BIEN

v. [sust.] Bienestar, Bueno
Gen 2:9 y el árbol de la ciencia del b y del mal
Gen 3:5 seréis como Dios, sabiendo el b y el mal
Gen 14:16 recobró todos los b, y también a Lot
Gen 32:12 te haré b, y tu descendencia será como
Gen 50:20 Dios lo encaminó a b, para hacer lo que
Exo 22:8 vea si ha metido su mano en los b de su
Num 10:29 ven con nosotros, y te haremos b
Deu 6:11 casas llenas de todo b, que tú no llenaste
Deu 30:5 y te hará b, y te multiplicará más que a
1Ki 1:52 si él fuere hombre de b, ni uno de sus
1Ch 17:26 que has hablado de tu siervo este b
Ezr 8:22 mano de nuestro Dios es para b sobre
Neh 2:10 para procurar el b de los hijos de Israel
Neh 5:19; 13:31


(v. moral, virtudes).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El término «bien» está cargado de toda la historia de la reflexión humana. Por consiguiente, su uso encierra dificultades, sobre todo porque es más fácil despertar con él emociones que mover a argumentaciones. Se refiere a una cosa o a un estado de cosas (situaciones) de carácter positivo en el mundo; «positivo» se refiere a la persona afectada, a la que el observador quiere designar, a todas las personas en situaciones semejantes; «en el mundo» no indica necesariamente el cosmos, sino lo objetivo, lo no fantástico. Incluso algunos cambios internos al sujeto humano pueden ser objetivos: por ejemplo, perder una cierta actitud para con una persona, aprender inglés, etc. Así­ pues, este término indica algo que tiene que ver con un posible cambio, tanto si éste acontece al agente como si es provocado por él. En este último caso hablamos de obrar entendiendo con ello la capacidad de introducir cambios en el mundo contrapuesto al sujeto agente, incluso cuando él actúa sobre sí­ mismo.

En el obrar general del hombre es preciso introducir una nueva división; el hacer (poiesis, facere) y el obrar en sentido estricto (praxis, agere). El primero se refiere esencialmente a la acción que se dirige a objetos no humanos (o no considerados como tales), mientras que el segundo tiene como objetivo del cambio a una persona humana o sus capacidades. Así­, para Aristóteles, el obrar consistí­a sólo en la acción polí­tica y comunicativa del ciudadano libre, diferenciándose del hacer, es decir, de la actividad del esclavo.
Sólo en el obrar en sentido estricto el agente (o el que juzga del obrar de otro agente) se plantea el problema de si lo que ha hecho o lo que quiere hacer está bien o está mal. Cuando me pregunto si he hecho bien en arreglar yo solo mi bicicleta, puedo dar a la pregunta dos tipos de respuesta. Primera respuesta: así­ me he ahorrado dinero, así­ podré dar mañana un paseo, así­ he demostrado mi capacidad a mi chica, La otra respuesta puede ser: he ahorrado dinero para poder comprarme un libro; no hemos de depender de otros por pura comodidad. La primera serie se refiere a la consideración pragmática, es decir, a la posibilidad de llegar con ese medio al fin que me he propuesto; la segunda serie se refiere a una consideración moral, es decir, a los fines que puede aceptar o no, pero no decidir ni determinar. Los fines morales son aquellos que el sujeto agente puede elegir por sí­ mismo, pero no establecer. En efecto, se trata de fines del hombre en absoluto, de valores universales, atemporales, como la justicia distributiva, la fidelidad, la generosidad, la ayuda a los más débiles. Son los objetos de las virtudes, que se concretan a través de normas morales, en relación con unas situaciones humanamente relevantes. Así­ pues, las expresiones que indican valores son inmutables (no en la forma lingüí­stica, sino en su estructura semántica), mientras que las expresiones que indican normas son mutables por definición y contienen una descripción que también puede cambiar y que, por tanto, hay que reajustar eventualmente. Algunas normas, las llamadas normas absolutas, no pueden cambiar, ya que en su parte descriptiva se refieren a una situación que reaparece continuamente: por ejemplo «ayudar al que se encuentre en peligro inminente de muerte, a no ser que esto ponga en peligro grave mi propia vida», será una norma siempre válida, ya que la situación que se describe es una situación universal.

El bien moral es, por consiguiente, el que puede desear un hombre, considerando su naturaleza en absoluto; es el bien que se refiere al desarrollo de la persona como persona, a la búsqueda de la felicidad a largo plazo, a la expresión plena de todas las capacidades humanas. Por eso, los bienes morales son sólo una serie en el conjunto de bienes humanos, la serie que contribuye al devenir autofinalista del hombre, al despliegue de su estructura más profunda. El bien moral se realiza en el espacio y en el tiempo, pero es una realización absoluta ligada a la dignidad de la persona.

En los diversos sistemas filosóficos o cosmológicos, el bien moral va estrechamente ligado a la visión de conjunto de la realidad (incluyendo el lugar del hombre en el universo) y a la epistemologí­a en general (y en particular, a la cognoscibilidad de las estructuras de valores). Por eso hay materialistas positivistas que consideran la distinción entre pragmática y moral como una idea útil, pero en definitiva insignificante; sociobiólogos que consideran el valor/norma como una función de supervivencia de la especie; finalmente, hay quienes sostienen que la norma es meramente optativa o que se trata de una cuestión de emotividad. En la visión de la teologí­a católica, el bien es la felicidad última ligada a la visión de Dios, que no puede alcanzarse sin la gracia primera de la justificación y sin la ayuda continua de Dios.

Esto no cambia la naturaleza, sino que le ayuda a completarse, a desarrollarse a sí­ misma, siguiendo las lí­neas intrí­nsecas puestas en ella por el Creador, que es causa eficiente y final de la naturaleza del hombre. El bien es por tanto lo primero que se capta Y lo último que se realiza.

F. Compagnoni

Bibl.: Aristóteles, Ethica ad Nicomachum 1, c. 4; Tomás de Aquino, Summa contra gentes III; E. Kuhn, Bien, en CFF, 195-216; H, von Wright, The Varieties oí­ Goodness, 1963.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. El concepto
El bien (o lo bueno) es el «fin que todas las cosas apetecen» comienza diciendo Aristóteles como definición tradicional (Etica Nic. i, 1-1094 a 3), y los escolásticos recogieron su tesis (p. e., Tomás de Aquino ST. z q. 5 a. 1). Como dato primigenio, el bien es tan indefinible como el apetecer. Solamente se le puede describir y clasificar experimentándolo, es decir, a base de la propia experiencia del apetecer. Dos orientaciones han adquirido importancia en la tradición filosófica: según la manera y el grado de apetibilidad se ha dividido el b. en bonum utile (bien útil, lo que sirve para algo), bonum delectabile (el que satisface y agrada) y bonum honestum o bonum in se (lo que vale en sí­ mismo, lo que debe ser); según su realidad o realización, se ha dividido en bonum onticum o naturale (bondad óntica, apetibilidad) y bonum exercitum (bien apetecido, actuado, «realizado»); este último, en su más pura forma (como querido consciente y libremente) lleva el nombre de bonum f ormale. Estos dos modos de ver: el ético y el óntico-ontológico no coinciden, pero sí­ guardan entre sí­ la más estrecha relación. La cuestión sobre cómo haya que determinar más exactamente la relación entre ambos aspectos, la cual implica a la vez la pregunta por el fundamento originario en virtud del cual el b. nos atañe primeramente, de modo que podamos responderle con el apetito y la reflexión, remite a la historia de la experiencia del b. y a la formulación intelectual de la misma.

II. Teorí­as históricas sobre el b.

La metafí­sica escolástica, junto con el unum y el verum, incluye el bonum entre los transcendentales. Todo lo que es según su grado o medida óntica, es bueno primeramente para sí­ mismo y, por razón de la coincidencia en un ser, también para los otros. El grado de entidad determina el grado de bondad. En armoní­a con la analogí­a entre la substancia y el accidente, entre las substancias mismas, entre el «paene nihil» de la materia prima y el summum ens del esse ipsum, también la bondad va ascendiendo hasta el summum bonum, el «bien supremo». La bondad no añade una nueva determinación al ser, lo articula solamente dentro de la referencia a sí­ mismo por la referencia a la facultad apetitiva (–> voluntad).

Dos puntos de controversia se presentan en el terreno de esta concepción. Primeramente, la cuestión de la relación del ens y el verum con el bonum; y luego, la cuestión sobre la posibilidad y realidad del -> mal. Siguiendo las huellas de Platón, la filosofí­a (o teologí­a) agustiniana y franciscana defiende la fundamental primací­a del querer sobre el conocer y, consiguientemente, permite ver más claramente la posibilidad y el poder del mal. Eso no aparece tan claramente en la lí­nea aristotélico-tomista, que acentúa la primací­a del conocer; también se ve menos aquí­ el carácter original y el poder de la libertad (aunque ciertamente son afirmados y sometidos a reflexión), así­ como la í­ndole peculiar del bien mismo.

Con ello tenemos ya el fundamento de que se llegue a un encubrimiento de esta realidad propia del b. en el racionalismo, que culmina en la concepción espinosiana del amor intellectualis, y, por otra parte, a un irracionalismo de los valores, el cual, sobre todo en la moderna filosofí­a de los -> valores, disocia en forma dualista el ser y el b., el conocer y el querer (o «sentir») y no se percata de la unidad anterior a la escisión tanto en el ser como en la conciencia. La apelación a un sentir puramente irracional se contrapone como mera antí­tesis, incapaz de legitimarse, a la impugnación positiva de la objetividad del b. En polémica con semejante impugnación nació la posición aristotélica, que hubo de asegurar el fundamento ontológico del b. contra la sofí­stica. Pero, a la vez, esta situación de controversia ha estrechado la visión del conjunto de los datos: el poderí­o y las exigencias del b. pasan a segundo término, cediendo el primer puesto a la descripción de una finalidad objetiva (potencia-acto) de lo real, que luego es aplicada a una ética cuyo principio es la visión objetiva del formado (sobre la estructura final de los actos hacia la perfección en la eudaimoní­a).

Así­ pues, en la concepción aristotélicotomista, el b. es entendido desde el apetito, siendo considerado como lo que llena o satisface; la perspectiva ética permanece elemento segundo, fundamentado en otro, de suerte que ahí­ aparece un punto de partida para las formas falsas del hedonismo y del racionalismo. En Platón, se mira al b. de manera más primigenia; cabrí­a hablar de una preeminencia de la perspectiva ética, si se toma la palabra en sentido más originario y universal que en el esquema aristotélico (-> ética). En efecto, aquí­ el b., como primer principio de la koinoní­a ideon, es principio del ser y de la verdad, de la realidad y de la respuesta a ésta. El b. queda ahí­ descrito con la imagen del sol, que da luz y vida. Toda realidad es vista como participación de ese bien; y por eso lo participado, como el bien mismo, no sólo es o quiere ser (en el appetitus naturalis), sino que fundadamente es y quiere ser así­ (República vi y vii; Filebo). La proximidad a la experiencia hebrea y cristiana (bí­blica) es aquí­ patente. Sin embargo, se plantea la cuestión de la materialidad, del contenido concreto en los distintos grados de la participación. Esta cuestión afecta también a las formas posteriores de dicho pensamiento; así­, p. ej., cuando Agustí­n establece el principio: «Ama y haz lo que quieras» (Tract. in 1 Jo 7, 8 – MPL 35, 2033), pero solamente por datos teológicos puede llenar la precisión que añade en aquella otra frase suya: «Amad, pero atended a lo que merece amor» (En. in Ps 31, 2-5 – MPL 36, 260).

Tras el nuevo punto de partida en Descartes (–> cartesianismo), esta visión forma época, con la agudeza moderna, en Kant (-> kantismo). Su afirmación fundamental de que nada absolutamente «puede ser tenido por bueno sino sólo una buena voluntad» (Fundamentación de la met. de las costumbres i; edición de la Academia de las ciencias tv, p. 393) recuerda el bonum f ormale de la tradición, tanto más por el hecho de que esa voluntad ha de ser entendida, no sólo en un sentido objetivista, sino también y sobre todo en el de que en la volición lo querido es primeramente la voluntad misma, y en el de que en la elección la –> libertad se elige a sí­ misma; pero a la vez lo matiza añadiendo que él se refiere, no a lo querido de hecho, sino a lo querido de derecho, a lo que se debe querer. Sin embargo, su situación polémica le impide comprender la unidad entre la razón teórica y la práctica, de suerte que se para en un formalismo del deber, lo cual explica los ataques de Hegel y, sobre todo, de la filosofí­a de los valores, aunque no los justifique en su radicalismo. Aquí­ entra en juego Fichte para lograr una sí­ntesis entre los elementos materiales que se dan en Kant y el formalismo de éste, así­ como entre lo teórico y lo práctico, de orden ético. Y, a juzgar por las recientes investigaciones, serí­a tan injusto el reproche de «idealismo subjetivo» contra el sistema desarrollado por Fichte (por lo menos en su filosofí­a posterior), como el caracterizar la doctrina aristotélico-tomista (o la de Hegel mismo), diciendo que en sus últimas consecuencias es una justificación inmoral y una elevación a norma de lo fáctico.

Después de las descripciones de la fenomenologí­a de los valores y de la «apelación» de la filosofí­a existencial, M. Heidegger renuncia adrede a enunciados éticos, no porque no vea el carácter valioso y exigente del ser, sino porque tiene conciencia de lo insuficientes que resultan los modos de hablar de que disponemos para expresar esta experiencia, que indudablemente determina su pensamiento ontológico.

III. Problemática
Según las épocas, esta experiencia fundamental se ha interpretado unas veces más bien ónticamente, otras más bien éticamente; unas veces desde la realidad con sus valores, otras desde el imperativo del deber, sin negar en las grandes formas del pensamiento (por ser ontológico-transcendentales) el aspecto no resaltado, pero sin hacer tampoco plenamente justicia por igual a los dos. Lo mismo hay que decir respecto de una visión más bien objetiva (natural) y de otra más bien subjetiva.

El b. como realidad transcendental que exige es a la vez un deber-ser y un ser-deber; y en cuanto tal se le puede contemplar y realizar en una forma objetiva e incondicional, pero no simplemente teórica. Más bien, es experimentado por una apertura de la persona fundamentalmente volitiva, que no significa tanto apetito cuanto obediencia y entrega. Y tal apertura se produce de modo que ella ciertamente no constituye el b. (pues sigue a su experiencia y atracción), pero sin embargo en su forma concreta «acontece junto con» él (–> moralidad). Del mismo modo que la -> verdad es en cada caso el resultado de la actualización única y conjunta del que conoce y de lo conocido, igualmente el b. es siempre un único acontecer conjunto de la llamada (misión) y de la respuesta dócil (tanto del individuo como de una época), es el tránsito (Przywara) de lo bueno a la autonomí­a. ¿Puede evitar el enunciado de este estado total de cosas la apariencia de un relativismo historizante o de una mitización de la realidad (y hasta de lo fáctico), así­ como la apariencia de un humanismo; comoquiera se lo entienda, y, por otra parte, de un formalismo de la mera «decisión»? Tal vez aparezca en esta perplejidad el carácter problemático del intento (por otra parte licito y necesario) de pensar y hablar sobre el b. Pues como tal b. tiende de suyo a ser querido y realizado, a ser «amado», y su auténtica experiencia (en el sentido indicado de un comportamiento activo y pasivo, de un aprehender dejándose aprehender) en principio sólo inadecuada y parcialmente puede ser objeto de reflexión. Lo cual debe afirmarse aquí­ más decididamente que el hablar de la experiencia teórica (–> conocimiento, -> decisión).

La «experiencia del b.» es punto de partida y dirección constante de la reflexión, y es operada por el llamamiento del b., lo mismo que por el sujeto que a él se abre; desde los dos cabos se ve claro que esta experiencia puede tener su historia, por más que el b. siempre permanece el b. Como acto de la libertad, su forma concreta no puede deducirse ni fijarse materialmente más allá de cierto rasgo general, a saber, como -> «amor», que al realizarse bajo las diversas categorí­as permanece siempre amor y no puede ni debe convertirse en odio; y en este sentido excluye negativamente determinados contenidos (-> ética de situación).

Desde dos lados ha intentado el pensamiento asir más precisamente el b.: 1) como perfección y felicidad, que para la libertad y el espí­ritu significan naturalmente bondad y amor (sin que éstos puedan entenderse como camino y medio para aquéllas; más bien han de entenderse como su constitutivo esencial); 2) como entrega o amor, que para la libertad y el espí­ritu significa naturalmente plenitud (la cual no es el fin en sí­ misma, sino en cuanto «amor aceptado»). Tras estos intentos aparece lo inaprehensible, que no sólo es apetecido de hecho, sino que también debe ser afirmado, y ello por razón de su propia alteza y gloria; o sea, aparece aquello que es desde luego «bueno para mí­», pero sólo en cuanto de forma absoluta es «bueno en sí­ y por sí­». Ese b. exige y posibilita al hombre su propia aceptación, y a la vez lo distancia irremediablemente de la manera más viva por razón de la insuficiencia de su respuesta («nadie es bueno»… Mt 10, 18). Mas, por cuanto es el b. (no sólo lo debido), subsana la claudicación después de esta experiencia del hombre y se revela sin obligación ni necesidad lógica, pero realmente, como –> gracia, entendiendo esta palabra en toda la amplitud de la experiencia designada bajo ella (desde su simple uso antes de toda reflexión, hasta los grandes testimonios de la historia de la religión). Pero con ello llegamos al lí­mite donde nuestro hablar sobre el b. desemboca en lo -> santo.

Jórg Splett

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica