MORAL

Conducta moral y teologí­a moral

La expresión «moral» se refiere a la «conducta» de las personas o de las comunidades, según el «fin» a que tiende el mismo ser humano y de acuerdo a una «normas» o leyes que están en la conciencia o que Dios ha querido manifestar de modo especial. Se puede considerar como el conjunto de «actos humanos» que reflejan el grado de libertad, es decir, la verdad o la falsedad de la donación.

También se aplica esta palabra («moral») a la teologí­a o reflexión sistemática sobre la conducta humana, a la luz del misterio de Cristo. Es «la ciencia que acoge e interpela la divina revelación y responde a la vez a las exigencia de la razón humana» (VS 29). No es sólo un conjunto de normas que hay que cumplir, sino «la reflexión cientí­fica sobre el Evangelio como don y como precepto de vida nueva» (VS 110). Hoy se estudian, a la luz de la caridad, los mandamientos y las virtudes, pero también su aplicación concreta a cuestiones acuciantes bioética, ética social y económica, ética profesional y según el estado de vida.

Verdad, ley, conciencia, libertad

Hay que determinar la verdad a la que se tiende y según la cual se trata de orientar la propia conducta. Pero esa verdad esta expresada por la ley de Dios (mandamientos) que se encuentra grabada en el fondo de la conciencia humana y que también y especialmente Dios ha comunicado por la revelación (Decálogo, bienaventuranzas). Hay un proyecto de Dios sobre el hombre. La libertad es la orientación del ser humano hacia esa verdad, que se traduce en donación. La moralidad de los actos humanos supone la voluntad libre. La ley de Dios va unida a la gracia que hace posible su cumplimiento.

Esa reflexión «moral» explica que los actos humanos deben orientarse hacia su fin último (Dios y la vida eterna), según la ley impresa en la conciencia, traduciéndolos en virtudes concretas (teologales y morales) y evitando los vicios y el pecado. Existe un «ví­nculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre» (VS 82). «El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así­ la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir, Dios mismo» (VS 72).

La «moralidad» afecta inseparablemente a la persona, la familia y la sociedad. Por esto la formación de la conciencia debe ser según la verdad, el bien y la belleza, que son expresión de Dios y tienden hacia él. Los actos humanos de la inteligencia, voluntad y afectividad deben tender a un objetivo de verdad, bien y belleza, en todas sus circunstancias y consecuencias. «La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada» (VS 78). «El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios» (VS 79).

Moral cristiana

Cuando se trata de la moral cristiana, no basta con sistematizar normas o preceptos (explicando su fundamento), ni tampoco con clasificar virtudes (indicando su naturaleza y los medios para conseguirlas). La moral cristiana se encuadra en el «dinamismo del amor» (VS 53), a partir de la caridad de Cristo. Es moral «evangélica», en la lí­nea de las «bienaventuranzas» y del «mandato del amor». Es la conducta que corresponde a quien está llamado a la «perfección de la caridad» (LG 40).

Sin esta perspectiva evangélica de perfección, faltarí­a luz y fuerza para aceptar y para cumplir las exigencias de la moral. No aceptará la moral cristiana, ni incluso teológicamente, quien prescinda de esta perspectiva evangélica. «Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana… No se trata aquí­ solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre» (VS 19).

Es necesario, pues, presentar la ciencia y la conducta moral cristiana, que «consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia… porque el seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las caracterí­sticas de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización» (VS 119). El anuncio y el testimonio de esta moral evangélica es signo de la presencia de Cristo resucitado.

Referencias Bienaventuranzas, caridad, castidad, conciencia, Decálogo, economí­a, familia, ley de Dios, libertad, pecado, polí­tica, seguimiento evangélico, sexualidad, voluntad.

Lectura de documentos GS 36, 59, 62; GE 1, 7; VS (todo el documento); CEC 1749-1802.

Bibliografí­a J. AUBERT, Compendio de moral católica (Valencia 1989); F. BÖCKLE, Moral fundamental (Madrid, Cristiandad, 1980); K. DEMMER, Introducción a la teologí­a moral (Estella, Verbo Divino, 1994); J.R. FLECHA, Teologí­a moral fundamental ( BAC, Madrid, 1994); A. GALINDO, Moral socioeconómica ( BAC, Madrid, 1996); R. GARCIA DE HARO, La vida cristiana. Curso de teologí­a moral (Panplona 1992); B. Hí„RING, Libertad y fidelidad en Cristo (Barcelona, Herder, 1981); U. SANCHEZ GARCIA, La opción del cristiano (Madrid, Soc. Ed. Atenas, 1990); R. SCHNACKENBURG, Mensaje moral del Nuevo Testamento (Barcelona, Herder, 1991); M. VIDAL, Moral de la persona (Madrid, PS, 1985); J.G. ZIEGLER, La teologí­a moral, en La teologí­a del siglo XX ( BAC, Madrid, 1974) 264-304.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(gr. sy·ká·mi·nos).
Este árbol (Morus nigra), también llamado morera negra, solo se menciona una vez en la Biblia, cuando Jesús habló a sus apóstoles sobre la fe que debí­an tener. (Lu 17:5, 6, nota.) La palabra griega utilizada en ese pasaje normalmente aplicaba al género Morus en general. La especie Morus nigra se cultiva comúnmente en Israel. Es un árbol robusto que crece hasta una altura de aproximadamente 6 m., con hojas grandes en forma de corazón y fruto rojizo oscuro o negro parecido a la zarzamora.

Fuente: Diccionario de la Biblia

A) Teologí­a moral.

B) Sistemas morales.

A) TEOLOGíA MORAL
Contra todos aquellos que miran los manuales casuí­sticos y jurí­dicos de t.m. como expresión permanente del catolicismo clásico, hay que afirmar ante todo que la Iglesia vivió más de mil quinientos años sin ese tipo de teologí­a y, en general, sin una t.m. como disciplina especial. ¿Era la Iglesia menos perfecta sin pareja disciplina cerrada en sí­ misma o se preocupó menos de la autenticidad de la vida cristiana?
La sagrada Escritura no se parece ni a un texto de dogmática ni a uno de los clásicos manuales de t.m.; más bien nos enseña en la historia concreta la primigenia unidad entre verdad y camino de salvación, entre buena nueva e instrucción existencial para llevar una vida de acuerdo con el evangelio. Se hallan, claro está, en la sagrada Escritura pasajes más o menos largos que insisten preferentemente en la configuración de la vida, así­, p. ej., el -> decálogo en el AT, y el -> sermón de la montaña y los discursos de despedida de Jesús en el NT. Pero, incluso en estos pasajes dedicados más directamente a la instrucción moral, es caracterí­stica precisamente la unidad de alianza y ley de la alianza, de acontecimiento, verdad y camino de salvación.

En la era patrí­stica la instrucción sobre la conducta cristiana se ofrecí­a principalmente como una parte de la catequesis bautismal y eucarí­stica. Son tí­picas a este respecto las catequesis atribuidas a Cirilo (o a Juan) de Jerusalén sobre los sacramentos y sobre la vida correspondiente a la realidad sacramental. Ninguno de los grandes padres de la Iglesia o de los teólogos de la edad media puede ser calificado de teólogo moral o de moralista en el sentido moderno de la palabra. Tal vez pudiéramos exceptuar en cierto sentido a Gregorio Magno, no porque él trazara un sistema de t.m. independiente en sf mismo, cosa que él ni siquiera intentó, sino porque su interés principal se dirigí­a a las cuestiones prácticas de la vida y a las necesidades pastorales concretas.

1. Prehistoria de la teologí­a moral
Cierto que en la primera edad media (sobre todo en el campo de irradiación de la Iglesia irlandesa) se compusieron los libri paenitentiales, y en la baja edad media se propagaron rápidamente las summae confessariorum; pero nadie pensó en considerar esas obras como manuales de moral cristiana. Los primeros se ocupaban exclusivamente de la medida de la penitencia que debí­a imponerse; y las sumas mencionadas eran por lo general obras de consulta ordenadas alfabéticamente para uso de los confesores, que hallaban en ellas, junto a temas de derecho canónico y de doctrina en general, también la solución de cuestiones de conciencia.

Mucho antes que una t.m., se desarrolló en la edad media la filosofí­a moral, sobre todo en la polémica con la -> ética (A) aristotélica. Ya los padres de la Iglesia (piénsese, p. ej., en Clemente de Alejandrí­a o en Ambrosio) se apropiaron ideas de la ética estoica o desarrollaron su pensamiento en discusión crí­tica con los estoicos. Tomás de Aquino representa un cambio decisivo. De un lado, él recoge toda la evolución anterior en una sí­ntesis donde son tratados juntamente la verdad y el camino salví­ficos. Y, de otro lado, en la segunda parte de su Suma teológica, siguiendo de cerca la ética aristotélica, trata sistemáticamente muchas cuestiones de moral. Pero Tomás de Aquino jamás consideró esta parte de su Suma teológica como un tratado cerrado en sí­ mismo de la doctrina moral cristiana. Esa parte de la Suma sólo tiene su sentido y función en el todo de una exposición sistemática de la teologí­a una e indivisa. Muchas cuestiones, p. ej., la virtud de la penitencia y toda la moral matrimonial, son tratadas en la tercera parte, dentro de la visión de los sacramentos.

Como es sabido, de momento el influjo de Tomás quedó descartado en gran medida por la condenación de sus obras fulminada por el obispo de Parí­s. Pero, desde el renacimiento tomista del siglo xvi, se abrió paso una evolución de la t.m. en que confluyeron corrientes tan diversas como los libri paenitentiales, las summae confessariorum y la visión principalmente aristotélica de la segunda parte de la Suma. La diferencia entre estas dos corrientes es muy grande; pero tienen un punto común: la casi total ausencia de Cristo. No puede hacerse responsable de esto a Tomás de Aquino, pues él de ningún modo consideraba la segunda parte de la Suma como un tratado independiente en sí­ mismo; pero al final de esta evolución nos preguntamos con razón si fue afortunado tratar en la Suma teológica cuestiones fundamentales de moral cristiana antes de haber presentado a Cristo como camino, verdad y vida.

2. Historia de la teologí­a moral
La historia propiamente dicha de la t.m., calificada tantas veces de «tradicional», comienza después del concilio de Trento. Ese hecho mismo pone de manifiesto que la t.m. implica un problema ecuménico de primer orden.

En la lí­nea de la reforma católica, el concilio de Trento dio nuevo impulso y nuevas formas y prescripciones para la «administración» y la recepción del sacramento de la penitencia. Se urgió con nueva insistencia la confesión de todos los pecados graves antes de recibir la eucaristí­a, así­ como la acusación según la especie y el número de los mismos. El seminario tridentino tení­a por objeto sobre todo formar buenos confesores.

La ratio studiorum de la Compañí­a de Jesús respondió a la nueva situación introduciendo un curso especial de casuí­stica moral para los confesores. Las grandes perspectivas de la vida cristiana todaví­a fueron tratadas de momento en la teologí­a una e indivisa juntamente con la doctrina de la fe.

Pero se fue construyendo más y más un nuevo sistema de moral concentrado en cuestiones de la práctica de la confesión; y muy pronto los teólogos, que se llamaban ahora dogmáticos, se consideraron dispensados de tratar cuestiones de vida cristiana, con la excusa de que eso se hací­a en la casuí­stica, es decir, en la moral.

De acuerdo con el fin particular de este tipo de nueva ciencia moral, se centró la atención en la manera como el confesor debí­a decidir los casos de conciencia y en la materia y el modo de acusación del penitente. Así­ la cuestión sobre la -> conciencia vino a ocupar el centro, pero en un sentido muy especial y con una mentalidad muy tí­pica. A veces la visión tomista, que está dirigida al finis ultimus, a la consumación definitiva, se unió externamente con este nuevo tipo. Comoquiera que uno de los fines de esa nueva disciplina era el control de las decisiones de conciencia por parte del confesor, la cuestión sobre la norma o ley permanente tení­a que pasar al primer plano del interés. De ahí­ que el problema de la obligación legal en caso de duda vino a cobrar una importancia desproporcionada en la disputa sobre los sistemas morales.

3. Presupuestos de la teologí­a moral tradicional
Es evidente que esta limitación de la moral al confesonario hubo de determinar toda su perspectiva. Además, el modo de entender el papel del confesor y del penitente estaba también determinado por el contexto histórico. En todo los tiempos la teologí­a ha tenido y tiene necesariamente una función histórico-salví­fica: la función de dar respuesta en un sistema inteligible de conceptos a las cuestiones existenciales del tiempo. De ahí­ que lleve inevitablemente la marca de la época. Para comprender los profundos cambios en la concepción total de la t.m. hemos de darnos cuenta plenamente del mundo circundante de la teologí­a en cada momento. Aquí­ sólo podemos indicar las lí­neas más importantes. Desempeña un papel fundamental el estilo de sociedad y gobierno de cada tiempo. La época en que se afianzó el estilo de la t.m. casuí­stica está caracterizada por la familia patriarcal y por un paternalismo aceptado de todo punto con gratitud. En la familia mandaba el padre más o menos absolutamente. Las minorí­as selectas en el campo cultural y el social no eran muy amplias. La masa no pensaba siquiera en un ascenso social y cultural. Era cosa obvia que la responsabilidad debí­a concentrarse en manos de unos pocos. Se llegó en gran parte a una mezcla de feudalismo, absolutismo y centralismo. La contrarreforma y más tarde la restauración, un orden social más o menos estático y la tendencia del clero y de las minorí­as sociales dominantes a defender el status quo, favorecieron una visión estática de la moral. Así­ se explica la manera como fue vista la cuestión de la conciencia, sobre todo en la perspectiva de una obediencia rigurosa a la ley y al mandato de la autoridad. A ello se añadió el influjo persistente de la doctrina romana del -> derecho natural y del viejo ideal germánico de la absoluta lealtad. Tanto en Grecia como en Roma la doctrina de la ley moral natural se habí­a elaborado principalmente sobre un fondo de matiz polí­tico y conservador. No es de maravillar que los moralistas de esta época echaran mano de la vieja doctrina del derecho natural en sus manuales dirigidos al sacramento de la penitencia.

En la misma dirección operaba la identificación de la Iglesia con la jerarquí­a (o, en el mejor de los casos, con el clero). La Iglesia parecí­a resplandecer más por sus propias disposiciones y estatutos que por el evangelio. Todo eso explica la mezcolanza, a menudo sin ningún espí­ritu crí­tico, de disposiciones canónicas, leyes civiles, normas de derecho natural y citas de la Biblia. Esta situación fue expresada acertadamente por H. Jone en el tí­tulo de su moral: «Teologí­a moral con especial consideración del derecho canónico y del derecho alemán, austrí­aco y suizo». Las estructuras jurí­dicamente fijadas ocupaban de todo punto el primer término del interés de este tipo de teologí­a moral.

Por otra parte, no es lí­cito silenciar que los mejores representantes de este tipo de t.m. trabajaron mucho para hacer más soportables las cargas y limitaciones legales. Esta intención tuvieron, entre otras cosas, el derecho natural (en cuanto se opuso al capricho de los prí­ncipes), la teorí­a de las leyes puramente penales y el «sistema moral» del probabilismo.

Esta acentuación y perspectiva se debió en parte a los temas de la reforma protestante y al espí­ritu de la contrarreforma. Si de un lado se alzaba el lema de la «fe sola» y la «gracia sola», de otro lado el tipo legalista de la t.m. católica evitaba en general hablar de la relación entre la fe y sus frutos, resaltaba unilateralmente las obras de la ley y sólo de pasada mencionaba la gracia, en cuanto ayuda a cumplir la ley. Era tí­pico que no se tratara la moral en la perspectiva del sermón de la montaña; más bien, primero se hablaba del decálogo y luego de los sacramentos, y por cierto casi exclusivamente con miras a un nuevo conjunto «de deberes». Si los protestantes acentuaban unilateralmente la «Escritura sola», los moralistas romanos trataban casi únicamente de las decretales de los papas y de 1as formulaciones del derecho natural como punto de partida de la moral. Si los protestantes resaltaban el sacerdocio general del pueblo de Dios, los moralistas católicos insistí­an tanto más sobre la sumisión de los laicos a la jerarquí­a y al confesor.

Una mentalidad individualista, que repercutí­a también en el terreno religioso, p. ej., en el lema «Salva tu alma», tení­a como contrapeso los lí­mites y sanciones legales, así­ como el pensamiento individualista era por su parte un contrapeso del legalismo.

El complejo de seguridad de una sociedad y una Iglesia orientadas a la propia defensa produjo una especie de escrupulosidad colectiva, cuyos frutos fueron entre otras cosas la fijación de las energí­as de varias generaciones de moralistas en los problemas de los sistemas morales y, de manera muy particular, el tuciorismo y el probabiliorismo. Bajo la amenaza de la inquisición, presente en todas partes, y posteriormente en forma algo más suave del santo oficio, y dado el rigor extraordinario de la censura civil y eclesiástica, quedaba poco espacio para el pensamiento creador. Mientras las grandes figuras de la era patrí­stica y de manera muy particular Tomás de Aquino entablaron diálogo fecundo con las corrientes espirituales de su tiempo, ahora se tení­a por «más seguro» atenerse a las fórmulas tradicionales. Ni siquiera los principios del derecho natural (o de la ley moral natural) seguí­an en muchos casos los nuevos conocimientos de la historia del hombre, de la psicologí­a, sociologí­a y antropologí­a. Así­ se hizo más profundo el abismo entre la t.m. y la sensibilidad y problemática del hombre en la era cientí­fica.

La acentuación antirreformadora del sacerdocio ministerial y del estado religioso, juntamente con el mantenimiento de los privilegios de estamento del clero en una sociedad anticuada de clases, facilitó la división de la ética en una t.m. dirigida a los laicos, que debí­an regirse por la ley, y una teologí­a ascético-mí­stica para los pertenecientes al «estado de perfección», que en cierto modo habí­an hecho monopolio suyo el llamamiento a la santidad.

Hay que insistir, sin embargo, en que frente a esta evolución siempre se alzaron voces contrarias en la Iglesia católica, sometiéndola una y otra vez a cierta corrección. Baste mencionar la escuela francesa de espiritualidad, nacida en torno al cardenal Bérulle, la cual aspiraba a la vida cristiana de todos y concedí­a un puesto fundamental a los sacramentos como signos de la gracia y de la caridad. Alfonso de Ligorio, cuya extensa theologia moralis pertenece al tipo clásico de la moral de confesonario, escribió varias obras muy difundidas sobre la vida cristiana, las cuales van dirigidas a todos los cristianos y, de modo caracterí­stico, comienzan con el lema agustiniano: Dilige et quod vis fac («Ama y haz lo que quieras»); así­,p. ej., La pratica di amar Gesú Cristo. Sobre todo en Alemania, por influencia de la -> ilustración y luego del -> romanticismo y de una primera aurora del ecumenismo, se desarrolló un tipo totalmente distinto de t.m. que se abrió conscientemente al diálogo con las corrientes del tiempo y con las metas de las iglesias protestantes y, por ello, también se fundó más intensamente sobre bases bí­blicas. Entre los muchos pioneros mencionemos sólo a J.M. Sailer, J.B. Hierscher y M. Jocham, que por desgracia no pudieron ejercer influjo duradero fuera del ámbito alemán. También en los territorios de la lengua alemana, predominó de nuevo en la segunda mitad del siglo xix el tipo romano de t.m., si prescindimos de grandes figuras aisladas como F. Javier Linsenmann, para quien fue siempre una gran preocupación la inteligencia de la libertad y del «espí­ritu de la ley». Así­ los pioneros de la renovación de la t.m. en nuestro siglo, tales como J. Mausbach, 0. Schilling y sobre todo T. Steinbüchel y F. Tillmann, pudieron apoyarse en una tradición importante.

4. Los nuevos presupuestos de la teologí­a moral
Con el concilio Vaticano u se ha puesto de manifiesto la transición a una nueva época de la t.m., así­ como una renovada inteligencia de la Iglesia. Para explicar este cambio de conciencia y para conocer más claramente la dirección de los esfuerzos, hay que darse cuenta del nuevo contexto, del nuevo mundo, en que la t.m. tendrá que cumplir su misión.

J.M. Sailer tuvo presentes como destinatarios de su Handbuch der christlichen Moral (1817) no sólo a los «futuros pastores de almas», sino también a «todo cristiano culto», según el subtí­tulo significativo que él dio a su obra. La perspectiva decisiva de la t.m. de hoy y de mañana no es ya el confesor y el mero confesarse, sino simplemente el cristiano, el pueblo de Dios en su peregrinación, en su aspiración a la mayorí­a de edad y a la solidaridad.

Por un lado, la «discriminación de lo cristiano» frente a un mundo pluralista y en parte incrédulo es más urgente que en una sociedad cristiana por principio; pero, frente a las Iglesias orientales y a las Iglesias surgidas de la reforma protestante, el acento se carga más sobre los puntos comunes que sobre los motivos de separación. Precisamente la discriminación de lo cristiano deberá hacerse también de manera que así­ se favorezca en lo posible el diálogo con todos. Aun allí­ donde se trata de la necesaria repulsa al -> ateí­smo, la preocupación principal se dirigirá a investigar y superar las formas ocultas de incredulidad en nosotros mismos, en nuestras fórmulas y en nuestra conducta y, por ende, las causas de la incredulidad, en la medida en que éstas pueden eliminarse. Una t.m. que esté al servicio del diálogo y de la configuración de la vida en una cristiandad y un mundo pluralista ostentará, en medio de la unidad que procede de la fe, una variedad mucho más amplia que la existente en la t.m. de confesonario, la cual correspondí­a a una cultura y a una Iglesia del Mediterráneo preocupadas por el status quo.

En un mundo de especialización y diferenciación de las funciones, en un mundo de administración y aparato administrativo, la parte de la humanidad que mira decididamente al futuro experimenta verdadera hambre de totalidad, unidad y sí­ntesis, así­ como de inteligencia existencial y personal de la vida. Toda exposición fecunda de la t.m. deberá tener en cuenta este hecho; sólo el que esté sostenido y movido por esa experiencia vital será capaz de proyectar una t.m. que impresione al hombre de nuestro tiempo. En esta dirección de una nueva sí­ntesis es menester pensar de nuevo a fondo los grandes temas de la teologí­a postridentina: creación y redención, fe y razón, evangelio y derecho natural, gracia y naturaleza histórica del hombre.

«La humanidad pasa así­ de una concepción preferentemente estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas sí­ntesis» (Gaudium et spes, n.° 5). Esto deberá repercutir en la exposición total de la t.m. Uno de los temas fundamentales será: cambio y fidelidad frente al Dios vivo, señor de la historia. Consecuentemente, conceptos fundamentales como creatividad, crecimiento, conversión constante, renovación, reforma de estructuras, reconciliación, valor para la audacia, reciben nuevo acento y un nuevo puesto.

El estudio de la Biblia y el pensamiento relativo al derecho natural se dan cuenta más y más de la historia e historicidad del hombre; hoy se lee, se percibe y se piensa con plena conciencia del contexto. Habrá que trabajar cada vez más en aprovechar para una inteligencia cristiana del hombre y, en consecuencia para la moral, los conocimientos de la ciencia comparada de la cultura, de la -> psicologí­a, de la -> sociologí­a, particularmente de la sociologí­a del saber, y de la -> antropologí­a. Aun acentuando la absoluta unicidad de la revelación de Dios en Jesucristo, nos inclinamos a hablar de una progresiva revelación de Dios en sus obras y en la historia; porque las obras de Dios tienen carácter de palabra, de mensaje, de invitación. A la verdad, esta palabra obscurecida en muchos casos por nuestros pecados sólo puede interpretarse a la luz de la revelación en Jesucristo y con docilidad frente al Espí­ritu Santo. La cuestión de cómo podamos entender los «signos del tiempo» es sumamente urgente.

La moderna sociologí­a y la psicologí­a social nos han dado una lección sobre el poder del medio ambiente. En adelante hablaremos menos abstractamente de la «salvación del alma» o del «alma» simplemente, y tomaremos conciencia del hombre en la sociedad y en el mundo. El pecado ya no es entendido únicamente como transgresión de un mandamiento o como negativa a la llamada de la gracia del Espí­ritu Santo, sino también como un dejarse arrastrar por el contorno obscurecido, como falta de responsabilidad respecto del mundo, como esclavitud bajo los poderes colectivos de las tinieblas. La redención se muestra en el escuchar el ansia de la creación por la libertad de los hijos de Dios, para desarrollar provechosamente en nuestro ambiente la libertad individual y colectiva, en la configuración responsable de las relaciones y estructuras interhumanas.

5. Concepción de la Iglesia acerca de sí­ misma y moral
La t.m. casuí­stica y legalista seguí­a en gran parte una inteligencia de la Iglesia marcadamente institucional y estática, y por su parte contribuí­a a fortalecerla. La renovación de la t.m., durante los últimos treinta años sin duda ha sido también un factor importante en el desarrollo de la concepción de la Iglesia que ha cobrado autoridad en el concilio Vaticano n. Esta idea de la Iglesia se reflejará también en la t.m. de la época que va a seguir inmediatamente.

Si la Iglesia se entiende esencialmente a sí­ misma como una comunidad de amor, que se entrega a Cristo por la fe y es dócil y agradecida a la acción del Espí­ritu Santo, la t.m. confesará claramente a Cristo como su centro, y venerará al Espí­ritu Santo, que configura nuestra vida a imagen de Cristo, como la realidad decisiva en la ley de Cristo, y lo cifrará todo en el don y mandato del amor. Si la Iglesia se entiende en su entrega a Cristo por la fe como el pueblo de Dios santo, sacerdotal y mesiánico, el objeto principal de la t.m. será «la sublimidad del llamamiento de los creyentes en Cristo» (Optatam totius, n° 16). Toda la moral debe estar marcada por el hecho asegurado en la fe de que cuantos están «en Cristo» se rigen por su Espí­ritu y han escogido así­ a Cristo como su verdadera ley. Cristo es la llamada que congrega. Como aquel que fue ungido por el Espí­ritu, se hizo en él oblación y fue glorificado por su poder, Cristo da a la Iglesia y a cada creyente vida y unidad. En la t.m. debe reflejarse la siguiente verdad central de la eclesiologí­a: «De esta manera, todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el cuerpo de Cristo. Pues la misma diversidad de gracias, servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque todas… estas cosas son obra del único y mismo Espí­ritu (1 Cor 12, 11)» (Lumen gentium, n.° 32).

Del mismo modo que el aspecto institucional de la Iglesia (derecho, administración, uso de los medios terrenos) debe someterse a prueba en la presencia del Espí­ritu Santo aprehendida por la fe y en la misión de hacer visible a todos el amor de Cristo, así­ también la t.m. debe poner su meta en hacer comprensibles el sentido y el recto uso de la ley formulada a al luz de la presencia de Cristo y de la acción de la gracia del Espí­ritu Santo.

La Iglesia se entiende a sí­ misma como comunidad de fe que ora y ama, y así­, precisamente, es enviada para servir al hombre y al mundo. Una inteligencia puramente intelectual de la fe ha sido superada por la renovación bí­blica y litúrgica, lo cual redundará muy particularmente en provecho de la t.m. La dogmática va encontrando gradualmente su plena dinámica para la vida, y la moral retorna a un enraizamiento consciente y claramente expresado en la realidad de la fe dinámicamente entendida. De esta manera la futura t.m., dándose otra vez la manocon la Biblia y con los padres, se convertirá en exposición de la «ley de la fe» (cf. Rom 3, 27-31), de aquella fe que «da fruto por la caridad para la vida del mundo» (Optatam totius, n.0 16).

En el concilio Vaticano ii la Iglesia ha comenzado su obra de renovación con la vivificación de la liturgia y la superación de un peligroso formalismo y legalismo en ella. El final del concilio fue la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy. Puede sin duda preverse que, en grandes trechos, se impondrá aquella perspectiva de la moral que parte de los misterios de la salvación (los sacramentos, entendidos en el sentido más lato, con Cristo como primer sacramento) y que entiende al pueblo de Dios como sacramentum mundi.

La Iglesia se conoce como peregrina, como sociedad escatológica de la salvación, que intenta interpretar los signos del tiempo en acción de gracias por los grandes acontecimientos salví­ficos y con la mirada puesta en la consumación esperada. Precisamente la esperanza escatológica lleva a tomar totalmente en serio el aquí­ y el ahora, el servicio a los hombres. Dentro de esta dirección, la t.m. presentará una mundanidad santa y elaborará los criterios para delimitarla frente a una mundanidad profana y a una amundanidad impí­a. Una moralidad fundada sacramentalmente se liberará en gran parte de un insano complejo de validez jurí­dica y, en la misma medida, unirá estrechamente los sacramentos y el testimonio ante el mundo. Los sacramentos de la salvación obligan a todo el pueblo de Dios a unir con el mensaje de la salvación eterna un cuidado a la altura de los tiempos por la salvación del hombre en su existencia actual y su medio ambiente.

Después del concilio Vaticano II la t.m. considera a los laicos no sólo como destinatarios, sino también como colaboradores. Sólo cuando los laicos que conozcan a fondo los diversos órdenes de la vida y de las ciencias modernas colaboren en la posterior evolución y renovación de la t.m., adquirirá ésta realismo y actualidad. «Es de desear que numerosos laicos reciban una buena formación en las ciencias sagradas, y que no pocos de ellos se dediquen ex professo a estos estudios y profundicen en ellos» (Gaudium et :pes, n.° 62).

En todos los tiempos se ha caracterizado la moral cristiana por el rasgo fundamental de una fe dialogí­stica y responsable. Sin embargo, ante el carácter dinámico y pluralista de nuestra sociedad, el tiempo actual pide de manera particularí­sima una moral de responsabilidad. Esta sólo es posible si a los teólogos moralistas, que se enfrentan con tal responsabilidad, se les concede también la necesaria medida de libertad, la cual ha de completarse con una franca crí­tica mutua. «Mas para que puedan llevar a buen término su tarea debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de investigación, de pensamiento y de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los campos que son de su competencia» (ibid.).

BIBLIOGRAFíA: F. Tillmann (dir.), Handbuch der katholischen Sittenlehre, 5 vols. (D 21947-53); B. Hdring, Das Heilige und das Gute (Krailling 1950); Lettin Mj.; J. Leclercq, L’enseignement de la urorale chretienne (Ed. Vitrail P 1949-50); G. Gilleman, Le primat de la chanté en théologie morale (Lv 21954); F. Böckle: FThH 425-446; V. Redlich (dir.), Moralprobleme im Umbruch der Zeit (Mn 1957); J. Leclercq, Essais de morale catholique, 3 vols. (Castermann Tournai 1946-47); G. Sehngen, La ley y el Evangelio (Herder Ba 1966); Thielicke; Schnackenburg; Academia Aljonsiana (dir.), Studia Moralia I-V (R 1962-67); D. v. Hildebrand, Etica cristiana (Herder Ba 1962); J. Martí­nez Balirach, Estudios modernos de teologí­a moral (Santander 1963); C. Spicq, Theologie morale du Nouveau Testament, 2 vols. (P 1965); F. Böckle, Gesetz und Gewissen. Grundfragen theologischer Ethik in ökumenischer Sicht (Lz 1965); C. Spicq, Der Christ, wie Paulus ihn sieht. Das sittliche Leben des Christen im Zeichen der Dreifaltigkeit (Lz – Mn 1966); B. H6ring, Toward a Christian Moral Theology (Notre Dame 1966); í­dem, Mit dem Konzil in eine neue Zeit (Remscheid 1966); R. Schnackenburg, Christliche Existenz nach dem NT (Mn 1967); J. Gründel, Wandelbares und Unwandelbares in der Moraltheologie (D 1967); M. Ren» Mestre, Moral para universitarios (Ma 1967); S. Menchón Garcia, El personalismo sobre-natural en la moral nueva (Rev Esp Teol 28, 1968, 185-193). J. Fuchs, La moral y la teologí­a moral postconciliar (Herder Ba 1969); J. Aubert, Ley de Dios, leyes de los hombres (Herder Ba 1969); B. Höring, La ley de Cristo, 3 vols. (Herder Ba 61970); idem, Moralverkündigung nach dem Konzil (Bergen-Enkheim 21967); í­dem, Liebe ist mehr als Gebot (Mn 1968); B. Hdring, Moral y persona (Herder Ba 1972).

Bernhard Häring

B) SISTEMAS MORALES
Poco después de la aparición del nuevo tipo de teologí­a moral, orientada a la práctica del confesonario (siglo xvii), los esfuerzos de los teólogos se concentraron en la cuestión de los llamados s.m. ¿Cómo se llegó a eso? La ley de Cristo, tal como fue formulada sobre todo en el sermón de la montaña, resalta principalmente los mandamientos que señalan un fin o una orientación, como se pone de manifiesto en la fórmula (usada siete veces): «Yo, empero, os digo», que se contrapone a la orientación de los antiguos, la cual se reducí­a a trazar limites o por lo menos veí­a en ello su cometido principal. Sin embargo, el punto de vista de la moral postridentina fue el control que ha de ejercer el hombre, y por cierto con miras a la absolución que debe concederse o denegarse. Ahora bien, semejante control sólo es posible a base de un mandamiento que señale los lí­mites. Dentro de esa orientación se formaron en gran número de moralistas presupuestos muy determinados, expresos o tácitos. Uno de ellos era: un caso de conciencia sólo surge frente a una -> ley prohibitiva claramente formulada. El pecado se identificó prácticamente con la trasgresión de un mandamiento limitativo, dejando de lado la «ley de gracia» y los mandamientos finales, que, según el sermón de la montaña, tienen un auténtico valor normativo en conformidad con la medida de los carismas recibidos. Mas comoquiera que el mandamiento final no se presenta a los ojos de un juez humano como norma de control, la moral de aquel tipo se fijó enteramente en los mandamientos limitativos, que en muchos casos parecen estar en pugna entre sí­, sobre todo cuando el mandamiento de la caridad es tratado únicamente como uno de tantos con limites más o menos fijos de los deberes a cumplir.

Por influencia de la escuela jurí­dica de Bolonia, se habí­a formado de muy antiguo una mentalidad que sólo tomaba realmente en serio la ley correspondiente al evangelio de Jesucristo y la ley moral natural en cuanto estaba rí­gida y estáticamente formulada a la manera de las normas estatuarias jurí­dicas. Tí­pico era también a este respecto el espacio desproporcionadamente amplio que ocupaba el tratado sobre la justicia conmutativa, pues en él todo podí­a reducirse a la medida de lo que se da y se recibe. En esta mentalidad apenas tení­an ya cabida la justicia social y la caridad.

1. El móvil de los probabalistas
Aun dentro de una mentalidad preeminentemente legalista estaban en acción la suavidad cristiana y un espí­ritu comprensivo. Los confesores y los moralistas (que se hallaban principalmente al servicio de los confesores) no sólo veí­an el problema de cuántas veces la conciencia tení­a que decidirse ante un conflicto de varias exigencias legales en cierto modo contradictorias entre sí­. La situación legal era todo menos transparente. En su empeño de formular lo más exactamente posible todas las exigencias legales, no llegaron siempre, afortunadamente, a los mismos resultados.

Tanto las exigencias propiamente legales, como las prescripciones del evangelio y de la ley moral natural, que se trasmití­an rí­gidamente, no correspondí­an ya en muchos casos a las exigencias de la caridad cuando habí­an cambiado considerablemente las condiciones sociales, económicas y culturales.

El malestar se hizo sentir particularmente en tiempos de un mayor cambio social y en lugares que estaban más abiertos al progreso. Los moralistas no disponí­an de una filosofí­a del lenguaje, ni de un saber sociológico, ciencias que les hubieran ayudado a distinguir entre el tema permanente de un principio moral y su formulación, condicionada por el tiempo y el lugar. Tanto la sociedad civil como la eclesiástica eran en gran parte autoritarias, de forma que los moralistas no podí­an atreverse siquiera a poner públicamente en duda la rectitud de muchas leyes y de cuestiones de -> derecho natural legalmente formuladas. Así­, p. ej., la inquisición recordó reiteradamente aquellas disposiciones en virtud de las cuales debí­an ser encadenados y metidos en la cárcel los teólogos que intentaran poner en tela de juicio la prohibición del interés por el dinero prestado.

Ante esta situación salió al palenque el probabilismo. Por lo menos en el terreno de la aplicación de leyes y de postulados legalmente formulados del derecho natural, se trató de dejar un lugar para la duda, desgravando así­ la conciencia legalmente sobrecargada. Se apeló sobre todo al principio: «Una ley dudosa no obliga en conciencia», buscándose la duda principalmente en el terreno de la aplicación e interpretación de leyes seguras. El principio se fundaba sobre todo en aquél otro del campo jurí­dico-forense según el cual la libertad está en condición de «posesora» hasta probarse lo contrario.

Puesto que los tucioristas, los rigoristas y los probabilioristas identificaban totalmente un precepto legalmente formulado con la voluntad divina, todos ellos tení­an que ver ahí­ casi una blasfemia, como si el hombre estuviera en «estado de posesión» frente a la santa voluntad de Dios. La mayorí­a de los probabilistas trataban efectivamente de liberar al hombre para que pudiera llevar una vida cristiana de alegrí­a y de vigilancia frente a las verdaderas posibilidades y necesidades. Sin embargo, como la discusión se desarrollaba dentro de una teologí­a moral orientada al confesonario y principalmente al «oficio de juez» del confesor, no se poní­an en juego las armas decisivas, como la «ley de la gracia», la diversidad de los carismas, la ley del crecimiento, la apertura a la llamada de la hora y a los signos del tiempo.

Así­ los probabilistas tení­an que defender la libertad evangélica con las armas de los legalistas. Ello originaba no solo obstáculos, sino también peligros reales para la seriedad de la moral. La suavidad podí­a entenderse falsamente como un boquete hacia abajo en la cerca legal, como una brecha hacia la arbitrariedad egoí­sta. Es menester darse cuenta en qué espacio social y espiritual se desenvolví­an estas discusiones. También los probabilistas eran de pies a cabeza hijos de su tiempo, hijos de una Iglesia que, tras las guerras de religión, adoptó primariamente una postura defensiva. También ellos adolecí­an de un complejo de seguridad. Frente a la amenaza de fuera se deseaba una seguridad más alta que la connatural al hombre. También los probabilistas apelaban preferentemente a las autoridades, a teólogos conocidos, aunque a veces sus textos se interpretaran forzadamente; y en la administración y recepción de los sacramentos resaltaban sobre todo la «validez» jurí­dicamente entendida. Y, sin embargo, en otros terrenos, su intento era una reacción sana frente a un total «complejo de seguridad» de la otra tendencia.

2. Caracterización esquemática de los sistemas morales
Los s.m., que con más gusto calificarí­amos como sistematizaciones de reglas de prudencia, se refieren sobre todo a la vacilación de la -» conciencia entre una acción buena, pero no fijada legalmente, y una acción impuesta dudosamente por la ley. La duda puede ser de derecho, cuando se refiere a la entrada en vigor, la vigencia ulterior o la extensión de una ley, y de hecho, por la que puede ponerse en tela de juicio la efectividad de un ví­nculo legal de suyo cierto. Se trata de cómo se vea en este espacio limitado la relación tensa entre la ley y la «libertad de los hijos de Dios». El espí­ritu y mentalidad que late tras los distintos «sistemas» de reglas de prudencia, puede exponerse en grandes rasgos como sigue:
a) Los rigoristas, los tucioristas y en parte también los probabilioristas a la antigua usanza son sobre todo guardianes de la ley. Les importa en primer término la seguridad y el orden legalmente protegido. Como buscan la voluntad entera de Dios, así­ como la seguridad propia y la de las instituciones preferente o exclusivamente en formulaciones legales generales, se deciden también en favor de la ley que muy probablemente o más probablemente no obliga, mientras en el otro lado no aparezca también una obligación descrita con toda precisión legal. La búsqueda de la voluntad de Dios según los respectivos carismas y las necesidades de la hora apenas se toman en consideración.

b) Según el probabilismo, también la libertad espontánea y creadora está ligada por completo a la voluntad de Dios, pero se halla en «estado de posesión» frente a la vinculación puramente legal. En reacción contra la sobrecarga legal, aquí­ se ve la «ley» – a menudo indistintamente la ley positiva y la ley divina, en cuanto ésta es propuesta en una formulación legal y estática – mayormente como barrera de la libertad. Pero entre los probabilistas se daba la modalidad de una mera «reacción» contra el rigorismo legal, con lo que el «reaccionario» se quedaba en un cí­rculo vicioso y por eso sólo luchaba contra la sobrecarga legal, sin convertir en tema positivo la vigilancia frente a la gracia. En cambio, a otros sólo les importaba realmente la preeminencia de la ley de la gracia frente a la letra, la apertura al kairos más que la escrupulosidad legal. Pero es de notar que ni siquiera estos últimos lograron en muchos casos formular teológicamente su propia meta de forma convincente, pues también ellos argumentaban dentro del marco de la moral de confesonario.

c) El probabilismo moderado, que después de la supresión de la Compañí­a de Jesús (en su mayor parte probabilista) se llamó equiprobabilismo, y cuyo representante principal es Alfonso de Ligorio, podrí­a caracterizarse así­: La libertad de los hijos de Dios ama por igual la revelación de la voluntad divina, tanto si ésta se da en forma legalmente formulada como si se da de manera no formulada legalmente, de suerte que se decide en cada caso por aquello en cuyo favor hablan razones más fuertes. Aquí­ se trata de una ponderación prudente, en la que tienen un papel considerable el grado de mayorí­a de edad del cristiano y el mayor o menor riesgo del bien común o de la espontaneidad e iniciativa creadora. Según el equiprobabilismo es más prudente atenerse a la exigencia del bien legalmente formulada, mientras razones que engendren una probabilidad igual o casi igual no convenzan de que también es buena e incluso mejor una acción no prescrita por una ley general. Aunque de momento no entra en juego un acto espontáneo y creador de amor, sin embargo, a los probabilistas y equiprobabilistas les parece importante que, en caso de duda, no quede sobrecargada legalmente la libertad, para que el hombre en el momento oportuno pueda buscar y hacer espontánea y gozosamente lo que pide la situación.

d) Al laxismo, finalmente, le interesa una libertad humana, que no se entiende radicalmente partiendo de la revelación de la voluntad de Dios, una libertad más o menos autónoma o perezosa.

3. Nueva visión de problemas viejos
La búsqueda de reglas auxiliares de prudencia en medio del riesgo moral no está anticuada. Pero hay que darse cuenta del contexto completamente nuevo de la vida actual y de la moderna sistematización de la teologí­a moral. No se trata ya de una teologí­a moral de reglas siempre a mano para un confesor que actúa de «juez», aunque estimamos altamente el oficio del confesor como heraldo de la paz y del «orden de paz» mesiánica (del gran misterio y mandamiento del -> amor). Se trata preferentemente de una moral de responsabilidad del cristiano llamado a la mayorí­a de edad en una sociedad y en una Iglesia dinámicas y pluralistas. A este respecto descubrimos en forma nueva cómo las leyes, normas y prescripciones que fueron formuladas en un tiempo y en una cultura totalmente diferentes llevan la «marca del tiempo» y, ante los nuevos problemas de la época actual, deben ser pensadas y formuladas de nuevo. Hemos visto, además, con claridad que obrar según un complejo de seguridad en un tiempo como el nuestro entraña el mayor riesgo, a saber, el peligro de trasmitir a los hombres la imagen de un cementerio y la fe en un «Dios muerto». La complejidad de la vida moderna y el avance hacia un futuro henchido de posibilidades y peligros insospechados exigen un pensamiento diferenciado y un empeño singularí­simo para aunar el valor de la audacia y las exigencias de la prudencia. Se trata, además, de atender a la tensión y la unidad entre las fuerzas de propulsión y las de freno en la Iglesia y la sociedad.

La cuestión de una auténtica probabilidad, es decir, de una probabilidad viable se plantea de manera totalmente nueva en la era de reformas indiscutibles, en la era del ecumenismo, etc. Por ej., pensemos tan sólo en la renovación litúrgica, que por mucho tiempo, y en ciertos lugares todaví­a hoy, hubo de sostenerse contra la resistencia de fuerzas considerables de la Iglesia institucional y bajo una legislación más que renqueante. Piénsese qué mayorí­a de edad es menester para situarse ante leyes y prescripciones frente a aquellos sectores de la Iglesia institucional que, en una especie de pánico o en planeada contrarreforma, quieren acordonar legalmente la vida. Así­, p. ej., la cuestión sobre la probabilidad práctica que pueda tener la concepción de amplios sectores de seglares y de muchos teólogos en lo relativo al control de la natalidad, mientras la cúspide suprema del magisterio no conceda expresamente libertad a estas concepciones, que están en contradicción con declaraciones anteriores, se asemeja desde luego en muchos puntos a la lucha secular por una nueva posición ante la prohibición de la usura; es ciertamente distinto en cuanto ahora se procede con simple intolerancia frente a teólogos que se expresan con la misma precaución y ansia de seguridad que los moralistas de los siglos xviii y xix en la cuestión de la prohibición de la usura. La estrechez del callejón sin salida al que conduce el dilema de una desautorización plena o de una renuncia a la garantí­a del magisterio lleva en sí­ algo totalmente nuevo e inaudito, sobre todo mientras tratamos de resolver las nuevas cuestiones con categorí­as del siglo xviii.

BIBLIOGRAFíA: Cf. los manuales de teologí­a moral. – L. Gaudi, De morali systemate S. Alphonsi (R 1894); F. Ter Haar, De systemate morali antiquorum probabilistarum (Pa 1894); X. Le Bachelet, La question liguorienne. Probabilisme et équiprobabilisme (P 1899); A. Schmitt, Zur Geschichte des Probabilismus (1 1904); J. Ternos, Zur Vorgeschichte der Moralysteme von Vitoria – Medina (Pa 1930); Th. Deman, Probabilisme: DThC XIII 417-619; P. Romsekt, Quaestiones de conscientia (P 1937); B. Ziermann, Ringen um Sicherheit im sittlichen Denken (K8 1940); A. Peinador, De iudicio conscientiae rectae (Ma 1941); W. Schdllgen, Problemas morales de nuestro tiempo (Herder Ba 1962); R. Carpentier, Conscience: DSAM I1 1459-1575; D. Capone, In-torno alla veriti morale (Na 1951); G. Mattal, Antonio Rosmini eil probabilismo (Tn 1951); A. Ebene, Ist der Dillinger Moralprofessor Ch. Raßler der Begründer des í„quiprobabilismus? (Fr 1951); F. Pustet, Gewissenskonflikt und Entscheidung. Behandlung der Konfliktfrage in der materialen Wertethik und in der Ethik des kritischen Realismus und ihre kritische Würdigung (Rb 1955); K. Rahner, Lo dinámico en la Iglesia (Herder Ba 21968); B. Hdring, ¿Es de actualidad la teologí­a moral de San Alfonso?, en El mensaje cristiano y la hora presente (Herder Ba 1968) 56-76; Hdring I (61970) 190-226 (bibl.).

Bernhard Häring

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Es necesario dejar clara, desde el principio de este artículo, la distinción entre moral y ética, términos que, con cierta frecuencia, se utilizan como sinónimos. La moral es un antecedente de la ética: se refiere a aquellas actividades concretas para las cuales la ética es la ciencia. Puede ser definida como la conducta humana en cuanto que está sometida libremente al ideal de lo que se considera correcto y apropiado. Este ideal que gobierna nuestras acciones libres es común a todos los hombres. Aunque existen amplias diferencias entre las distintas teorías sobre la ética, sin embargo hay un acuerdo fundamental en relación con las líneas generales de conducta que se consideran deseables tanto en la vida pública como en la privada. Por eso Hobhouse ha afirmado: «El estudio comparativo de la ética que, en sus primeras fases, resulta adecuado para impresionar a los estudiosos con un desconcertante sentido de la diversidad de los juicios morales, acaba más bien por impresionarles con una uniformidad que es más importante y de mayor alcance. En los datos que hemos registrado, correspondientes a amplias extensiones de espacio y tiempo, se observa que hay una recurrencia en los aspectos comunes de la moral ordinaria que, a mi modo de ver, no son menos impresionantes que las variaciones que también aparecen» (Morals in Evolution, I, 1, n. 11). Esta uniformidad se observa, claramente, más en los principios que en su aplicación. Las reglas de conducta reales difieren ampliamente. Mientras que el respeto a los padres puede ser reconocido universalmente como una obligación, ciertas tribus salvajes creen que el amor filial les exige abandonar a sus padres cuando aparecen los achaques y las enfermedades propios de la edad. Incluso aceptando todas estas diferencias, puede decirse que la voz común de la especie humana proclama que es bueno para un hombre respetar a sus mayores; cuidar y proveer de lo necesario a los hijos; controlar sus más bajos apetitos; ser honrado y justo en sus tratos, incluso cuando ello va en su propio perjuicio; mostrar benevolencia con el prójimo en momentos de angustia; soportar las penas y las desgracias con fortaleza. Y tan sólo en tiempos relativamente recientes se puede encontrar a personas que niegan que, más allá de todo lo anterior, el hombre debe honrar a Dios y preferir los intereses de su país a los suyos propios. De hecho, el avance de la moral no descansa tanto en el descubrimiento de nuevos principios como en la mejor aplicación de los que ya están aceptados, en el reconocimiento de su verdadera esencia y de su sanción última, en la ampliación de las áreas en las que deben mantenerse como un compromiso y en la eliminación de las corrupciones que no son compatibles con su observancia.

La relación entre moral y religión ha sido objeto de intensos debates durante el siglo pasado. En la más reciente filosofía ética, se mantiene vigorosamente que la acción moral correcta es completamente independiente de la religión. Esto es lo que mantienen las escuelas Evolucionista, Positivista e Idealista. Y se ha llevado a cabo una activa propaganda con objeto de reemplazar esta moral independiente por una moral basada en las creencias del Teísmo. Por otra parte, la Iglesia siempre ha afirmado que ambas están esencialmente conectadas y que la observancia de la ley moral es imposible fuera de la religión. Esto es una consecuencia necesaria de su doctrina respecto a la naturaleza de la moral. La Iglesia admite que la ley moral se puede conocer por medio de la razón: porque la regulación adecuada de nuestros actos libres, que es la esencia de la moral, consiste simplemente en su correcta ordenación con objeto de perfeccionar nuestra naturaleza racional. Pero la Iglesia insiste en que la ley obliga en última instancia por la voluntad del Creador, quien formó nuestra naturaleza y quien nos impone sus mandatos como un deber; y que su sanción última es la pérdida de Dios, como consecuencia de su violación. Es más, entre las obligaciones que prescribe la ley moral hay algunas que están relacionadas con la misma Divinidad y, como tales, son de suprema importancia. Allí donde la moral está divorciada de la religión, la razón podrá, sin duda, permitir al hombre reconocer ampliamente el ideal hacia el que apunta su naturaleza. Pero hay que buscar más allá pues, de lo contrario, el hombre desatenderá alguno de sus deberes más esenciales. Es más, perderá los fuertes motivos de obediencia a la ley proporcionados por el sentido de obligación hacia Dios y el conocimiento del tremendo castigo que se deriva de su incumplimiento (motivaciones que la experiencia demuestra que son necesarias como salvaguardia contra la influencia de las pasiones). Finalmente, sus actos, aunque estén de acuerdo con la ley moral, no estarán basados en la obligación impuesta por la voluntad divina sino en consideraciones sobre la dignidad humana y sobre lo que es bueno para la sociedad. Sin embargo, estas motivaciones no pueden ser consideradas, estrictamente hablando, como obligatorias. Pero donde falta una razón que obligue, los actos carecen de un elemento esencial para que sean verdaderamente morales. Además, en relación con esto, la Iglesia insiste en la doctrina del pecado original. Enseña que, en nuestra situación actual, hay una cierta oscuridad que empaña la visión que la razón tiene de la ley moral, además de un enfermizo apetito de independencia que nos empuja a transgredirla y una falta de control total sobre las pasiones; y que por culpa de esta tacha heredada, el hombre, a menos que sea ayudado por Dios, no es capaz de observar la ley moral a lo largo del tiempo. Newman ha descrito admirablemente, desde un punto de vista psicológico, esta debilidad en nuestra aceptación de la ley moral: «el sentido del bien y del mal . . . es tan delicado, tan vacilante, tan fácil de ser confundido, oscurecido, pervertido, tan sutil en sus métodos argumentativos, tan influenciable por la educación, tan manejable por el orgullo y la pasión, tan inconstante a lo largo del tiempo que, en la lucha por la existencia entre los diversos ejercicios y triunfos del intelecto humano, este sentido es, a la vez, el mejor de los maestros y el menos luminoso» (Newman, «Carta al Duque de Norfolk», sección sobre la conciencia).

Sin embargo, en relación con este asunto es necesario tener en cuenta también el argumento histórico. Se alega que existen varios hechos que vienen a demostrar que la moral puede disociarse de la religión. Se insiste en que (1) los pueblos más primitivos no relacionan sus creencias religiosas con el código moral que poseen; y que (2) incluso cuando la conciencia moral y el sistema religioso han alcanzado un alto nivel de desarrollo, las esferas de la religión y de la moral se contemplan a veces como separadas. Así, los habitantes de la Grecia clásica estaban influenciados en cuestiones de moral más por conceptos no religiosos, tales como la vergüenza natural (aidos) que por el temor a los dioses; mientras que un gran sistema religioso, el budismo, predicaba explícitamente la completa independencia del código moral respecto a cualquier creencia en Dios. A estos argumentos respondemos, primero: que los salvajes de hoy no son primitivos, sino degenerados. Es una simple superstición suponer que esos pueblos degradados pueden darnos alguna luz respecto a lo que eran las creencias del hombre en su estado primitivo. Para saber lo que es natural para el hombre debemos buscar entre los pueblos civilizados, que es donde el hombre se ha desarrollado normalmente. La evidencia que nos proporcionan está abrumadoramente a favor de la teoría de que la razón humana proclama la esencial dependencia de la moral respecto a las creencias religiosas. En relación con los argumentos que se exponen en sentido contrario, es preciso negar que la moral de los griegos estaba desconectada de la religión. Aunque es posible que ellos no se dieran cuenta de que las leyes prescritas por la vergüenza natural derivaban de un mandato divino, lo cierto es que la mayoría creía que su violación podría ser castigada por los dioses. Respecto a la creencia budista, hay que distinguir entre las enseñanzas metafísicas de Buda, o de algunos de sus discípulos, y la interpretación práctica de esas enseñanzas, tal como se deduce de la vida del gran número de seguidores de su doctrina. Tan sólo los monjes budistas han seguido realmente las enseñanzas especulativas de su maestro en este punto y han disociado la ley moral de la creencia en Dios. Sin embargo, la mayoría de sus seguidores nunca lo hizo. Pero incluso los monjes, al tiempo que negaban la existencia de un Dios personal, consideraban como herejes a todos los que pusieran en tela de juicio la existencia de un cielo y un infierno. De esta manera, ellos también ayudan a dar testimonio de que existe una universal aceptación de que la ley moral se basa en una sanción sobrenatural. Sin embargo, podemos admitir sin dificultad que allí donde las concepciones religiosas y el código moral eran inmaduros e inadecuados, la relación entre ambos estaba menos claramente arraigada en el pensamiento y era menos profunda en la práctica de lo que ocurrió cuando el hombre se encontró en posesión de una verdad más completa respecto a ellos. Una comunidad griega o budista pueden haber conservado una cierta salud de tono moral aún cuando la obligación religiosa de la ley moral sólo se sintiera oscuramente, mientras que los preceptos ancestrales y las obligaciones cívicas fueran consideradas como motivos preponderantes. Hay que hacer una gran distinción entre estos casos y los de aquellos pueblos que habiendo aceptado inicialmente la fe cristiana, con su clara aceptación de la conexión que existe entre la obligación moral y la ley divina, más tarde han repudiado esta creencia a favor de una simple moral natural. No hay comparación entre «Antecristianos» y «Postcristianos». A nuestro juicio, la evidencia parece demostrar que es imposible a estos últimos retornar a los terrenos inadecuados de la obligación que pueden ser, a veces, suficientes para los pueblos que se encuentran todavía en un estado inmaduro de conocimiento; y que para ellos el rechazo de la sanción religiosa va seguido, invariablemente, por una decadencia moral que ha llevado inmediatamente a las corrupciones de los más degradados periodos de nuestra historia. Se puede observar este fenómeno allí donde se ha extendido la gran revolución contra el cristianismo, que empezó en el s. XVIII y que tiene tantas influencias hoy en día. Naturalmente, es en Francia, país en el que empezó la revolución, donde el movimiento ha alcanzado su más completo desarrollo. Allí, sus efectos no son discutidos. La tasa de natalidad ha disminuido de tal manera que la población hubiera descendido de no haber sido por la inmigración de flamencos e italianos; la vida cristiana en familia está desapareciendo; el número de divorcios y suicidios se multiplica anualmente; uno de los síntomas más ominosos de lo que ocurre es el alarmante incremento de la delincuencia juvenil. Pero estos efectos no sólo se producen en Francia. Este movimiento ajeno al cristianismo se ha extendido a determinadas capas de la población en Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y Australia, países que ofrecen, en otros aspectos, una amplia variedad de circunstancias. Siempre se producen, aunque con diversos grados, los mismos resultados; por ello, un observador imparcial sólo puede llegar a la siguiente conclusión: que, para un pueblo que ha alcanzado la madurez , la moral es esencialmente dependiente de la sanción religiosa y que cuando ésta es rechazada la moral decae inmediatamente.

Aceptando que la religión es la base esencial de la acción moral, podemos ir más allá y preguntarnos cuáles son las condiciones clave necesarias para el crecimiento y el desarrollo tanto de la moral individual como de la moral colectiva. En un primer momento, pueden mencionarse tres, que son: (1) una adecuada educación de la juventud, (2) una opinión publica saludable, y (3) una legislación acertada. Sólo será necesario dar una breve pincelada sobre cada uno de estos puntos.

1. En el concepto educación incluimos la primera formación en el hogar y los años posteriores de vida escolar. La familia es la verdadera escuela de moral, una escuela que no puede ser reemplazada por nada. En ella se enseña al niño obediencia, confianza, autocontrol y otras virtudes primarias. La obligación de practicarlas se le inculca por aquellos cuya autoridad él reconoce de inmediato y en cuya palabra él no tiene ni sombra de duda; además, la observancia del precepto es fácil gracias al afecto que le une con las personas que se lo imponen. Por lo tanto, la Iglesia siempre ha declarado, con razón, que el divorcio es fatal para los verdaderos intereses de un pueblo. Allí donde el divorcio es frecuente, desaparece la vida en familia, en su más alto concepto, y con ella perecen los fundamentos de la moral de un pueblo. Del mismo modo, la Iglesia mantiene que durante los años de vida escolar la atmósfera religiosa y moral es de vital importancia y que sin ella la posesión de una cultura intelectual es un peligro más que una seguridad.

2. Apenas es necesario hacer nada más que llamar la atención sobre la necesidad de una opinión pública sana. La mayor parte de la gente no tiene ni posibilidad ni tiempo de determinar un estándar de nivel moral por sí misma. Acepta el que predomina a su alrededor. Si el nivel es alto, no se lo cuestionará. Si es bajo, no pretenderá alcanzar otro más elevado. Cuando las naciones eran católicas, la opinión pública estaba predominantemente orientada por la doctrina de la Iglesia. En nuestros días, está formada básicamente por la prensa; y puesto que la prensa en su conjunto contempla la moral al margen de la religión, los estándares propuestos son, inevitablemente, muy distintos de aquellos que la Iglesia hubiera deseado. De aquí, la inmensa importancia de una prensa católica que, incluso en un entorno no católico, pueda mantener una visión verdadera en las mentes de aquellos que reconocen la autoridad de la Iglesia. Pero la opinión pública está también ampliamente influenciada por asociaciones voluntarias de uno y otro signo; y en los últimos años los católicos han llevado a cabo una inmensa tarea organizando asociaciones con este propósito, entre las cuales el ejemplo más notable es la alemana Volksverein.

3. Puede decirse con razón que la mayor parte de la legislación de un país afecta, de un modo u otro, a su nivel moral. Por supuesto, este es el caso clarísimo de las leyes que se refieren a la familia o a la educación; y, junto a ellas, las leyes concernientes al consumo de alcohol y a las restricciones de la literatura perniciosa actúan sobre la moral pública por su objeto inmediato. Pero esto es también cierto en cualquier legislación que se refiera a las circunstancias de la vida de las personas. Por ejemplo, las leyes que establecen las condiciones de trabajo y que protegen al pobre de las manos de los usureros promueven la moralidad puesto que ponen al hombre a salvo de esa degradación y desesperanza que hacen prácticamente imposible la vida moral. Por lo tanto, es evidente lo necesario que resulta que la Iglesia tenga formada una opinión sobre todas estas cuestiones, y en todos los países, y que pueda hacer oír su voz. (Ver ÉTICA; LEY.)

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G. H. JOYCE
Transcrito por Robert H. Sarkissian
Traducido por Juan Ramón Martínez Maurica

Fuente: Enciclopedia Católica