otro lado se sitúa entre las revelaciones del Señor a los discí­pulos después de la resurrección, de manera similar a como sucede en algunos escritos gnósticos. Pero la doctrina de este Ev. no discrepa substancialmente de la de la Iglesia.

5. Evangelios gnósticos
El gnosticismo fue combatido ya por san Justino hacia el año 150 y después por san Ireneo y otros Santos Padres que lo consideraron la herejí­a más peligrosa en la Iglesia de su tiempo. Estuvo representado sobre todo por Basí­lides, Carpócrates y Valentí­n, maestros en Alejandrí­a a mediados del s. II, cuyo influjo, sobre todo el de Valentí­n, llegó hasta Roma y se extendió por toda la Iglesia. A ellos se atribuyen Ev. apócrifos que no han llegado a nosotros. Según san Ireneo esos herejes habí­an tenido sus predecesores en otros grupos que se remontaban hasta Simón Mago. La investigación reciente ve en efecto que en Valentí­n, cuyas doctrinas son bien conocidas, confluyen ideas que se encuentran en algunos escritos gnósticos de Nag Hammadi (Ev. de los Egipcios, Apócrifo de Juan, Ev. de Tomás), mientras que en otras obras de ese mismo fondo se desarrollan las doctrinas valentinianas (Ev. de Felipe, Ev. de la Verdad). Entre los antiguos escritos gnósticos con tí­tulo de Ev. apócrifos se cuentan los mencionados por los escritores eclesiásticos, los encontrados en Nag Hammadi y los testimoniados por algún fragmento de papiro. En parte se ha establecido la relación entre las diversas fuentes pero aún quedan puntos sin esclarecer. Estos son los Ev. gnósticos mejor conocidos:

) El Evangelio de los Hebreos. Con este nombre es citado un evangelio que habí­a sido escrito en griego en la primera mitad del s. II. Clemente le atribuye una frase muy similar a otra que se encuentra en el Ev. de Tomás: «El que se admiró reinará, y el que reinó, descansará» (Strom. 2. 2,5; Ev de Tomás, 2), dando a entender que es la admiración lo que conduce al Reino y a la salvación. En él se decí­a también, según Orí­genes, que el Espí­ritu Santo era madre de Cristo y lo habí­a llevado al Tabor tomándolo por uno de sus cabellos (In /oh. 2,6). Según san Jerónimo contaba una aparición del Señor resucitado a Santiago que habí­a hecho voto de no comer pan hasta haberlo visto de nuevo resucitado (De Vir. 111. 2) La relevancia de Santiago como primer testigo de la resurrección aparece también en el citado Ev. de Tomás (log. 12) y en otro escrito gnóstico de Nag Hammadi, la í­stola de Santiago (NHC 1,1). En Ev. de los Hebreos se afirmaba además, según san Jerónimo, que al salir Jesús del Jordán «descendió sobre él toda la fuente del Espí­ritu Santo, descansó sobre él y le dijo: Hijo mí­o, a través de todos los profetas te estaba esperando para que vinieras y pudiera descansar en ti. Pues tú eres mi descanso, mi Hijo primogénito, que reinas para siempre» (Comm. in Is. 11,2). La existencia de un Ev. herético escrito por los hebreos quedó como un tópico en la tradición cristiana.

) El Evangelio de los Egipcios aludido y citado por los Santos Padres como herético, es de mediados del s. II y circulaba en Egipto. Su rasgo principal era la condena del matrimonio y de la generación, como dice de él Clemente de Alejandrí­a trayendo a colación citas como éstas: «A Salomé que preguntaba: ¿Durante cuánto tiempo estará en vigor la muerte?, le dijo el Señor: «Mientras vosotras la mujeres sigáis engendrando» (Strom. 3,6); y a la misma Salomé «le dijo el Salvador en persona: He venido a destruir las obras de la mujer. De la mujer, esto es, de la concupiscencia; las obras de ella, esto es, la generación y la corrupción» (Strom. 3,9). San Hipólito de Roma acusa a este Ev. de enseñar falsamente la trasmutación del alma en muchas formas, y lo atribuye a los naasenos, un grupo gnóstico; san Epifanio en cambio lo adjudica a los sabelianos que negaban la Trinidad. Posiblemente se debe a cristianos de Egipto provenientes del paganismo y tocados de gnosticismo.
Este Ev. de los Egipcios no se parece en nada al de los Egipcios en copto de los códices III y IV de Nag Hammadi que trae el mismo tí­tulo, además del de «Libro del Gran Espí­ritu invisible». Está dedicado a Seth, el tercer hijo de Adán y Eva, que viene presentado como uno de los seres incorruptibles del mundo divino que baja a este mundo a salvar a su descendencia, los gnósticos, a través del Bautismo. Al venir el Gran Seth se encarna en Jesús, o mejor se reviste de él, en el momento del bautismo en el Jordán. Este Ev. asume los datos de Lc y Mt sobre el nacimiento de Jesús de la Virgen por obra del Espí­ritu Santo; pero esto lo aplica únicamente al cuerpo de Jesús, el vaso sagrado, con que se iba a revestir el Salvador, el gran Seth. El tí­tulo de Ev. de los Egipcios dado a este escrito puede deberse sin más a la intención de asimilarlo a un escrito anterior con ese tí­tulo.

) El Apócrifo de Juan hubo de tener gran importancia entre los gnósticos, a tenor de las cuatro copias que se conservan de él (NHC. 11,1; 111,1; IV,1 y Pap. Berolinensis 8502,2). Presenta es una revelación de Cristo resucitado al apóstol Juan, en la que le describe la creación, la caí­da y la salvación de la humanidad. Desarrolla la historia del Génesis, pero en otro sentido: Del Dios supremo emana una serie de seres luminosos o eones, entre ellos Cristo -el divino autoengendrado de Barbelo (primer pensamiento del Padre) y del Espí­ritu invisible (Padre de la totalidad)- y Sofí­a; Sofí­a desea engendrar por su cuenta y produce al monstruoso dios creador Yaldabaot que crea a su vez a los ángeles y al hombre. Pero en el hombre permanece la imagen del Dios invisible, una partí­cula divina, cuya posesión se disputan las potencias de la luz y las de las tinieblas. Cristo es enviado para recordar a los hombres su origen divino y para que mediante ese conocimiento se salven. Ideas similares a estas atribuye san Ireneo a los barbelognósticos (Adv. Haer 1. 29. 1-4), predecesores de Valentí­n, por lo que debí­an de circular ya en el s. II.

4) / de Tomás del Codex I I de Nag Hammadi. Es una colección de 114 dichos de Jesús, sin contexto narrativo alguno y sin orden aparente; de ellos, la mitad aproximadamente encuentran paralelismo con los de los Ev. canónicos; otros son novedosos, aunque ya se conocí­an en parte por otros Ev. apócrifos del s. II (Ev. de los Hebreos y de los Egipcios) y por los papiros (POxyr 1. 654. y 655). De éstos se deduce que existí­an al menos tres copias diferentes en griego, señal de su difusión. El carácter gnóstico aparece ya en las primeras lí­neas: «He aquí­ las palabras secretas que Jesús el viviente dijo y que Judas Tomás, el gemelo, escribió. Y él dijo: El que encuentre la interpretación de estas palabras no gustará la muerte» (1,1). La salvación viene por el conocimiento (gnosis), y comienza con el conocimiento de sí­ mismo. Es lo que proporciona Jesús mediante sus palabras interpretadas por el maestro gnóstico. El escrito no muestra ningún interés en la vida terrena y la muerte de Jesús. Jesús en algunos dichos es presentado como distinto del Padre y en otros se establece una igualdad completa entre ambos. «Yo soy el que procede de quien me es idéntico…» responde Jesús a Salomé que le pregunta «¿Quién eres tú, hombre, y de quién? Te has subido a mi lecho y has comido de mi mesa» (Iog. 61). Las palabras de Salomé son una forma de decir «has estado entre nosotros» y expresan el asombro ante la apariencia humana del Salvador. Aunque en el escrito no se narra el mito gnóstico de los orí­genes y de la caí­da, se supone: «Dijo Jesús: Si os preguntan; ¿De dónde habéis venido?, decidles: Nosotros procedemos de la luz, del lugar donde la luz tuvo su origen por sí­ misma; (allí­) estaba afincada y se manifestó en su imagen. Si os preguntan: ¿Quién sois vosotros?, decid: Somos sus hijos y somos los elegidos del Padre Viviente. Si se os pregunta: ¿Cuál es la señal de vuestro Padre que lleváis en vosotros mismos?, decidles: Es el movimiento y a la vez el reposo» (Iog. 50). Refleja un fuerte desprecio de la materia y de lo femenino hasta el punto de que a la propuesta de Pedro de que Mariham (la Magdalena) sea alejada de ellos, «dijo Jesús: Mira, yo me encargaré de hacerla varón, de manera que también ella se convierta en un espí­ritu viviente, idéntico a vosotros los hombres…» (Iog. 114). Este Ev. apócrifo es el más importante de los descubiertos recientemente, y ha suscitado gran atención y discusión entre los estudiosos. Algunos consideran que refleja un estadio de transmisión de los dichos de Jesús paralelo, o incluso anterior, a la fuente Q recogida en Mt y Lc, y que mostrarí­a que la predicación de Jesús era de tipo sapiencia) y no escatológico. Otros, con más realismo, entienden que depende en gran medida de los sinópticos y que la redacción actual se debe a un autor posterior que hizo una relectura de los dichos de Jesús dándoles una orientación gnóstica. No se descarta sin embargo que tal autor utilizase una fuente primitiva judeo cristiana de dichos de Jesús, ya que en el n. 12 resalta la figura de Santiago: «Los discí­pulos dijeron a Jesús: Sabemos que tú te irás de nuestro lado; quién va a ser el mayor entre nosotros? Dí­joles Jesús: Dondequiera que os hayáis reunido, dirigí­os a Santiago el Justo, por quien el cielo y la tierra fueron creados». Pero en el logion siguiente es Tomás quien recibe la revelación secreta de Jesús. De ahí­ se deduce que el escrito procede de Siria, donde cobró gran relieve la figura de Tomás. El Ev. de Tomás pudo haber influido en autores de otras obras gnósticas encontradas también en Nag Hammadi, como la llamada del Salvador (NHC. 111,5), un texto muy deteriorado, en el que el Señor, al que nunca se le nombra como Jesús o Cristo, conversa con Judas, Marí­a y Mateo, expresándose de forma similar a como lo hace en Ev. de Tomás y en el canónico de san Juan. También influyo en el gnosticismo valentiniano al que sin duda pertenecen las dos obras que citamos a continuación por llevar el tí­tulo de «evangelio».

) El Evangelio de Felipe (NHC 11,3). No es propiamente un evangelio, sino la antologí­a de un centenar de textos breves procedentes de homilí­as o catequesis sobre los sacramentos, y recopilados sin un orden aparente. No lleva tí­tulo; el de Ev. de Felipe se encuentra en el colofón de la versión copta debido a que ese es el único apóstol que se menciona en el escrito. No parece tener nada en común con un Ev. de Felipe atribuido por san Epifanio a los gnósticos fibionitas de Egipto, que trataba de lo que debí­a decir el alma al subir al cielo (Pan 26,13). En el texto de Nag Hammadi, en cambio, aparecen ideas de las corrientes valentinianas, y otras que eran comunes en la Iglesia. Trae diecisiete dichos de Jesús, en su mayorí­a dependientes de los sinópticos e interpretados en sentido gnóstico. Cuando se refiere al nacimiento de Jesús parte de que Jesús en cuanto a su «esencia espiritual» no procedí­a en realidad de Marí­a aunque hubiese aparecido a través de ella; procedí­a del Padre (principio masculino) y del Espí­ritu Santo (principio femenino): «Si fuera posible expresar un misterio, el Padre de la totalidad se unió a la Virgen que habí­a descendido, y un fuego le iluminó a él…» (82a). La Virgen que descendió es aquí­ el Espí­ritu Santo o «Espí­ritu virginal» del mundo pleromático, principio femenino del que procede la sustancia (o «cuerpo») espiritual de Cristo. Por eso dirá en otro punto «Algunos dicen que Marí­a concibió del Espí­ritu Santo. Se equivocan. ¿Qué es lo que dicen? No lo saben. ¿Cuándo jamás una mujer concibió de mujer?» (17). Se refiere a que el Salvador no era el Jesús que nació de Marí­a, sino el que fue ungido en el Jordán. También encontramos algunas historias de sabor apócrifo, como la atribuida precisamente a Felipe: «El apóstol Felipe dijo: José el carpintero plantó un jardí­n (literalmente, un paraí­so) porque necesitaba madera en su trabajo. El fue quien fabricó la cruz de los árboles que habí­a plantado, y su simiente fue colgada de lo que habí­a plantado. Su simiente era Jesús, y la planta la cruz» (n. 91). Por los parágrafos siguientes se ve que el texto se orienta a mostrar la contraposición entre el paraí­so terrestre y el celestial, y entre los árboles que hay en ellos: el de la cruz en el primero; el de la vida en el segundo. Del primero pendió Jesús como «simiente de José», es decir, en su esencia terrena; del segundo, que es el olivo, procede el crisma (alusión al bautismo).

) El Evangelio de la Verdad. Con estas palabras comienza una obra contenida en los códices 1 y XII de Nag Hammadi, que, en realidad, es una homilí­a de carácter valentiniano en la que alterna la exposición doctrinal con la exhortación. El término «evangelio» ha de entenderse ahí­ como «buena noticia», no como narración de la vida de Jesús. Se trata de una meditación sobre el retorno al Padre y el descanso en él. Recoge el mito gnóstico de la caí­da de Sofí­a para explicar la caí­da en el Error. Después presenta a Jesús como el revelador y maestro, apelando a su presencia siendo niño en el templo con los maestros de la Ley, y a su muerte como un acto de revelación de la esencia del Padre, en el que están el origen y destino del hombre; con esa revelación son vencidos los poderes del error. Este es el «evangelio» de la Verdad que abre el camino para el retorno al Padre, por medio del Hijo que es el Nombre del Padre. El destino final es descansar en el Padre, y quienes reconocen que ese destino es la fuente de la que proceden, esos son a los que el Padre ama. San Ireneo menciona un Ev. de la Verdad atribuido a los valentinianos y, según dice, muy distinto de los canónicos (Adv. Haer. 3. 11,9); pero no ofrece datos para determinar si se trata de la misma obra. El que conocemos es un escrito valentiniano dirigido a captar adeptos de entre los católicos a finales del s. II.

) El Evangelio de Marí­a (Magdalena). Se conserva un amplio fragmento en copto en el Cod. Berolinenese 8202,2 del s. V, y algo en griego en una hoja de papiro del s. III guardada en Manchester (P. Ryl 111,463). Contiene al principio un diálogo del Salvador resucitado con sus discí­pulos, en el que les explica que la procedencia del pecado es la mezcla de lo material y lo espiritual, y que al final todo volverá a su verdadera raí­z. Cuando tras enviarlos a predicar ellos quedan consternados, Marí­a Magdalena les conforta y hace que sus corazones se dirijan hacia el Bien. Después, a petición de Pedro, Marí­a comunica a los discí­pulos la revelación que a sus preguntas le ha hecho el Salvador: que la visión se obtiene mediante la inteligencia que está entre el alma y el espí­ritu, y que el alma asciende venciendo cuatro poderes -en el texto sólo aparecen los dos últimos relacionados con la ignorancia- y alcanza el descanso. A las dudas de Pedro y Andrés de que el Salvador revele estas cosas a una mujer, Leví­ les reprende y recuerda que el Salvador la ama a ella más que a los discí­pulo. Finalmente todos salen a predicar. El texto parece ser una refundición de dos piezas anteriores unidas por la presencia de Marí­a al final de la primera escena. En cualquier caso refleja la tensión entre la Iglesia oficial y los receptores de las revelaciones gnósticas.
) El Evangelio de Bernabé. En el Decreto Gelasiano n. es citado un Ev. de Bernabé; pero de él no se tienen más noticias antiguas. Nada tiene que ver con un texto que lleva el mismo tí­tulo en manuscritos en italiano, algunos de los s. XIII-XIV con glosas al margen en árabe, y en un manuscrito en español del s. XVII que se guarda en la Fisher Library en Sidney (Australia), al parecer traducción del italiano. Está escrito por un renegado del cristianismo que hace a Jesús profeta de la venida de Mahoma. Contiene material evangélico expurgado de los rasgos divinos de Jesús, así­ como material mahometano puesto en boca de Jesús, sobre todo lo concerniente al Juicio final y al paraí­so Trae también un relato de la pasión claramente gnóstico: Quien es apresado y sufre la cruz es Judas. Ofrece una historia curiosa de la circuncisión. Cuando Adán pecó su carne se rebeló contra su espí­ritu y Adán hizo el voto de cortar su carne. Partió una piedra y estaba a punto de cortarse la carne cuando el ángel Gabriel le detuvo y, como Adán insistí­a en cumplir el voto, le enseñó a hacerlo superficialmente. Todos los descendientes de Adán deben circuncidarse por el voto que hizo su padre. Cuenta también el castigo de la serpiente: dejarla sin patas para que se arrastrase y comiese el excremento de los hombres y animales. Esta obra puede ser interesante para estudios de religiosidad medieval, de relaciones cristiano musulmanas y quizás de gnosticismo. No pertenece sin embargo a los antiguos Ev. apócrifos.

BIBL. — A. DE SANTOS OTERO, Evangelios apócrifos, BAC 148, Madrid 1993; R. KUNTZMANN – J. D. DUBOis, Hammadi. Evangelio según Tomás. Textos gnósticos de los orí­genes del cristianismo, Verbo Divino, Estepa, 1988; J. GONZALEZ NÚí‘EZ, Protoevengelio de Santiago, Ciudad Nueva. ócrifos cristianos 3, Madrid 1997; R. TREVIJANO ECHEVERRíA, sobre el Evangelio de Tomás, Ciudad Nueva. Fuentes patrí­sticas. Estudios , Madrid 1997.

Aranda

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret