MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA

La vida litúrgica y moral del cristiano necesita ser concretada por medio de disposiciones o leyes que regulan la vida de la comunidad eclesial. Algunas de estas leyes tienen una tradición milenaria. Muchas quedan redactadas en el Código de Derecho Canónico.

Se llaman mandamientos de la Iglesia a unas «leyes positivas, promulgadas por la autoridad eclesiástica», que «tienen como fin garantizar a los fieles el mí­nimo indispensable en el espí­ritu de oración y en el esfuerzo moral, en el crecimiento del amor de Dios y del prójimo» (CEC 2041). Son leyes que se refieren a la asistencia a la celebración eucarí­stica (domingos y fiestas de precepto), la confesión de los pecados mortales (al menos una vez al año o para comulgar), la comunión pascual, el ayuno y la abstinencia en dí­as señalados, la ayuda para subvenir a las necesidades materiales de la Iglesia (que puede ser por medio de «colectas»).

Reviste importancia especial el precepto que concreta una tradición apostólica la asistencia a la celebración eucarí­stica dominical, con la consecuente dedicación de tiempo al descanso y a la caridad fraterna. El cumplimiento de este precepto es un signo evangelizador por parte de la comunidad eclesial, que manifiesta sus prioridades en la escucha de la Palabra, la celebración del misterio pascual, la convivencia familiar y social, y el compartir los bienes con los hermanos.

Referencias Código de Derecho Canónico, Decálogo, domingo, ley, limosna, moral, obras de misericordia, sábado, sacrificio (ayuno y abstinencia), solidaridad.

Lectura de documentos CEC 2041-2043.

Bibliografí­a Ver estudios en las referencias.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

1. Concepto
En un sentido amplio por m. de la I. se entienden todas las prescripciones generales del oficio pastoral de la Iglesia, que concretan la -> ley divina con vistas a la salvación de los fieles (-> derecho canónico). Hay que distinguirlos de las prescripciones que los superiores eclesiásticos pueden impartir a los fieles en particular.

Los m. de la I. en sentido estricto se desarrollaron durante la edad media en conexión con la práctica penitencial a partir de los elementos del derecho canónico consuetudinario. Bajo la influencia de la Summa confessionalis de Antonino de Florencia (1389 hasta 1459) la doctrina de los m. de la I. adquiere una forma clara. Desde 1444 se habla de cinco m. de la I. Los decretos del concilio de Trento acerca de la administración del sacramento de la -> penitencia condujeron a que después en general se resaltaran más los m. de la Iglesia.

En una formulación tí­pica el catecismo del cardenal Gasparri, p. ej., los caracteriza como aquellos mandamientos «que son de gran importancia para todos los fieles en orden a una vida espiritual ordinaria». En la forma actual más extendida (1 °, observancia de determinados dí­as festivos; 2°, atenta participación de la santa misa en los dí­as festivos y domingos; 3º, observancia de los dí­as obligatorios de abstinencia y ayuno; 4°, la confesión anual; 5º, recepción de la eucaristí­a en el tiempo pascual) se remontan al catecismo de Pedro Canisio (1555).

Junto a este compendio de los m. de la I. hay también otros, como, p. ej., los que están bajo la influencia de Belarmino, en los cuales se citan la obligación de preocuparse del mantenimiento de la Iglesia (el diezmo a favor de la Iglesia) y, entre otros, también la observancia de «determinados tiempos» para bodas y baile. En algunos paí­ses la obligación de enviar a los hijos a una escuela católica se cuenta asimismo entre estos m. de la I. Asimismo la -> censura de libros y la negativa a la incineración, etc., han desempeñado su función como m. de la Iglesia. Prescindiendo de cómo hayan sido concebidos los m. de la I. en particular, ésta no ha asumido oficialmente como suyo ninguno de los catálogos. Así­ el Catecismo romano no ofrece ninguna recopilación especial de m. de la I. Según la idea más difundida, los m. de la I. son un medio de la jerarquí­a para conducir paternalmente a los fieles al cumplimiento de sus mí­nimos -> deberes religiosos y a la vez para asegurar así­ el bien común de la Iglesia. Aquí­ se parte de la idea previa de que los m. de la I. son necesarios y eficaces para lograr los fines pretendidos con ellos.

2. Problemática
La práctica pastoral muestra que los m. de la I. de hecho han contribuido en gran medida a mantener en pie la vida de comunión eclesiástica y a configurarla concretamente. Pero también muestra que la interpretación de los m. de la I. como un medio privilegiado para la dirección moral de cada uno de los creyentes y la excesiva acentuación de la -> obediencia a los mismos condujeron a una situación peligrosa de legalismo moral, que restringió demasiado unilateralmente el esfuerzo de muchos fieles a una mera fidelidad a la ley, e hicieron que algunos equipararan la observancia de los m. de la I. con la totalidad de la moral cristiana, o que los siguieran con detrimento de valores más elevados. Los manuales de moral, pensados originariamente como directorio práctico para confesores, al insistir de manera unilateral en los m. de la I. por su método y su casuí­stica contribuyeron también a eso mismo, con gran perjuicio para una conducta responsable y adecuada a la situación. Las consecuencias más visibles de este legalismo se van superando cada vez más en la actualidad, pero prosigue su vida latente en el subconsciente del pensamiento y del sentir moral de los fieles.

La razón profunda de este legalismo debe buscarse sin duda alguna en una falsa necesidad de seguridad religiosa. El que se aferra al cumplimiento de la ley teme la responsabilidad de la propia -> decisión moral y escapa así­ a la llamada de Dios en la situación de continuo cambio ( ->acto moral). Una vez que se comienza a pensar en forma legalista, surge la tendencia a construir un sistema de mandamientos externos lo más completo posible. Pero el riguroso sistema moral se relaja luego en virtud de la consideración pastoral de las necesidades de la vida mediante una interpretación casuí­stica y un extenso repertorio de -> dispensas. Así­ puede nacer la impresión de que basta con estar informado para verse liberado de cumplir los m. de la I., o de que todo consiste en conseguir la dispensa. De esa manera el rigorismo dado originariamente con el legalismo se transforma fácilmente en laxismo. Así­ precisamente algunos fieles que tienden a la madurez moral consideran ciertos m. de la I. como inoportunos, arbitrarios y superfluos. Las graves sanciones que a veces van anejas a ellos, con facilidad se valoran como una tutela paternalista.

Además con frecuencia se inculca unilateralmente la obligación de prestar obediencia a los m. de la I. sin explicar en igual medida el sentido de los preceptos. En esto se parte de la equivocada idea de que la obligación de una ley humana procede de la apelación del legislador a la conciencia, cuando en realidad brota de la legitimidad y justicia de la ley, las cuales van anejas a ésta por su coincidencia con la ley de Dios. En consecuencia se valora excesivamente la obediencia por sí­ misma en un sentido legalista.

3. Sentido
Por eso se plantea la cuestión sobre el sentido y el carácter obligatorio de los m. de la I. Aquí­ hay que partir de que todos los mandamientos generales impuestos desde fuera tienen inmediatamente el fin de asegurar el – bien común y sólo indirectamente pretenden la perfección del individuo. Aquí­ sólo se trata de éste en cuanto se delimitan sus derechos y obligaciones para con la comunidad y el prójimo. Según esto los m. de la I. – como el derecho eclesiástico en general – tienen como fin inmediato garantizar la organización social de la Iglesia. Naturalmente ésta debe realizarse siempre en orden a su propio fin: la actualización sacramental de Cristo y de su obra en el mundo como signo y medio de salvación para todos los hombres. En consecuencia tienen sentido todos los m. de la I. que en este aspecto fomentan el bien común de la misma. En la medida en que son necesarios para ello pueden urgirse legí­timamente y en un caso dado sancionarse mediante apropiadas -> penas eclesiásticas. Y viceversa, teniendo en cuenta el principio de -> subsidiaridad, nada puede prescribirse que no sea necesario para el bien común de la Iglesia. Teniendo en cuenta este principio fundamental no se opone resistencia alguna a la acción libre del Espí­ritu Santo, se deja un espacio para la propia iniciativa, y se hace posible asimismo para el ministerio eclesiástico, que también está bajo la acción del Espí­ritu, la realización de las tareas que le han sido impuestas al servicio de la Iglesia.

La cuestión de lo que se puede exigir para el bien común espiritual no siempre se plantea en forma suficientemente explí­cita. Así­, p. ej., falta también una teorí­a acerca de la posible extensión de los impedimentos matrimoniales. Lo que de esta manera es necesario para el bien común de la Iglesia no se puede determinar a priori de una vez por todas, sino que depende de las circunstancias eclesiásticas cambiantes y debe hallarse a posteriori. Pero como las leyes han de tener la más larga duración posible con miras a la estabilidad del derecho, en consecuencia deberí­an redactarse con cierta amplitud, aunque a la vez con concisión, pues de otro modo no pueden cumplir su objetivo. Hasta cierto grado las dispensas son siempre necesarias a causa de la imperfección de la legislación humana, pero deben reducirse a un mí­nimum. De lo contrario no sólo surge la inseguridad jurí­dica, sino que nace el peligro de una tutela paternalista de los fieles.

4. Carácter obligatorio
El bien común eclesiástico exige una acción común y coordinada. Los fieles deberí­an cumplir los m. de la I. con una obediencia que se esforzara por comprender su importancia y significado para el bien común. De este modo, contribuirí­an a la edificación y conservación del cuerpo de Cristo no sólo por su obediencia, sino, en la misma medida, también por el ejercicio de la correspondiente virtud. En tanto los m. de la I. sirven a este fin, se transmite a través de ellos la -> ley divina, y en ese sentido obligan también moralmente. Por consiguiente, el carácter obligatorio de los m. de la I se mide por su función para el bien común. Sólo en la medida en que éste lo exige, puede el legislador exigir obediencia. Lo cual significa que el legislador por su mandato no constituye la voluntad de Dios como representante suyo, sino que la manifiesta por el ejercicio de su oficio. A este respecto hay que tener en cuenta cómo el legislador, ante la inseguridad subjetiva de los individuos acerca de lo necesario para el bien común, debe crear por medio de su mandamiento la unidad de juicio necesaria para la acción común. El creyente debe obedecerle en la medida en que una ley es necesaria para el bien común y se puede exigir su cumplimiento. Una ley innecesaria es injusta; si en un caso concreto su cumplimiento carece de sentido, cesa la obligación con relación a ella. Si parece oportuno un cumplimiento razonado, pero no literal de la misma, hay que obrar de acuerdo con la virtud de la -> epiqueya. Para tener una actitud equilibrada, que comprenda tanto la fidelidad a la ley como la responsabilidad propia ante los m. de la I., el creyente debe estar dispuesto a obedecer al legislador y a prestar el servicio concretamente exigido para el bien común de la Iglesia.

De acuerdo con lo dicho, de paso vamos a tomar posición con relación a la clásica controversia acerca de si el legislador eclesiástico puede exigir actos internos, o por el contrario su competencia se reduce a los actos externos y sólo indirectamente se extiende a los internos. No dudamos de que también se pueden exigir los actos internos necesarios para el bien común eclesiástico, pues a diferencia del caso del Estado, estos actos son esenciales para el fin de la Iglesia. La tesis de que los m. de la I. quedan cumplidos con tal se pongan los actos externos exigidos, ignora el carácter espiritual del derecho canónico; e igualmente ignora eso la idea de que una infracción contra los m. de la I. es sólo un pecado contra la obediencia. Más bien, o se peca contra las virtudes exigidas por los m. de la I., o no se comete ningún pecado.

5. Exigencias pastorales
Para la práctica, de esta concepción de los m. de la I. se desprende que es necesario esclarecer a los fieles de la mejor manera posible el sentido de cada mandamiento. A tal fin, conviene que mediante un diálogo público se discuta la oportunidad de los m. de la I. y se conceda a los fieles la posibilidad de influir en una configuración adecuada a los tiempos. Esto servirá siempre para el cumplimiento racional de los mandamientos de la Iglesia, pues en la esfera eclesiástica interesa (mucho más que en la profana) que las conductas exigidas se realicen partiendo de una convicción. Ya que en este caso se trata de la salvación de los hombres, que en el fondo exige una actitud personal ante la llamada de Dios.

Además la legislación eclesiástica debe guardarse del peligro de fundamentar y asegurar la vida espiritual de los fieles casi exclusivamente mediante los m. de la I. Semejante «socialización» de la vida espiritual se opondrí­a a la acción libre del Espí­ritu Santo y serí­a perjudicial a la iniciativa personal de los fieles. Por consiguiente, los m. de la I. deben tratar de fomentar por igual el bien común eclesiástico y la posibilidad de un desarrollo espiritual libre. Los m. de la I. vigentes en la actualidad no siempre hacen justicia a la necesidad de un desarrollo conveniente de la propia responsabilidad. Por eso el papa ha creado una comisión para la reforma del derecho canónico, y también por esto se han realizado ya algunas modificaciones, p. ej., con relación al -> ayuno y a la > censura de libros. La tensión entre el bien común y el bien propio nunca podrá armonizarse definitivamente, ni siquiera en el ámbito de la legislación canónica. En definitiva el creyente debe superar esa tensión mediante un constante sentire cum Ecclesia, y ha de interpretar los m. de la I. aplicando una epiqueya bien entendida, en conformidad con la voluntad de Dios que se manifiesta en la conciencia y que, en definitiva, es la fuente de nuestra obligación. Por eso la formación pastoral deberí­a conceder una importancia cada vez mayor a la capacitación de los fieles para un cumplimiento racional de los m. de la I. Para ello es necesario que se supere el individualismo religioso, muy extendido, en favor de una mayor conciencia comunitaria en la Iglesia. Con lo cual se fortalecerán asimismo la conciencia de la necesidad de m. apropiados de la I. y el respeto a su autoridad.

BIBLIOGRAFíA: Cf. los manuales de teologí­a moral y de derecho canónico, espec. el tratado «De legibus». – O. Hafner: ThQ 80 (1898) 99-131 276-295; W. Burger: RQ 21 (1907) 169 ss; E. Dublanchy: DThC III 388-393; J. F. Servitje, Los preceptos de la Iglesia (Ba 21931); A. Villlen, Histoire des commandements de l’$glise (P 1936); J. Ho-finger, Geschichte des Katechismus (I 1937) 166 s; G. Ebeling, Kirchenzucht (St 1947); B. Häring, Die Stellung des Gesetzes in der Moraltheologie: Moralprobleme im Umbruch der Zeit, bajo la dir. de V. Redlich (Mn 1957) 133-152; W. Sucher: RGG3 III 1420 s; G. May, Das geistliche Wesen des kanonischen Rechts: AkathKR 130 (1961) 1-30; F. Sebastian Aguilar, Mandamientos y consejos evangélicos, en «Revista Española de Teologí­a» 25 (1965) 25-77; B. Schaller, Gesetz und Freiheit (D 1966); B. Hdring, El mensaje cristiano y la hora presente (Herder Ba 1968) 129-132; 201-249.

Waldemar Mollnski

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Consideraremos:

1. La naturaleza de los Mandamientos de la Iglesia en general;

2. La historia de los Mandamientos de la Iglesia;

3. Su clasificación.

1. Naturaleza de estos Mandamientos:
La autoridad de aprobar y sancionar leyes obligatorias a todos los fieles pertenece a la Iglesia por la misma naturaleza de su constitución. Confiada con el depósito original de la revelación cristiana (v. cristianismo), ella está designada como órgano público e intérprete de dicha revelación para todos los tiempos. Para el descargue efectivo de su alto oficio, ella debe estar autorizada para dar a sus leyes la más grave sanción. Estas leyes cuando obligan universalmente, tienen por objeto:
• La definición o explicación de alguna doctrina, ya sea a modo de pronunciamiento positivo o por la condenación del error opuesto;
• La regla sobre el tiempo y manera en la cual una ley Divina, más o menos general e indeterminada, será observada, por ejemplo, el precepto que obliga a los fieles a recibir la Santa Eucaristía durante la época pascual y confesar sus pecados anualmente;
• La definición del sentido de la ley moral (v. moralidad) en su aplicación a casos de conciencia difíciles, por ejemplo, muchas de las decisiones de las Congregaciones romanas;
• Algún asunto o mera disciplina que sirva para salvaguardar la observancia de la ley mayor, por ejemplo, el mandamiento de contribuir al sostenimiento de los pastores (Vacant, Dict. de theol. cath., s.v.).

Todas estas leyes cuando obligan universalmente a los fieles son verdaderos mandamientos de la Iglesia. En el sentido técnico, sin embargo, la tabla de estos mandamientos no contiene pronunciamientos doctrinales. Tal inclusión la volvería muy compleja. Los mandamientos de la Iglesia (en este sentido restringido) son morales y eclesiásticos, y como un código de preceptos particular son necesariamente amplios en carácter y limitados en número.

2. Historia de los Mandamientos: Nosotros bosquejamos aquí sólo de modo general la historia de la forma y número de los preceptos de la Iglesia. La discusión del contenido de muchos mandamientos y de las penalidades impuestas por la Iglesia por violarlos se encontrará bajo los varios temas a los cuales se refieren. No encontramos en la historia temprana de la Iglesia ningún cuerpo fijo y formal de mandamientos de la Iglesia. Tan temprano, sin embargo, como el tiempo de Constantino, se hizo especial hincapié sobre la obligación de oír Misa los domingos y días santos, de recibir los sacramentos y de abstenerse de contraer matrimonio en ciertas temporadas. En el Penitenciario de Teodoro de Canterbury del siglo VII encontramos penalidades impuestas a aquellos que desprecien el domingo y no guarden las ayunos de la Iglesia, así como legislación respecto a la recepción de la Eucaristía, pero no se hace referencia a ningunos preceptos de la Iglesia aceptados en un sentido particular. Tampoco descubrimos tal referencia especial en uno de los pequeños sermones dirigidos a neófitos y atribuido a San Bonifacio, pero probablemente de fecha posterior, en el cual se insta a los oyentes a observar el domingo, pagar el diezmo a la Iglesia, observar los ayunos y recibir la Sagrada Eucaristía en tiempos establecidos. En los libros de instrucción y devoción popular alemanes del siglo IX en adelante se ponía énfasis en la obligación de desempeñar estos deberes. Particularmente esto aparece en las formas preparadas para el examen de conciencia. Según un trabajo escrito en ese tiempo por Regino, Abad de Prüm (m. 915), titulado «Libri duo de synodalibus causis et disciplinis», el obispo en su visita, entre otras consultas preguntará:
“si alguno no ha guardado el ayuno de Cuaresma, o de las cuatro témporas, o de rogaciones (los tres días anteriores al de la Ascensión), o aquel que haya sido designado por el obispo para la resistencia a alguna plaga; si hay alguno que no haya recibido la Sagrada Comunión tres veces al año, esto es en Pascua, Pentecostés y Navidad; si hay alguno que ha retenido el diezmo de Dios y de Sus santos; si hay alguno tan perverso y tan apartado de Dios que no venga a la Iglesia por lo menos los domingos; si hay alguno que no se haya confesado por lo menos una vez al año, esto es, al comienzo de la Cuaresma, y que no haya hecho penitencia por sus pecados.” (Hafner, Zur Geschichte der Kirchengebote, in Theologische Quartalschrift, LXXX, 104).
La insistencia sobre los preceptos aquí aludidos, y el hecho de que ellos estaban casi invariablemente agrupados juntos en los libros ya referidos, tuvo el efecto inevitable de darles un carácter preciso. Ellos vinieron a ser considerados como mandamientos especiales de la Iglesia. Así en un libro de tracto del siglo XIII atribuido a Celestino V (aunque la autenticidad de este trabajo ha sido negada) se da un opúsculo separado a los preceptos de la Iglesia y es dividido en cuatro capítulos, el primero de los cuales trata sobre el ayuno, el segundo sobre la confesión y Comunión en tiempo Pascual, el tercero sobre los interdictos del matrimonio, y el cuarto sobre el diezmo. En el siglo XIV Ernest von Parduvitz, Arzobispo de Praga, instruyó a los sacerdotes a explicar en los sermones populares los principales puntos del catecismo, el Padrenuestro, el Credo, los Mandamientos de Dios y de la Iglesia (Hafner, loc. cit., 115). Un siglo después (1470) el catecismo de Dietrick Coelde, el primero, se dice, en ser escrito en alemán, explícitamente establece que hay cinco mandamientos de la Iglesia. En su “Suma Teológica (part I, tit. XVII, p. 12) San Antonino de Florencia (1439) enumera diez preceptos de la Iglesia que universalmente obligan a los fieles. Estos son: observar ciertas fiestas (v. fiestas eclesiásticas), guardar los ayunos prescritos, asistir a Misa los domingos y días santos, confesarse una vez al año, recibir la Sagrada Comunión durante la Pascua, pagar el diezmo, abstenerse de todo acto sobre el cual se haya puesto un interdicto que conlleve la excomunión, abstenerse también de cualquier acto prohibido bajo pena de excomunión latæ sententiæ, evitar asociarse con los excomulgados, finalmente no asistir a Misa u otra celebración religiosa celebrada por un sacerdote que viva en abierto concubinato. En el siglo XVI el canonista español (v. España), Martín Aspilcueta (1586), da una lista de los cinco principales preceptos obligatorios: ayunar en ciertas fechas, pagar el diezmo, confesarse una vez al año y recibir la Sagrada Comunión en Pascua (Enchiridion, sive manuale confessariorum et poenitentium, Rome, 1588, ch. XXI, n. 1). En ese tiempo, debido a la prevalencia de la herejía, aparecieron muchas obras populares en defensa de la autoridad de la Iglesia y estableciendo sus preceptos de manera especial. Entre otros estaba la “Suma Doctrina Cristiana” (1555) de San Pedro Canisio y la “Doctrina Cristiana” de Belarmino (1589). Es manifiesto, sin embargo, que los preceptos de la Iglesia, como un cuerpo de leyes distinto y particular, fueron reconocidos mucho antes del siglo XVI; es injustificada la afirmación de que ellos fueron formulados definitivamente por San Pedro Canisio.

3. Clasificación: La Iglesia en su suprema autoridad no ha definido nada respecto a la forma y número de los mandamientos de la Iglesia. El Concilio de Trento, aunque recomendó de forma general en su vigésima quinta sesión la observación de estos preceptos, no dice nada que los considere un cuerpo de leyes particular. Tampoco se hace una mención específica de ellos en el “Catechismus ad parochos” publicado por orden del concilio y conocido como el “Catecismo del Concilio de Trento” o “Catecismo Romano”. Hemos visto que San Antonino de Florencia enumera diez mandamientos mientras que Martín Aspilcueta menciona sólo cinco. Este último número es dado también por San Pedro Canisio. De acuerdo a este autor los preceptos de la Iglesia son: Observar los días de fiesta ordenados por la Iglesia; asistir a Misa reverentemente en dichos días de fiesta; observar los ayunos en los días durante temporadas asignadas; confesarse con el sacerdote anualmente; recibir la Sagrada Comunión por lo menos una vez al año y alrededor de la fiesta de Pascua. Debido indudablemente a la influencia de Canisio, los catecismos generalmente usados al presente a través de Alemania y Austria-Hungría han adoptado la numeración anterior. El cuarto precepto, sin embargo, ha sido enmendado para permitir la confesión con cualquier sacerdote debidamente autorizado.
En la América española el número de los preceptos de la Iglesia es también cinco; siendo este número como hemos visto, establecido por Aspilcueta en el siglo XVI. Aquí, sin embargo, el primer y segundo mandamiento en la tabla de Canisio son combinados en uno, y aparece el precepto de pagar el diezmo. Se debe notar también que el precepto de confesión anual es más específico; añade que la confesión se haga en Cuaresma, o antes, si hay peligro de muerte. (Synod of Mexico, 1585, Lib. I, tit. I, in Hardouin, Conc., X, 1596.) Los catequistas franceses e italianos consideran seis preceptos de la Iglesia, la enumeración dada por Belarmino. Según este escritor los mandamientos de la Iglesia son: asistir a Misa los domingos y días de fiesta; ayunar durante la Cuaresma, en vigilias prescritas y en las cuatro témporas; abstenerse de comer carne los viernes y sábados; confesarse una vez al año; recibir la Sagrada Comunión durante la Pascua; pagar el diezmo; y finalmente, no solemnizar matrimonio durante los tiempos prohibidos.
Los catecismos franceses, siguiendo el de Bossuet, omiten los dos últimos preceptos, pero retienen el mismo número que el dado por Belarmino. Ellos hacen esto al hacer dos mandamientos que cubran la obligación de guardar el domingo y los días de fiesta, y además dos respecto a las obligaciones de ayuno y abstinencia. Se debe observar fácilmente que la omisión por parte de los escritores franceses del mandamiento de pagar el diezmo se debió a las condiciones locales. En un “Catecismo de Doctrina Cristiana” aprobado por el Cardenal Vaughan y los obispos de Inglaterra, se enumeran seis mandamientos de la Iglesia. Estos son:
• Mantener la santidad de los domingos y días de fiesta obligatorios, participando en la Misa y descansando del trabajo servil;
• guardar los días de ayuno y abstinencia designados por la Iglesia;
• confesarse por lo menos una vez al año;
• recibir el Santísimo Sacramento por lo menos una vez al año en o cerca del tiempo Pascual.
• Contribuir al sostenimiento de nuestros pastores;
• No casarse dentro de cierto grado de parentesco ni solemnizar el matrimonio en tiempos prohibidos.
Esta lista es la igual a la que los Padres del Tercer Concilio Plenario de Baltimore (1886) ordenaron para Estados Unidos.

Melody, John. «Commandments of the Church.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908.

http://www.newadvent.org/cathen/04154a.htm
Transcrito por Marcia L. Bellafiore. Traducido por Patricia Reyes.
Revisado y corregido por Luz María Hernández Medina

Fuente: Enciclopedia Católica