APOCALIPTICA

->Literatura apocalí­ptica

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1.Origen, historia

(Henoc, Daniel, antropologí­a, Apocalipsis, redacción). Literatura de carácter simbólico, que trata del surgimiento del pecado y de la perversión de la historia (caí­da angélica), con el conflicto entre aquellos poderes que intentan destruir o salvar a los hombres (ángeles* y demonios). Gran parte del mensaje final de la Biblia se sitúa en un nivel apocalí­ptico, como muestran dos hechos principales: la redacción final de los textos proféticos del Antiguo Testamento, tal como ahora los conservamos, se ha realizado desde una perspectiva apocalí­ptica; por su parte, el Nuevo Testamento ha surgido y crecido en un contexto apocalí­ptico, de revelación de las cosas escondidas. Ciertamente, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento contienen estratos no apocalí­pticos, de tipo legal y sapiencial, profético y sacerdotal. Pero la apocalí­ptica ha influido de algún modo en la redacción final del conjunto de la Biblia. La apocalí­ptica se relaciona con la ley sacerdotal y con la experiencia sapiencial (como saben bien los esenios de Qumrán*); pero en sentido más profundo, ella va unida con la profecí­a y con el mesianismo: ella está vinculada a la revelación de la palabra de Dios y al compromiso ético de transformación humana que los profetas han proclamado en Israel.

(1) Profetas, apocalí­pticos y sabios. Como ha destacado la tradición kerigmática protestante, que tiende a destacar el valor de la profecí­a y a condenar el aspecto visionario y fatal (vengador) de la apocalí­ptica, pueden y deben precisarse las diferencias entre profetas y apocalí­pticos. Los profetas critican la infidelidad y riesgo de la historia (sobre todo israelita), porque quieren transformarla; los apocalí­pticos suponen que ella ha perdido su sentido, de manera que Dios debe destruir este mundo, creando un mundo nuevo para justos o creyentes. Los profetas apelan a la libertad y responsabilidad humana; así­ abren un camino de transformación ética, de cambio de la historia humana, pues, según ellos, Dios habla en la historia. Los apocalí­pticos, en cambio, anuncian la presencia de agentes sobrenaturales (demonios y ángeles) que decidirán el futuro de la humanidad. Los profetas preparan la obra histórica de Dios y buscan la respuesta fiel de los creyentes; los apocalí­pticos piensan que la hora final se encuentra decidida de antemano, de manera que los creyentes sólo pueden aguardar el tiempo definido para el juicio y fin del mundo. A pesar de esas diferencias (más o menos marcadas según los casos), podemos y debemos afirmar que la apocalí­ptica es hija legí­tima (aunque no única) de la profecí­a, siendo hermana de la sabidurí­a, de manera que las imágenes y temas de la una perduran en la otra. Los motivos principales de la profecí­a, encuadrados en las nuevas circunstancias polí­ticas y culturales de Israel en los siglos IV-III a.C., reinterpretados en un contexto sapiencial, desembocan en la apocalí­ptica, que, a pesar de su mayor distancia frente al mundo, sigue empeñada en entender o enriquecer la historia, para que los fieles (justos, elegidos) se mantengan firmes en la prueba. Ella ha sido y sigue siendo literatura de sabidurí­a (conocimiento de la realidad oculta) y de resistencia. Por eso, los apocalí­pticos se presentan a sí­ mismos como sabios (cf. Dn 12,3). Así­ lo muestra Juan, autor del Apocalipsis, que se siente mensajero de Jesús, de manera que presenta su libro como Apocalipsis (o revelación) profética de Jesucristo.

(2) Origen. Teorí­as básicas. En el surgimiento y despliegue de la apocalí­ptica han influido diversos factores de tipo polí­tico y religioso, que se desencadenaron de un modo especial tras la llegada del helenismo*, aunque estaban latentes desde tiempos anteriores. La racionalidad polí­tica anterior, muy vinculada a la visión de los profetas, habí­a fracasado. La ruptura del orden persa y los estallidos militares vinculados a las guerras helenistas (con los diádocos o sucesores de Alejandro Magno) implicaron, a finales del siglo IV a.C., el despliegue de una forma de vida que no podí­a entenderse ya con las categorí­as anteriores. Parecí­a que una inmensa maldición habí­a descendido sobre el mundo, de tal forma que los matices proféticos anteriores se fueron perdiendo y muchos israelitas empezaron a entender la historia y a entenderse a sí­ mismos desde unas perspectivas de dualismo y lucha, que estaban ya presentes en la religión de los persas. En ese contexto, para explicar el origen de la apocalí­ptica se han trazado diversas hipótesis: (a) ¿Mito mesopotamio? Algunos piensan que en el fondo de la apocalí­ptica hay un viejo mito mesopotamio, que hablaba de unos reyes-dioses, sabios antiguos, que conocí­an la realidad oculta de las co sas y salvaron a la humanidad de su desastre. Para interpretar su propia situación de riesgo, los nuevos pensadores judí­os habrí­an reformulado la sabidurí­a suprahistórica y politeí­sta de los mesopotamios de forma histórica y monoteí­sta. Según eso, los apocalí­pticos judí­os serí­an ante todo unos sabios empeñados en resolver el problema del mal y el sentido de la historia, (b) ¿Teologí­a del templo de Jerusalén? Otros autores suponen que la apocalí­ptica serí­a una continuación de la teologí­a del templo de Jerusalén, que (en contra de la teologí­a del Norte: reino de Israel) destacaba la intervención judicial de Dios más que el pacto. Tras la caí­da del reino de Israel (721 a.C.) y, sobre todo, después del exilio, muchos judí­os de Jerusalén habrí­an asumido la visión israelita del pacto, fundada en el diálogo personal con Dios y en la responsabilidad del hombre, redactando en esa lí­nea su Escritura (que se inicia con Gn 1-11). Pero otros judí­os, más fieles a su propia tradición de Jerusalén, siguieron poniendo en el centro de su teologí­a la intervención positiva de Dios, que ahora se realiza a través de intermediarios (ángeles y diablos). En esa lí­nea surgió la apocalí­ptica, con su visión dramática de la historia, (c) ¿Reinterpretación judí­a del pensamiento helenista? En ese contexto se puede afirmar también que las figuras celestes de la apocalí­ptica judí­a cumplen una función semejante a la que tienen las «ideas» griegas (especialmente significativas en el platonismo). Los griegos intentan superar la caducidad del mundo proyectando sobre el cielo las realidades eternas, entendidas como dioses; nosotros pasamos, ellas quedan, son nuestra esencia. En contra de eso, los videntes judí­os han proyectado sobre el cielo sagrado las figuras intermedias de los ángeles y diablos, entendidos como verdadera esencia de lo humano, principio antropológico. Es posible que los tres elementos se vinculen. Los apocalí­pticos son, ante todo, unos videntes sabios que conocen el secreto del origen y meta de la vida humana, son hombres que buscan lo esencial y permanente, más allá de los cambios de la historia. En ese último plano, los apocalí­pticos acentúan el desnivel entre lo que existe (la situación actual) y aquello que se espera (la liberación escatológica). Por eso entienden este mundo como diabólico y proyectan hacia el futuro un orden distinto, que no está en su mano, sino en la de Dios. Ellos han sido los creadores de una visión antropológica que tendrá un gran influjo en toda la experiencia y pensamiento posterior de Occidente.

(3) Los momentos básicos. Desde la base anterior podemos distinguir tres momentos principales de su historia. (a) La primera apocalí­ptica (1 Hen 6-36) nació en el tiempo de las guerras helenistas (al final del siglo IV a.C.), tras la muerte de Alejandro Magno, cuando los judí­os percibieron que se desmoronaban todas sus certezas anteriores. En este contexto se sitúan las primeras tradiciones de la literatura de Henoc. (b) La segunda apocalí­ptica (reflejada sobre todo por Daniel) se desarrolló cuando los seléucidas de Siria (del 175 al 164 a.C.), con la ayuda de un partido prohelenista de Jerusalén, quisieron imponer su unidad social y religiosa sobre su imperio, amenazando la identidad y autonomí­a del pueblo israelita; en ese contexto se sitúan los movimientos y «sectas» (fariseos, esenios, celotas…) entre los que deben contarse varios grupos apocalí­pticos, (c) La tercera apocalí­ptica está vinculada a la crisis social y cultural del comienzo de nuestra era, que está unida al surgimiento del cristianismo. En sentido histórico, esa crisis se puede centrar en torno a la guerra judí­a del 67 al 70 d.C., con el surgimiento de un judaismo posterior que ya no será apocalí­ptico y con el despliegue de un cristianismo que abandonará también su matriz apocalí­ptica.

(4) Problemática de fondo. En el surgimiento de la apocalí­ptica influyeron no sólo los problemas planteados por Gn 2-3 (división del bien-mal), sino también los de Gn 11 (la torre de Babel): los grandes imperios, que querí­an construir con violencia su ciudad-torre, son violadores perversos que actúan en nombre de Azazel-Satán* (Semyaza). El pueblo de Israel, portador de una fuerte identidad religiosa de tipo nacional, vivió traumatizado por el intento de «unificación mundial» de asirios, babilonios y persas (del 539 al 333 a.C.), intento que culmina y recibe su expresión definitiva con la expansión de los reinos helenistas, que, tras las conquistas de Alejandro Magno (a partir del 332 a.C.), quisieron favorecer un sincretismo donde los antiguos cultos y costumbres nacionales vinieran a integrarse en un modelo universal de vida humana, de manera que el judaismo perdiera su propia identidad. En esa lí­nea, podemos afirmar que la apocalí­ptica surgió como respuesta judí­a, a partir de los retos y amenazas de la primera globalización social y religiosa del oriente mediterráneo, que se inició con la conquista de Alejando Magno y que culminó para el judaismo con la crisis de los macabeos* (en torno al 175-164 a.C.), cuando surgieron y se plantearon de una manera más intensa los grandes problemas de la identidad de Israel (macabeos*, Daniel*, Ester*). Unos tendieron a dejar a un lado los aspectos más especí­ficos de la identidad judí­a, pactando con la cultura del entorno; serán los partidarios del proselitismo helenista, que fracasará tras el 70 d.C. Otros procuraron mantener la tradición del pacto, en clave de fidelidad nacional, pero reconociendo de alguna forma el valor de los poderes sociales no judí­os; en esa lí­nea surgirá el judaismo rabí­nico posterior, que tendió a superar las tensiones apocalí­pticas. Otros, más influidos por los cambios sociales y por la amenaza de unas guerras que parecen anunciar el fin del mundo, fijarán su experiencia en claves de ruptura total, en lí­nea apocalí­ptica.

(5) Contexto helenista. La segunda apocalí­ptica (apocalí­ptica* 2) está vinculada al rechazo del riesgo de asimilación helenista* del tiempo de los macabeos*. Los judí­os que se sintieron amenazados respondieron de diversas maneras, marcando lo que será en lo esencial la historia del judaismo y del cristianismo posterior, (a) Asimilación. Algunos judí­os identificaron al Yahvé del pacto antiguo con el Zeus Olí­mpico de Grecia, entendido de un modo universal, de modo que Israel debí­a integrarse, ofreciendo su propia aportación, dentro del orden de la cultura mundial, aceptando el sincretismo dominante. Esa fue la opción del partido helenista, poderoso en el momento de la crisis helenista, cuando los reyes de Siria y muchos sacerdotes judí­os de la clase alta quisieron convertir a Jerusalén en una polis autónoma al estilo griego (cf. 2 Mac 4-5). (b) Rebelión polí­tica. Los macabeos, miembros de una familia sacerdotal menos elevada y otros muchos judí­os, interpretaron ese pacto con la cultura helenista como apostasí­a religiosa y nacional, y respondieron con las armas para defender las tradiciones nacionales, es decir, la autonomí­a social, religiosa y cultural del pueblo; a su juicio, Israel no podí­a integrarse en la cultura global dominante, sino que tení­a que conservar su independencia, en un plano más polí­tico-militar (1 Mac) o más religiososapiencial (2 Mac), (c) Protesta apocalí­ptica. Algunos entendieron la asimilación helenista como signo de perversidad completa, como expresión de un tipo de invasión angélica: los verdaderos enemigos de Israel no eran hombres concretos, como los helenistas, sino poderes satánicos, en los que se expresaba un pecado sobrehumano, propio de Azazel y de los grandes espí­ritus perversos. Era imposible la asimilación al helenismo y carecí­a de sentido la lucha militar (al menos en su forma externa). Sólo una revelación nueva de Dios y un cambio radical en las condiciones de la misma vida humana podí­a resolver la crisis. Por eso, los representantes de la apocalí­ptica no eran partidarios de una guerra nacional, sino que querí­an ser soldados de una guerra de Dios, dirigida por ejércitos celestes, como se dice en los grandes textos que van de 1 Henoc y Daniel al Cuarto Esdras o al Apocalipsis. (d) Fidelidad moral. Es una actitud que de algún modo puede hallarse en los momentos anteriores, pero que se expresa de un modo especial en grupos que, sin dejarse asimilar por el helenismo ni buscar la ruptura apocalí­ptica, quieren recrear los principios de la vida israelita desde una perspectiva social y personal, reinterpretando en esa lí­nea los principios básicos de la Ley antigua. En ese contexto podemos hablar de los fariseos*, que están en la base del judaismo rabí­nico posterior, que se ha extendido y triunfado desde el siglo II d.C., al lado del cristianismo mesiánico y apocalí­ptico. También los cristianos, aunque en su origen han tenido elementos apocalí­pticos, pueden situarse en esta lí­nea por la importancia que han dado a los valores de la fidelidad moral, retomando los mejores elementos de la tradición profética.

Cf. G. Aranda, F. Garcí­a y F. Pérez, Literatura judí­a intertestamentaria, Verbo Divino, Estella 1996; H. S. Kvanvig, Roots of Apo- calyptic, WMANT 61, Neukirchen 1988; B. MCGINN, H. J. COLLINS y S. STEIN (eds.), The Encyclopaedia of Apocalypticism I-III, Nueva York 1998s; G. W. E. í‘ICKELSBURG, Jewish Literature between the Bible and the Mishnah, SCM, Londres 1981; D. S. RUSSEL, The Method and Message of Jewish Apocalyptic, SCM, Londres 1971; El perí­odo interí­estamentarí­o, Casa Bautista, El Paso TX 1973.

APOCALíPTICA
2. Personajes y temas

Habí­a en Israel, en los siglos que precedieron al nacimiento de Jesús, diversos tipos de apocalí­ptica. Por otra parte, la apocalí­ptica cristiana es una reformulación pascual (fundada en Jesús) de algunos temas básicos de la apocalí­ptica judí­a. Por esas y otras razones, resulta difí­cil resumir en un esquema los elementos básicos de la apocalí­ptica. De todas formas, podemos evocar algunos de ellos:

(1) -> Angeles y demonios. En sí­ mismos, ángeles y demonios pertenecen al sustrato general del judaismo de ese tiempo, pero sólo han recibido un desarrollo sistemático y una función esencial (destructora y salví­fica) en la visión apocalí­ptica de la realidad. De ella seguimos dependiendo todaví­a. Resultarí­a fascinante penetrar en la selva ordenada de ángeles y demonios, interpretando su sentido, catalogando sus nombres y funciones, en camino cultural y religioso que nos llevarí­a, desde la apocalí­ptica judí­a, a través de las sistematizaciones patrí­sticas cristianas, de tipo helenistas (Pseudo-Dionisio: «De Coeleste Hierarchia») y de las aportaciones del islam, hasta las grandes obras literarias de los maestros del medievo o de la modernidad (Dante, Milton, Dostoievski).

(2) La supremací­a del pecado. Partiendo del pecado angélico, vinculado a la violación sexual y a la violencia militar, los apocalí­pticos han podido ofrecer un fuerte catálogo de pecados de tipo legal y ritual. Algunos textos apocalí­pticos han condenado la riqueza, entendida como fuerza destructora del ser humano, y han combatido también el desorden sexual, vinculado a la misma caí­da angélica (cf. especialmente 1 Hen 37-71; Test XII Pat). En general, la ética apocalí­ptica tiende a ser antimundana, condenando como pecado los goces y conquistas de la historia, pues se encuentran vinculados a los triunfadores del siste ma polí­tico o social injusto que domina sobre el mundo.

(3) Interpretación de la Ley. ¿Nuevas leyes? El descubrimiento de los pesher (comentarios bí­blicos) de Qumrán nos ha ayudado a comprender el gran esfuerzo hermenéutico de los apocalí­pticos que han querido reinterpretar, aplicándolas a su tiempo, las tradiciones protohistóricas o patriarcales (diluvio) y las promesas proféticas (por ejemplo las de Habacuc). En general, los apocalí­pticos han querido ser fieles a la historia antigua, pero la han reescrito desde su propia perspectiva (1 Hen 83-90; Jub, etc.). También han sido fieles a la Ley del Pentateuco, pero han tenido la libertad de reinterpretarla (cf. Rollo del Templo, de Qumrán). Para los maestros de la Misná (siglo II y III d.C.), la Ley es ya un libro cerrado, que se puede interpretar, partiendo de las tradiciones, pero no cambiar. Los apocalí­pticos, en cambio, se sintieron aún capaces de recrearla, dándole sentidos nuevos.

(4) Vida de los justos y elegidos. Plano ritual y cultual. Dentro de los apocalí­pticos han podido existir y han existido formas distintas de entender y de cumplir la Ley. Parece que, en general, ellos han sido más estrictos que los otros grupos judí­os en el cumplimiento de las normas rituales de pureza. Eso les ha llevado en algunos momentos a rupturas interiores y exteriores: algunos, como los de Qumrán, se han separado del resto del judaismo, abandonando el mismo culto oficial del templo, por considerarlo impuro y no ajustado a los ritmos astrales de las celebraciones impuestas por Dios. Quizá pudiéramos decir que los apocalí­pticos vinculan una fuerte experiencia visionaria (conocen los secretos de Dios), que les hace autónomos, en sentido interior, con un intenso nomismo, de tal manera que han corrido el riesgo de acabar cayendo en una fuerte obsesión legal.

(5) Vida de los justos y elegidos. Plano ético. El ritualismo legalista (codificado en textos normativos muy precisos) no es más que un elemento de la ética apocalí­ptica. Los apocalí­pticos, elegidos de Dios, se sienten llamados a practicar el bien, conforme a los principios de la ética judí­a. Es normal que evoquen y preparen un tiempo nuevo de reconciliación interhumana, vinculada a la curación de los enfermos y a la libertad de los presos (temas de la tradición judí­a del jubileo). Pero, al mismo tiempo, la urgencia ante el tiempo final les ha llevado a vivir en actitud de fuerte desprendimiento y de intensa apertura hacia los justos. Se ha dicho que en el fondo de su opción ética sigue habiendo un fuerte dualismo, que llevarí­a a amar a los buenos y odiar a los malos, con las consecuencias personales, sociales e incluso bélicas que eso supone y que han suscitado el rechazo de Jesús (cf. Mt 5,43-48); pero ése no es un tema exclusivo de la apocalí­ptica, sino que, en formas diversas, ha influido en todos los estratos del judaismo de aquel tiempo. Otro elemento al menos parcialmente negativo de la ética de los apocalí­pticos serí­a la misoginia: ellos han elaborado una ética para varones «que no se han manchado con mujeres», como de forma extrema ha formulado Ap 14,4.

(6) La oración apocalí­ptica. Los apocalí­pticos se sienten capaces de elevarse hasta un Dios lejano, en fuerte paradoja antropológica. Se ha dicho que son pesimistas y pueden serlo. Se ha dicho que pueden sentirse abandonados de Dios, y quizá es cierto. Pero, al lado de todo eso, la apocalí­ptica judí­a nos ha legado algunos de los testimonios más hermosos de plegaria de la tradición judí­a, tanto en los añadidos griegos de Dn como, y sobre todo, en los Salmos de Qumrán (1QH). Dentro de este contexto han de situarse también los himnos y cantos del Ap, que pueden interpretarse como libreto litúrgico de una comunidad de perseguidos que cantan a Dios desde el horno ardiente donde han sido arrojados por los perseguidores (como en Dn 3).

(7) Predestinación. Es un tema que se encuentra unido a la visión astronómica y a la teorí­a de los dos espí­ritus. La suerte de los hombres y mujeres (de los pueblos y de la humanidad en su conjunto) se halla escrita en unos Libros celestiales, vinculados al orden de los astros. Por otra parte, los dos espí­ritus dominan y dirigen la vida de los seres humanos, que corren el riesgo de aparecer como autómatas, dirigidos desde arriba, sin libertad ni autonomí­a. Pues bien, en otro nivel, ellos, los apocalí­pticos, se sienten autónomos: están iluminados por la sabidurí­a de Dios (son sabios, maestros…), son voluntarios, al servicio de la causa del bien. Por un lado, todo está ya escrito y decidido, fijado y sellado, para que se cumpla en su tiempo oportuno. Pero, al mismo tiempo, Dios pide a los hombres una respuesta de libertad, para que acojan su palabra y respondan a su petición. Pero este tema (dificultad para relacionar predestinación y libertad) no es exclusivo de los apocalí­pticos judí­os. También podemos hallarlo y lo hallamos en un (apocalí­ptico) cristiano como Pablo (cf. Rom 9-11) y de un modo especial en el Corán de los musulmanes.

(8) Los cómputos de la historia. Todo nos permite suponer que los apocalí­pticos han contado y fijado la historia, buscando apasionadamente los tiempos de cumplimiento de la promesa de Dios. Sólo desde ese trasfondo se entiende el libro de las Visiones/Sueños de 1 Hen 83-90, lo mismo que la fijación de las semanas de Jub o los cómputos de Dn 9. También podemos suponer que los elegidos de Qumrán, inspirados por las revelaciones del Maestro de justicia, han mantenido diversas concepciones sobre el fin cercano (inminente) de los tiempos; la esperanza de ese fin cercano les ha llevado al desierto, donde se mantienen en actitud de combate interior, como indica el Rollo de la Guerra. En una perspectiva semejante se sitúa Jesús y/o la primitiva comunidad cristiana que ha formulado dichos como Mc 9,1 («algunos de los aquí­ presentes no morirán hasta que vean venir al Hijo del Humano…»), lo mismo que Pablo y el autor del Apocalipsis cristiano (Ap). Parece que la esperanza del fin inminente es un elemento importante de la experiencia apocalí­ptica.

(9) Mesianismo. Es difí­cil catalogar todas las figuras mesiánicas de la apocalí­ptica, empezando por un Hijo de David, rey histórico (que aparece en los Salmos de Salomón y en varios textos de Qumrán y de los Test XII Pat), hasta culminar en la visión de Dios mismo como Mesí­as verdadero (Oráculos Sibilinos). Serí­a importante distinguir y vincular los ángeles supremos (Miguel) con los héroes mesiánicos, que revelan la verdad final y simbolizan y/o realizan la salvación (Hijo del Humano, Henoc, Melquisedec, Noé) y con los escribas y visionarios que reciben las revelaciones divinas (Esdras, Baruc, etc.). Habrí­a que precisar la reí­ación de esas figuras con un determinado grupo social: ¿se puede hablar de un grupo de Henoc, de unos fieles de Melquisedec…? Este es un campo que, a mi juicio, sigue abierto y que tiene gran importancia para fijar el sentido del grupo de Jesús, es decir, de los cristianos que interpretan a su Maestro como Mesí­as apocalí­ptico definitivo.

(10) Sí­mbolos fundantes. La apocalí­ptica es una literatura de imágenes. Más que con argumentos, opera con sí­mbolos. Serí­a bueno que pudiéramos trazar un mapa apocalí­ptico de imágenes, clasificándolas por grupos semióticos, pero ello requerirí­a un trabajo mucho más extenso. Entre las más utilizadas están algunas que se han hecho muy comunes en la tradición de Occidente: ángeles y demonios (con sus nombres y funciones), personajes mí­ticos y mesiánicos, figuras reveladoras, sí­mbolos animales (toro, caballo, águila, oveja…), signos bestiales (fieras, escorpiones), sí­mbolos humanos (Mujer, Novia, Madre, Anciana; Varón, Joven, Guerrero…). Muchos de estos sí­mbolos pertenecen a la historia profética (Ciudad, Arbol de la Vida, Paraí­so, etc.). Sin un conocimiento básico de sus códigos simbólicos, resulta imposible conocer el mensaje de la apocalí­ptica.

(11) Guerra final. Un elemento importante de la simbologí­a e historia apocalí­ptica ha sido el despliegue de la guerra final, que aparece ya en Ez 38-39 (Gog y Magog) y que ha sido codificado en el Rollo de la Guerra (1QM). Las formas de esa lucha pueden variar en los diversos textos: en unos casos se acentúa la guerra interangélica (ángeles y demonios), en otros la humanosatánica (hombres contra demonios). Serí­a bueno relacionar esta guerra final con las guerras históricas y los levantamientos mesiánicos de aquel tiempo (desde la guerra de los macabeos, pasando por la del 67-70 d.C., hasta la de Bar Kokba, en el 132-135 d.C.). El tema ha sido estudiado desde una perspectiva histórico-polí­tica. Ese aspecto debe completarse con un estudio más preciso de sus presupuestos e implicaciones apocalí­pticas: nos hallamos, sin duda, ante la guerra del fin del mundo.

(12) Inmortalidad y resurrección de los muertos. Se ha solido decir que la apocalí­ptica judí­a defiende la resurrec ción de los muertos, frente a la visión helenista, partidaria de la inmortalidad. Los hechos resultan más complejos. Parece indudable que la apocalí­ptica en general está vinculada a la esperanza de la resurrección; pero son también numerosos los textos que hablan de una inmortalidad de las almas (vinculada a veces a la misma resurrección). Este es un tema central, que los cristianos han reinterpretado a partir de la experiencia pascual de Jesús, diciendo que Dios le ha resucitado de entre los muertos, como luego indicaremos. Se ha dicho, con cierta frecuencia, que la fe en la resurrección constituye la aportación máxima de la cultura y religión apocalí­ptica al cristianismo y a la historia humana; en ese sentido, los cristianos serí­amos ante todo unos apocalí­pticos mesiánicos, que vinculamos la esperanza de la resurrección (el fin y salvación de la historia) con la experiencia mesiánica de Jesús. Sin entrar ahora en discusiones eruditas, podemos y debemos afirmar que la resurrección constituye un elemento clave de la experiencia apocalí­ptica, en su relación con judí­os y cristianos. Además de las obras citadas en la entrada anterior, cf. N. COHN, El cosmos, el caos y el mundo venidero. Las antiguas raí­ces de í­a fe apocalí­ptica, Crí­tica, Barcelona 1995; M. DELCOR, Mito y tradición en la literatura apocalí­ptica, Cristiandad, Madrid 1977; A. GONZíLEZ LAMADRID (ed.), Historia, Narrativa, Apocalí­ptica, Verbo Divino, Estella 2000; S. MOWINCKEL, El que ha de Venir: Mesí­as y Mesianismo, Fax, Madrid 1975; P. SACCHI, LApocalittica Giudaica e la sua Storia, Paideia, Brescia 1990; W. SCHMITHALS, La apocalí­ptica: introducción e interpretación, Ega, Bilbao 1995.

APOCALíPTICA
3. Apocalipsis sinóptico

(-> Marcos, Hijo del Hombre). Constituye, con el Apocalipsis de Juan, el testimonio básico de la apocalí­ptica del Nuevo Testamento. Nadie ha logrado explicar el enigma del origen y sentido total de ese pasaje. Es posible que transmita recuerdos de Jesús y experiencias fuertes de la Iglesia primitiva, en el tiempo de la crisis de Calí­gula, que quiso poner su estatua en el templo de Jerusalén (en torno al 40/41 d.C.). Ciertamente, refleja una experiencia apocalí­ptica de origen judí­o, recreada desde la confesión pascual cristiana. Mc ha querido introducirla en su evangelio, como palabra final de Jesús, vinculada al anuncio de la ruina del templo de Jerusalén y del final del tiempo.

(1) Jesús, revelador apocalí­ptico. El revelador apocalí­ptico es aquí­ el mismo Jesús, no ya Henoc o Melquisedec, patriarcas heroicos que habí­an logrado subir a la altura de los cielos, descubriendo allí­ el misterio divino. Es evidente que, al situarse en diálogo y disputa con otros grupos judí­os, los cristianos han tenido que interpretar a Jesús como el mensajero apocalí­ptico, presentándole como aquel que conoce y anuncia el final de los tiempos, con los signos definitivos de la ruina y salvación del mundo. Más aún, Mc 13 ha situado este discurso apocalí­ptico de Jesús en el contexto más solemne del judaismo legal y sacral: sobre el monte de los Olivos, frente al templo de Jerusalén. Por disputas sobre ese templo y sus ritos se habí­an separado los elegidos y/o voluntarios de Qumrán. En torno al templo vendrí­a a realizarse conforme al judaismo el gran drama de los últimos tiempos (como sabe incluso Ap 11,19). Lógicamente, el Jesús de Mc ofrece su discurso ante el templo, evocando y recreando los motivos fundamentales de la apocalí­ptica judí­a de su tiempo. Es muy posible que algunos de los elementos de este discurso provengan del mensaje evangélico; pero los signos fundamentales derivan del contexto apocalí­ptico judí­o. En su forma actual, este pasaje ha sido creado por la Iglesia cristiana, es decir, por judeocristianos que centran en Jesús la esperanza y experiencia final de la consumación del siglo. Situado frente al templo judí­o (sacralidad de Dios, signo del pasado), cercano ya a su muerte, con una aureola pascual, Jesús puede abrir y abre el libro secreto de los acontecimientos del final (como hará el Cordero en Ap 5). Tiene delante a sus cuatro discí­pulos preferidos, que son signo escatológico de la plenitud humana (no son los Doce del mensaje y promesa judí­a). Habla como aquel que va a morir o ha muerto por los otros. Precisamente, su entrega de la vida (su fidelidad mesiánica) le capacita para descubrir y proclamar los signos del final.

(2) Comienzo de la Tribulación: «Que nadie os engañe: vendrán muchos en mi nombre diciendo «Yo soy† y engañarán a muchos. Cuando oigáis hablar de guerras y rumor de guerras, no os alarméis. Eso tiene que suceder, pero no es todaví­a el fin. Pues se levantará pueblo contra pueblo y reino contra reino. Habrá terremotos en diversos lugares. Habrá hambre. Ese será el comienzo de la tribulación» (Mc 13,5-8). Jesús, revelador escatológico, ofrece a su comunidad los signos del fin de los tiempos. Unos están vinculados a la misma fragilidad del cosmos (terremotos), pero los más significativos derivan de la violencia y mentira humana: la guerra de todos contra todos y el engaño mesiánico de los que hablan en nombre de Jesús (de Dios) diciendo «Yo soy».

(3) Batalla última, persecución. «Tened mucho cuidado. Os entregarán a los sanedrines, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa para testimonio de ellos; pero primero se anunciará el Evangelio a todos los pueblos. Y cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de lo que vais a decir. Decid lo que Dios os sugiera en aquel momento, pues no seréis vosotros los que habléis, sino el Espí­ritu Santo. Entonces el hermano entregará a su hermano y el padre a su hijo. Se levantarán hijos contra padres para matarlos. Todos os odiarán por mi causa; pero el que persevere hasta el fin, será salvado» (Mc 13,9-13). La apocalí­ptica judí­a corrí­a el riesgo de interpretar la batalla final en claves de enfrentamiento sobrehumano entre Satán y el Hijo del Humano (o los ángeles de Dios). En contra de eso, Marcos entiende esa batalla en clave de lucha interhumana (de todos contra todos) y de persecución del conjunto de la humanidad contra los seguidores del Evangelio. Pasamos así­ de la batalla universal a la persecución: se abren los frentes; por un lado queda la violencia del mundo; por otro la debilidad de los cristianos, que, en su propia pequeñez, son signo supremo de Dios sobre la tierra, portadores de un Evangelio universal que se extiende a todos los pueblos.

(4) Abominación de la desolación: «Cuando veáis la abominación de la desolación estando allí­ donde no debe (quien lea entienda), entonces los que estén en Judea que huyan a los montes; el que esté en la azotea, que no ba je ni entre a tomar nada de su casa; el que esté en el campo, que no regrese en busca de su manto. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos dí­as! Orad para que no ocurra en invierno. Porque aquellos dí­as serán de tribulación como no la ha habido igual hasta ahora desde el principio de la creación, que Dios creó, ni la volverá a haber. Si el Señor no acortase aquellos dí­as, nadie se salvarí­a. Pero, en atención a los elegidos que él escogió, ha acortado los dí­as» (Mc 13,14-20). Este pasaje, que asume elementos judí­os, cercanos a los de 2 Tes 2,4 (el anti-Dios o anti-Cristo se sienta en el templo, queriendo ser adorado), puede haber surgido en un momento en que los cristianos están vinculados a la comunidad israelita: la abominación de la desolación es la estatua idolátrica que se quieren poner sobre (o en) el altar del templo (en los años de Calí­gula), la huida de Judea puede referirse a la guerra judí­a del 67-70. Sea como fuere, Mc ha unlversalizado esa experiencia, situando el fin del tiempo en un contexto de amenazas polí­tico-religiosas (el emperador quiere divinizarse a sí­ mismo) y sociales: hay lucha universal dirigida en contra de los fieles.

(5) Falsos profetas y cristos: «Si alguno os dice entonces: ¡Mira aquí­ al cristo! ¡Mira allí­!, no le creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, realizando signos y prodigios capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Tened cuidado! Os lo he advertido de antemano» (Mc 13,21-23). De la persecución exterior pasamos al engaño interno. En ese contexto se entiende el surgimiento de falsos mesí­as, que pueden aliarse a la violencia del entorno y/o engañar a los creyentes… En este contexto puede evocarse el tema de la lucha entre el verdadero y falso Cristo (que aparece en 2 Tes 2,1-12 y en el conjunto del Apocalipsis).

(6) Verán al Hijo del Hombre: «Pasada la tribulación de aquellos dí­as, el sol se oscurecerá y la luna no dará resplandor; las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se tambalearán; y entonces verán venir al Hijo del Humano entre nubes con gran poder y gloria. Y entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra al extremo del cielo» (Ap 13,24-27). Se ofrece aquí­ la visión final de la salva ción, que se logra sin guerra ni batalla externa. La temática es muy sobria: recoge elementos de la ruina o cambio cósmico (cf. Is 13,10; J1 2,10.31; 3,15) con la venida del Hijo del Hombre (cf. Dn 7,13-14); pero no incluye signos guerreros, ni alude a la lucha del enviado de Dios contra el poder de lo satánico. Sobre la violencia y el engaño de una humanidad que lucha y persigue a los creyentes se eleva la Señal de Jesús, Hijo de Hombre que viene.

Cf. J. MATEOS, Marcos 13. El grupo cristiano en la historia, Cristiandad, Madrid 1986; G. THEISSEN, Colorido local y contexto histórico en los evangelios. Una contribución a la historia de la tradición sinóptica, Sí­gueme, Salamanca 1997; La redacción de los evangelios v la polí­tica eclesial, Verbo Divino, Estella ‘2003.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. Visión de Dios y de su justicia en la apocalí­ptica.-II. Apocalipsis de Juan y visión trinitaria: 1. Dios Padre; 2. Cristo; 3. Espí­ritu.-III. Apocalipsis y fin del mundo

I. Visión de Dios y de su justicia en la apocalí­ptica
En la literatura apocalí­ptica no existe una concepción teológica uniforme, sino pluralidad de teologí­as, tan diversas como numerosas son las obras que la componen. La presente sí­ntesis obvia los matices del detalle farragoso y ofrece lo nuclear.

Dios según los libros apocalí­pticos aparece ante todo como el transcedente, situado en el ámbito del cielo; como el constitutivamente santo, que impone terror sagrado a los hombres; se subraya lo numinoso de Dios, el totalmente «otro», alejado de la tierra de los hombres. Por eso, se sienta en un trono de majestad, sólo a él reservado, rodeado de voraces llamas de fuego. Nadie puede acercarse, ni siquiera los ángeles (1 Henoc 14,8-23). Es el «Altí­simo», «El Glorioso y Magní­fico», «El Padre invisible», a quien nadie puede ver (cf. parecida visión en Is 6, 1-8; 1 Tim 6,16). El tetragramma divino (Yahweh) no puede pronunciarse; a fin de no incurrir en irreverancia, se acude a la traducción hebrea (Adonai) y griega (Kyrios) del vocablo (Carta de Aristeas 155).

A pesar de esta lejaní­a, debida a su infinita santidad, el Dios de la literatura apocalí­ptica no está al margen de la historia. La apocalí­ptica que se concentra en la interpretación de los acontecimientos ve a Dios como el creador del universo y artí­fice de la historia, quien le da un sentido oculto y una coherencia í­nterna que sólo él conoce. Dios se manifiesta en sus gestas salví­ficas; conduce el devenir de la historia: los hechos «tienen que suceder» según el desarrollo predeterminado por Dios. Este concede un trato de privilegio a su pueblo de Israel. En su relación se muestra providente, santo y salvador. Mediante él continúa la historia, que padece momentos de altibajo, pero que acabará en victoria para su pueblo. «El Dios de los apócrifos, más transcendente y lejano que el del AT, es sentido a la vez más cercano, más salví­ficamente cercano.

Como punto oscuro que desfigura esta vision, se destaca el exceso de particularismo. Con su pueblo Dios se desborda en cuidados: Israel se convierte en el único destinatario de su predilección, su primogénito (4 Esdras 6,58); las demás naciones fueron creadas para Israel (ApBar [sir] 14, 18; 15, 17) y son como un esputo (4 Esd 6,56). Se acentúa esta perspectiva deformada respecto a los gentiles, considerados como ya condenados en vida, porque no conocen ni practican la Torá (Jubileos 15,26). Pero se abre poco a poco una corriente positiva y altruí­sta. El Hijo del hombre será luz de los gentiles (1 Henoc 48,4); Israel ayudará a salvarse a todos los mortales (Oráculos Sibilinos 3,194-195).

Conjugando la dimensión transcendente de Dios, resaltada en su santidad, y su compromiso por la historia humana, aunque dirigido prevalentemente a Israel, se descubre que a la base de la conducta divina, se encuentra el amor misericordioso. Este rasgo esencial de Dios se destaca sobremanera en las páginas del AT y de la literatura apocalí­ptica. Los libros comentan con hermosas paráfrasis el nombre de Dios de Ex 34,6: «Yahveh, Yahveh, Dios de misericordia y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldí­a y el pecado». Así­ es desglosada la célebre definición de Dios: «… el Altí­simo es llamado compasivo…. es clemente, paciente, pues tiene paciencia con los pecadores como criaturas suyas que son…. es misericordioso, si no multiplicase su misericordia, el mundo con sus habitantes no conseguirí­a alcanzar la vida…» (4 Esd 7,132-140, Ar 192). Dios es visto como «Señor Todopodero, rico en misericordia» (VidAd[lat] 27). Especialmente como padre (Test-XII Lev 18,6), el padre que ama a Israel (Jub 1,24.25), el padre de todos los hombres (VidAd[gr]).

Se subraya también la condición de su justicia. El Dios justo de la apocalí­ptica se muestra en conexión con la imagen divina en el AT. La justicia de Dios es fidelidad a la alianza, compromiso salví­fico con la comunidad de Israel. Aparece como un don divino, no algo amenazante; está lejos de la justicia retributiva, forense, herencia de la cultura griega y romana. En el Dios bí­blico no se concibe la ira motivada por una voluntad despótica. La idea de una justicia punitiva no se encuentra en ningún texto bí­blico; serí­a una contradictio in adiecto. La justicia de Dios, por encima de todas las connotaciones morales, consiste en la fidelidad a una relación de comunión; es un concepto fundamentalmente religoso, que está ligado con la soberaní­a salví­fica de Dios, y es «una de las manifestaciones de la fidelidad amorosa de Dios a su alianza».

La justicia de Dios en los libros apocalí­pticos califica el comportamiento de Dios, fiel a la alianza establecida con su pueblo, impregnada de misericordia y de perdón. La literatura apocalí­ptica es fundamentalmente afí­n al concepto del Dios justo, propio del AT. Entre los libros importantes cabe destacar Jubileos. Dios se mantiene justo, a saber, se muestra cumplidor de su designio de salvación, aunque el hombre sea indigno (Jub 1,16.25; 21,4; 31,25). No obstante coexiste el juicio de Dios para castigar los pecados, cuando el hombre no se comporta según lo escrito en las tablas celestes (Jub 4,6.32; 39,6). Dios es llamado el «Señor de la justicia» (1 Hen 22,14). Esta justicia se cumplirá: «Al final de los tiempos se les manifestará el espectáculo del juicio, que será con justicia, en presencia de los justos, para la eternidad» (1 Hen 27,3). No todos los autores concuerdan con la peculiaridad de la justicia divina en los libros apocalí­pticos. 1 Henoc habla de justicia de salvación (91,1-11; 94-104); Dios busca la salvación escatológica (61,4); su justicia es misericordia (71,3). Igualmente en el Testamento de los Doce Patriarcas, Dios es descrito como justo o salvador mediante el insistente simbolismo luminoso: es luz de justicia (TestXIl Zab 9,8), sol de justicia (Test-XII Jud 24,1). La justicia divina como sinónimo de salvación se declara abiertamente: «De esa raí­z florecerá un vástago de justicia para las gentes, para juzgar y salvar a todos los que invocan al Señor (TestXll Jud 24,6). Igualmente en 4 Esd 8,36: «En esto se manifestará tu justicia y bondad, Señor; en que tengas misericordia de los que no tienen haber de buenas obras». Hay que añadir que, involucrada a esta justicia salví­fica, se contempla la recreación del mundo para rescatarlo y llevarlo a su consumación juntamente con la humanidad fiel. Se sigue, pues, en la idea fundamental del Dios justo del AT, el Dios fiel a su alianza de salvación, perdonador de los pecados de los hombres. «En definitiva el Dios justo no está lejos del Dios misericordioso».

II. Apocalipsis de Juan y visión trinitaria
Al comienzo del libro del Ap la asamblea cristiana, que se reúne en el ámbito de la liturgia, es bendecida con el saludo de Dios Trinidad; recibe la gracia y la paz de parte de Dios, calificado como «el que es, el que era y el que ha de venir», a saber, el dueño de las tres dimensiones de la historia, y cuya presencia providente permanece siempre con la Iglesia. Esta expresión es paráfrasis targúmica (TJ) y adaptación cristiana de Ex 3,14, donde Dios revelaba su nombre: «Yo soy el que soy». El Espí­ritu es designado con la original formulación de los siete espí­ritus, subrayándose que él constituye la plenitud de la salvación ofrecida. Cristo es nombrado en su cualidad de testigo digno de crédito de la Palabra de Dios mediante su vida, muerte y glorificación; el primer resucitado de los muertos y jefe de los reyes de la tierra, quien conduce el rumbo de la historia haciaun desenlace escatológico plenamente feliz. El Ap quiere insistir tanto en esta bendición trinitaria, en la paridad esencial de las personas divinas, que utiliza el lenguaje para servidumbre de la teologí­a. Esta bendición está hoy lamentablemente olvidada, pero debiera ser recuperada para la liturgia y vida de la Iglesia, como una significativa expresión de saludo de Dios Trinidad, eficazmente activo en la historia de la salvación: «Que la gracia y la paz sea con vosotros, de parte del que es, del que era y ha de venir; de parte de los siete espí­ritus que hay frente a su trono; y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos y jefe de los reyes de la tierra» (Ap 1,4).

Este saludo, justo al inicio de su lectura, indica como una rúbrica que el Ap va a ser un libro esencialmente trinitario, donde intervienen actí­vamente el Padre, Cristo y el Espí­ritu.

Además este libro subraya, tal vez como pocos escritos del NT, la gran unidad existente entre el Padre, Cristo y el Espí­ritu. La obra de la Stma. Trinidad aparece en el Ap como acción í­ntima, solidaria y volcada a procurar el bien de la Iglesia y de la humanidad.

Pero el Ap no es un libro ingenuo, constata con asombro la presencia del mal en la historia y descubre el origen demoní­aco de tantas ramificaciones negativas. Aparece delineada en el libro -como singularidad sólo por él registrada- una trinidad demoní­aca, que se opone a la Trinidad divina y combate contra la Iglesia. Frente a Dios-Padre, a Cristo y al Espí­ritu, se levanta respectivamente el gran Dragón, instigador del mal en el mundo (12,3-4.7-9,13-17), la primera Bestia, sí­mbolo siniestro del estado que usurpa el nombre de Dios y se hace adorar (13,1-10), la segunda Bestia o falso profeta, representación de toda ideologí­a idólatra (13,11-17). No obstante serán finalmente aniquilados, arrojados al lago de fuego y azufre (20,10). Sólo permanece la Trinidad santa.

1. DIOS PADRE. La imagen de Dios que presenta el Ap no es la caricatura divulgada de una majestad divina, inaccesible en su trono y airada. Del trono de Dios parte amorosamente el designio de la salvación para toda la humanidad. El Apocalipsis, con el lenguaje visionario de los simbolismos, recupera la visión de Dios genuinamente cristiano’.

Es Dios creador. El principio absoluto de la creación. Por su voluntad lo que no existí­a ha sido creado (4,11). Mantiene viva la creación (15,3; 19,6). Sigue creando y haciendo nuevas todas las cosas en un presente ininterrumpido (21,5). Consumará su creación en un génesis renovado (22,11-2). Es el inicio y el final de la creación (1,8).

Dios salví­ficamente poderoso. Sólo él se sienta en el trono (4,2.9; 5,1,7,13; 7,10.15; 19,4; 20,11; 21,5), en actitud de dominio absoluto, pero no se repliega solitariamente sobre sí­ mismo. Se muestra solí­cito y atento; frente a su trono arden siete lámparas de fuego, que son los siete espí­ritus (4,5); de su trono salen relámpagos, voces y truenos, señales teofánicas de su pronta intervención salvifica (4,5). Del trono emerge una mano con un libro, que es el decreto de la salvación, en son de comunión con los hombres (5,1). Es el Dios creador del bien y de la vida; enmedio del trono y en torno al trono están presentes los vivientes (4,6-7). Es el Viviente por los siglos (10,6). Es asimismo el destructor del mal. Ante su trono la turbulencia del mar (sí­mbolo de la hostilidad) reposa ya domesticada como un lebrel y transparente como el cristal (4,5-6). Arroja lejos de su trono al gran Dragón, instigador de todos los males y origen de la primera y segunda Bestias (20,10).

Dios de belleza incomparable. Su trono resplandece con las gemas más preciosas del mundo (4,3). Dios lleno de paz y que irradia paz: el arco iris rodea su trono, como signo perpetuamente luminoso de su benevolencia (cf. Gén 9,13-15). Nimbado por el color verdeante de la esmeralda (4,3). Se viste de luz tan deslumbrante que hace palidecer el sol y la luna (21,23). «Dios de Dios», «Luz de Luz». Esta belleza se muestra en el resplandor de su providencia, pues ha establecido un designio de salvación en favor de los hombres y así­ lo reconoce ya una parte de la humanidad rescatada (4,11; 5,13; 7, 10.12; 11,17-19;12,10; 15,3-4; 16, 5-7; 19,5-7). Dios de santidad. De esa manera es celebrado por los vivientes (4,8) y en frecuentes doxologí­as por la asamblea eclesial (12,10): es el solo santo (15,4), sus juicios son verdaderos y justos (15,3; 16,7;19,2).

Es el Dios y Padre del Señor Jesús. Jesús, que es el único hermeneuta de Dios, así­ lo ha revelado (1,6; 3,5) y lo ha nombrado señaladamente (3, 12. 21). Con esta designación, la imagen de Dios se sitúa en la verdadera perspectiva teológica del NT, en lo que constituye su Yevelación central (cf. Mc 15,34; Jn 20,17; Rom 15,6). El rostro nuevo de Dios es ser Padre. La aspiración de la humanidad consiste en ver el rostro de Dios, pues su nombre ha sido escrito en sus frentes (22,4).

2. CRISTO. Cristo ocupa una posición central en el Ap. Su visión se encuentra en continuidad con la cristologí­a del NT. Estos son los rasgos cristológicos más sobresalientes: Misterio pascual de muerte, resurrección y glorificación. Divinidad. Sumo sacerdote. Testigo. Hijo de hombre. Cordero. Vencedor. Señor de la Iglesia.

El Ap declara con todo realismo la muerte redentora de Jesús, indica que fue muerto (1,18). Contempla el Cordero degollado (5,6.9.12). Confiesa que Jesús ha derramado su sangre para liberar de los pecados y hacer de los hombres un reino sacerdotal (1,5; 5,9; 7,14). Al mismo tiempo celebra su resurrección, lo proclama el primer nacido de los muertos (1,5). Sobre todo lo designa como el Viviente (1,18). El Cordero está permanentemente de pie, a saber, resucitado (5,6, cf. 3,20; 14,1; 15,2-3). Cristo es glorificado (cf. Mc 16,19; Lc 1,32; Ef 1,20; Heb 1,3; 8,1). ElApocalipsis expresa esta glorificación de Jesús «sentado a la derecha de Dios» con la dinámica expresión de la entronización del Cordero. Este aparece en medio del trono (5,5), en dirección del trono (7,17) y compartiendo el trono de Dios (22,2.3). También efunde el Espí­ritu a la humanidad (5,6).

Se acentúa la divinidad de Cristo. El Apocalipsis está escrito con exigencias radicales: o se adora a Cristo, como verdadero Dios o se es esclavo del Dragón y de las Bestias. La comunidad perseguida del Ap confiesa a Cristo como suúnico Dios. El libro aplica a Cristo idénticos atributos que el AT reservaba a Yahvé. Realiza una transferencia teológica. Consigue con ello para Jesús glorificado la misma autoridad y divinidad, propia de Yahvé. Esta transferencia teológica se efectuá entre el Ap y el AT, y también dentro del mismo libro del Ap, cuyos elementos reseñamos: semejante descripción del Hijo de hombre y del «anciano de largos dí­as» (Ap 1,14; Dn 7,9); idéntica expresión para calificar su voz (Ap 1,15; Ez 1,24; 43,2; Dn 10,6); exacta atribución de juez y de recompensa (Ap 2,23; Sal 7,9; Jr 17,10); igual declaración de amor (Ap 3,9; Is 43,4.9); la misma promesa de vida (Ap 21,6; Is 55,1). Cristo es confesado «Alfa y Omega» (22,13) al igual que Dios (Ap 1,8; 21,6). «Santo», se dice de Cristo (Ap 3,7) y de Dios (Ap 4,8; 6,10). La asamblea litúrgica del Ap lo confiesa como Dios en una aclamación teológica compartida con el Padre. Recibe los mismos elementos doxológicos que el «sentado en el Trono» (4,11= 5,9; 5,12=7,12). Desde el principio hasta el final del libro, la Iglesia del Ap reconoce ante el mundo el único señorí­o de Cristo y confiesa su divinidad.

Sumo Sacerdote. A través de imágenes luminosas, de candelabros de oro y de las diversas referencias sacerdotales que conlleva (1,12-13; 2,1), el Ap declara a Cristo como el Sumo Sacerdote, que preside toda función litúrgica dentro de la Iglesia.

Testigo. Cristo es el único testigo. Ya fue testigo de la Palabra de Dios en su vida terreste, pero sobre todo es ahora «testigo fiel» y digno de crédito, como Cristo glorioso (1,5; 3,4; 19,11.13). Su palabra tiene la garantí­a divina; mediante la palabra de Cristo, Dios sigue comunicando a la Iglesia su definitivo designio de salvación (2, 1.8.12.18; 3, 1.7.14). El mismo recomienda a su Iglesia la lectura del Ap (22,16.18.20). A fin de mantener vivo su testimonio en el mundo y promulgar su palabra de salvación (14,7), suscita a los cristianos, que son los «testigos de Jesús» (2,13; 17,6).

Hijo de hombre. Es designado con esta figura apocalí­ptica y se muestra como juez definitivo (1,7.13), viene para realizar la vendimia de la tierra (14,14) y su cosecha final (14,18-20). Dos notas distintivas subraya el Ap. la: la actuación del Hijo de hombre se realiza en el ámbito de la Iglesia, él la juzga y la purifica con su palabra poderosa (interpelación continua en forma de siete cartas dirigidas a las siete Iglesias). 2a: su venida no se reserva para el final, sino que acontece en el presente (2,5.16; 3,11.20; 16,15).

Cristo Cordero. Este constituye el sí­mbolo más caracterí­stico de la cristologí­a por su frecuencia (5,6.8.12.13; 6,1.16; 7,9.10.14.17; 12,11; 13,8; 14, 1.4 (bis).10; 15,3; 17,14 8bis); 19,7.9; 21,9.14.22.23.27; 22,1.3) y su triple significación. Menciona a Cristo como antitipo del siervo de Yahvé que inmola su vida en ofrenda por la humanidad (Cf. Is 53,6-7; Jr 11,19. Se refiere a Cristo, que como cordero pascual derrama su sangre para liberar del pecado y hacer un pueblo consagrado a Dios (cf. Ex 12,12-13.27; 24,8; Jn 1,29; 19,36; 1 Cor 5,7; 1 Pe 1,18-19). Designa a Jesucristo, rey poderoso y dueño de la historia, que conduce victoriosamente a su Iglesia (cf. 1 Hen 89,42.46;90,9.37, TestXll Jos 19,8; TestXIl Ben 3,8: J Ex 1,15). Este último aspecto está muy subrayado en el Ap. Cristo es el vencedor, de hecho ya ha vencido, merced a su muerte redentora (5,5.9). Monta un caballo blanco para vencer en la historia (6,2). Combate contra la violencia (6,3-4), la injusticia social (6,5-6), la muerte y su infame cortejo (6,7-8). Resulta vencedor de las fuerzas del mal (19,11-14.20).

Señor de la Iglesia. Aun más, la Iglesia aparece en el Ap como un misterio trinitario. Dios Padre asume la iniciativa de su realización histórica (10,7). Cristo la crea mediante su misterio de redención (1,6), adquiere hombres de toda raza, pueblo y nación (5,9), los hace reino y sacerdocio (1,6; 5,10). Con su palabra poderosa la renueva en su amor primero (2,4); es objeto de predilección amorosa para el Señor (1,5; 3,9); le promete la victoria (2,7.11, 27-28; 3,5.12); le concede el Espí­ritu para que interprete su palabra sabiamente (2,7.11.17.29; 3,6.13.22), sea capaz de dar valiente testimonio (19,10) y aspire por su Señor (22,17). Cristo conduce como pastor a la Iglesia por el desierto de la historia rumbo a su meta escatológica (7,17); cuenta con el testimonio de los suyos, los cristianos leales (17,14; 19,7.9), hasta arribar a las metas de la consumación final.

3. EL ESPíRITU SANTO. El Espí­ritu ha sido estudiado sólo en fechas relativamente recientes». Veinte veces aparece la palabra «Espí­ritu» pneuma, y en cuatro ocasiones la extraña expresión «Los siete espí­ritus», siempre en frases lacónicas y en contextos simbólicos casi impenetrables. El libro del Ap aporta para la teologí­a el protagonismo profético del Espí­ritu en la vida de la Iglesia. Este le ayuda a interpretar sabiamente la Palabra de Dios, pronunciada por Jesús; la asiste con su protección a fin de que la Iglesia la proclame con valentí­a ante el mundo. La presencia del Espí­ritu impregna todo el libro. Vamos a seguir el mismo orden de su aparición en el libro.

Es el Espí­ritu quien promueve y legitima la experiencia profética de Juan, el vidente del Ap. En cuatro momentos señalados, Juan testimonia que la fuerza del Espí­ritu le transforma para acceder a realidades transcendentes que, dejado a la sola merced de sus recursos naturales, le estarí­an completamente vedadas. En 1,10, durante el dí­a del Señor, Juan «entra en el Espí­ritu», y asiste a la gran visión de Jesucristo, Hijo de hombre, sumo Sacerdote, el Viviente, adornado de atributos divinos, que le encomienda la tarea de escribir el Apocalipsis (1,10-20). En 4,2 «de nuevo», transformado por el Espí­ritu, contempla el gran templo celeste, donde está el trono de Dios, rodeado de los vivientes y los ancianos (c.4), el Cordero, Cristo en su misterio pascual, y toda la creación en actitud de alabanza a Dios y al Cordero (c.5). En 17,3, le es permitido con la energí­a del Espí­ritu ver el espectáculo grotesco de la gran prostituta, la gran Babilonia (simbolos de mujer y de ciudad, que personifican el mal de este mundo) y contemplar su ruina. En 21,10, como contrapunto a la anterior visión, el Espí­ritu le capacita para asistir al triunfo definitivo del bien, la aparición de la esposa del Cordero y de la nueva ciudad de Jerusalén. Todas estas visiones de enorme transcendencia paraentender el Ap, son posibles merced a la fuerza del Espí­ritu; poseen la garantí­a reveladora no de un hombre, sino del Espí­ritu que capacita a Juan como profeta verdadero.

En todas las cartas resuena siempre: «El que tiene oí­do, oiga lo que el Espí­ritu dice a las Iglesias» (2,7.11.17.29; 3,6.13.22). Se trata de un dicho sapiencial, indica la función del Espí­ritu que ilumina y hace entender las palabras de Jesús. Y aparece referido en plural «Iglesias»: a toda la Iglesia universal habla el Espí­ritu, interpretando las palabras de Jesús, a fin de que se convierta. La Iglesia «ad intra», ya purificada (cc.2-3), proclamará el mensaje de salvación (4-22).

El Espí­ritu protege a esta Iglesia que da testimonio de Jesús y sufre por su causa, vista idealmente en la imagen de los dos testigos-profetas, que, siguiendo el ejemplo de «nuestro Señor», predican, hacen prodigidos, sufren toda clase de hostilidades, son ejecutados e irreverentemente profanados (11,8). A pesar de tanta impiedad, el Espí­ritu les asiste en la suerte suprema, asegura la victoria final, y hace que su testimonio consiga la conversión de la humanidad (11,11). El Espí­ritu prosigue alentando a los cristianos a que permanezcan fieles, aunque soporten las durezas de la persecución. Frente a la ruina eterna de los que adoran a la Bestia (14,9-11), los cristianos que han guardado los mandamiento de Dios y la fe de Jesús, y que han muerto en el Señor -una muerte que corona una vida de lealtad mantenidad- son bienaventurados, ya desde el momento de su muerte. Descansan de todas sus fatigas, y viven en un descanso de plenitud, pues sus obras les acompañan (14,13). El Espí­ritu es garante de este macarismo eterno.

«El testimonio de Jesús es el Espí­ritu de la profecí­a» (19,10). Texto clave para entender la funcion del Espí­ritu. Pero es preciso hacer hincapié en la dimensión trinitaria, que manifiesta el Ap. Con frecuencia aparece la expresión bimembre, «La Palabra de Dios y el testimonio de Jesús» (1,2.9; 6,9; 20,4), formando una hendí­adis literaria, a saber, la Palabra que tiene su origen fontal en Dios Padre, ha sido testimoniada históricamente por Jesús en su vida terrestre y de resucitado (el Ap es el único libro que concede a Cristo glorioso el tí­tulo de testigo). El Espí­ritu desempeña una doble actuación, de sí­stole y diástole. El testimonio de Jesús es ahora hecho conocer a la Iglesia por el Espí­ritu que inspira a los profetas (labor sapiencial), y también significa que el Espí­ritu convierte a la Iglesia en una asamblea de testigos (tarea misionera), que proclaman el testimonio único de Jesucristo (cf. Mt 10,18-20; Mc 13,11; Lc 12,11-21). El Ap subraya la gran unidad de la Trinidad. Lo que Jesús glorioso hace es testimoniar la Palabra de Dios. Lo que realiza el Espí­ritu es interiorizar para la Iglesia y proclamar ante el mundo el testimonio de Jesucristo.

Finalmente el Espí­ritu llena a la Iglesia proféticamente, y ésta ya purificada como esposa radiante del Cordero (197-9), al uní­sono con él, llama a Cristo, «El Espí­ritu y la esposa dicen: ¡Ven, Señor! (22,17).

A nivel de la transcendencia el Espí­ritu es nombrado con una original formulación, propia del Ap, «los siete espí­ritus». Designan la plenitud (simbólico número siete) del Espí­ritu, a saber, el completo poder de comunicación y de vivificación de Dios a los hombres. Están frente al trono de Dios (1,4), ,perpetuamente ardiendo como siete lámparas de fuego (4,5). Cristo tiene esta exuberancia del Espí­ritu (3,1), y porque lo posee personalmente lo efunde sobre toda la tierra (5,6). Pero hay que insistir de nuevo en el valor trinitario de esta formulación. El Ap con un sutil empleo de imágenes simbólicas y correspondencia de palabras -modificando sus fuentes inspirativas del AT- quiere deliberadamente subrayar la unidad divina, dentro de la distinción de funciones de la Trinidad Santa. Los siete espí­ritus están frente al trono de Dios (1,4); se indica que pertenecen al ámbito de Dios Padre. Y son siete lámparas de fuego ardiendo frente a su trono (4,5). Sólo Cristo tiene los ojos de fuego (1,14; 2,18); pertenecen, pues, también a Cristo. El Ap subraya tanto que son de Cristo, que se convierten en sus mismos ojos: «El Cordero tení­a siete cuernos y siete ojos que son los siete espí­ritus de Dios enviados a toda la tierra» (5,6). A través de la mención del trono de Dios, del fuego y de los ojos; mediante la equivalencia de una iconografí­a cultual (las siete lámparas, el fuego) y antropomórfica (los ojos), el Ap describe visionariamante la sintoní­a de la Trinidad y su actividad salví­fica. En pocos escritos del NT aparece con tanto realismo esta comunión trinitaria, perfecta en su unidad y personal en su economí­a.

III. Apocalipsis y fin del mundo
El fin del mundo aparece en el Ap (21-22), como la perfección de la historia humana que en el Dios trinitario se consuma; es preciso correr el velo de su lenguaje para entender la teologí­a que ofrece. Mediante los sí­mbolos de la ciudad, del templo, de la luz y del paraí­so recreado, Dios Trinidad se comunica a la humanidad, de manera total; le concede una ciudad y un templo para vivir juntos, una luz donde contemplarse directamente, sin sombras, y un paraí­so donde vivir en una eternidad dichosa. Los dos últimos capí­tulos de Ap realizan las más profundas aspiraciones de la humanidad por un futuro venturoso: la humanidad, tras el largo devenir del tiempo, desemboca, por fin, en Dios Trinidad. Y con ella también el mundo y sus logros son recreados. Ahora se cumple el fin de la historia, la apoteosis de la nueva creación (cf. Is 65,17). Tal plenitud de lo humano en lo divino se explica de la única manera posible, mediante esta geminación de sí­mbolos:
Aparece la ciudad santa, la nueva Jerusalén, como el don escatológico de Dios a la humanidad, a fin de habitarla juntos en una comunión personal y perdurable (21,2-26). Esta ciudad, procede del cielo, no es obra humana, viene de parte de Dios (21,2), como una bendición divina (igual preposición apo que en la bendición trinitaria de Ap 1,4). Significa la realización perfecta del designio de Dios y la feliz consumación del mundo, tras los intentos fallidos de la humanidad. Es la anti-Babilonia, la ciudad secular, autosuficiente, hecha para almacenar la injusticia (Ap 18). Es la anti-Babel, la ciudad levantada por el orgullo de los hombres, que debí­a tocar el cielo (Gén 11,4) y el sí­mbolo del no entendimiento humano (5-9). En la nueva Jerusalén Dios pone su morada definitiva (Ap 21,3), y morará siempre con los hombres: ellos serán su pueblo y él será su Dios. Se cumple, por fin, la promesa de la alianza, tantas veces promulgada. Dios acaba con todas las penalidades, el dolor y la muerte (21,4; 1 Cor 15,27: «El último enemigo en ser destruido será la muerte…cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo»). Dios recrea el mundo y su plan de salvación llega a su rotundo desenlace.

El templo de la divinidad. En esta ciudad de Jerusalén no existe templo, porque el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero es su templo (Ap 21,22). Se esperaba un templo renovado (Ez 44-45; 48,15-16.30-35). Ni siquiera en Jerusalén, la ciudad del templo, hay templo (i). Dios y Cristo son el templo verdadero. La divinidad ya no aparece sólo como objeto de culto, sino como lugar de culto. El templo es la ciudad, donde los hombres habitan. Quiere decirse que ya existe una relación ininterrumpida entre Dios y la humanidad; que ésta vive de ahora en adelante en Dios, como en un templo. Incluso las medidas simbólicas de esta ciudad (21,16) están calcadas en las proporciones del santo de los santos (cf. 1 Re 6,19s). La ciudad aparece como la parte más sagrada del templo, donde la relación de los hombres con Dios será para siempre, sin exclusividad de fechasy personas, con una reciprocidad í­ntima y permanente.

Ciudad de la luz de Dios. Una ciudad completamente inundada por la luz divina; es la vida de Dios que se comunica («La vida es la luz de los hombres» Un 1,4]). Ya no hay necesidad del sol ni de la luna que la alumbren, porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su lámpara (21,23). Esta ciudad resplandece como el lugar de la luz escatológica. La luz, sí­mbolo de la vida, aquí­ potenciada al infinito, aparece como la vida divina (de Dios Padre y del Cordero) irradiándose por toda la ciudad. Con su simbolismo apocalí­ptico el mensaje teológico se deja entender. Tanta es la fuerza de la luz divina, que hasta la obra primordial de la creación, la luz natural del sol y de la luna (Gn 1,3.14) se apaga. La presencia de Dios se hace tan penetrante que llega a todos los rincones y transforma los recintos de la ciudad. Dios se comunica, por contagio, como la luz. Toda la ciudad, habitada por la humanidad, queda constituida en una refracción de luz, se adentra en los oscuros cimientos y los cambia en perlas (21,19-21, traspasa los muros y los hace joyas (21,18), también las puertas son perlas (21,21-22), la ciudad brilla en un puro resplandor (21,11), y su plaza es de oro puro (21,18); la ciudad de la nueva Jerusalén queda enriquecida por la gloria divina (21,23). Tiene tanta luz que se convierte en faro a donde van todas las naciones (21,24). Noche no habrá en ella (21,25). Este simbolismo luminoso, tan insistente que casi deslumbra, que nimba y penetra la ciudad, parte de la gloria de Dios y del Cordero (21,21.23); pretende hacer ver cómo la vida de Dios es un don concedido a los hombres, que se comunica totalmente, les hace vivir de la misma vida, y éstos no pueden ya sino existir transfigurados en su presencia.

El paraí­so recreado. En la ciudad, del trono de Dios y del Cordero brota un rí­o de agua de vida, brillante como el cristal, y crece el árbol de la vida. Se encuentran aquí­ los motivos esenciales del Génesis (2,10), ampliados por los profetas (Ez 47,1-12). Mas no se trata de volver a los orí­genes. El paraí­so prometido es el cumplimiento de toda la historia de la salvación. La última imagen que ofrece el Ap es la de Dios Trinidad. Aparecen juntos, incluso rompiendo la coherencia lógica de la visión, ocupando el mismo trono de la divinidad, el Padre y Cristo, siendo el origen del torrente de agua cristalina. Y esta agua de vida que alimenta la humanidad es la fecundidad del Espí­ritu Santo. «En la cumbre de Jerusalén vemos la Trinidad toda entera: el Padre penetra toda la ciudad con su gloria, el Cordero la ilumina con su doctrina, el Espí­ritu la riega y hace nacer por todas partes la vida «Â¢. Así­ la imagen de la Trinidad queda perfectamente resaltada. La humanidad sólo puede existir ya en Dios Trinidad. Empieza el libro con una bendición trinitaria (1,4-5) y acaba, como una inclusión semí­tica, con otra imagen asimismo trinitaria, calificando el Apocalipsis como el libro de la Santa Trinidad. Al final de la historia la Trinidad constituye la única fuente de vida para la humanidad. Se cumple para ésta la aspiración del salmo 36,9-10: «Los humanos se acogen a la sombra de tus alai, se nutren de lo sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias; porque en ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz». Se realiza el anhelo profundo del hombre: «Hacia la luz mis ansias se consumen», ha escrito un poeta, F. Garcí­a Lorca. El Ap ha recreado esta aspiración con los sí­mbolos de una ciudad de luz, un templo de gloria y un paraí­so, donde brota impetuoso un torrente de agua de vida luminosa y crece el árbol de la vida inmortal. El Ap añade que estas condiciones de plenitud de vida son inmejorables; no existirá aquella maldición genesí­aca, pues el Diablo y la muerte ya han desaparecido (Gén 3,16-22; Ap 22,3); los hombres verán el rostro de Dios (22,4), es decir, Dios, como el futuro de la humanidad, lo que siempre su corazón ha ansiado (Ex 33,20; Sal 17,15; 42,3; 1 Cor 13,12; 1 Jn 3,2: «Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es».

[ -> Amor; Cielo; Comunión; Creación; Doxologí­a; Escatologí­a; Espí­ritu Santo; Hijo del Hombre; Historia; Iglesia; Jesucristo; Padre; Pascua; Sacerdocio; Salvación; Señor; Transcendencia; Trinidad.]
Francisco Contreras Molina

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

La literatura apocalí­ptica es un conjunto de escritos de revelación (en griego: apokálypsis) sobre realidades trascendentes o, por lo menos, fuera del alcance del hombre. Lo que se refiere a Dios, el origen del cosmos, de la historia, del hombre, es sometido en la apocalí­ptica a una interpretación global.

La apocalí­ptica nace quizás como una herencia cronológica del profetismo bí­blico para ofrecer una visión escatológica de la historia terrena. Así­ hay que leer algunos textos proféticos (ya apocalí­pticos) del Antiguo Testamento: Ez 38-39; 40-48; 1s 24-27. 34-35; Zac 1-14; y el libro de Daniel. Aquí­ el profeta/s~bio, en posesión de una ciencia alternativa, trascendente, interpreta las visiones diurnas u oní­ricas Y los enigmas del pasado, del presente y del futuro. Estos caracteres han inducido a algunos a pensar en una derivación de la apocalí­ptica a partir de la literatura sapiencial, aunque conservando fuertes connotaciones proféticas. Pero son más numerosos los textos de la apocalí­ptica judí­a extrabí­blica. A pesar de los influjos indudables de las literaturas mesopotámicas y de la diáspora judí­a en la aparición de la apocalí­ptica, ésta se hizo autónoma de todo intento de sincretismo, desarrollándose bastante más tarde de los tiempos del destierro, en la época macabea (1 70-64 a.C.), durante el intento polí­tico de hacer que degenerara la religiosidad judí­a (bajo el reinado tiránico del pagano Antí­oco 1V Epí­fanes). La apocalí­ptica es una reacción polémica que interpreta la situación histórica privada de la existencia profética, utilizando ciertos módulos consolidados del Antiguo Testamento y evocando el sueño mesiánico de un nuevo reino de 1srael. El vidente se convierte en sujeto de una intepretación de la historia en sentido alternativo y teológico, comparándola con el modelo divino. Todo queda reelaborado en sentido metahistórico y de oposición radical a la literatura pagana de revelación (P. Grelot). Los escritos más importantes de la apocalí­ptica judí­a son: el libro de Henoc, los Jubileos, los Escritos Sibilinos, los Testamentos de los doce patriarcas, los Salmos de Salomón, lét Asunción de Moisés, varios escritos de Oumrán, la Ascensión de Isaí­as, el 1V libro de Esdras, el Apocalipsis de Baruc y otros muchos. Es caracterí­stico de la apocalí­ptica un notable pesimismo, tanto histórico como antropológico. Leyendo la historia presente, la apocalí­ptica capta en ella la voluntad de Dios y – esto le permite dar un salto evolutivo: proyectar esa misma historia negativa en una perspectiva escatológica. Es caracterí­stico de la apocalí­ptica el uso de géneros literarios asombrosos, que los lectores antiguos eran capaces de descifrar mejor que los modernos: un rico simbolismo (que recurre a la mitologí­a de toda la cultura semí­tica), visiones, sueños, metáforas fantásticas, enigmas y cifras simbólicas que comprenden objetos, animales, plantas, realidades astrales, etc., fórmulas cabalí­sticas, un fuerte dualismo entre el cielo y la tierra, la lucha escatológica entre el mundo divino y las fuerzas del mal, ángeles y demonios (en connivencia con los hombres pecadores y paganos), etc. Esta lucha, en la que se van alternando victorias y derrotas parciales, culminará en una intervención masiva de Dios con el triunfo final de las fuerzas fieles y la perdición de los enemigos; un juicio escatológico sancionará la condenación de los impí­os al fuego eterno, la resurrección de los justos Y la renovación del cosmos. El Mesí­as és el sujeto celestial que vendrá a realizar esta obra polémica, una verdadera batalla cósmica, e inaugurar un señorí­o divino perenne sobre el universo. Semejante perspectiva está también parcialmente presente en el Nuevo Testamento. Es común a casi toda la apocalí­ptica el uso, llamado pseudonimia, de atribuir la paternidad del escrito a un autor ilustre del pasado (Henoc, Moisés, Elí­as, Isaí­as, Banlc, Esdras, etc.), reconocido unánirnemente como una autoridad profética o sapiencial. Lo mismo ocurrirá para el Nuevo Testamento, cuyos apócrifos serán atribuidos a diversos apóstoles. Hoy la ciencia bí­blica no deja va en el olvido, como en otros tiempos, el estudio de la apocalí­ptica, sino que la considera una ayuda importante para el conocimiento del Nuevo Testamento.
T Stacati

Bibl.: M. Delcor. Mito y tradición en la literatura apocalí­ptica, cristiandad, Madrid 1977; A, Paul, intertestamento, Verbo Divino, Estella 81994; F Contreras, Apocalí­ptica y milenarismo, en Reseña Bí­blica 7, Verbo Divino, Estella 1995.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO
I. Los escritos apocalí­pticos.

II. Génesis de la apocalí­ptica.
III. La forma literaria.
IV. La teologí­a:
1. La dialéctica de la historia;
2. íngeles y demonios
3. Escatologí­a;
4. El mesí­as y el hijo del hombre;
5. Lo especí­fico cristiano.

I. LOS ESCRITOS APOCALíPTICOS.
El primer paso que se impone para una comprensión de la apocalí­ptica es una verificación de los escritos que la expresan. Aun cuando la atribución de la mayor parte de los textos al género literario apocalí­ptico no presenta ninguna dificultad, sobre algunos de ellos los autores no están de acuerdo.

En realidad, no todos los escritos apocalí­pticos lo son en el mismo grado. Pero algunas caracterí­sticas literarias tí­picas permiten trazar un cuadro bastante completo. El primer apocalí­ptico en orden cronológico que se señala como tal es el libro de Ezequiel, que, especialmente en los capí­tulos 38-39, parece expresar, junto con la conciencia aguda de la misión profética y la exuberancia de la forma literaria, un primer sí­ntoma del paso de la profecí­a a la apocalí­ptica. También el libro de Isaí­as contiene algunas partes reconocidas como apocalí­pticas: el gran apocalipsis de Isaí­as, que comprende los capí­tulos 24-27, y que puede fecharse en el siglo v o más tarde, así­ como el pequeño apocalipsis de Isaí­as, que comprende los capí­tulos 34-35, de fecha más reciente. Encontramos luego, siguiendo siempre un probable orden cronológico, al Segundo Zacarí­as (Zac 9-14), que hay que situar después del destierro, y el libro de Daniel, que más que cualquier otro escrito del AT presenta las caracterí­sticas literarias de la apocalí­ptica. Se compuso probablemente entre el 167 y el 163 a.C.

En torno a Daniel encontramos todo un florecimiento de literatura apocalí­ptica: el representante más completo es el Libro de Henoc. Escrito en arameo, sólo nos ha llegado entero en la versión etiópica (por eso se le llama también el Libro etiópico de Henoc), que a su vez es traducción de una versión griega. El material es muy amplio: los 104 capí­tulos se dividen en secciones: libro de los Vigilantes (cc. 1-36), libro de las Parábolas (cc. 37-71), libro de la Astronomí­a (cc. 72-82), libro de los Sueños (cc. 83-90), epí­stola de Henoc (cc. 91-104). La fecha varí­a según las diversas partes; a excepción de algunos añadidos más tardí­os, se piensa que el libro se formó entre el 170 y el 64 a. C. El Libro de los Jubileos (llamado también Apocalipsis de Moisés o Pequeño Génesis) se interesa especialmente por la historia: presenta su desarrollo en perí­odos «jubilares» de cuarenta y nueve años; cada perí­odo se divide a su vez en siete semanas de años. Escrito en arameo, fue traducido al griego y del griego. al etiópico; es ésta la traducción que tenemos. La fecha es discutida, pero ordinariamente se piensa que fue escrito en el siglo n a.C.

De menor importancia, pero también significativo, es el libro III de los Oráculos sibilinos. Pertenece a una serie de libros llamados precisamente Oráculos sibilinos (15 en total, pero de los que se han perdido el IX, el X y el XV), que, copiando el estilo hermético de las sibilas, se esforzaban en presentar el mensaje judí­o o cristiano en los ambientes paganos. De naturaleza muy bien cuidada, el libro III fue escrito en parte a mediados del siglo n y en parte en el siglo i a. C.; algunos capí­tulos pueden fecharse en el siglo i d. C. Se refiere eminentemente a la ley de Moisés (la Sibila que habla es la nuera de Moisés), que, una vez puesta en práctica, acabará trayendo la paz escatológica.

El Testamento de los doce patriarcas, escrito en hebreo, nos ha llegado entero sólo en la traducción griega. El libro se presenta como expresión de las últimas voluntades de los 12 hijos de Jacob y tiene un carácter predominantemente parenético. La parte más propiamente apocalí­ptica está contenida en el «Testamento de Leví­».

Los Salmos de Salomón constituyen una colección de 18 salmos, escritos en hebreo, pero que se han conservado en griego y en una traducción sirí­aca dependiente del griego, completada hacia la segunda mitad del siglo i a.C. Los salmos de carácter apocalí­ptico son sobre todo el 17 y el 18.

La Asunción de Moisés, escrita probablemente en arameo, nos ha llegado en una versión latina. Más que de una asunción propia y verdadera (descrita en una parte que se ha perdido), se trata de una predicción interpretativa de la historia desde la entrada en Canaán hasta los dí­as del autor (6 a.C.-30 d.C.); la perspectiva final se abre a la conclusión escatológica.

También en la literatura de Qumrán encontramos varios escritos reconocidos como apocalí­pticos, por ejemplo, el libro de las Doctrinas misteriosas (1Q Myst), la descripción de la Nueva Jerusalén (5Q JN), la Oración de Nabónides (4Q Pr N), el Pseudo-Daniel (4Q Ps Dan) y el Rollo de Melquisedec (11Q Melch).

También en el ámbito del NT encontramos algunos escritos apocalí­pticos. Antes del Apocalipsis de Juan se encuentran ya elementos claramente apocalí­pticos, pero que no pueden separarse del cuadro de conjunto en que están insertos. El más conocido es el Apocalipsis sinóptico, el discurso escatológico de Jesús (Mar 13:131; Mat 24:1-44; Luc 21:5-36): la narración de Marcos es reelaborada por Mateo y Lucas, pero siempre dentro de un estilo tí­picamente apocalí­ptico, que se aparta claramente del que es usual en los evangelios. También algunos trozos de Pablo presentan las caractérí­sticas del estilo literario apocalí­ptico, como 1Ts 4:16-17; 2Ts 2:1-12; 1Co 15:20-28. Esta misma observación vale para 2Pe 3:1-13 y, aunque en proporción menor, para la carta de Judas.

La apocalí­ptica, presente sin duda en el NT, no se detiene en él, sino que continúa desarrollándose posteriormente durante algunos siglos en dos filones distintos, aunque con influencias mutuas: el judí­o y el cristiano.

En el filón judí­o encontramos la Ascensión de Isaí­as (su primera parte se llama también Martirio de Isaí­as). El libro nos ha llegado en etiópico y, parcialmente, en latí­n. Con algunos elementos de clara tradición judí­a (como el martirio de Isaí­as partido en dos) se mezclan otros de origen cristiano, hasta tal punto que es imposible establecer una distinción clara.

Todaví­a en la lí­nea judí­a encontramos la Vida de Adán y Eva, escrita en arameo, reconstruida según las varias versiones, especialmente latinas y griegas (estas últimas llevan impropiamente el tí­tulo de Apocalipsis de Moisés). Escrito probablemente en la primera mitad del siglo r d.C. (antes del año 70), el libro es un comentario midrásico a los datos bí­blicos relativos a Adán y Eva. Mayor importancia tiene el Apocalipsis de Abrahán: poseemos el texto eslavo, traducido del griego. El grifo parece haber sido escrito a finales del siglo t d.C. La parte propiamente apocalí­ptica (cc. 9-32) nos presenta una visión de Abrahán que, en contacto directo con Dios, ve el devenir de la historia en su sentido religioso: el hombrees responsable de ello y será castigado o premiado en el jucio que se avecina: las fuerzas paganas serán destruidas por el fuego, y Dios, al sonido de la trompeta, reunirá a sus elegidos. El Testamento de Abrahán constituye igualmente un apocalipsis judí­o cuyo texto griego actual es la traducción de un original semita escrito en el siglo t d.C.Presenta una acentuación marcadamente escatológica e individual; se aparecen en visión a Abrahánlos tres tipos de juicio que se llevarán a cabo y en los que se decidirá el destino de cada alma.

El libro de los secretos de Henoc (llamado también II Henoc o Menoc eslavo) fue escrito en griego en los siglos i y it d.C.;pero sólo nos queda una versión eslava. Las interpolaciones cristianas, particularmente numerosas y evidentes, le dan al libro un aspecto arreglado y sincretista, haciendo dudar incluso de su origen judí­o. Henoc describe los siete cielos que va atravesando; después su atención se centra en la tierra: se le revela la historia hasta el diluvio, y luego una panorámica de la era presente, que después de siete perí­odos de mil años llegará a su conclusión final.

El libro IV de los Oráculos sibilinos, por su alusión a la erupción del Vesubio del 79 d.C., parece ser que se escribió a finales del siglo i. Presenta las caracterí­sticas propias del grupo de libros sibilinos anteriormente recordados.

Tiene un relieve especial el IV libro de Esdras (llamado también Apocalipsis de Esdras). La versión latina (Vulgata) añadió a lo que era presumiblemente el original arameo algunos capí­tulos (1-2; 15-16) que no se encuentran en las otras traducciones que conocemos (sirí­aca, etiópica, árabe, aramea) y que representan otras tantas interpolaciones cristianas. Parece haber sido escrito a finales del siglo t d.C. El libro, sustancialmente unitario a pesar de su carácter un tanto farragoso, se divide en siete visiones sucesivas que, con diversas imágenes, expresan una renovación radical de la situación presente de pecaminosidad: intervendrá Dios y, después de un reinado mesiánico de cuatrocientos años, juzgará a los individuos, destruirá con el fuego a sus enemigos y sustituirá la Jerusalén actual por una Jerusalén nueva y definitiva.

El II Libro de Baruc, llamado también Apocalipsis de Baruc, fue compuesto a finales del siglo I o comienzos del II d.C. Se escribió en arameo, pero sólo tenemos su versión griega. Baruc se preocupa de la historia presente y futura: los justos serán oprimidos, pero resucitarán y tendrán cuerpos celestiales; las fuerzas hostiles, como las del imperio romano, serán derrotadas. A1 final vendrá el mesí­as y establecerá su reino.

El III Libro de Baruc, llamado también Apocalipsis griego de Baruc, fue escrito en griego, en el siglo n d.C.; queda de él un resumen en griego y una traducción sintética en eslavo. El libro tiene la forma literaria de un viaje a través de cinco de los siete cielos; el autor constata, entre otras cosas, la mediación de los ángeles y la función decisiva de las oraciones.

Con el libro IV de los Oráculos sibilinos cesa prácticamente la gran apocalí­ptica judí­a, al menos de las obras que han llegado hasta nosotros.

También en un filón especí­ficamente cristiano se desarrolla la apocalí­ptica, a partir del Apocalipsis de Juan. Contemporáneo o algo posterior al Apocalipsis de Juan es el capí­tulo 16 de la Didajé (100-150), que recoge las ideas y las imágenes del apocalipsis sinóptico y de 2Tes 2.

La Asunción de Isaí­as, unida a la Ascensión de Isaí­as judí­a, se escribió en griego entre los años 100 a 150 d.C. El libro se divide en dos partes: el martirio de Isaí­as y su asunción al cielo, en donde se revelan las luchas que la Iglesia y los individuos tendrán que sostener antes de la conclusión positiva final
Del Apocalipsis de Pedro, escrito en griego por el 135, nos quedan un largo fragmento (llamado «fragmento de Akmin», publicado en el 1887) y una traducción etiópica (publicada en el 1910). En el gran marco de la conclusión positiva de la lucha entre el bien y el mal, presentada con mentalidad sincretista, se dedica una atención especial al premio escatológico de los buenos y al castigo de los malvados.

El Pastor fue escrito por Hermas por el 150. Su plena pertenencia a la literatura apocalí­ptica es discutida por los autores. Su punto de contacto con la apocalí­ptica es la forma literaria de visiones.

El IV Libro de Esdras (cf supra) recoge, en las antiguas Biblias en latí­n, dos capí­tulos iniciales (1-2) y dos finales (15-16) que faltan en las versiones orientales y que constituyen una obra apocalí­ptica cristiana. Los dos primeros capí­tulos se suelen llamar V Esdras y los dos últimos VI Esdras. El texto original estaba en griego.

El V Esdras se compone de dos partes: 1,4-2,9: mensaje de maldición contra Israel por su infidelidad; 2,1048: mensaje de exhortación y promesas (la nueva Jerusalén) al pueblo cristiano. Se escribió por el año 200.

El VI Esdras contiene varios «Â¡ay!» contra las potencias enemigas de Dios, expresadas en sí­mbolos (Babilonia, Asia, Egipto). A los cristianos, perseguidos y oprimidos, se les hace vislumbrar la victoria final. La fecha de composición oscila entre el 250 y el 300.

En la colección de los Oráculos sibilinos (cf supra) figuran también partes cristianas, que se encuentran insertas en los oráculos sibilinos judí­os o bien tienen un desarrollo autónomo. La fecha más probable de las partes cristianas es la mitad del siglo 11. Las partes que se pueden identificar con mayor probabilidad como cristianas son las siguientes: libro 1, versí­culos 323-400; libro II, versí­culos 34-56 y 150-347; libro VI, versí­culos 1-25; libro VII, entero; libro VIII entero (excepto algún que otro-verso).

El Apocalipsis de-Pablo se compuso en griego en la primera mitad del siglo III. De naturaleza ecléctica, la obra presenta dos visiones de Pablo, que ha subido hasta el tercer cielo. Pablo ve toda una serie de cuadros, que le va explicando un ángel: los justos son premiados, los malvados son castigados según diversas categorí­as, con interrupciones momentáneas (los domingos) de sus penas.

El juicio de san Agustí­n (» … personas frí­volas, con una presunción loca han inventado el Apocalipsis de Pablo…, lleno de no sé cuántas fábulas», recogido por M. Erbetta es quizá demasiado severo. Pero estamos ya en el ocaso de la verdadera apocalí­ptica -que apreciaba san Agustí­n- y se va cayendo en una pura y simple descripción imaginativa del más allá, del juicio, de las penas, de los premios. El estilo se va haciendo cada vez más artificioso.

Volvemos a encontrar estas caracterí­sticas decadentes en la serie de «Apocalipsis» tardí­os, que a veces se conservan tan sólo en fragmentos, como el Apocalipsis de Tomás (¿antes del siglo v?), el Apocalipsis de Sofoní­as (el texto copto fue escrito por el 400), el Apocalipsis de Elí­as (¿finales del siglo iv?), el Apocalipsis de Zacarí­as, tres Apocalipsis de Juan (ss. v, vi-vii, xi), dos Apocalipsis de Marí­a (ss. vii, ix), el Apocalipsis de Esteban (s. v, del que sólo hay noticias indirectas).

II. GENESIS DE LA APOCALíPTICA.
En el origen de la apocalí­ptica se impone un hecho: sucede cronológicamente a la gran profecí­a, aun cuando la presencia mutua de elementos caracterí­sticos de una corriente en la otra impide pensar en una separación histórica violenta.

Partiendo de este dato de hecho, algunos autores consideran que la apocalí­ptica es, bajo otras formas, una continuación de la profecí­a: representarí­a la antí­tesis de tipo profético a la tendencia legalista, que encuentra en el movimiento farisaico su expresión más patente (Charles, Rowley, Frost, Russel, Eissfeldt).

Pero esta solución no convence del todo. La gran apocaliptica, especialmente en el libro de Daniel, presenta rasgos indudablemente sapienciales. El primero y más destacado es la existencia de una interpretación, de un desciframiento de enigmas, expresados en sueños, visiones o imágenes de otro tipo. Y a Daniel se le designa expresamente como un sabio (cf Dan 2:48). ¿Por qué, entonces, no ver la apocalí­ptica como un desarrollo de la literatura sapiencia¡? (G. von Rad). Sobre todo si se tiene en cuenta que el estilo profético en su sentido más pleno parece haber sido empleado, a partir del siglo v, sólo por Juan Bautista y por Jesús (J. Wellhausen, G. Duhm), mientras que la apocalí­ptica se ocupa del plan general de Dios sobre la historia (O. Plóger, D. Rössler).

¿Origen profético u origen sapiencial? Una mirada a la situación histórica judí­a sugiere una tercera solución. Las causas que llevan a un agotamiento de la gran profecí­a son múltiples. Una de las más evidentes hay que buscarla en el hecho de que, tras la vuelta del destierro, habí­a desaparecido el elemento polí­tico oficial. Cesaba así­ aquella antí­tesis dialéctica entre el rey y el profeta que encontramos en tantas grandes figuras proféticas, desde Elí­as hasta Jeremí­as. Esta antí­tesis acaba con la destrucción de Jerusalén y con Ezequiel, que es un profeta tí­pico del drama religioso de la destrucción y, a la vez, es también el primer apocalí­ptico. Una vez reconstruido el templo y reorganizado el culto, nace una religiosidad nueva, que se desarrolla casi durante dos siglos.

La situación socialmente aséptica y tranquila supone, por una parte, la posibilidad de una profundización y de un desarrollo sin perturbaciones; por otra, eliminando los diversos tipos de antí­tesis (religión-polí­tica, religiosidad-culto, disparidades sociales-religión, etc.), le quita a la profecí­a tradicional su espacio de supervivencia.

En el pueblo judí­o no existe ya libertad polí­tica. Se da, sin embargo, una notable libertad para la vida religiosa, que se desarrolla y se profundiza unidireccionalmente, casi por su propia cuenta, sin la confrontación obligada con la situación polí­tica y social. Una nueva prueba de esta profundización silenciosa que se ha llevado a cabo se tiene cuando los dominadores polí­ticos intentan entrar en el terreno religioso (Antí­oco IV Epí­fanes); entonces la reacción es tan fuerte que se convierte en sublevación polí­tica.

En este punto nace la verdadera y auténtica apocalí­ptica. Es fruto, por una parte, de la profundización religiosa que fue madurando en el AT; y por otra, de la urgencia imprevista de interpretar religiosamente unos hechos nuevos y desconcertantes, como las persecuciones de Antí­oco IV Epí­fanes. La apocalí­ptica intenta aplicar a la historia concreta la visión religiosa del AT. Para hacer posible el paso de las categorí­as religiosas abstractas a una interpretación válida de los hechos, interviene una forma nueva de discernimiento sapiencial. El sabio es aquel que, por un lado, sabe comprender el plan de Dios sobre la historia en sus dimensiones fundamentales y lo sabe explicar; por otro lado, sabe identificar y señalar las implicaciones concretas que atañen al comportamiento de los personajes contemporáneos. Los hechos históricos desconcertantes provocan una exigencia de lectura profética, que se realiza de una forma en la que ocupa un papel predominante el intérprete sabio. Vuelven a nacer la sabidurí­a y la profecí­a, pero constituyen ahora una nueva sí­ntesis original: «La apocalí­ptica es una hija legí­tima de la profecí­a, aunque tardí­a y particular, la cual, aunque no sin haber sido instruida en sus años juveniles, se fue abriendo a la sabidurí­a con el correr de los años» (P. von der Osten-Sacken, Die Apokalyptik in ihrem Verhültnis zu Prophetie und Weisheit, München 1969, 63). Un desarrollo análogo se encuentra en la apocalí­ptica cristiana. Las expresiones más antiguas que tenemos -Pablo, apocalipsis sinóptico- muestran una clara dependencia de la apocalí­ptica judí­a en su contenido teológico y en su forma literaria. Pero en el I Apocalipsis de Juan la apocalí­ptica cristiana encuentra su propia expresión original y autónoma, que la distingue también de la judí­a. El vací­o en el tiempo que habí­a habido en el área judí­a entre la profecí­a y la apocalí­ptica aquí­ simplemente no existe. El Apocalipsis de Juan se presenta expresamente como «profecí­a» (Apo 1:3); la función del sabio la ejerce aquí­ la comunidad que escucha (cf Apo 1:3), la cual tiene que utilizar «la mente que tiene sabidurí­a» (cf Apo 13:18) tanto en la interpretación del mensaje del Espí­ritu como en el desciframiento y en la aplicación del sí­mbolo a la realidad histórica.

Nacido en tiempo de «tribulación» (Apo 1:9), como eí­ libro de Daniel, el Apocalipsis de Juan, lo mismo y más aún que el de Daniel, presenta ciertas categorí­as teológicas que habrá que aplicar en todos los tiempos. La Iglesia podrá siempre, descifrando el mensaje y aplicándolo a su simultaneidad histórica, interpretas su propia hora, con la misma validez y eficacia incisiva de la gran profecí­a del AT.

Efectivamente, el Apocalipsis de Juan, más que de la apocalí­ptica judí­a precedente, depende en gran parte del AT; la experiencia profunda, quizá litúrgica, del mensaje del NT le lleva a una reelaboración original del AT, al que nunca se cita expresamente. Se tiene así­ una sí­ntesis nueva del contenido religioso tanto del AT como del NT, que habrá de aplicarse en la interpretación histórica.

Los apocalipsis cristianos sucesivos ofrecerán muchos elementos útiles de clarificación, pero raras veces añadirán otros nuevos. El nivel, aunque notablemente rebajado en comparación con el del Apocalipsis de Juan, se mantendrá durante algún tiempo, para degenerar luego, con el correr del tiempo, en simples fantasí­as.

III. LA FORMA LITERARIA.
Nacida a impulsos del afán de contactar con la revelación divina anterior, que fue madurando y que se profundizó en el trato con el campo fluido de la historia, la apocalí­ptica tení­a que recurrir al sí­mbolo. Una exposición sin sí­mbolos se habrí­a resuelto fácilmente o en una repetición del mensaje teológico anteriormente madurado, pero sin ninguna vinculación con. las realidades históricas concretas, o bien en una exposición de los hechos con una interpretación religiosa inevitablemente circunscrita.

Para la apocalí­ptica el simbolismo es una exigencia endógena [I Sí­mbolo].

El punto de partida del simbolismo apocalí­ptico es el sueño; el sueño constituí­a en la mentalidad antigua, incluso en la bí­blica, un modo de entrar en contacto con Dios, una forma de revelación de Dios al hombre (cf Gén 37:5.10; Sab 18:17; Job 4:1221; Dan 7:1; Joe 3:1; etc.), pero que luego tiene necesidad en concreto de la interpretación de un sabio iluminado y ayudado por Dios (cf Gén 41:8.38; Dan 4,Ss.15; Dan 5:11.14).

Al evolucionar, el sueño se convierte en visión: un cuadro simbólico, a veces lí­mpido y preciso, pero de, ordinario sobrecargado de imágenes. Tal es la forma habitual de expresarse de la apocalí­ptica: la función del sabio que interpreta la desarrolla en parte un ángel, llamado precisamente ángel intérprete, que es una figura constante en la apocalí­ptica, y en parte el mismo que lee o que escucha el mensaje: la comunidad, los discí­pulos, los «hijos» del apocalí­ptico que han sido invitados a escuchar, a convertirse, pero sobre todo a comprender.

El contenido de las visiones se expresa a través de diversas cifras simbólicas que, por repetirse con una cierta constancia, constituyen una de las caracterí­sticas literarias más tí­picas de la apocalí­ptica. El sí­mbolo más llamativo suelen ser las convulsiones cósmicas: el sol, la luna, las estrellas cambian de naturaleza; la tierra tiembla y sobre ella se ciernen fenómenos particulares, totalmente fuera del curso ordinario de las cosas. De este modo se señala una presencia muy especial de Dios en el desarrollo de la historia que, presente en la evolución de los hechos, los orienta hacia una consumación positiva que supere el mal o potencie infinitamente el bien. Bajo el impulso de Dios, el mundo actual tendrá que cambiar.

Es tí­pico de la apocalí­ptica el simbolismo teriomórfico. Intervienen a menudo seres fuera de lo normal e incluso monstruosos, que desempeñan a veces el papel de protagonistas. De este modo se refieren a una esfera de realidad y de acciones que está por encima del simple nivel humano, pero por debajo del nivel propio de Dios.

El simbolismo aritmético, quizá de origen persa, atribuye generalmente a los números un valor cualitativo, más allá del valor cuantitativa que tiene en el lenguaje normal. Este valor a veces sigue siendo genérico, pero a veces se determina y se hace especí­fico; así­, por ejemplo, el número 7 y sus múltiplos indican la totalidad; la mitad de 7 y las fracciones indican la parcialidad; 1000 es el número de Dios, etc.

En dependencia del AT, la apocalí­ptica recoge y reelabora muchos de sus elementos simbólicos: el cielo es la zona propia de Dios, y señala la trascendencia; la tierra es la zona propia de los hombres, en donde se desarrollan los hechos de su historia; el abismo (el mar) es el depósito del mal, etc.

Una forma literaria tí­pica de la apocalí­ptica, que aparece también en los escritos sapienciales, es la pseudonimia. El autor se expresa en primera persona, pero sin decir su verdadero nombre; se presenta como un personaje conocido del pasado remoto o reciente, con el que siente cierta afinidad y al que considera particularmente adecuado para pronunciar su mensaje. De este modo vamos escuchando a Henoc, a Moisés, a Elí­as, a Isaí­as, a Baruc, a Esdras, a Juan, a Pedro, a Pablo, etc. Esta evocación de los personajes del pasado nace de la exigencia de la apocalí­ptica de unir el pasado con el presente. No se trata de una falsedad literaria -eso serí­a increí­ble-,sino de un recurso literario de eficacia particular.

IV. LA TEOLOGíA.
La apocalí­ptica se propone una meta atrevida, que no siempre logra alcanzar plenamente: la lectura de la historia concreta a la luz de un mensaje religioso anterior.

Es posible trazar un cuadro a grandes rasgos de los elementos que están implicados en esta función.

La apocalí­ptica tiene como materia especí­fica los hechos de la historia. Pero los hechos no se ven ni se prevén en los detalles de su crónica. Tienen una lógica superior, un hilo que los liga por encima de cada episodio; existe un plan que los encierra y los engloba a todos ellos; es el plan de Dios, creador y artí­fice trascendente de la historia. Los hechos «tienen que acaecer»; están unidos entre sí­ en un proyecto de Dios, proyecto que no se le revela al hombre en su totalidad, sino sólo en aquellos puntos de referencia orientativos que le permiten captar el sentido religioso de su situación.

1. LA DIALECTICA DE LA HISTORIA. Dado que la apocalí­ptica se ocupa de la aplicación interpretativa de un mensaje religioso a los hechos que «han de acaecer», adquiere un relieve especial en el cuadro de su teologí­a la concepción dualista de la historia.

La historia se desarrolla linealmente hacia una conclusión, pero su desarrollo es de tipo dialéctico: se realiza a través de un choque entre el bien y el mal, concretamente entre los justos y los malvados, identificados estos últimos normalmente con los paganos. Este choque se desplaza del plano individual al colectivo, y afecta a grupos sociales de diversa extensión: categorí­as, centros de poder, estados, etc. No es un dualismo de tipo maniqueo. Por encima de las vicisitudes humanas y, en. cierto modo, envuelto en ellas, está Dios, dueño absoluto de la historia y de su desarrollo.

2. íNGELES Y DEMONIOS. Es tí­pica de toda la apocalí­ptica una presencia acentuada de los /ángeles y de los demonios. Siempre se les ve a los unos y a los otros por debajo de Dios y por encima del puro nivel humano. Normalmente no se hace ninguna lucubración sobre su identidad, pero se acentúa su función dialéctica: participan en el choque entre el bien y el mal que se desarrolla en la historia, hasta llegar a convertirse en sus protagonistas especiales. Pero el choque no suele ser directo; tanto los unos como los otros tienden a insinuarse en el mundo de los hombres y a obrar con los hombres y por medio de ellos.

3. ESCATOLOGíA. El contraste se desarrolla en una serie de episodios dramáticos. Cabe la posibilidad de una victoria de las fuerzas hostiles a Dios; esto significará, por otra parte, persecuciones, sufrimientos, tribulaciones, muerte… Habrá también perí­odos de victoria de las fuerzas positivas; pero esto no tiene que engañarnos, ya que las potencias del mal siguen estando activas. A1 final llegará la conclusión: las fuerzas positivas vencerán definitivamente, y las negativas no sólo quedarán derrotadas, sino que desaparecerán por completo, aniquiladas por una intervención de Dios que se indica con imágenes múltiples y diversas (juicio, derrota campal, fuego que baja del cielo, etcétera).

La situación definitiva que se constituye de este modo traerá consigo la resurrección, una renovación radical del ambiente en el que se desarrollará la vida, que ya no se verá acechada por las dificultades y limitaciones de ahora (muerte, enfermedad, cansancio).

En este marco se le atribuye una importancia destacada a la situación de los justos que desaparecieron de la escena de este mundo. Aguardan la conclusión final, están seguros; los malos ya no pueden hacer daño ni librarse del juicio de Dios; los buenos están ya parcialmente recompensados y colaboran con sus oraciones al desarrollo positivo de la historia.

4. EL MESíAS Y EL HIJO DEL HOMBRE. El gran protagonista que impulsa hacia su conclusión positiva el choque entre las fuerzas positivas y las negativas es el «mesí­as». Se recogen y condensan los datos que se encuentran sobre él en el AT; en la apocalí­ptica judí­a surge ya con claridad la figura del mesí­as elegido por Dios: hijo de Dios, resume en sí­ toda la fuerza que Dios manifiesta en la «guerra santa» del AT. Sabrá derrotar a todos los enemigos del pueblo de Dios, realizando de este modo el reino definitivo, que coincide con la situación escatológica final. El reino de Dios realizado por el mesí­as no será una situación soñada, sino que tendrá su concreción. Esta llega a veces hasta el punto de que se afirma la existencia de un reino del mesí­as, previo al reinado final, de duración limitada. La concepción de un reino mesiánico preescatológico ronda por toda la apocalí­ptica, asumiendo duraciones, tonos y contenidos diversos: situación de premio, participación funcional en el reino definitivo en devenir, expresión puramente simbólica de la presencia activa del mesí­as en la historia. Relacionada más o menos estrechamente con el mesí­as, identificada a veces con ella, está la figura enigmática del «hijo del hombre». Expresión inicial probablemente de una personalidad corporativa y casi identificado con el pueblo, el hijo del hombre adquiere poco a poco un relieve más marcadamente personal. En unión con el mesí­as, subraya su vinculación con la historia propia de los hombres [l Jesucristo III; I Mesianismo].

5. LO ESPECíFICO CRISTIANO. Las persecuciones de Antí­oco IV Epí­fanes habí­an hecho tomar bruscamente conciencia de que en el AT el material religioso que habí­a madurado estaba dispuesto para ser aplicado a la historia. Un fenómeno análogo se verifica para la apocalí­ptica del NT. El cristianismo habí­a tenido contactos interesantes, pero esporádicos, con la sociedad civil no cristiana. Con las persecuciones llega una sacudida que obliga a mirar cara a cara una realidad social compleja y ordinariamente hostil; resulta irremediable una confrontación teológica global. Obligada a enfrentarse con los hechos, la apocalí­ptica cristiana consigue expresar su mejor mensaje, que encontramos especialmente en el Apocalipsis de Juan. Los temas teológicos que habí­an aparecido en la apocalí­ptica judí­a encuentran así­ una profundización caracterí­stica. Dios, señor de la historia, es trascendente y nunca se le describe en sus rasgos, pero está presente y envuelto en la historia, que es a la vez salvación y creación. Y sobre todo, incluso teniendo en cuenta la historia tal como se desarrolla, Dios es Padre de Jesucristo (cf Apo 1:6; Apo 3:21).

La figura central del mesí­as y la otra más fluida del hijo del hombre de la apocalí­ptica judí­a confluyen en Cristo y encuentran en él una expresión nueva, inconcebible a nivel del AT: en Cristo mesí­as (cf Ap 12 10) e hijo del hombre (cf Apo 1:13; Apo 14:14), aparecen los atributos operativos de Dios mismo. Se da una cierta intercambiabilidad entre ellos: son Padre e Hijo, y esto lleva su acción en la historia a un nivel vertiginoso de paridad recí­proca: Dios «vendrá» en Cristo y Cristo será llamado alfa y omega, no menos que Dios (cf Apo 1:4 y 1,7; 1;8 y 22,13). Se da un desplazamiento de perspectiva también en lo que se refiere a las fuerzas intermedias, entre el cielo y la tierra, que colaboran en el desarrollo de la historia de los hombres. Lo demoní­aco se hace más histórico la conexión entre las fuerzas del abismo y la historia humana se hace más estrecha y más completa: afecta al Estado, a los centros de poder negativos, a «Babilonia», a la concreción consumista de la ciudad secular (cf Apo 17:1-18).

Las fuerzas positivas reciben mayor claridad e importancia: los ángeles colaboran con el hijo del hombre (Apo 14:14-20); el hijo del hombre asocia a su acción activa al pueblo que le sigue (cf Apo 1:5 y 19,14). Y el mesí­as hijo del hombre es presentado audazmente como una fuerza positiva inmersa en la historia al lado y en contraste con las fuerzas hostiles (cf 6,1-2).

En sí­ntesis: aunque no podamos compartir la afirmación de E. Kasemann, según el cual la apocalí­ptica es la madre de toda la teologí­a cristiana, no podemos desconocer el papel que ha representado la apocalí­ptica en el paso de los hechos brutos de la historia de la salvación a su comprensión teológica. Precisamente porque su especificidad está en la interpretación sapiencial de la realidad dialéctica y fluida de los hechos, la apocalí­ptica estimula la formulación de todos aquellos elementos del mensaje religioso que necesita en su interpretación. A1 mismo tiempo, la constante apelación a la realidad en que se vive ahora y al futuro que se prepara impide a la teologí­a propiamente apocalí­ptica degenerar en fantasí­a o girar ociosamente en torno a sí­ misma.

U. Vanni

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Sumario; 1. Los escritos apocalí­pticos. †˜. Génesis de la apocalí­ptica. III. La forma literaria.
IV†™. La teologí­a: 1. La dialéctica de la historia; 2. Angeles y demonios; 3. Escatologí­a; 4. El me-sí­as y el hijo del hombre; 5. Lo especí­fico cristiano.
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1. LOS ESCRITOS APOCALIPTICOS.
El primer paso que se impone para una comprensión de la apocalí­ptica es una verificación de los escritos que la expresan. Aun cuando la atribución de la mayor parte de los textos al género literario apocalí­ptico no presenta ninguna dificultad, sobre algunos de ellos los autores no están de acuerdo.
En realidad, no todos los escritos apocalí­pticos lo son en el mismo grado. Pero algunas caracterí­sticas literarias tí­picas permiten trazar un cuadro bastante completo. El primer apocalí­ptico en orden cronológico que se señala como tal es el libro de Eze-quiel, que, especialmente en los capí­tulos 38-39, parece expresar, junto con la conciencia aguda de la misión profética y la exuberancia de la forma literaria, un primer sí­ntoma del paso de la profecí­a a la apocalí­ptica. También el libro de Isaí­as contiene algunas partes reconocidas como apocalí­pticas: el gran apocalipsis de Isaí­as, que comprende los capí­tulos 24-27, y que puede fecharse en el siglo?? más tarde, así­ como el pequeño apocalipsis de Isaí­as, que comprende los capí­tulos 34-35, de fecha más reciente. Encontramos luego, siguiendo siempre un probable orden cronológico, al Segundo Zacarí­as (Za 9-14), que hay que situar después del destierro, yel libro de Daniel, que más que cualquier otro escrito del AT presenta las caracterí­sticas literarias de la apocalí­ptica.
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Se compuso probablemente entre el 167 y el 163 a.C.
En torno a Daniel encontramos todo un florecimiento de literatura apocalí­ptica: el representante más completo es el Libro de Henoc. Escrito en arameo, sólo nos ha llegado entero en la versión etiópica (por eso se le llama también el Libro etiópico de Henoc), que a su vez es traducción de una versión griega. El material es muy amplio: los 104 capí­tulos se dividen en secciones: libro de los Vigilantes (cc. 1-36), libro de las parábolas (cc. 37-71), libro de la Astronomí­a (cc. 72-82), libro de los Sueños (cc. 83-90), epí­stola de Henoc (cc. 91-1 04). La fecha varí­a según las diversas partes; a excepción de algunos añadidos más tardí­os, se piensa que el libro se formó entre el 170 y el 64 a.C. El Libro de los Jubileos (llamado también Apocalipsis de Moisés o Pequeño Génesis) se interesa especialmente por la historia: presenta su desarrollo en perí­odos †˜jubilares de cuarenta y nueve años; cada perí­odo se divide a su vez en siete semanas de años. Escrito en arameo, fue traducido al griego y del griego al etiópico; es ésta la traducción que tenemos. La fecha es discutida, pero ordinariamente se piensa que fue escrito en el siglo II a.C.
De menor importancia, pero también significativo, es el libro III de los Oráculos sibilinos. Pertenece a una serie de libros llamados precisamente Oráculos sibilinos (15 en total, pero de los que se han perdido el IX, el X y el XV), que, copiando el estilo hermético de las sibilas, se esforzaban en presentar el mensaje judí­o o cristiano en los ambientes paganos. De naturaleza muy bien cuidada, el libro III fue escrito en parte a mediados del siglo II y en parte en el siglo 1 a.C; algunos capí­tulos pueden fecharse en el siglo 2 d.C. Se refiere eminentemente a la ley de Moisés (la Sibila que habla es la nuera de Moisés), que, una vez puesta en práctica, acabará trayendo la paz escatológica.
El Testamento de los doce patriarcas, escrito en hebreo, nos ha llegado entero sólo en la traducción griega. El libro se presenta como expresión de las últimas voluntades de los 12 hijos de Jacob y tiene un carácter predominantemente parenético. La parte más propiamente apocalí­ptica está contenida en el †œTestamento de Leví­†.
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Los Salmos de Salomón constituyen una colección de 18 salmos, escritos en hebreo, pero que se han conservado en griego y en una traducción sirí­aca dependiente del griego, completada hacia la segunda mitad del siglo 1 a.C. Los salmos de carácter apocalí­ptico son sobre todo el 17 y el 18.
La Asunción de Moisés, escrita probablemente en arameo, nos ha llegado en una versión latina. Más que de una asunción propia y verdadera (descrita en una parte que se ha perdido), se trata de una predicción interpretativa de la historia desde la entrada en Canaán hasta los dí­as del autor (6 a.C.-30 d.C); la perspectiva final se abre a la conclusión escatológica.
También en la literatura de Qum-rán encontramos varios escritos reconocidos como apocalí­pticos, por ejemplo, el libro de las Doctrinas misteriosas (1Q Myst), la descripción de la Nueva Jerusalén (5Q JN), la Oración de Nabónides (4Q Pr N), el Pseudo-Daniel (4Q Ps Dan) y el Rollo de Melquisedec (11 Q Melch).
También en el ámbito del NT encontramos algunos escritos apocalí­pticos. Antes del Apocalipsis de Juan se encuentran ya elementos claramente apocalí­pticos, pero que no pueden separarse del cuadro de conjunto en que están insertos. El más conocido es el Apocalipsis sinóptico, el discurso escatológico de Jesús (Mc 13,1-31; Mt 24,1-44; Lc 21,5-36): la narración de Marcos es reelaborada por Mateo y Lucas, pero siempre dentro de un estilo tí­picamente apocalí­ptico, que se aparta claramente del que es usual en los evangelios. También algunos trozos de Pablo presentan las caracterí­sticas del estilo literario apocalí­ptico, como lTh 4,16-17; 2Th 2,1-12; iCo 15,20-28. Esta misma observación vale para 2P 3,1-13 y, aunque en proporción menor, para la carta de Judas.
La apocalí­ptica, presente sin duda en el NT, no se detiene en él, sino que continúa desarrollándose posteriormente durante algunos siglos en dos filones distintos, aunque con influencias mutuas: el judí­o y el cristiano.
En el filón judí­o encontramos la Ascensión de Isaí­as (su primera parte se llama también Martirio de Isaí­as) El libro nos ha llegado en etiópico y, parcialmente, en latí­n. Con algunos elementos de clara tradición judí­a (como el martirio de Isaí­as partido en dos) se mezclan otros de origen cristiano, hasta tal punto que es imposible establecer una distinción clara.
Todaví­a en la lí­nea judí­a encontramos la Vida de Adán y Eva, escrita en arameo, reconstruida según las varias versiones, especialmente latinas y griegas (estas últimas llevan impropiamente el tí­tulo de Apocalipsis de Moisés). Escrito probablemente en la primera mitad del siglo 1 d.C. (antes del año 70), el libro es un comentario midrásico a los datos bí­blicos relativos a Adán y Eva. Mayor importancia tiene el Apocalipsis de Abrahán: poseemos el texto eslavo, traducido del griego. El griego parece haber sido escrito a finales del siglo i d.C. La parte propiamente apocalí­ptica (cc. 9-32) nos presenta una visión de Abrahán que, en contacto directo con Dios, ve el devenir de la historia en su sentido religioso: el hombre
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es responsable de ello y será castigado o premiado en el jucio que se avecina:. las fuerzas paganas serán destruidas por el fuego, y Dios, al sonido de la trompeta, reunirá a sus elegidos. El Testamento de Abrahán constituye igualmente un apocalipsis judí­o cuyo texto griego actual es la traducción de un original semita escrito en el siglo i d.C. Presenta una acentuación marcadamente escatológica e individual; se aparecen en visión a Abrahán los tres tipos de juicio que se llevarán a cabo y en los que se decidirá el destino de cada alma.
El libro de los secretos de Henoc (llamado también II Henoc o Henoc eslavo) fue escrito en griego en los siglos i y II d.C; pero sólo nos queda una versión eslava. Las interpolaciones cristianas, particularmente numerosas y evidentes, le dan al libro un aspecto arreglado y sincretista, haciendo dudar incluso de su origen judí­o. Henoc describe los siete cielos que va atravesando; después su atención se centra en la tierra: se le revela la historia hasta el diluvio, y luego una panorámica de la era presente, que después de siete perí­odos de mil años llegará a su conclusión final.
El libro IV de los Oráculos sibilinos, por su alusión a la erupción del Vesubio del 79 d.C, parece ser que se escribió a finales del siglo i. Presenta las caracterí­sticas propias del grupo de libros sibilinos anteriormente recordados.
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Tiene un relieve especial el lVlibro de Esdras (llamado también Apocalipsis de Esdras). La versión latina (Vulgata) añadió a lo que era presumiblemente el original arameo algunos capí­tulos (1-2; 15-16) que no se encuentran en las otras traducciones que conocemos (sirí­aca, etiópica, árabe, aramea) y que representan otras tantas interpolaciones cristianas. Parece haber sido escrito a finales del siglo 1 d.C. El libro, sustanciaimente unitario a pesar de su carácter un tanto farragoso, se divide en siete visiones sucesivas que, con diversas imágenes, expresan una renovación radical de la situación presente de pecaminosidad:
intervendrá Dios y, después de un reinado mesiá-nico de cuatrocientos años, juzgará a los individuos, destruirá con el fuego a sus enemigos y sustituirá la Jerusa-lén actual por una Jerusalén nueva y definitiva.
El II Libro de Baruc, llamado también Apocalipsis de Baruc, fue compuesto a finales del siglo 1 o comienzos del II d.C. Se escribió en arameo, pero sólo tenemos su versión griega. Baruc se preocupa de la historia presente y futura: los justos serán oprimidos, pero resucitarán y tendrán cuerpos celestiales; las fuerzas hostiles, como las del imperio romano, serán derrotadas. Al final vendrá el mesí­as y establecerá su reino.
El III Libro de Baruc, llamado también Apocalipsis griego de Baruc, fue escrito en griego, en el siglo II d.C; queda de él un resumen en griego y una traducción sintética en eslavo. El libro tiene la forma literaria de un viaje a través de cinco de los siete cielos; el autor constata, entre otras cosas, la mediación de los ángeles y la función decisiva de las oraciones.
Con el libro IV de los Oráculos sibilinos cesa prácticamente la gran apocalí­ptica judí­a, al menos de las obras que han llegado hasta nosotros.
También en un filón especí­ficamente cristiano se desarrolla la apocalí­ptica, a partir del Apocalipsis de Juan. Contemporáneo o algo posterior al Apocalipsis de Juan es el capí­tulo 16 de la Didajé (100-1 50), que recoge las ideas y las imágenes del apocalipsis sinóptico y de 2Th 2.
La Asunción de Isaí­as, unida a la Ascensión de Isaí­as judí­a, se escribió en griego entre los años 100 a 150 d.C. El libro se divide en dos partes: el martirio de Isaí­as y su asunción al cielo, en donde se revelan las luchas que la Iglesia y los individuos tendrán que sostener antes de la conclusión positiva final,
Del Apocalipsis de Pedro, escrito en griego por el 135, nos quedan un largo fragmento (llamado †œfragmento de Akmin†, publicado en el 1887) y una traducción etiópica (publicada en el 1910). En el gran marco de la conclusión positiva de la lucha entre el bien y el mal, presentada con mentalidad sincretista, se dedica una atención especial al premio escatoló-gico de Jos buenos y al castigo de los malvados.
El Pastor fue escrito por Hermas por el 150. Su plena pertenencia a la literatura apocalí­ptica es discutida por los autores. Su punto de contacto con la apocalí­ptica es la forma literaria de visiones.
El IV Libro de Esdras (cf supra) recoge, en las antiguas Biblias en latí­n, dos capí­tulos iniciales (1-2) y dos finales (15-16) que faltan en las versiones orientales y que constituyen una obra apocalí­ptica cristiana. Los dos primeros capí­tulos se suelen llamar V Esdras y los dos últimos VI Esdras. El texto original estaba en griego.
El V Esdras se compone de dos partes: 1,4-2,9: mensaje de maldición contra Israel por su infidelidad; 2,10-48: mensaje de exhortación y promesas (la nueva Jerusalén) al pueblo cristiano. Se escribió por el año 200.
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El VlEsdras contiene varios ay! contra las potencias enemigas de Dios, expresadas en sí­mbolos
(Babilonia, Asia, Egipto). A los cristianos, perseguidos y oprimidos, se les hace vislumbrar la victoria final.
La fecha de composición oscila entre el 250 y el 300.
En la colección de los Oráculos sibilinos (cf supra) figuran también partes cristianas, que se encuentran insertas en los oráculos sibilinos judí­os o bien tienen un desarrollo autónomo. La fecha más probable de las partes cristianas es la mitad del siglo II. Las partes que se pueden identificar con mayor probabilidad como cristianas son las siguientes: libro 1, versí­culos 323-400; libro II, versí­culos 34-56 y 150-347; libro VI, versí­culos 1-25; libro VII, entero; libro VIII entero (excepto algún que otro verso).
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El Apocalipsí­s de Pablo se compuso en griego en la primera mitad del siglo III. De naturaleza ecléctica, la obra presenta dos visiones de Pablo, que ha subido hasta el tercer cielo. Pablo ve toda una serie de cuadros, que le va explicando un ángel: los justos son premiados, los malvados son castigados según diversas categorí­as, con interrupciones momentáneas (los domingos) de sus penas.
El juicio de san Agustí­n (†˜… personas frivDIAS, con una presunción loca, han inventado el Apocalipsis de Pablo…, lleno de no sé cuántas fábulas†™), recogido por M. Erbetta (cf Bibliografí­a) es quizá demasiado severo. Pero estamos ya en el ocaso de la verdadera apocalí­ptica -que apreciaba san Agustí­n- y se va cayendo en una pura y simple descripción imaginativa del más allá, del juicio, de las penas, de los premios. El estilo se va haciendo cada vez más artificioso.
Volvemos a encontrar estas caracterí­sticas decadentes en la serie de Apocalipsis†™ tardí­os, que a veces se conservan tan sólo en fragmentos, como el Apocalipsis de Tomás (,antes del siglo y?), el Apocalipsis de Sofoní­as (el texto copto fue escrito por el 400), el Apocalipsis de Elias (,finales del siglo iv?), el Apocalipsis de Zacarí­as, tres Apocalipsis de Juan (Ss. y, vi-vn, xi), dos Apocalipsis de Marí­a (Ss. vil, ix), el Apocalipsis de Esteban (5. y, del que sólo hay noticias indirectas).
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II. GENESIS DE LA APOCALIPTICA.
En el origen de la apocalí­ptica se impone un hecho: sucede cronológicamente a la gran profecí­a, aun cuando la presencia mutua de elementos caracterí­sticos de una corriente en la otra impide pensar en una separación histórica violenta.
Partiendo de este dato de hecho, algunos autores consideran que la apocalí­ptica es, bajo otras formas, una continuación de la profecí­a: representarí­a la antí­tesis de tipo profé-tico a la tendencia legalista, que encuentra en el movimiento farisaico su expresión más patente (Charles, Rowley, Frost, Russel, Eissfeldt). Pero esta solución no convence del todo. La gran apocalí­ptica, especialmente en el libro de Daniel, presenta rasgos indudablemente sapienciales. El primero y más destacado es la existencia de una interpretación, de un .desciframiento de enigmas, expresados en sueños, visiones o imágenes de otro tipo. Y a Daniel se le designa expresamente como un sabio (Dn 2,48). ¿Por qué, entonces, no ver la apocalí­ptica como un desarrollo de la literatura sapiencial? (G. von Rad). Sobre todo si se tiene en cuenta que el estilo profético en su sentido más pleno parece haber sido empleado, a partir del siglo y, sólo por Juan Bautista y por Jesús (J. Wellhausen, G. Duhm), mientras que la apocalí­ptica se ocupa del plan general de Dios sobre la historia (O. Plóger, D. Róssler).
¿Origen profético u origen sapiencial? Una mirada a la situación histórica judí­a sugiere una tercera solución. Las causas que llevan a un agotamiento de la gran profecí­a son múltiples. Una de las más evidentes hay que buscarla en el hecho de que, tras la vuelta del destierro, habí­a desaparecido el elemento polí­tico oficial. Cesaba así­ aquella antí­tesis dialéctica entre el rey y el profeta que encontramos en tantas grandes figuras profé-ticas, desde Elias hasta Jeremí­as. Esta antí­tesis acaba con la destrucción de Jerusalén y con Ezequiel, que es un profeta tí­pico del drama religioso de la destrucción y, a la vez, es también el primer apocalí­ptico. Una vez reconstruido el templo y reorganizado el culto, nace una religiosidad nueva, que se desarrolla casi durante dos siglos.
La situación socialmente aséptica y tranquila supone, por una parte, la posibilidad de una profundización y de un desarrollo sin perturbaciones; por otra, eliminando los diversos tipos de antí­tesis (religión-polí­tica, religiosidad-culto, disparidades sociales-religión, etc.), le quita a la profecí­a tradicional su espacio de supervivencia.
En el pueblo judí­o no existe ya libertad polí­tica. Se da, sin embargo, una notable libertad para la vida religiosa, que se desarrolla y se profundiza unidireccionalmente, casi por su propia cuenta, sin la confrontación obligada con la situación polí­tica y social. Una nueva prueba de esta profundización silenciosa que se ha lievado a cabo se tiene cuando los dominadores polí­ticos intentan entrar en el terreno religioso (Antí­oco IV Epí­fanes); entonces la reacción es tan fuerte que se convierte en sublevación polí­tica.
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En este punto nace la verdadera y auténtica apocalí­ptica. Es fruto, por una parte, de la profundización religiosa que fue madurando en el AT; y por otra, de la urgencia imprevista de interpretar religiosamente unos hechos nuevos y desconcertantes, como las persecuciones de Antí­oco IV Epí­fanes. La apocalí­ptica intenta aplicar a la historia concreta la visión religiosa del AT. Para hacer posible el paso de las categorí­as religiosas abstractas a una interpretación válida de los hechos, interviene una forma nueva de discernimiento sapiencial. El sabio es aquel que, por un lado, sabe comprender el plan de Dios sobre la historia en sus dimensiones fundamentales y lo sabe explicar; por otro lado, sabe identificar y señalar las implicaciones concretas que atañen al comportamiento de los personajes contemporáneos. Los hechos históricos desconcertantes provocan una exigencia de lectura profética, que se realiza de una forma en la que ocupa un papel predominante el intérprete sabio. Vuelven a nacer la sabidurí­a y la profecí­a, pero constituyen ahora una nueva sí­ntesis original: †œLa apocalí­ptica es una hija legí­tima de la profecí­a, aunque tardí­a y particular, la cual, aunque no sin haber sido instruida en sus años juveniles, se fue abriendo a la sabidurí­a con el correr de los años† (P. von der Osten-Sa-cken, Dic Apokalyptik in ihrem Ver-haltnis zu Prophetie und Weisheit, München 1969, 63). Un desarrollo análogo se encuentra en la apocalí­ptica cristiana. Las expresiones más antiguas que tenemos -Pablo, apocalipsis sinóptico- muestran una clara dependencia de la apocalí­ptica judí­a en su contenido teológico y en su forma literaria. Pero en el / Apocalipsis de Juan la apocalí­ptica cristiana encuentra su propia expresión original y autónoma, que la distingue también de la judí­a. El vací­o en el tiempo que habí­a habido en el área judí­a entre la profecí­a y la apocalí­ptica aquí­ simplemente no existe. El Apocalipsis de Juan se presenta expresamente como †œprofecí­a† (Ap 1,3); la función del sabio la ejerce aquí­ la comunidad que escucha (Ap 1,3), la cual tiene que utilizar †œla mente que tiene sabidurí­a† (Ap 13,18) tanto en la interpretación del mensaje del Espí­ritu como en el desciframiento y en la aplicación del sí­mbolo a la realidad histórica.
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Nacido en tiempo de †œtribulación†™ (Ap 1,9), como el libro de Daniel, el Apocalipsis de Juan, lo mismo y más aún que el de Daniel, presenta ciertas categorí­as teológicas que habrá que aplicar en todos los tiempos. La Iglesia podrá siempre, descifrando el mensaje y aplicándolo a su simultaneidad histórica, interpretar su propia hora, con la misma validez y eficacia incisiva de la gran profecí­a del AT.
Efectivamente, el Apocalipsis de Juan, más que de la apocalí­ptica judí­a precedente, depende en gran parte del AT; la experiencia profunda, quizá litúrgica, del mensaje del NT le lleva a una reelaboración original del AT, al que nunca se cita expresamente. Se tiene así­ una sí­ntesis nueva del contenido religioso tanto del AT como del NT, que habrá de aplicarse en la interpretación histórica.
Los apocalipsis cristianos sucesivos ofrecerán muchos elementos útiles de clarificación, pero raras veces añadirán otros nuevos. El nivel, aunque notablemente rebajado en comparación con el del Apocalipsis de Juan, se mantendrá durante algún tiempo, para degenerar luego, con el correr del tiempo, en simples fantasí­as.
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III. LA FORMA LITERARIA.
Nacida a impulsos del afán de contactar con la revelación divina anterior, que fue madurando y que se profundizó en el trato con el campo fluido de la historia, la apocalí­ptica tení­a que recurrir al sí­mbolo. Una exposición sin sí­mbolos se habrí­a resuelto fácilmente o en una repetición del mensaje teológico anteriormente madurado, pero sin ninguna vinculación con las realidades históricas concretas, o bien en una exposición de los hechos con una interpretación religiosa inevitablemente circunscrita.
Para la apocalí­ptica el simbolismo es una exigencia endógena [1 Sí­mbolo].
El punto de partida del simbolismo apocalí­ptico es el sueño; el sueño constituí­a en la mentalidad antigua, incluso en la bí­blica, un modo de entrar en contacto con Dios, una forma de revelación de Dios al hombre Gn 37,5; Gn 37,10; Sb 18,17; Jb 4,12-21; Dn 7,1; JI 3,1 etc. ), pero que luego tiene necesidad en concreto de la interpretación de un sabio iluminado y ayudado por Dios (Gn 41,8; Gn 41,38 Dan 4,5s.15; Dn 5,11; Dn 5,14).

Al evolucionar, el sueño se convierte en visión: un cuadro simbólico, a veces lí­mpido y preciso, pero de ordinario sobrecargado de imágenes. Tal es la forma habitual de expresarse de la apocalí­ptica: la función del sabio†™ que interpreta la desarrolla en parte un ángel, llamado precisamente ángel intérprete, que es una figura constante en la apocalí­ptica, y en parte el mismo que lee o que escucha el mensaje: la comunidad, los discí­pulos, los †œhijos† del apocalí­ptico que han sido invitados a escuchar, a convertirse, pero sobre todo a comprender.
El contenido de las visiones se expresa a través de diversas cifras simbólicas que, por repetirse con una cierta constancia, constituyen una de las caracterí­sticas literarias más tí­picas de la apocalí­ptica. El sí­mbolo más llamativo suelen ser las convulsiones cósmicas: el sol, la luna, las estrellas cambian de naturaleza; la tierra tiembla y sobre ella se ciernen fenómenos particulares, totalmente fuera del curso ordinario de las cosas. De este modo se señala una presencia muy especial de Dios en el desarrollo de la historia que, presente en la evolución de los hechos, los orienta hacia una consumación positiva que supere el mal o potencie infinitamente el bien. Bajo el impulso de Dios, el mundo actual tendrá que cambiar.
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Es tí­pico de la apocalí­ptica el simbolismo teriomórfico. Intervienen a menudo seres fuera de lo normal e incluso monstruosos, que desempeñan a veces el papel de protagonistas. De este modo se refieren a una esfera de realidad y de acciones que está por encima del simple nivel humano, pero por debajo del nivel propio de Dios.
El simbolismo aritmético, quizá de origen persa, atribuye generalmente a los números un valor cualitativo, más allá del valor cuantitativo que tiene en el lenguaje normal. Este valor a veces sigue siendo genérico, pero a veces se determina y se hace especí­fico; así­, por ejemplo, el número 7 y sus múltiplos indican la totalidad; la mitad de 7 y las fracciones indican la parcialidad; 1000 es el número de Dios, etc.
En dependencia del AT, la apocalí­ptica recoge y reelabora muchos de sus elementos simbólicos: el cielo es la zona propia de Dios, y señala la trascendencia; la tierra es la zona propia de los hombres, en donde se desarrollan los hechos de su historia; el abismo (el mar) es el depósito del mal, etc.
Una forma literaria tí­pica de la apocalí­ptica, que aparece también en los escritos sapienciales, es la pseudoni-mia. El autor se expresa en primera persona, pero sin decir su verdadero nombre; se presenta como un personaje conocido del pasado remoto o reciente, con el que siente cierta afinidad y al que considera particularmente adecuado para pronunciar su mensaje. De este modo vamos escuchando a Henoc, a Moisés, a Elias, a Isaí­as, a Baruc, a Esdras, a Juan, a Pedro, a Pablo, etc. Esta evocación de los personajes del pasado nace de la exigencia de la apocalí­ptica de unir el pasado con el presente. No se trata de una falsedad literaria -eso serí­a increí­ble-, sino de un recurso literario de eficacia particular.
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IV. LA TEOLOGIA.
La apocalí­ptica se propone una meta atrevida, que no siempre logra alcanzar plenamente: la lectura de la historia concreta a la luz de un mensaje religioso anterior.
Es posible trazar un cuadro a grandes rasgos de los elementos que están implicados en esta función.
La apocalí­ptica tiene como materia especí­fica los hechos de la historia. Pero los hechos no se ven ni se prevén en los detalles de su crónica. Tienen una lógica superior, un hilo que los liga por encima de cada episodio; existe un plan que los encierra y los engloba a todos ellos; es el plan de Dios, creador y artí­fice trascendente de la historia. Los hechos †œtienen que acaecer†; están unidos entre sí­ en un proyecto de Dios, proyecto que no se le revela al hombre en su totalidad, sino sólo en aquellos puntos de referencia orientativos que le permiten captar el sentido religioso de su situación.
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1. La dialéctica de la historia.
Dado que la apocalí­ptica se ocupa de la aplicación interpretativa de un mensaje religioso a los hechos que †œhan de acaecer†, adquiere un relieve especial en el cuadro de su teologí­a la concepción dualista de la historia.
La historia se desarrolla lineal-mente hacia una conclusión, pero su desarrollo es de tipo dialéctico: se realiza a través de un choque entre el bien y el mal, concretamente entre los justos y los malvados, identificados estos últimos normalmente con los paganos. Este choque se desplaza del plano individual al colectivo, y afecta a grupos sociales de diversa extensión: categorí­as, centros de poder, estados, etc. No es un dualismo de tipo maniqueo. Por encima de las vicisitudes humanas y, en cierto modo, envuelto en ellas, está Dios, dueño absoluto de la historia y de su desarrollo.
255 1
255.
2. ANGELES Y DEMONIOS.
Es tí­pica de toda la apocalí­ptica una presencia acentuada de los / ángeles y de los demonios. Siempre se les ve a los unos y a los otros por debajo de Dios y por encima del puro nivel humano. Normalmente no se hace ninguna lucubración sobre su identidad, pero se acentúa su función dialéctica: participan en el choque entre el bien y el mal que se desarrolla en la historia, hasta llegar a convertirse en sus protagonistas especiales. Pero el choque no suele ser directo; tanto los unos como los otros tienden a insinuarse en el mundo de los hombres y a obrar con los hombres y por medio de ellos.
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3. Escatologí­a.
El contraste se desarrolla en una serie de episodios dramáticos. Cabe la posibilidad de una victoria de las fuerzas hostiles a Dios; esto significará, por otra parte, persecuciones, sufrimientos, tribulaciones, muerte… Habrá también perí­odos de victoria de las fuerzas positivas; pero esto no tiene que engañarnos, ya que las potencias del mal siguen estando activas. Al final llegará la conclusión: las fuerzas positivas vencerán definitivamente, y las negativas no sólo quedarán derrotadas, sino que desaparecerán por completo, aniquiladas por una intervención de Dios que se indica con imágenes múltiples y diversas (juicio, derrota campal, fuego que baja del cielo, etcétera).
La situación definitiva que se constituye de este modo traerá consigo la resurrección, una renovación radical del ambiente en el que se desarrollará la vida, que ya no se verá acechada por las dificultades y limitaciones de ahora (muerte, enfermedad, cansancio).
En este marco se le atribuye una importancia destacada a la situación de los justos que desaparecieron de la escena de este mundo. Aguardan la conclusión final, están seguros; los malos ya no pueden hacer daño ni librarse del juicio de Dios; los buenos están ya parcialmente recompensados y colaboran con sus oraciones al desarrollo positivo de la historia.
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4. EL MESIAS Y EL HIJO DEL HOMBRE.
El gran protagonista que impulsa hacia su conclusión positiva el choque entre las fuerzas positivas y las negativas es el †œmesí­as†. Se recogen y condensan los datos que se encuentran sobre él en el AT; en la apocalí­ptica judí­a surge ya con claridad la figura del mesí­as elegido por Dios: hijo de Dios, resume en sí­ toda la fuerza que Dios manifiesta en la †œguerra santa† del AT. Sabrá derrotar a todos los enemigos del pueblo de Dios, realizando de este modo el reino definitivo, que coincide con la situación escatológica final. El reino de Dios realizado por el mesí­as no será una situación soñada, sino que tendrá su concreción. Esta llega a veces hasta el punto de que se afirma la existencia de un reino del mesí­as, previo al reinado final, de duración limitada. La concepción de un reino mesiánico preescatológico ronda por toda la apocalí­ptica, asumiendo duraciones, tonos y contenidos diversos: situación de premio, participación funcional en el reino definitivo en devenir, expresión puramente simbólica de la presencia activa del mesí­as en la historia. Relacionada más o menos estrechamente con el mesí­as, identificada a veces con ella, está la figura enigmática del †œhijo del hombre†. Expresión inicial probablemente de una personalidad corporativa y casi identificado con el pueblo, el hijo del hombre adquiere poco a poco un relieve más marcadamente personal. En unión con el mesí­as, subraya su vinculación con la historia propia de los hombres [1 Jesucristo III; / Mesianismo].
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5. Lo especí­fico cristiano.
Las persecuciones de Antí­oco IV Epí­fanes habí­an hecho tomar bruscamente conciencia de que en el AT el material religioso que habí­a madurado estaba dispuesto para ser aplicado a la historia. Un fenómeno análogo se verifica para la apocalí­ptica del NT. El cristianismo habí­a tenido contactos interesantes, pero esporádicos, con la sociedad civil no cristiana. Con las persecuciones llega una sacudida que obliga a mirar cara a cara una realidad social compleja y ordinariamente hostil; resulta irremediable una confrontación teológica global. Obligada a enfrentarse con los hechos, la apocalí­ptica cristiana consigue expresar su mejor mensaje, que encontramos especialmente en el Apocalipsis de Juan. Los temas
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teológicos que habí­an aparecido en la apocalí­ptica judí­a encuentran así­ una profun-dización caracterí­stica. Dios, señor de la historia, es trascendente y nunca se le describe en sus rasgos, pero está presente y envuelto en la historia, que es a la vez salvación y creación. Y sobre todo, incluso teniendo en cuenta la historia tal como se desarrolla, Dios es Padre de Jesucristo (Ap 1,6; Ap 3,21).
La figura central del mesí­as y la otra más fluida del hijo del hombre de la apocalí­ptica judí­a confluyen en Cristo y encuentran en él una expresión nueva, inconcebible a nivel del AT: en Cristo, mesí­as (Ap 12,10) e hijo del hombre (Ap 1,13; Ap 14,14), aparecen los atributos operativos de Dios mismo. Se da una cierta inter-cámbiabilidad entre ellos: son Padre e Hijo, y esto lleva su acción en la historia a un nivel vertiginoso de paridad recí­proca: Dios †œvendrᆝ en Cristo y Cristo será llamado alfa y omega, no menos que Dios Ap 1,4 y 1,7; 1,8 y 22,13). Se da un desplazamiento de perspectiva también en lo que se refiere a las fuerzas intermedias, entre el cielo y la tierra, que colaboran en el desarrollo de la historia de los hombres. Lo demoní­aco se hace más histórico; la conexión entre las fuerzas del abismo y la historia humana se hace más estrecha y más completa: afecta al Estado, a los centros de poder negativos, a †œBabilonia†, a la concreción consumistade la ciudad secular (Ap 17,1-18).
Las fuerzas positivas reciben mayor claridad e importancia: los ángeles colaboran con el hijo del hombre (14,14-20); el hijo del hombre asocia a su acción activa al pueblo que le sigue (Ap 1,5 y 19,14). Y el mesí­as hijo del hombre es presentado audazmente como una fuerza positiva inmersa en la historia al lado y en contraste con las fuerzas hostiles (cf 6,1-2).
En sí­ntesis: aunque no podamos compartir la afirmación de E. Kásemann, según el cual la apocalí­ptica es la madre de toda la teologí­a cristiana, no podemos desconocer el papel que ha representado la apocalí­ptica en el paso de los hechos brutos de la historia de la salvación a su comprensión teológica. Precisamente porque su especificidad está en la interpretación sapiencial de la realidad dialéctica y fluida de los hechos, la apocalí­ptica estimula la formulación de todos aquellos elementos del mensaje religioso que necesita en su interpretación. Al mismo tiempo, la constante apelación a la realidad en que se vive ahora y al futuro que se prepara impide a la teologí­a propiamente apocalí­ptica degeneraren fantasí­a o girar ociosamente en torno a sí­ misma.
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BIBL.: Charles R.H., The Apocrypha and Pseudepigrapha of the Oí­d Testament, en En-glish.
Pseudepigrapha II, Oxford 1969; Delcor ?., Mito y tradición en la literatura apocalí­ptica, Cristiandad, Madrid
1977; Erbetta M., GHApocrifidelNuovo Testamento III. Lettere e Apocalissi, Turí­n 1969; Hennecke E.,
Neutesta-mentliche Apokryphen in deutscher Ube rset-zung II. Apostolisches Apokalipses und Ver-wandtes,
Tubinga 1964 (3.a ed., publicada por W. Kaiser-O. PlOger); Paul ?., Intertestamen-to, Verbo Divino,
Estella 1979; Ravasi G., Apo-caliltica, en Nuovo Dizionario di Teologí­a, Ed. Paoline, Roma 1985†, 1945-
1956; Rowley H.H., The Revelance of Apocalyptic. A Study of Je-wish and Christian Apocalypses from
Daniel lo Revelation, Londres-Nueva York 1964; Russel D.S.S., The Method and Message of Jewish
Apocalyptic, Londres-Filadelfia 1964; Schmi-thals W., L†™apocalittica, Queriniana, Brescia 1976; Schreiner
J., Alttestamentlich-jüdische Apokalyptik. EinerEinführung, Münster 1969; Id, Jüdische Schriften aus
hellenisüscherZeit V. Apokalypsen, Gütersloh 1974.
U. Vanni
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

Sumario; 1. Los escritos apocalí­pticos. . Génesis de la apocalí­ptica. III. La forma literaria.
IV†™. La teologí­a: 1. La dialéctica de la historia; 2. Angeles y demonios; 3. Escatologí­a; 4. El me-sí­as y el hijo del hombre; 5. Lo especí­fico cristiano.
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1. LOS ESCRITOS APOCALIPTICOS.
El primer paso que se impone para una comprensión de la apocalí­ptica es una verificación de los escritos que la expresan. Aun cuando la atribución de la mayor parte de los textos al género literario apocalí­ptico no presenta ninguna dificultad, sobre algunos de ellos los autores no están de acuerdo.
En realidad, no todos los escritos apocalí­pticos lo son en el mismo grado. Pero algunas caracterí­sticas literarias tí­picas permiten trazar un cuadro bastante completo. El primer apocalí­ptico en orden cronológico que se señala como tal es el libro de Eze-quiel, que, especialmente en los capí­tulos 38-39, parece expresar, junto con la conciencia aguda de la misión profética y la exuberancia de la forma literaria, un primer sí­ntoma del paso de la profecí­a a la apocalí­ptica. También el libro de Isaí­as contiene algunas partes reconocidas como apocalí­pticas: el gran apocalipsis de Isaí­as, que comprende los capí­tulos 24-27, y que puede fecharse en el siglo?? más tarde, así­ como el pequeño apocalipsis de Isaí­as, que comprende los capí­tulos 34-35, de fecha más reciente. Encontramos luego, siguiendo siempre un probable orden cronológico, al Segundo Zacarí­as (Za 9-14), que hay que situar después del destierro, yel libro de Daniel, que más que cualquier otro escrito del AT presenta las caracterí­sticas literarias de la apocalí­ptica. Se compuso probablemente entre el 167 y el 163 a.C.
En torno a Daniel encontramos todo un florecimiento de literatura apocalí­ptica: el representante más completo es el Libro de Henoc. Escrito en arameo, sólo nos ha llegado entero en la versión etiópica (por eso se le llama también el Libro etiópico de Henoc), que a su vez es traducción de una versión griega. El material es muy amplio: los 104 capí­tulos se dividen en secciones: libro de los Vigilantes (cc. 1-36), libro de las parábolas (cc. 37-71), libro de la Astronomí­a (cc. 72-82), libro de los Sueños (cc. 83-90), epí­stola de Henoc (cc. 91-1 04). La fecha varí­a según las diversas partes; a excepción de algunos añadidos más tardí­os, se piensa que el libro se formó entre el 170 y el 64 a.C. El Libro de los Jubileos (llamado también Apocalipsis de Moisés o Pequeño Génesis) se interesa especialmente por la historia: presenta su desarrollo en perí­odos †œjubilares† de cuarenta y nueve años; cada perí­odo se divide a su vez en siete semanas de años. Escrito en arameo, fue traducido al griego y del griego al etiópico; es ésta la traducción que tenemos. La fecha es discutida, pero ordinariamente se piensa que fue escrito en el siglo II a.C.
De menor importancia, pero también significativo, es el libro III de los Oráculos sibilinos. Pertenece a una serie de libros llamados precisamente Oráculos sibilinos (15 en total, pero de los que se han perdido el IX, el X y el XV), que, copiando el estilo hermético de las sibilas, se esforzaban en presentar el mensaje judí­o o cristiano en los ambientes paganos. De naturaleza muy bien cuidada, el libro III fue escrito en parte a
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mediados del siglo II y en parte en el siglo 1 a.C; algunos capí­tulos pueden fecharse en el siglo 2 d.C. Se refiere eminentemente a la ley de Moisés (la Sibila que habla es la nuera de Moisés), que, una vez puesta en práctica, acabará trayendo la paz escatológica.
El Testamento de los doce patriarcas, escrito en hebreo, nos ha llegado entero sólo en la traducción griega. El libro se presenta como expresión de las últimas voluntades de los 12 hijos de Jacob y tiene un carácter predominantemente parenético. La parte más propiamente apocalí­ptica está contenida en el †œTestamento de Leví­†™.
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Los Salmos de Salomón constituyen una colección de 18 salmos, escritos en hebreo, pero que se han conservado en griego y en una traducción sirí­aca dependiente del griego, completada hacia la segunda mitad del siglo 1 a.C. Los salmos de carácter apocalí­ptico son sobre todo el 17 y el 18.
La Asunción de Moisés, escrita probablemente en arameo, nos ha llegado en una versión latina. Más que de una asunción propia y verdadera (descrita en una parte que se ha perdido), se trata de una predicción interpretativa de la historia desde la entrada en Canaán hasta los dí­as del autor (6 a.C.-30 d.C); la perspectiva final se abre a la conclusión escatológica.
También en la literatura de Qum-rán encontramos varios escritos reconocidos como apocalí­pticos, por ejemplo, el libro de las Doctrinas misteriosas (1Q Myst), la descripción de la Nueva Jerusalén (5Q JN), la Oración de Nabónides (4Q Pr N), el Pseudo-Daniel (4Q Ps Dan) y el Rollo de Melquisedec (11 Q Melch).
También en el ámbito del NT encontramos algunos escritos apocalí­pticos. Antes del Apocalipsis de Juan se encuentran ya elementos claramente apocalí­pticos, pero que no pueden separarse del cuadro de conjunto en que están insertos. El más conocido es el Apocalipsis sinóptico, el discurso escatológico de Jesús (Mc 13,1-31; Mt 24,1-44; Lc 21,5-36): la narración de Marcos es reelaborada por Mateo y Lucas, pero siempre dentro de un estilo tí­picamente apocalí­ptico, que se aparta claramente del que es usual en los evangelios. También algunos trozos de Pablo presentan las caracterí­sticas del estilo literario apocalí­ptico, como lTh 4,16-17; 2Th 2,1-12; iCo 15,20-28. Esta misma observación vale para 2P 3,1-13 y, aunque en proporción menor, para la carta de Judas.
La apocalí­ptica, presente sin duda en el NT, no se detiene en él, sino que continúa desarrollándose posteriormente durante algunos siglos en dos filones distintos, aunque con influencias mutuas: el judí­o y el cristiano.
En el filón judí­o encontramos la Ascensión de Isaí­as (su primera parte se llama también Martirio de Isaí­as) El libro nos ha llegado en etiópico y, parcialmente, en latí­n. Con algunos elementos de clara tradición judí­a (como el martirio de Isaí­as partido en dos) se mezclan otros de origen cristiano, hasta tal punto que es imposible establecer una distinción clara.
Todaví­a en la lí­nea judí­a encontramos la Vida de Adán y Eva, escrita en arameo, reconstruida según las varias versiones, especialmente latinas y griegas (estas últimas llevan impropiamente el tí­tulo de Apocalipsis de Moisés). Escrito probablemente en la primera mitad del siglo 1 d.C. (antes del año 70), el libro es un comentario midrásico a los datos bí­blicos relativos a Adán y Eva. Mayor importancia tiene el Apocalipsis de Abrahán: poseemos el texto eslavo, traducido del griego. El griego parece haber sido escrito a finales del siglo i d.C. La parte propiamente apocalí­ptica (cc. 9-32) nos presenta una visión de Abrahán que, en contacto directo con Dios, ve el devenir de la historia en su sentido religioso: el hombre es responsable de ello y será castigado o premiado en el jucio que se avecina:. las fuerzas paganas serán destruidas por el fuego, y Dios, al sonido de la trompeta, reunirá a sus elegidos. El Testamento de Abrahán constituye igualmente un apocalipsis judí­o cuyo texto griego actual es la traducción de un original semita escrito en el siglo i d.C. Presenta una acentuación marcadamente escatológica e individual; se aparecen en visión a Abrahán los tres tipos de juicio que se llevarán a cabo y en los que se decidirá el destino de cada alma.
El libro de los secretos de Henoc (llamado también II Henoc o Henoc eslavo) fue escrito en griego en los siglos i y II d.C; pero sólo nos queda una versión eslava. Las interpolaciones cristianas, particularmente numerosas y evidentes, le dan al libro un aspecto arreglado y sincretista, haciendo dudar incluso de su origen judí­o. Henoc describe los siete cielos que va atravesando; después su atención se centra en la tierra: se le revela la historia hasta el diluvio, y luego una panorámica de la era presente, que después de siete perí­odos de mil años llegará a su conclusión final.
El libro IV de los Oráculos sibilinos, por su alusión a la erupción del Vesubio del 79 d.C, parece ser que se escribió a finales del siglo i. Presenta las caracterí­sticas propias del grupo de libros sibilinos anteriormente recordados.
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Tiene un relieve especial el IVlibro de Esdras (llamado también Apocalipsis de Esdras). La versión latina (Vulgata) añadió a lo que era presumiblemente el original arameo algunos capí­tulos (1-2; 15-16) que no se encuentran en las otras traducciones que conocemos (sirí­aca, etiópica, árabe, aramea) y que representan otras tantas interpolaciones cristianas. Parece haber sido escrito a finales del siglo 1 d.C. El libro, sustanciaimente unitario a pesar de su carácter un tanto farragoso, se divide en siete visiones sucesivas que, con diversas imágenes, expresan una renovación radical de la situación presente de pecaminosidad:
intervendrá Dios y, después de un reinado mesiá-nico de cuatrocientos años, juzgará a los individuos, destruirá con el fuego a sus enemigos y sustituirá la Jerusa-lén actual por una Jerusalén nueva y definitiva.
El II Libro de Baruc, llamado también Apocalipsis de Baruc, fue compuesto a finales del siglo 1 o comienzos del II d.C. Se escribió en arameo, pero sólo tenemos su versión griega. Baruc se preocupa de la historia presente y futura: los justos serán oprimidos, pero resucitarán y tendrán cuerpos celestiales; las fuerzas hostiles, como las del imperio romano, serán derrotadas. Al final vendrá el mesí­as y establecerá su reino.
El III Libro de Baruc, llamado también Apocalipsis griego de Baruc, fue escrito en griego, en el siglo II d.C; queda de él un resumen en griego y una traducción sintética en eslavo. El libro tiene la forma literaria de un viaje a través de cinco de los siete cielos; el autor constata, entre otras cosas, la mediación de los ángeles y la función decisiva de las oraciones.
Con el libro IV de los Oráculos sibilinos cesa prácticamente la gran apocalí­ptica judí­a, al menos de las obras que han llegado hasta nosotros.
También en un filón especí­ficamente cristiano se desarrolla la apocalí­ptica, a partir del Apocalipsis de Juan. Contemporáneo o algo posterior al Apocalipsis de Juan es el capí­tulo 16 de la Didajé (100-1 50), que recoge las ideas y las imágenes del apocalipsis sinóptico y de 2Th 2.
La Asunción de Isaí­as, unida a la Ascensión de Isaí­as judí­a, se escribió en griego entre los años 100 a 150 d.C. El libro se divide en dos partes: el martirio de Isaí­as y su asunción al cielo, en donde se revelan las luchas que la Iglesia y los individuos tendrán que sostener antes de la conclusión positiva final,
Del Apocalipsis de Pedro, escrito en griego por el 135, nos quedan un largo fragmento (llamado †œfragmento de Akmin†™, publicado en el 1887) y una traducción etiópica (publicada en el 1910). En el gran marco de la conclusión positiva de la lucha entre el bien y el mal, presentada con mentalidad sincretista, se dedica una atención especial al premio escatoló-gico de Jos buenos y al castigo de los malvados.
El Pastor fue escrito por Hermas por el 150. Su plena pertenencia a la literatura apocalí­ptica es discutida por los autores. Su punto de contacto con la apocalí­ptica es la forma literaria de visiones.
El IV Libro de Esdras (cf supra) recoge, en las antiguas Biblias en latí­n, dos capí­tulos iniciales (1-2) y dos finales (15-16) que faltan en las versiones orientales y que constituyen una obra apocalí­ptica cristiana. Los dos primeros capí­tulos se suelen llamar V Esdras y los dos últimos VI Esdras. El texto original estaba en griego.
El V Esdras se compone de dos partes: 1,4-2,9: mensaje de maldición contra Israel por su infidelidad; 2,10-48: mensaje de exhortación y promesas (la nueva Jerusalén) al pueblo cristiano. Se escribió por el año 200.
El VlEsdras contiene varios ay!† contra las potencias enemigas de Dios, expresadas en sí­mbolos
(Babilonia, Asia, Egipto). A los cristianos, perseguidos y oprimidos, se les hace vislumbrar la victoria final.
La fecha de composición oscila entre el 250 y el 300.
En la colección de los Oráculos sibilinos (cf supra) figuran también partes cristianas, que se encuentran insertas en los oráculos sibilinos judí­os o bien tienen un desarrollo autónomo. La fecha más probable de las partes cristianas es la mitad del siglo II. Las partes que se pueden identificar con mayor probabilidad como cristianas son las siguientes: libro 1, versí­culos 323-400; libro II, versí­culos 34-56 y 150-347; libro VI, versí­culos 1-25; libro VII, entero; libro VIII entero (excepto algún que otro verso).
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El Apocalipsí­s de Pablo se compuso en griego en la primera mitad del siglo III. De naturaleza ecléctica, la obra presenta dos visiones de Pablo, que ha subido hasta el tercer cielo. Pablo ve toda una serie de cuadros, que le va explicando un ángel: los justos son premiados, los malvados son castigados según diversas categorí­as, con interrupciones momentáneas (los domingos) de sus penas.
El juicio de san Agustí­n (†˜… personas frivDIAS, con una presunción loca, han inventado el Apocalipsis de
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Pablo…, lleno de no sé cuántas fábulas†™), recogido por M. Erbetta (cf Bibliografí­a) es quizá demasiado severo. Pero estamos ya en el ocaso de la verdadera apocalí­ptica -que apreciaba san Agustí­n- y se va cayendo en una pura y simple descripción imaginativa del más allá, del juicio, de las penas, de los premios. El estilo se va haciendo cada vez más artificioso.
Volvemos a encontrar estas caracterí­sticas decadentes en la serie de †œApocalipsis†™ tardí­os, que a veces se conservan tan sólo en fragmentos, como el Apocalipsis de Tomás (,antes del siglo y?), el Apocalipsis de Sofoní­as (el texto copto fue escrito por el 400), el Apocalipsis de Elias (,finales del siglo iv?), el Apocalipsis de Zacarí­as, tres Apocalipsis de Juan (Ss. y, vi-vn, xi), dos Apocalipsis de Marí­a (Ss. vil, ix), el Apocalipsis de Esteban (5. y, del que sólo hay noticias indirectas).
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II. GENESIS DE LAAPOCALIPTICA.
En el origen de la apocalí­ptica se impone un hecho: sucede cronológicamente a la gran profecí­a, aun cuando la presencia mutua de elementos caracterí­sticos de una corriente en la otra impide pensar en una separación histórica violenta.
Partiendo de este dato de hecho, algunos autores consideran que la apocalí­ptica es, bajo otras formas, una continuación de la profecí­a: representarí­a la antí­tesis de tipo profé-tico a la tendencia legalista, que encuentra en el movimiento farisaico su expresión más patente (Charles, Rowley, Frost, Russel, Eissfeldt). Pero esta solución no convence del todo. La gran apocalí­ptica, especialmente en el libro de Daniel, presenta rasgos indudablemente sapienciales. El primero y más destacado es la existencia de una interpretación, de un .desciframiento de enigmas, expresados en sueños, visiones o imágenes de otro tipo. Y a Daniel se le designa expresamente como un sabio (Dn 2,48). ¿Por qué, entonces, no ver la apocalí­ptica como un desarrollo de la literatura sapiencial? (G. von Rad). Sobre todo si se tiene en cuenta que el estilo profético en su sentido más pleno parece haber sido empleado, a partir del siglo y, sólo por Juan Bautista y por Jesús (J. Wellhausen, G. Duhm), mientras que la apocalí­ptica se ocupa del plan general de Dios sobre la historia (O. Plóger, D. Róssler).
¿Origen profético u origen sapiencial? Una mirada a la situación histórica judí­a sugiere una tercera solución. Las causas que llevan a un agotamiento de la gran profecí­a son múltiples. Una de las más evidentes hay que buscarla en el hecho de que, tras la vuelta del destierro, habí­a desaparecido el elemento polí­tico oficial. Cesaba así­ aquella antí­tesis dialéctica entre el rey y el profeta que encontramos en tantas grandes figuras profé-ticas, desde Elias hasta Jeremí­as. Esta antí­tesis acaba con la destrucción de Jerusalén y con Ezequiel, que es un profeta tí­pico del drama religioso de la destrucción y, a la vez, es también el primer apocalí­ptico. Una vez reconstruido el templo y reorganizado el culto, nace una religiosidad nueva, que se desarrolla casi durante dos siglos.
La situación socialmente aséptica y tranquila supone, por una parte, la posibilidad de una profundización y de un desarrollo sin perturbaciones; por otra, eliminando los diversos tipos de antí­tesis (religión-polí­tica, religiosidad-culto, disparidades sociales-religión, etc.), le quita a la profecí­a tradicional su espacio de supervivencia.
En el pueblo judí­o no existe ya libertad polí­tica. Se da, sin embargo, una notable libertad para la vida religiosa, que se desarrolla y se profundiza unidireccionalmente, casi por su propia cuenta, sin la confrontación obligada con la situación polí­tica y social. Una nueva prueba de esta profundización silenciosa que se ha lievado a cabo se tiene cuando los dominadores polí­ticos intentan entrar en el terreno religioso (Antí­oco IV Epí­fanes); entonces la reacción es tan fuerte que se convierte en sublevación polí­tica.
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En este punto nace la verdadera y auténtica apocalí­ptica. Es fruto, por una parte, de la profundización religiosa que fue madurando en el AT; y por otra, de la urgencia imprevista de interpretar religiosamente unos hechos nuevos y desconcertantes, como las persecuciones de Antí­oco IV Epí­fanes. La apocalí­ptica intenta aplicar a la historia concreta la visión religiosa del AT. Para hacer posible el paso de las categorí­as religiosas abstractas a una interpretación válida de los hechos, interviene una forma nueva de discernimiento sapiencial. El sabio es aquel que, por un lado, sabe comprender el plan de Dios sobre la historia en sus dimensiones fundamentales y lo sabe explicar; por otro lado, sabe identificar y señalar las implicaciones concretas que atañen al comportamiento de los personajes contemporáneos. Los hechos históricos desconcertantes provocan una exigencia de lectura profética, que se realiza de una forma en la que ocupa un papel predominante el intérprete sabio. Vuelven a nacer la sabidurí­a y la profecí­a, pero constituyen ahora una nueva sí­ntesis original: †œLa apocalí­ptica es una hija legí­tima de la profecí­a, aunque tardí­a y particular, la cual, aunque no sin haber sido instruida en sus años juveniles, se fue abriendo a la
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sabidurí­a con el correr de los años† (P. von der Osten-Sa-cken, Dic Apokalyptik in ihrem Ver-haltnis zu Prophetie und Weisheit, München 1969, 63). Un desarrollo análogo se encuentra en la apocalí­ptica cristiana. Las expresiones más antiguas que tenemos -Pablo, apocalipsis sinóptico- muestran una clara dependencia de la apocalí­ptica judí­a en su contenido teológico y en su forma literaria. Pero en el / Apocalipsis de Juan la apocalí­ptica cristiana encuentra su propia expresión original y autónoma, que la distingue también de la judí­a. El vací­o en el tiempo que habí­a habido en el área judí­a entre la profecí­a y la apocalí­ptica aquí­ simplemente no existe. El Apocalipsis de Juan se presenta expresamente como †œprofecí­a† (Ap 1,3); la función del sabio la ejerce aquí­ la comunidad que escucha (Ap 1,3), la cual tiene que utilizar †œla mente que tiene sabidurí­a† (Ap 13,18) tanto en la interpretación del mensaje del Espí­ritu como en el desciframiento y en la aplicación del sí­mbolo a la realidad histórica.
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Nacido en tiempo de †œtribulación†™ (Ap 1,9), como el libro de Daniel, el Apocalipsis de Juan, lo mismo y más aún que el de Daniel, presenta ciertas categorí­as teológicas que habrá que aplicar en todos los tiempos. La Iglesia podrá siempre, descifrando el mensaje y aplicándolo a su simultaneidad histórica, interpretar su propia hora, con la misma validez y eficacia incisiva de la gran profecí­a del AT.
Efectivamente, el Apocalipsis de Juan, más que de la apocalí­ptica judí­a precedente, depende en gran parte del AT; la experiencia profunda, quizá litúrgica, del mensaje del NT le lleva a una reelaboración original del AT, al que nunca se cita expresamente. Se tiene así­ una sí­ntesis nueva del contenido religioso tanto del AT como del NT, que habrá de aplicarse en la interpretación histórica.
Los apocalipsis cristianos sucesivos ofrecerán muchos elementos útiles de clarificación, pero raras veces añadirán otros nuevos. El nivel, aunque notablemente rebajado en comparación con el del Apocalipsis de Juan, se mantendrá durante algún tiempo, para degenerar luego, con el correr del tiempo, en simples fantasí­as.
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III. LA FORMA LITERARIA.
Nacida a impulsos del afán de contactar con la revelación divina anterior, que fue madurando y que se profundizó en el trato con el campo fluido de la historia, la apocalí­ptica tení­a que recurrir al sí­mbolo. Una exposición sin sí­mbolos se habrí­a resuelto fácilmente o en una repetición del mensaje teológico anteriormente madurado, pero sin ninguna vinculación con las realidades históricas concretas, o bien en una exposición de los hechos con una interpretación religiosa inevitablemente circunscrita.
Para la apocalí­ptica el simbolismo es una exigencia endógena [1 Sí­mbolo].
El punto de partida del simbolismo apocalí­ptico es el sueño; el sueño constituí­a en la mentalidad antigua, incluso en la bí­blica, un modo de entrar en contacto con Dios, una forma de revelación de Dios al hombre Gn 37,5; Gn 37,10; Sb 18,17; Jb 4,12-21; Dn 7,1; JI 3,1 etc. ), pero que luego tiene necesidad en concreto de la interpretación de un sabio iluminado y ayudado por Dios (Gn 41,8; Gn 41,38 Dan 4,5s.15; Dn 5,11; Dn 5,14).
Al evolucionar, el sueño se convierte en visión: un cuadro simbólico, a veces lí­mpido y preciso, pero de ordinario sobrecargado de imágenes. Tal es la forma habitual de expresarse de la apocalí­ptica: la función del sabio†™ que interpreta la desarrolla en parte un ángel, llamado precisamente ángel intérprete, que es una figura constante en la apocalí­ptica, y en parte el mismo que lee o que escucha el mensaje: la comunidad, los discí­pulos, los †œhijos† del apocalí­ptico que han sido invitados a escuchar, a convertirse, pero sobre todo a comprender.
El contenido de las visiones se expresa a través de diversas cifras simbólicas que, por repetirse con una cierta constancia, constituyen una de las caracterí­sticas literarias más tí­picas de la apocalí­ptica. El sí­mbolo más llamativo suelen ser las convulsiones cósmicas: el sol, la luna, las estrellas cambian de naturaleza; la tierra tiembla y sobre ella se ciernen fenómenos particulares, totalmente fuera del curso ordinario de las cosas. De este modo se señala una presencia muy especial de Dios en el desarrollo de la historia que, presente en la evolución de los hechos, los orienta hacia una consumación positiva que supere el mal o potencie infinitamente el bien. Bajo el impulso de Dios, el mundo actual tendrá que cambiar.
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Es tí­pico de la apocalí­ptica el simbolismo teriomórfico. Intervienen a menudo seres fuera de lo normal e incluso monstruosos, que desempeñan a veces el papel de protagonistas. De este modo se refieren a una esfera de realidad y de acciones que está por encima del simple nivel humano, pero por debajo del nivel
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propio de Dios.
El simbolismo aritmético, quizá de origen persa, atribuye generalmente a los números un valor cualitativo, más allá del valor cuantitativo que tiene en el lenguaje normal. Este valor a veces sigue siendo genérico, pero a veces se determina y se hace especí­fico; así­, por ejemplo, el número 7 y sus múltiplos indican la totalidad; la mitad de 7 y las fracciones indican la parcialidad; 1000 es el número de Dios, etc.
En dependencia del AT, la apocalí­ptica recoge y reelabora muchos de sus elementos simbólicos: el cielo es la zona propia de Dios, y señala la trascendencia; la tierra es la zona propia de los hombres, en donde se desarrollan los hechos de su historia; el abismo (el mar) es el depósito del mal, etc.
Una forma literaria tí­pica de la apocalí­ptica, que aparece también en los escritos sapienciales, es la pseudoni-mia. El autor se expresa en primera persona, pero sin decir su verdadero nombre; se presenta como un personaje conocido del pasado remoto o reciente, con el que siente cierta afinidad y al que considera particularmente adecuado para pronunciar su mensaje. De este modo vamos escuchando a Henoc, a Moisés, a Elias, a Isaí­as, a Baruc, a Esdras, a Juan, a Pedro, a Pablo, etc. Esta evocación de los personajes del pasado nace de la exigencia de la apocalí­ptica de unir el pasado con el presente. No se trata de una falsedad literaria -eso serí­a increí­ble-, sino de un recurso literario de eficacia particular.
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IV. LA TEOLOGIA.
La apocalí­ptica se propone una meta atrevida, que no siempre logra alcanzar plenamente: la lectura de la historia concreta a la luz de un mensaje religioso anterior.
Es posible trazar un cuadro a grandes rasgos de los elementos que están implicados en esta función.
La apocalí­ptica tiene como materia especí­fica los hechos de la historia. Pero los hechos no se ven ni se prevén en los detalles de su crónica. Tienen una lógica superior, un hilo que los liga por encima de cada episodio; existe un plan que los encierra y los engloba a todos ellos; es el plan de Dios, creador y artí­fice trascendente de la historia. Los hechos †œtienen que acaecer†™; están unidos entre sí­ en un proyecto de Dios, proyecto que no se le revela al hombre en su totalidad, sino sólo en aquellos puntos de referencia orientativos que le permiten captar el sentido religioso de su situación.
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1. La dialéctica de la historia.
Dado que la apocalí­ptica se ocupa de la aplicación interpretativa de un mensaje religioso a los hechos que †œhan de acaecer†™, adquiere un relieve especial en el cuadro de su teologí­a la concepción dualista de la historia.
La historia se desarrolla lineal-mente hacia una conclusión, pero su desarrollo es de tipo dialéctico: se realiza a través de un choque entre el bien y el mal, concretamente entre los justos y los malvados, identificados estos últimos normalmente con los paganos. Este choque se desplaza del plano individual al colectivo, y afecta a grupos sociales de diversa extensión: categorí­as, centros de poder, estados, etc. No es un dualismo de tipo maniqueo. Por encima de las vicisitudes humanas y, en cierto modo, envuelto en ellas, está Dios, dueño absoluto de la historia y de su desarrollo.
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2. ANGELES Y DEMONIOS.
Es tí­pica de toda la apocalí­ptica una presencia acentuada de los / ángeles y de los demonios. Siempre se les ve a los unos y a los otros por debajo de Dios y por encima del puro nivel humano. Normalmente no se hace ninguna lucubración sobre su identidad, pero se acentúa su función dialéctica: participan en el choque entre el bien y el mal que se desarrolla en la historia, hasta llegar a convertirse en sus protagonistas especiales. Pero el choque no suele ser directo; tanto los unos como los otros tienden a insinuarse en el mundo de los hombres y a obrar con los hombres y por medio de ellos.
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3. Escatologí­a.
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El contraste se desarrolla en una serie de episodios dramáticos. Cabe la posibilidad de una victoria de las fuerzas hostiles a Dios; esto significará, por otra parte, persecuciones, sufrimientos, tribulaciones, muerte… Habrá también perí­odos de victoria de las fuerzas positivas; pero esto no tiene que engañarnos, ya que las potencias del mal siguen estando activas. Al final llegará la conclusión: las fuerzas positivas vencerán definitivamente, y las negativas no sólo quedarán derrotadas, sino que desaparecerán por completo, aniquiladas por una intervención de Dios que se indica con imágenes múltiples y diversas (juicio, derrota campal, fuego que baja del cielo, etcétera).
La situación definitiva que se constituye de este modo traerá consigo la resurrección, una renovación radical del ambiente en el que se desarrollará la vida, que ya no se verá acechada por las dificultades y limitaciones de ahora (muerte, enfermedad, cansancio).
En este marco se le atribuye una importancia destacada a la situación de los justos que desaparecieron de la escena de este mundo. Aguardan la conclusión final, están seguros; los malos ya no pueden hacer daño ni librarse del juicio de Dios; los buenos están ya parcialmente recompensados y colaboran con sus oraciones al desarrollo positivo de la historia.
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4. EL MESIAS Y EL HIJO DEL HOMBRE.
El gran protagonista que impulsa hacia su conclusión positiva el choque entre las fuerzas positivas y las negativas es el †œmesí­as†. Se recogen y condensan los datos que se encuentran sobre él en el AT; en la apocalí­ptica judí­a surge ya con claridad la figura del mesí­as elegido por Dios: hijo de Dios, resume en sí­ toda la fuerza que Dios manifiesta en la †œguerra santa† del AT. Sabrá derrotar a todos los enemigos del pueblo de Dios, realizando de este modo el reino definitivo, que coincide con la situación escatológica final. El reino de Dios realizado por el mesí­as no será una situación soñada, sino que tendrá su concreción. Esta llega a veces hasta el punto de que se afirma la existencia de un reino del mesí­as, previo al reinado final, de duración limitada. La concepción de un reino mesiánico preescatológico ronda por toda la apocalí­ptica, asumiendo duraciones, tonos y contenidos diversos: situación de premio, participación funcional en el reino definitivo en devenir, expresión puramente simbólica de la presencia activa del mesí­as en la historia. Relacionada más o menos estrechamente con el mesí­as, identificada a veces con ella, está la figura enigmática del †œhijo del hombre†. Expresión inicial probablemente de una personalidad corporativa y casi identificado con el pueblo, el hijo del hombre adquiere poco a poco un relieve más marcadamente personal. En unión con el mesí­as, subraya su vinculación con la historia propia de los hombres [1 Jesucristo III; / Mesianismo].
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5. Lo especí­fico cristiano.
Las persecuciones de Antí­oco IV Epí­fanes habí­an hecho tomar bruscamente conciencia de que en el AT el material religioso que habí­a madurado estaba dispuesto para ser aplicado a la historia. Un fenómeno análogo se verifica para la apocalí­ptica del NT. El cristianismo habí­a tenido contactos interesantes, pero esporádicos, con la sociedad civil no cristiana. Con las persecuciones llega una sacudida que obliga a mirar cara a cara una realidad social compleja y ordinariamente hostil; resulta irremediable una confrontación teológica global. Obligada a enfrentarse con los hechos, la apocalí­ptica cristiana consigue expresar su mejor mensaje, que encontramos especialmente en el Apocalipsis de Juan. Los temas teológicos que habí­an aparecido en la apocalí­ptica judí­a encuentran así­ una profun-dización caracterí­stica. Dios, señor de la historia, es trascendente y nunca se le describe en sus rasgos, pero está presente y envuelto en la historia, que es a la vez salvación y creación. Y sobre todo, incluso teniendo en cuenta la historia tal como se desarrolla, Dios es Padre de Jesucristo (Ap 1,6; Ap 3,21).
La figura central del mesí­as y la otra más fluida del hijo del hombre de la apocalí­ptica judí­a confluyen en Cristo y encuentran en él una expresión nueva, inconcebible a nivel del AT: en Cristo, mesí­as (Ap 12,10) e hijo del hombre (Ap 1,13; Ap 14,14), aparecen los atributos operativos de Dios mismo. Se da una cierta inter-cámbiabilidad entre ellos: son Padre e Hijo, y esto lleva su acción en la historia a un nivel vertiginoso de paridad recí­proca: Dios †œvendrᆝ en Cristo y Cristo será llamado alfa y omega, no menos que Dios Ap 1,4 y 1,7; 1,8 y 22,13). Se da un desplazamiento de perspectiva también en lo que se refiere a las fuerzas intermedias, entre el cielo y la tierra, que colaboran en el desarrollo de la historia de los hombres. Lo demoní­aco se hace más histórico; la conexión entre las fuerzas del abismo y la historia humana se hace más estrecha y más completa: afecta al Estado, a los centros de poder negativos, a †œBabilonia†, a la concreción consumistade la ciudad secular (Ap 17,1-18).
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Las fuerzas positivas reciben mayor claridad e importancia: los ángeles colaboran con el hijo del hombre (14,14-20); el hijo del hombre asocia a su acción activa al pueblo que le sigue (Ap 1,5 y 19,14). Y el mesí­as hijo del hombre es presentado audazmente como una fuerza positiva inmersa en la historia al lado y en contraste con las fuerzas hostiles (cf 6,1-2).
En sí­ntesis: aunque no podamos compartir la afirmación de E. Kásemann, según el cual la apocalí­ptica es la madre de toda la teologí­a cristiana, no podemos desconocer el papel que ha representado la apocalí­ptica en el paso de los hechos brutos de la historia de la salvación a su comprensión teológica. Precisamente porque su especificidad está en la interpretación sapiencial de la realidad dialéctica y fluida de los hechos, la apocalí­ptica estimula la formulación de todos aquellos elementos del mensaje religioso que necesita en su interpretación. Al mismo tiempo, la constante apelación a la realidad en que se vive ahora y al futuro que se prepara impide a la teologí­a propiamente apocalí­ptica degeneraren fantasí­a o girar ociosamente en torno a sí­ misma.
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BIBL.: Charles R.H., The Apocrypha and Pseudepigrapha of the Oí­d Testament, en En-glish.
Pseudepigrapha II, Oxford 1969; Delcor ?., Mito y tradición en la literatura apocalí­ptica, Cristiandad, Madrid
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hellenisüscherZeit V. Apokalypsen, Gütersloh 1974.
U. Vanni
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. Situación hermenéutica
La a. (como género literario) es la expresión y el resultado del intento de reducir a categorí­as, usando como instrumento el mundo mitológico, metafórico y simbólico, la -> transcendencia, a Dios y el futuro (-> sentido) de la historia. Ahí­ se toma como base la constante experiencia fundamental del hombre consigo mismo, con su -> mundo (-> historia e historicidad) y con Dios. A este respecto podemos dejar abierta la cuestión de si se trata de experiencias con origen «sobrenatural» o con origen «natural» (conocimiento natural de Dios); de hecho tales experiencias son una sí­ntesis de la dimensión natural y de la sobrenatural.

Adolf Darlap
II. Generalidades
1. En el griego de los LXX y del NT el verbo apocalipto (hebr, gelah, arameo g’lá) significa «revelar», y el sustantivo apocalipsis quiere decir «revelación». Llamamos apocalí­ptica a aquella forma literaria de la que la literatura de la revelación se sirvió en el judaí­smo a partir del s. II a.C. Debido precisamente a su éxito, influyó notablemente en la expresión literaria de la revelación en el NT y ocupó un puesto importante en el cristianismo primitivo, mientras el judaí­smo rabí­nico la iba rechazando más y más.

2. Objeto. La revelación transmitida por esta literatura versa sobre todos los misterios inaccesibles al conocimiento natural del hombre («a la carne y a la sangre», Mt 16, 17 ), que sólo Dios puede dar a conocer por su espí­ritu y su sabidurí­a (Dan 2, 19.28; 5, 11-14; 1 Cor 2, 10-11). Sus campos más importantes son: a) Los misterios de Dios, del mundo celeste, donde él reside, de los ejércitos celestiales que le rodean (-> ángel), de los ejércitos demoní­acos que luchan contra él (-> diablo). Bajo este aspecto, la apocalí­ptica proporciona una arma literaria a la mí­stica judí­a y cristiana (cf. 2 Cor 12, 1-4; Is 8-11; Abr 15-20), como a la angelologí­a y a la demonologí­a, que ella enlaza estrechamente con la historia de la salvación (Hen et 1-6; Ap 12). b) Los misterios de los orí­genes del mundo y de su gobierno por la sabidurí­a de Dios. Aquí­ están incluidas las exposiciones cosmológicas de algunos libros, los cuales describen el orbe terráqueo y los abismos infernales (Hen et 17-19; 22-26), así­ como el curso de los astros, en el que se funda el calendario (Hen et 72-82). c) Los misterios del designio divino, que rige el curso de la historia. Aquí­ la a. suplanta a la vez a la reflexión teológica de los antiguos historiadores sagrados y a la escatologí­a de los profetas. d) El misterio del destino individual (Sab 2, 22). Bajo este aspecto los textos o bien hablan de la escatologí­a colectiva c), o bien describen el cielo a) y los infiernos b). El campo de la a. es, pues, muy vasto. Por eso la a. no sólo influye en las obras de su campo inmediato, sino también en otras de muy diversa í­ndole, cuando éstas rozan temas emparentados con la a.

III. Orí­genes y desarrollo del género literario
1. Desarrollo ulterior de la literatura profética. A partir del año 586 a.C. la literatura profética experimentó un notable cambio.

a) Esta habí­a implicado en todo tiempo un elemento visionario. Recordemos solamente las visiones que describen simbólicamente el mundo sobrenatural (1 Re 22, 12-22; Am 9, 1-4; Is 6). En Ezequiel esta forma literaria pasa a primer plano (Ez 1); él la usa para describir tanto el juicio de Dios sobre Jerusalén (Ez 9-10), como el resurgimiento de Israel (Ez 37, 1-14) y la gloria de la nueva Jerusalén (Ez 40-48). También el mensaje de Zacarí­as se presenta sistemáticamente bajo una serie de visiones cuyo significado explica un ángel. Este procedimiento condujo a la creación de un instrumento convencional, el cual es un constitutivo fijo del género literario de la a.

b) El mensaje de los profetas tení­a siempre por horizonte un «segundo tiempo» (Is 8, 23), un «fin de los dí­as» (Is 2, 2), que traerá el juicio sobre todos los pecadores y la salvación de los justos. La descripción del juicio condujo plenamente por sí­ misma a la imagen de una catástrofe cósmica (Jer 4, 2326), y simultáneamente la descripción de la salvación recibí­a un colorido paradisí­aco (Os 2, 20-24; Is 11, 6-9). Este final -entendido como parte- de la historia aseguraba su consumación. Pero la descripción del final, en textos anónimos posteriores a la cautividad, los cuales pretendí­an alimentar la esperanza judí­a a base de «promesas» escatológicas, experimentó un ulterior desarrollo autónomo —>escatologí­a- (Is 4, 4-5; 24-27; 30, 19-26; 34-35; 59, 15-20; 63, 1-6; 65, 1-25; 66, 5-16; Ez 38-39; J1 3-4; Zac 12, 1-13, 6; 14 ). No es exacto dar el nombre de apocalipsis a estos textos. Pero sí­ es cierto que en ellos quedan muy resaltados algunos temas esenciales de la a., p. ej.: el juicio final realizado por el mismo Dios; la contraposición de las dos ciudades (Is 24ss); la instauración del reino de Dios, en la cual el Mesí­as no parece jugar ningún papel; la entrada de los justos en un mundo glorificado; los «nuevos cielos» y la «nueva tierra» (Is 65, 17).

2. Clima psicológico
Podemos imaginarnos fácilmente la situación psicológica en que se efectuó esta evolución literaria, a saber: los tiempos de crisis que la comunidad postexí­lica hubo de soportar, se caracterizaron por una esperanza febril. La decepción que sigue al regreso de los primeros grupos (entre el 515 y el 440 a.C.), las sacudidas polí­ticas del s. iv, cuya repercusión sufrió necesariamente el judaí­smo, despertaron una angustiosa esperanza escatológica (cf. Sal 44; 74; 79), la cual llegó a su cumbre en tiempos de Antí­oco Epifanes (170-164 a.C.), a causa del choque sangriento con el poder totalitarista del estado pagano. Ni el legalismo instaurado por Esdras en la teocracia judí­a, ni el esfuerzo espiritual de la reflexión de los sabios pudieron dar respuesta satisfactoria a esas esperanzas desmesuradas. Ahora bien, «ya no habí­a profetas» para levantar los ánimos de los decaí­dos (Sal 79, 9; 1 Mac 4, 46), pues el -> profetismo antiguo estaba desacreditado (Zac 13, 2-6). Por eso se estudiaban las Escrituras para saber cuándo y cómo vendrá el fin (Dan 9, 1-2). En esa atmósfera cambiada es donde el mensaje escatológico halló su nueva forma de expresión; él fue representado como una sabidurí­a sobrenatural, la cual era sacada del estudio de la Escritura y descubrí­a los misterios divinos a los creyentes probados. En plena crisis macabea, la apocalí­ptica produjo sus primeras obras maestras con Daniel (sobre todo Dan 2; 4-5; 7-12) y con las partes más antiguas del libro de Henok (Libro de los sueños, 83-90; apocalipsis de las semanas, 93; 91, 12-17).

3. Influjos extraños. En todas las épocas supo la literatura sagrada asimilar más de un elemento, tomado de las culturas vecinas, para traducir su propio mensaje. En Ezequiel es evidente que él usa el simbolismo mesopotámico (Ez 1). La angelologí­a y la demonologí­a de Tobí­as utilizan elementos iranios (Tob 3, 8; 12, 14). La a. nace en un mundo donde el sincretismo iranio-babilónico se cruza con la civilización helení­stica. El judaí­smo, que se halla situado en el punto de cruce de esas culturas, sabe aprovecharse de ellas (-> judaí­smo posterior). Los innegables puntos de contacto entre la leyenda de Henok y las tradiciones mesopotámicas, la referencia del libro de Daniel a las técnicas babilónicas para la interpretación de sueños (Dan 2; 4; 7) y de presagios (Dan 5), lo muestran claramente. La diáspora oriental debió jugar aquí­ un papel importante. Pero el mismo judaí­smo palestinense, aun en el momento en que luchaba por conservar su originalidad religiosa, estuvo sometido al influjo del helenismo que lo rodeaba. La influencia de la escatologí­a irania en la a. es una posibilidad con la que se debe contar; el influjo del helenismo se reduce a elementos de segundo rango. Prescindiendo de este problema, en todo caso la apocalí­ptica nació para oponer la revelación auténtica, contenida en las Escrituras y transmitida a Israel por los profetas, a la literatura pagana sobre la revelación, la cual era incapaz de conocer los secretos divinos (cf. Dan 2, 28; 5, 7-17). Para forjar su expresión literaria echó mano sin escrúpulo de una simbólica internacional, basada a su vez en las viejas mitologí­as del oriente y de Grecia. Así­, hasta en Dan 7 y Ap 12 se pueden descubrir vestigios del combate mí­tico de Marduk contra Tiamat.

IV. Las leyes del género literario
No obstante la plurivalencia del género, que responde a la diversidad de sus objetos, cabe descubrir en él ciertas caracterí­sticas generales, que se dan en grados diferentes.

Carácter pseudónimo
Los profetas clásicos referí­an sus visiones personales. Los complementos aportados a sus libros después de la cautividad se ocultaban bajo el velo del anonimato. En cambio, los autores de libros apocalí­pticos se encubren bajo nombres escogidos entre los héroes de otros tiempos: Henok, Abraham, Isaí­as o algún otro profeta, Baruc, Esdras, Daniel… Igualmente la literatura cristiana extracanónica adopta los nombres de Pedro, de Pablo, de Juan, etc. Estos nombres convencionales que adoptan los autores, responden siempre a un tipo de profetas (que en el NT es el del apóstol), al que Dios da el encargo de transmitir su mensaje a los hombres. El mensaje va naturalmente destinado a los contemporáneos del autor. No obstante aquél recibe una nota esotérica, no en el sentido de que vaya destinado a cí­rculos numéricamente pequeños, sino en el de que está reservado al futuro. Sin embargo, en el NT la profecí­a se sirve del lenguaje apocalí­ptico sin necesidad de recurrir a los pseudónimos (así­ Mc 13 y par; 1 Tes 4, 15-17; 1 Cor 15, 24-28.52-53; Apocalipsis de Juan).

2. La visión profética de la historia
El interés principal de los escritos apocalí­pticos está centrado en el desarrollo de los designios de Dios en la historia (->salvación, historia de la), enfocada desde la perspectiva del juicio final y de la escatologí­a, que se realiza más allá del ámbito histórico. Al apoyarse en un vidente del pasado, los apocalí­pticos se sitúan a cierta distancia de su tiempo, para abarcar perí­odos más amplios con una sola mirada (p. ej., Dan 7-8; 10-12). Su visión de la historia humana, comparada con la teologí­a de los profetas y de los historiadores sagrados, se distingue de ésta por rasgos notables. a) Resalta con un acento todaví­a más fuerte y unilateral la causalidad divina, que gobierna soberanamente los acontecimientos. Estos realizan infaliblemente el plan divino, grabado en las «tablillas» del cielo. Ciertamente, la existencia de un juicio divino muestra que el hombre es verdaderamente libre; pero su libertad se mueve dentro de los lí­mites que Dios le impone. De aquí­ resulta una auténtica mecanización de la historia pasada, que garantiza a su manera la certeza de su consumación escatológica. A esa certeza con frecuencia se añade psicológicamente la esperanza de que el final es inminente. Una vez alcanzado el punto cumbre de los acontecimientos, que se desarrollan en el tiempo del autor, se realiza el juicio divino y la salvación de los justos en una sucesión inmediata (Dan 7, 23-27; 11, 21-12, 3 ). b) Todaví­a más que en los profetas clásicos, la historia se presenta como lugar de combate, en el que se enfrentan, por una parte, Dios, sus ángeles y su pueblo, y por otra, todas las fuerzas demoní­acas, cuyos aliados terrestres son los pecadores y las naciones paganas. Este –> dualismo espiritual, en último término, opone entre sí­ dos mundos: el mundo presente, que está entregado al poder del mal, y con ello, a la ira de Dios y a la catástrofe final, y el mundo venidero, en el cual el universo glorificado se disolverá en las realidades celestiales, y los justos recibirán la recompensa por sus esfuerzos. La escatologí­a profética experimentó así­ una radical transformación, y el problema de la retribución individual halla su solución en un plano totalmente nuevo (Dan 12, 1-3; Sab 4, 20-5, 23).

3. El lenguaje simbólico
El ropaje literario con que está vestido el mensaje se halla tejido de simbolismo. a) En el NT se modificó sensiblemente la persLos antiguos libros de la sagrada Escritura pectiva escatológica. El mundo nuevo ha queson utilizados sistemáticamente, y sus imágenes se combinan en formas no pocas veces sorprendentes (el Apocalipsis de Juan ofrece hermosos ejemplos de esto). b) La exposición convencional de la doctrina en forma de visiones y sueños brinda constantemente la ocasión para descripciones simbólicas del mundo sobrenatural. Las mismas realidades terrestres se ocultan tras expresiones simbólicas (así­, tanto en Dan 7 como en el Apocalipsis, los imperios paganos son designados como animales). c) Para hacerse con todas estas descripciones simbólicas, los autores acuden con plena libertad al material de las literaturas orientales. Paí­ses, plantas, animales, piedras preciosas, astros, asumen significados especiales, los cuales hacen posible la expresión de pensamientos en un lenguaje cifrado. No se olvida el simbolismo de los números. Esa enigmática forma de expresión pudo ser comprensible para los contemporáneos, mas hay pasajes donde apenas resulta ya posible hallar la clave. En conjunto, no cabe imaginar nada tan artificioso como el estilo de los apocalipsis, donde el género literario que comentamos se desarrolla sin trabas. Y, ciertamente, lo plástico y brillante de los sí­mbolos les confiere fuerza poética.

V. Difusión del género literario
1. AT y judaí­smo
La a. judí­a habí­a nacido durante la crisis macabea en los cí­rculos de los jasideos, y gozó de gran estima en ese perí­odo (–> Apocalipsis, -> Apócrifos). Los esenios cultivaron la a.; las cuevas del Qumrán nos han proporcionado manuscritos del libro de Henok, de Jub y de otras obras desconocidas hasta ahora. Seguramente la corriente farisea al principio no rechazó la a. El ApBar (gr) y el cuarto libro de Esdras parecen estar relacionados con ella. Pero, prescindiendo de textos donde quedaba expresada la mí­stica judí­a – Hen (hebr) -, pronto se llegó a prohibir muchas obras apocalí­pticas, que procedí­an de los esenios o de otros cí­rculos, y su conservación se debe a manos cristianas, que las tradujeron a diversos idiomas.

2. NT y cristianismo primitivo
En el NT se modificó sensiblemente la perspectiva escatológica. El mundo nuevo ha quedado ya fundamentado en Jesucristo y en la Iglesia. El hijo del hombre ha aparecido en la historia y volverá en la –> parusí­a. El –> reino de Dios ha comenzado ya; la nueva Jerusalén ya está presente en la -a Iglesia. Nada tiene, pues, de extraño que la revelación cristiana sea por esencia un apocalipsis (Mt 16, 17; Gál 1, 16; Ap). Pero la esperanza sigue estando dirigida hacia una revelación última, en la que las realidades celestiales descenderán a la tierra (1 Jn 3, 3; Col 3, 4; Ap, etc.). Todo esto es objeto de la a. cristiana, como lo muestra el Apocalipsis de Juan. Y eso es lo que describen también los apocalipsis apócrifos del perí­odo neotestamentario. El género literario ha encontrado una continuación en el Pastor de Hermas. Y siguen cultivándolo los visionarios de todos los tiempos; no podemos olvidar aquí­ obras como «La Divina Comedia».

Pierre Grelot

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica