ANTROPOLOGIA

(v. conciencia, cultura, derechos humanos, filosofí­a, gracia, hombre, libertad, persona-personalidad)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

1. Apocalí­ptica

(-> almas, hombre, mujer, apocalí­ptica, dualismo). La Biblia ha sido y sigue siendo uno de los libros más importan tes de la historia de Occidente. Su visión del hombre (su antropologí­a) ha influido de manera poderosa en la cultura occidental, no sólo en el plano religioso, sino también en el plano personal y social. En ese contexto queremos destacar de un modo especial los elementos básicos de la antropologí­a apocalí­ptica, que está en el fondo del Nuevo Testamento y de toda la visión cristiana del hombre.

(1) Aportaciones principales. Entre las aportaciones básicas de la antropologí­a bí­blica a la visión del hombre de Occidente y del conjunto de la humanidad podemos citar las siguientes: (a) El principio de la vida humana: la Biblia ha puesto de relieve el valor individual de cada ser humano y el carácter «natal» de la existencia y la esperanza mesiánica. (b) Etica fundamental: el descubrimiento de la justicia social y la responsabilidad personal, con la experiencia originaria de la prioridad de los pobres y expulsados de la sociedad (niños y ancianos, viudas y extranjeros), (c) Plano social: la exigencia de una liberación polí­tica, el sentido del pacto como vinculación personal y la superación de las estructuras polí­ticas y militares en la visión del ser humano, (d) Plano religioso: el valor de la interioridad personal ante Dios y la posibilidad de salvación y de condena, la experiencia del pecado y de la gratuidad, la posibilidad del perdón y de la superación de la violencia… Estos y otros muchos elementos de la visión bí­blica del hombre han hecho posible el surgimiento de la cultura occidental estrictamente dicha. De todas formas, la antropologí­a bí­blica no se ha desarrollado de un modo consecuente, pues ella ha venido a mezclarse muy pronto con otros modelos y formas de entender la vida humana.

(2) Apocalí­ptica. Tendencias básicas. La Biblia en su conjunto, y en especial el Nuevo Testamento, ha terminado defendiendo una visión apocalí­ptica del hombre. Apocalí­pticos de un tipo o de otro eran los que realizaron la última redacción de los libros proféticos de Israel lo mismo que Jesús, Juan Bautista y Pablo. Dicho eso, debemos añadir que la apocalí­ptica constituye un fenómeno complejo, en el que deben distinguirse varias formas y tendencias que nos ayudan a comprender el sentido e implicaciones de la antropologí­a bí­blica y occidental. En ella pueden distinguirse dos tendencias fundamentales, (a) La apocalí­ptica dura está formada por textos que no han sido aceptados en la Biblia (1 Henoc*, Jubileos, muchos documentos de Qumrán), porque tienden a negar la libertad del hombre y a introducir una dualidad en el mismo Dios, (b) La apocalí­ptica blanda se mantiene dentro de los lí­mites de la «ortodoxia» bí­blica; ella aparece no sólo en algunos libros bí­blicos (Dn, Ap), sino en numerosos apócrifos (desde los Testamentos de los XII Patriarcas hasta 4 Esdras y 2 Baruc). Pero, dicho eso, debemos añadir que las diferencias no son a veces tan claras, de manera que resulta difí­cil distinguir unos textos de otros. Aquí­ tomamos como referencia principal los textos de la apocalí­ptica más dura, ofreciendo así­ una visión del hombre que no está del todo aceptada en el canon, pero que nos ayuda a entender numerosos elementos de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

(3) El riesgo antropológico de la apocalí­ptica. La apocalí­ptica ofrece una visión fascinante, pero sesgada, de la vida humana. Ella nos ayuda a comprender la Biblia, pero, al mismo tiempo, puede llevarnos a desvirtuar la aportación básica del Antiguo y Nuevo Testamento, (a) Riesgo de fatalidad y pecado. La lejaní­a de Dios, que parece abandonar el mundo en manos de espí­ritus perversos (del bien y el mal), suscita una experiencia de fatalidad generalizada. Los hombres han perdido el optimismo de Gn 1. El mundo en el que viven ya no es un templo donde se celebra la liturgia buena de la vida, sino un campo de sospecha y perdición, pues las mismas estrellas han perdido su rumbo (cf. 1 Hen 19,13-16). Una salvación intracósmica serí­a insuficiente y angustiosa: volverí­amos a hundirnos en el pozo de un abismo de perversión (en manos del Dios dual o de sus ángeles perversos); más que pecado del hombre (como en Gn 2-3) hay aquí­ un pecado cósmico, propio del Dios que ha dejado que su creación se pierda o propio de los ángeles perversos, que violan y destruyen a los hombres. (b) Riesgo de falta de libertad. Los hombres no son libres: no pueden retornar a la patria buena del Dios bueno, ni liberarse por sí­ mismos. Por eso triunfa el pesimismo: son juguete de poderes que les utilizan y manejan. Más que un Dios de libertad, que nos dejaba en manos de la propia opción (árbol del bien/mal), haciéndonos capaces de pecado, pero abriéndonos también hacia el futuro del árbol de la vida (cf. Gn 2-3), lo que domina sobre el mundo es un tipo de «fatalismo sagrado»; somos esclavos de poderes que nos hacen y deshacen, sin que podamos guiarlos y guiarnos a nosotros mismos; ellos son la raí­z y poder de nuestro pecado, (c) Riesgo de impotencia humana. Las obras buenas son incapaces de salvar a los hombres y mujeres, rompiendo el muro de violencia que les aprisiona. Por eso, en lugar del compromiso social o personal a favor de los demás, se extiende y triunfa una actitud de curiosidad cósmico-sacral, que les lleva a buscar unos poderes superiores capaces de salvarles. En ese sentido, la antropologí­a de los apocalí­pticos se encuentra centrada en un tipo de esperanza «externa»: debemos seguir aguardando, dejando que las cosas pasen, mientras observamos, en el tiempo de la espera, las señales de la voluntad de Dios, los signos de sus ángeles más fieles que vendrán para vencer a los perversos. Nuestra pequeña lucha humana forma parte de una guerra universal (de extraterrestres), de manera que estamos a merced de lo que hagan con nosotros, (d) Intolerancia. Los apocalí­pticos tienden a satanizar a los contrarios, presentándoles casi como una «encarnación» de los ángeles perversos. Por eso les condenan de antemano: los adversarios de Israel (o los mismos judí­os de otros grupos distintos) vienen a mostrarse ahora como signo de violencia demoní­aca. Con esos enemigos no es posible la piedad, ni se puede desear su conversión. Lo mejor que puede suceder es que aumente su maldad, hasta el momento en que sean destruidos. Dado que son signo y presencia satánica debemos ser intolerantes con ellos.

(4) Drama apocalí­ptico. El tema de ser hombre. La antropologí­a apocalí­ptica, que ha terminado siendo dominante en los últimos estratos de la Biblia, corre el riesgo de interpretar la historia en clave de apariencia. El mundo viene a presentarse como un teatro donde los hombres van y vienen como juguetes de poderes superiores. No son responsables de lo que hacen, pues se encuentran como poseí­dos por ángeles buenos o perversos. Debemos mantenernos de un modo pasivo, de manera que sólo podemos esperar que caiga ya el telón y pueda verse lo que habí­a de verdad en nuestra historia. No somos ni siquiera actores, sino marionetas de un gran drama que está representando Dios con sus espí­ritus buenos y perversos. Esa actitud ha desembocado muchas veces en una satanización de los sistemas polí­ticos y sociales. Ciertamente existe un germen bueno, que son los justos, fieles a Dios, los sabios, que conocen la verdad oculta. Pero ellos sufren dentro de un orden perverso, dominado ya y determinado por el Diablo, que ha perturbado la obra de Dios. Eso significa que el sistema polí­tico-social de los imperios que dominan en el mundo no es ya signo de Dios, sino del Diablo (como supone no sólo 1 Henoc, sino el mismo Dn 7). En contra de eso, Jesús afirmará que este mundo sigue siendo creación buena de Dios, añadiendo que los imperios de la tierra no son sin más perversos, a pesar de algunas afirmaciones que parecen mostrar lo contrario, como en el texto donde el Diablo le dice a Jesús que él es el dueño de todos los reinos del mundo (Lc 4,6). Este es, sin duda, un diablo apocalí­ptico. Pues bien, en este contexto, los apocalí­pticos abren un camino de utopí­a y proyectan su fantasí­a hacia el futuro, esperando una más honda intervención de Dios. La utopí­a sólo podrá darse y triunfar de una manera sobrehumana: vendrá con la destrucción de los poderes actuales, cuando acabe el mundo viejo, cuando empiece un orden social y temporal distinto. Ningún hombre es capaz de participar realmente en la creación del mundo nuevo. Sólo Dios puede lograrlo, por medio de sus ángeles. Por eso, el apocalí­ptico no puede programar ni iniciar la llegada del Reino, sino sólo anunciar el gran cambio, la transformación que vendrá cuando Dios quiera enviar a sus ministros salvadores.

(5) Judí­os y cristianos. Una nueva antropologí­a. En contra del esquema anterior, desde el fondo de la misma apocalí­ptica, han reaccionado judí­os rabí­nicos y cristianos. Unos y otros se apoyan en la misma Biblia, asumiendo algunos de los rasgos apocalí­pticos de la experiencia de su tiempo, pero los reinterpretan de una forma creadora, pudiendo así­ crear formas de experiencia religiosa que perviven hasta el momento actual. Los judí­os rabí­nicos han reintroducido el elemento apocalí­ptico de su tradición dentro de una experiencia general de la Ley, entendida como experiencia válida de vida para siempre; de esa forma, ellos conservan una raí­z apocalí­ptica, pero la traducen en forma de fidelidad a la Ley. Por su parte, apoyados en el mensaje de Jesús, los cristianos anuncian la presencia del reino de Dios como buena nueva para los pobres y como curación para los enfermos, precisamente en este mundo, pues el tiempo final ya ha llegado; la misma experiencia apocalí­ptica se ha convertido para ellos en principio de nueva forma de vida sobre el mundo (Mc 1,14-15).

(6) Interpretación helenista de la antropologí­a bí­blica. Ya en el tiempo de la composición de los últimos libros del Antiguo Testamento, y de una forma aún más intensa en el Nuevo Testamento, la visión bí­blica del hombre ha quedado influida por una visión dualista de la vida humana, marcada por la filosofí­a griega, que separa alma de cuerpo y que entiende la religión como experiencia de sometimiento jerárquico. En esa lí­nea, a partir de la introducción del helenismo en la Iglesia y del desarrollo de las instituciones de poder eclesial (siglo IV d.C.), la Biblia se ha tomado como defensora de una antropologí­a de tipo ontológico y jerárquico, de carácter espiritualista: ella ha servido para avalar el orden social establecido, tanto en lí­nea de ontologí­a (pensamiento filosófico), como en lí­nea social (la Iglesia se ha estructurado como una institución de poder). En este contexto, reinterpretando la Biblia en sentido helenista y romano, los cristianos han construido una antropologí­a defensiva, que intenta proteger al hombre, más que desarrollar sus potencialidades creadoras.

Cf. W. EICHRODT, Teologí­a del Antiguo Testamento I-II, Cristiandad, Madrid 1975; P. GRELOT, Hombre, ¿quién eres?, CB 5, Verbo Divino, Estella 1982; E. HILL, Being Human. A Biblical Perspective, Chapman, Londres 1984; W. MORK, Sentido bí­blico del hombre, Marova, Madrid 1970; F. PASTOR, Antropologí­a bí­blica, Verbo Divino, Estella 1995; F. RAURELL, Lineamenti di antropologí­a bí­blica, Piemme, Casale Monferrato 1986; H. W. WOLFF, Antropologí­a del Antiguo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1975.

ANTROPOLOGíA
2. Temática actual

(é» crí­tica bí­blica, lecturas bí­blicas). En la entrada anterior hemos presentado la antropologí­a bí­blica de base desde una perspectiva apocalí­ptica, indicando, al final, que ella se ha expresado y abierto en dos caminos, uno judí­o, otro cristiano. Esos dos caminos han superado la apocalí­ptica estricta, pero lo han hecho con grandes riesgos. El judaismo nacional ha corrido el riesgo de encerrarse en una visión nacionalista y purista de las aportaciones bí­blicas. Por su parte, el cristianismo ha corrido el riesgo de perder la base israelita para diluirse en un tipo de helenismo espiritualista y jerarquizante.

(1) Superar el modelo helenista. Se viene diciendo desde hace algún tiempo que el modelo helenista se encuentra en crisis, de manera que han podido surgir y están surgiendo nuevos acercamientos en el campo de la antropologí­a bí­blica. Son muchos los que se han acercado a la Biblia con los esquemas liberales de la cultura de la modernidad, tal como fueron formulados hace más de dos siglos por Kant: la Biblia tendrí­a en su fondo una visión moralista del hombre, matizada con rasgos espiritualistas. Otros muchos, desde hace más de un siglo, vienen pensando que la antropologí­a de fondo de la Biblia es de tipo arcaico, de manera que ella no puede apoyar una visión del hombre que sea válida para fundar unas instituciones duraderas sobre el mundo, porque la Biblia en su conjunto y el Nuevo Testamento en particular suponí­an además que este mundo se acaba. Otros han aplicado a la Biblia otros modelos de tipo antropológico, en lí­nea mí­stica o existencialista, revolucionaria o esotérica. Todos esos y otros modelos pueden aplicarse para comprender mejor la Biblia, pero ellos tienen que ser matizados partiendo de un estudio más preciso de la visión bí­blica del hombre.

(2) Antropologí­a cultural. Los investigadores actuales no están de acuerdo sobre el modelo o modelos antropológicos de fondo de la Biblia, pero la mayorí­a piensan que es bueno emplear unos métodos de antropologí­a cultural para entenderla mejor. Esto significa que es preciso establecer una distancia frente a ella, situándola en su propio contexto histórico-social. De esa forma se pueden tener en cuenta los elementos religiosos y sociales, estructurales y familiares, económicos e ideológicos del texto y contexto de la Biblia (situada en el ámbito del Mediterráneo), consiguiendo una visión más abarcadora del ser humano. En esta lí­nea se está moviendo gran parte de la investigación anglosajona. Este tipo de lectura antropológica de la Biblia quiere ser de carácter neutral, y no emplearse para un posible cambio religioso de la humanidad, aunque en el fondo ése sea un proyecto imposible, pues no existe exégesis neutral, ni lectura totalmente imparcial de los textos; toda comprensión de la Biblia se realiza desde una determinada perspectiva hermenéutica. Sea como fuere, en este campo se está abriendo una nueva puerta para una mejor comprensión del sentido y mensaje de la Biblia. Hemos pasado del estudio dogmático o filosófico al acercamiento cultural del conjunto de la Biblia; para ello debemos utilizar los métodos y formas de la antropologí­a cultural.

(3) Una antropologí­a práctica. El mayor reto del estudio de la Biblia en el momento actual se encuentra en la forma de aplicar y actualizar su visión del hombre. Las grandes iglesias establecidas definen las aportaciones de la Biblia desde sus propias coordenadas sacrales, que están en gran parte separadas de las preocupaciones del hombre actual y del hombre de la Biblia. Los nuevos movimientos eclesiales, que buscan un apoyo en la Biblia (teologí­a de la liberación y experiencia carismática), no acaban de encontrar unos modelos de inserción en el mundo presente y de transformación de la vida humana desde el mensaje de la Biblia. Nos hallamos en un momento delicado. Se escuchan voces, se abren caminos, pero todaví­a no hemos logrado trazar unas directrices que nos permitan actualizar el sentido del hombre bí­blico desde una perspectiva personal y comunitaria, social y espiritual. Este es el reto mayor de la lectura bí­blica en la actualidad. No es un reto teórico, sino práctico. Los temas principales de la Biblia no se resuelven con un estudio puramente filológico o teórico, sino con una transformación de la vida humana.

(4) ¿Nueva apocalí­ptica? Son muchos los que piensan que hemos vuel to, por desgracia, a unos tiempos apocalí­pticos, con lo que implican de riesgo de destrucción de la cultura actual. Otros pensamos que ese retorno a la apocalí­ptica resulta positivo, pues nos permite empalmar mejor con los problemas y respuestas de Jesús y del judaismo del siglo I-II d.C. No existe una respuesta fijada, pero hay un camino que parece abrirse. El estudio teórico de la Biblia no resolverá los problemas, pero ayudará a situarse ante ellos, con lucidez, en medio del gran riesgo. Hoy podemos decir, como Jesús, «no pasará esta generación sin que algunos vean la llegada del reino de Dios con poder…» (cf. Mc 9,1).

Cf. A. González, Teologí­a de la praxis evangélica. Ensayo de una teologí­a fundamental, Sal Terrae, Santander 1999; Reinado de Dios e Imperio. Ensayo de Teologí­a social, Sal Terrae, Santander 2003; J. B. Malina, El mundo del Nuevo Testamento, Verbo Divino, Estella 1995; X. Pikaza, Antropologí­a bí­blica, Sí­gueme, Salamanca 2006.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: 1. La persona es» (y no sólo «tiene») cuerpo y alma: el no al monismo. – 2. La persona hombre es» y no sólo «tiene» cuerpo. – 3. El hombre es» y no sólo «tiene» alma.

Una correcta interpretación de la persona humana es fundamental para poder desarrollar una correcta pastoral. Si subrayamos de la persona humana su dimensión espiritual, caeremos en un espiritualismo verticalista y desentendido de la realidad social, es decir, en una falta de compromiso. Si subrayamos demasiado lo encarnacional, caeremos en un horizontalismo sin tener en cuenta las dimensiones transcendentes de esa misma persona humana. El Vaticano II (GS 14) y el nuevo Catecismo asevera categóricamente que «el hombre es uno en cuerpo y alma» (corpore et anima unus) y que debemos desarollar una pastoral de atención «para todo hombre y de todo el hombre (de todas sus dimensiones)».

Pero ¿qué significa la afirmación «el hombre es un ser uno»?
1. La persona «es» (y no sólo «tiene») cuerpo y alma: el no al monismo
Hablar del hombre como ser uno no debe equivaler a una concepción unilateralmente monista, que bascula crónicamente entre la doble tentación -ya denunciada por Pascal- del angelismo y el animalismo. El hombre no es ni un ángel venido a menos ni un mono que ha tenido éxito; ni un espí­ritu degradado ni un animal optimizado. Ninguna de estas dos lecturas antagónicas hace justicia a la complejidad del fenómeno humano. El hombre no es ni sólo cuerpo ni sólo alma. No es tampoco cuerpo más alma, al modo de dos entidades completas y meramente adosadas. Es «todo entero y al mismo tiempo lo uno y lo otro, alma y cuerpo». Mas el alma y el cuerpo no son idénticos entre sí­. Nos resta, pues, indagar el contenido (no dualista, pero tampoco monista) adscribible a las proposiciones «el hombre es cuerpo», «el hombre es alma».

2. La persona hombre «es» y no sólo «tiene» cuerpo
El hombre en cuanto cuerpo es:

a) Ser-en-el-mundo. Nótese que ser-en es más que estar-en: el mundo no es para el hombre un complemento circunstancial de lugar, sino un elemento constitutivo. Cuerpo y mundo son magnitudes que se complican mutuamente. El anuncio de los cielos y la tierra nuevos es la expresión creyente de esta mutua y constitutiva implicación; si Dios quiere al hombre para siempre, tiene que querer el mundo para siempre, toda vez que, sin El, el ser humano serí­a sencillamente impensable.

b) Ser-en-el-tiempo. En tanto que cuerpo, el hombre está inmerso en ese tipo de duración continua y sucesiva que llamamos tiempo. Lo que significa que, en base a su situación de encarnación, el hombre está hecho de tal modo que nunca puede disponer de sí­ totalmente en un único acto definitivo, realizarse de golpe e irreversiblemente. La condición humana es condición itinerante; el hombre es homo viator; le cabe aprender, rectificar, convertirse, arrepentirse. La realidad del hombre consiste en un ir haciéndose progresivamente, más que en un ser hecho o un hacerse instantáneamente.

c) Ser mortal. La muerte desmundaniza y destemporaliza al hombre, le sustrae del ámbito espaciotemporal que lo constituí­a. Lo cual quiere decir que la muerte es el fin del hombre entero.

d) Ser sexuado. Ya los dos relatos de creación insistí­an en el hecho de que la entidad hombre se realiza en la polaridad complementaria del varón y la mujer. Esta diferenciación sexual, implicada en la corporeidad, confiere al ser humano una doble tonalidad afectiva, un doble modo de instalación mundana y de relación social correlativamente diferentes.

e) Expresión comunicativa del yo. Por el cuerpo, el hombre se dice a sí­ mismo; el cuerpo es, según la conocida sentencia marceliana, la mediación de todo encuentro, el hombre uno manifestándose, el sacramento o el sí­mbolo de la realidad personal. Esta función comunicativa se condensa y quintaesencia en el rostro, donde «rezuma la intimidad secreta en que la persona cercana consiste».

f) Ser histórico y creativo. La historicidad, como estructura transcendental del hombre, lo abre a un compromiso dentro de la historia en la que debe proyectar su existencia personal y comunitaria. El hombre tiene un compromiso histórico-polí­tico.

3. El hombre «es» y no sólo «tiene» alma
Con este concepto, en efecto, la antropologí­a cristiana trata de significar, por de pronto, la absoluta singularidad del ser humano y su apertura constitutiva a Dios. El hombre vale más que cualquier otra realidad mundana, dista cualitativamente de lo infrahumano; así­ lo certifica la categorí­a bí­blica imagen de Dios. Sobre el alma la fe cristiana ha de responder que es «la capacidad de referencia del hombre a la verdad, al amor eterno»; «que el hombre sea alma significa… que en virtud de su naturaleza creada está en grado de encontrar a Dios, de ser para Dios un ser uno, como Dios mismo»; «el espí­ritu es ese aspecto de la naturaleza humana por el que el hombre debe aprender de Dios cuál es su destino»; «el espí­ritu humano es participación recibida del espí­ritu de Dios». Esta idea existencial-soteriológica de lo humano como capacidad de referencia a lo divino (refrendada por el Vaticano II, GS 12, 14) serí­a incomprensible si se dijese que el hombre es, no ya cuerpo, sino sólo cuerpo, silenciándose su ser alma (o espí­ritu).

En definitiva, con el concepto de alma se trata de superar tanto el materialismo monista, así­ como el dualismo griego y el dualismo reencarnacionista.

Los teólogos han recordado los inconvenientes del olvidar el verdadero sentido del alma: fideí­smo en el más allá; docetismo o desprecio del cuerpo; falta de bases para una verdadera ética y antropologí­a y, finalmente, no se entenderí­a el verdadero sentido de la resurrección de Cristo.

BIBL. – R. BERZOSA MARTíNEZ, Como era en el principio. Temas clave de antropologí­a teológica, San Pablo, Madrid 1996.

Raúl Berzosa Martí­nez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

SUMARIO: I. Idea de Dios y antropomorfismos- II. El antropomorfismo en la Biblia- III. Visión trinitaria y antropologí­a.

I. Idea de Dios y antropomorfismos
La cuestión de Dios y la cuestión del hombre están desde siempre ligadas í­ntimamente. De la noción que el hombre tiene de Dios depende la que tiene de sí­ mismo, y por otra parte la visión antropológica influye en la teológica. Esta relación se expresa en las representaciones antropomórficas de lo divino, extendidas, de una forma o de otra, en muchas religiones: a veces se atribuyen a la divinidad las formas fí­sicas del hombre, con frecuencia son los sentimientos humanos los que se consideran también propios de los dioses. Al menos esta segunda forma parece difí­cil de desterrar del lenguaje religioso, dado que si no se da esta coincidencia, el hombre no podrá expresar con facilidad su sentimiento de relación y contacto con el mundo divino. El fenómeno del hombre ha sido con frecuencia modelo para las representaciones de Dios y para el lenguaje religioso, sea porque, como acabamos de mencionar, se atribuyen a la divinidad rasgos humanos, sea también porque se considera que hay que buscar el origen de todo lo existente en un hombre o mujer primordial, fuente de la vida. Pero no faltan tampoco en las diversas religiones tendencias contrarias al antropomorfismo; a veces por respeto frente a la figura del hombre se han usado sí­mbolos animales. Parece que ha sido en el mundo griego donde el antropomorfismo ha alcanzado su máximo desarrollo. En Homero y Hesiodo encontramos dioses humanos hasta el extremo. El hombre es la medida de todo lo real, y por tanto también los dioses se miden por este rasero. Pero no han faltado tampoco en el mismo ámbito griego reacciones contra estas representaciones de los dioses en forma humana. Aristóteles, y sobre todo Xenófanes, se consideran representantes de esta tendencia.

II. El antropomorfismo en la Biblia
En el Antiguo Testamento, hallamos por una parte la afirmación de la creación del hombre a imagen de Dios (Gén 1,16s; 5,1; 9,6); solamente a partir de esta referencia se puede comprender al ser humano. Pero por otra no faltan tampoco en la revelación bí­blica los antropomorfismos de diversos tipos; se acude por tanto también a la experiencia de lo humano para hablar de Dios. Este modo de proceder puede encontrar su fundamento en la creación del hombre a imagen y semejanza divina. A Dios se le atribuye tanto la forma humana (en especial diferentes partes del cuerpo) como el comportamiento, los actos y sobre todo los sentimientos propios del hombre (se habla a veces en este contexto de «antropopatismo»). En estos antropomorfismos hay que ver una expresión más del mundo de los sí­mbolos, de los que la Biblia hace un uso tan abundante, que en este contexto recibe una especial significación teológica. Se trata de expresar la cercaní­a al hombre del Dios transcendente, que si por una parte está incomparablemente por encima de nuestro mundo, interviene también activamente en la historia; su presencia constituye la salvación del hombre. De ahí­ la importancia del «rostro» de Dios de que se habla en tantas ocasiones (cf. p. ej. Gén 4,14.16; Ex 33,11.14; Núm 6,25-26; Lev 20,3; Dt 34,10, etc.); este rostro divino no es simplemente indiferenciado, sino que Dios tiene en concreto ojos (Sal 11,4; 5,6), oí­dos (Sal 130,2), boca (Is 45,24), etc., y por consiguiente ve, oye, habla, etc. Con el simbolismo de las manos de Dios se expresa su acción creadora del hombre (Sal 119,73), su función de guí­a y protector (Sal 139,10); las manos divinas han formado el santuario para su pueblo (Ex 15,17), sus dedos han hecho el cielo (Sal 8,4). Y también la diestra de Dios y su brazo y mano poderosos son los que le han dado la victoria, han guiado al pueblo en los momentos de dificultad y lo han llevado a la tierra prometida (cf. Sal 98,1; 52,10; 59,16; Ex 13,3). Dios tiene también corazón, que es la sede de los sentimientos humanos y de la razón (cf. Sal 33,11; 1 Re 9,3). Dios se pasea por el paraí­so (Gén 3,8), se levanta del sueño (Sal 78,65), lucha (Job 16,9-14), etc. No sólo los órganos o partes del cuerpo y las actividades a ellos ligadas se atribuyen a Dios, sino también los sentimientos: los celos (cf. Ex 20,5; Ez 39,25), la ira, la cólera (Dt 29,19; Ex 22,22-23), la venganza (Sal 17,14; 75,9). En estos casos Dios, además de reivindicar sus derechos frente al pueblo de la alianza, lo protege y manifiesta su proximidad a los pobres y desvalidos. Y no podemos olvidar tampoco los rasgos paternales y aun maternales que se atribuyen a Dios, donde el simbolismo teológico del Antiguo Testamento alcanza una de sus cimas más elevadas (cf. Sal 27,10; 131,2; Is 48,15; 66,13, etc.).

Es claro que los antropomorfismos usados con tanta frecuencia en la Biblia no son obstáculo para el reconocimiento de la transcendencia divina; la distancia infinita entre Dios y el hombre se subraya igualmente (Gén 18,27; 32,31; Ex 3,5, etc.). Dios escapa siempre a todas las categorí­as y pensamientos humanos (cf. Ex 15,11; Is 55,8s), no se comporta como los hombres (cf. Os 11,9). A pesar de que se atribuyan a Dios diversas partes u órganos del cuerpo humano, no se hace nunca una descripción completa de Dios como un hombre, sino que se usan términos y expresiones pretendidamente vagos y ambiguos (cf. Ez 2,26; Dan 7,9).

En realidad, en un sentido amplio, todos nuestros conceptos, en cuanto los queremos aplicar a Dios, son antropomorfos. Incluso con las ideas metafí­sicas no salimos de nuestras categorí­as humanas. La filosofí­a cristiana ha desarrollado la noción de la analogí­a, único medio con el que podemos hacer afirmaciones con sentido acerca de Dios. Pero los antropomorfismos bí­blicos no han buscado tanto llegar directamente a la esencia de Dios cuanto a su actuar histórico con los hombres; con este último se nos revela también, y tal vez con mayor profundidad, el mismo ser divino. Las imágenes antropomorfas de la Escritura, con sus lí­mites evidentes, no han de considerarse de rango secundario respecto a los conceptos abstractos ni menos adecuados que éstos. Atribuyendo a Dios las formas y los sentimientos humanos los fieles israelitas y los autores bí­blicos lo han experimentado y lo han dado a conocer como cercano, le han podido atribuir caracterí­sticas personales, han podido no sólo hablar de Dios, sino dirigirse a él, suplicarle, alabarle, pedirle perdón. Con la diferencia fundamental entre Dios y hombre, el hecho de la creación de este último a imagen y semejanza divina le permite el conocimiento y el amor del Creador. Si el hombre ha sido creado según la imagen de Dios, tiene su razón profunda de ser, con todas las precauciones debidas y salvaguardando siempre la transcendencia, la representación de Dios «a imagen del hombre».

Desde el punto de vista cristiano, los antropomorfismos usados en el AT adquieren su sentido y justificación definitiva a la luz de la encarnación del Señor, de la que son sombra y preparación lejana. La revelación definitiva de Dios, hacia la que los antropomorfismos apuntan, acaece precisamente en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. La relación estrecha entre el misterio de Dios y el misterio del hombre se pone de manifiesto en la persona de Cristo. El Concilio Vaticano II (GS, 22) ha señalado que en la revelación de Dios que Jesucristo lleva a cabo se realiza también el desvelamiento del misterio del hombre al propio hombre. Se ha llegado a afirmar que el hombre es lo que surge cuando la Palabra de Dios se expresa en el vací­o de lo que no es Dios, y que es solamente la posibilidad de la encarnación (no necesariamente su realización fáctica) el fundamento de la posibilidad de la existencia de los hombres (cf. K. RAHNER, Grundkurs des Glaubens, Freiburg-Basel-Wien 1986, 221-222). La encarnación es el cumplimiento, y a la vez la superación, de la revelación de Dios del AT. No estará de más recordar en este contexto la antigua doctrina de los Padres, desde san Justino hasta el siglo IV, según la cual todas las teofaní­as o manifestaciones visibles de Dios en el AT son apariciones del Hijo, principio interno de manifestación de Dios hacia afuera, y por esta razón se consideran como anticipaciones de la encarnación y reciben de ésta su sentido. En Jesús, en cuanto es la revelación definitiva de Dios, hallamos también el hombre perfecto. La validez del lenguaje antropomórfico del AT recibe así­ a posteriori, a partir de la humanidad de Dios, su confirmación plena. Por lo demás, aunque la novedad fudamental del NT a este respecto es el hecho de la encarnación, no estará de más recordar que los antropomorfismos continúan usándose en él (cf. p. ej. Ap 4,2ss, Dios sentado en el trono).

Decí­amos que el lenguaje antropomórfico para hablar de Dios se justifica primariamente a partir del movimiento descendente de Dios al hombre, y en concreto, de la creación a su imagen y semejanza. Sólo porque Dios ha venido al hombre podemos nosotros ir hacia él. El motivo veterotestamentario de la imagen de Dios es reinterpretado en el NT en clave cristológica (cf. 2 Cor 4,4; Col 1,15), y ha sido relacionado así­ con el motivo de la revelación. Por consiguiente todo discurso y lenguaje cristiano sobre Dios ha de tener en cuenta el hecho de que Dios ha hablado de sí­ mismo y se ha autocomunicado a los hombres en la humanidad del Hijo. Jesús es la Palabra definitiva e insuperable, en la que Dios nos lo ha dicho todo.

III. Visión trinitaria y antropologí­a. Plano sicológico y social.

Teologí­a y antropologí­a se hallan ya en relación í­ntima a partir de la primera página de la Biblia. En la tradición cristiana el desarrollo del motivo bí­blico de la imagen de Dios en el hombre no ha podido prescindir de la revelación neotestamentaria del Dios Trino. Ya desde los primeros tiempos se ha interpretado en clave trinitaria el «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» de Gén 1,26. Pero se debe a san Agustí­n, en su obra De Trinitate, el primer intento sistemático de iluminación del misterio trinitario a partir del alma humana en la cual, para él, hay que encontrar la imagen de Dios en elhombre («imagen desigual, pero imagen al fin», Trin. IX 2,2; cf. X 12,19). El análisis del amor le lleva a una primera aproximación: el amante, lo que se ama, y el amor, son tres. En el amor de la mente a sí­ misma, tenemos en un primer momento la mente y el amor; pero este amor presupone el conocimiento. Tenemos por tanto una primera imagen de la Trinidad en el hombre: «En aquellas tres cosas, cuando la mente se conoce y se ama, subsiste una trinidad: la mente, el amor, el conocimiento». (Trin. IX 5,8). Estas tres realidades son inseparables, y no obstante cada una tiene su propia sustancia. Pero a la vez son las tres una sola sustancia, porque se predican de la una respecto de la otra (ib., final); tiene importancia el hecho de la relación de las tres entre sí­, porque en los libros anteriores (II. V-VII) Agustí­n ha basado su doctrina de la Trinidad en la relación mutua que los nombres de Padre, Hijo y Espí­ritu Santo (don) indican. A partir de este primer hallazgo Agustí­n profundiza todaví­a en el descubrimiento de la imagen de Dios en el alma: la noticia, el verbo de la mente, es igual a la mente misma, es engendrada de ella; el amor, aunque no puede decirse engendrado, tampoco es menor que la mente, porque también ésta ama cuanto conoce y cuanto es (cf. IX 12,18). Una segunda «trinidad» se descubre en la memoria, la inteligencia y la voluntad, que no son tres vidas sino una, y no tres mentes sino una (cf. X 11,18); también son las tres iguales y referidas relativamente la una a la otra: «Recuerdo que tengo memoria, inteligencia y voluntad; comprendo que entiendo, que quiero, y que recuerdo; y quiero querer, recordar y entender, y me acuerdo al mismo tiempo de toda mi memoria, inteligencia y voluntad» (X 11,18; cf también XIV 6,18; XV 3,5; 20,39). También en lo exterior y corpóreo cabe encontrar algunos vestigios de la Trinidad, pero no podemos hablar en el mismo sentido de imagen de la misma (cf. XI 1,1; 2,5; 5,8, y todo el final del 1. XI 7-11), porque, aunque se encuentre en este ámbito externo alguna «trinidad», no puede haber en él imagen de Dios, ya que ésta existe sólo donde hay contemplación de lo eterno (cf. XII 4,4). Por ello la imagen de Dios en la mente no se da sólo porque la mente se conoce a sí­ misma, sino porque recuerda, entiende y ama a aquel por quien ha sido hecha: «Esta trinidad de la mente no es imagen de Dios porque se recuerde, se entienda o se ame a sí­ misma, sino porque puede también recordar, entender y amar al que la ha creado. Si esto hace, se convierte en sabia» (XIV 12,15). La «sabidurí­a» es algo que pertenece a Dios, y por ello en este conocimiento de Dios se hace sabio el hombre. Existe con todo una diferencia fundamental entre Dios y la mente, aun cuando consideremos el conocimiento y amor que ésta tiene del Creador: en la Trinidad divina hay tres personas, mientras que el hombre es una sola; además nosotros no «somos» la memoria, inteligencia y voluntad sino que las tenemos; las tres pertenecen a un solo hombre, pero no son un solo hombre (cf. XV 22,42-23,43).

La lí­nea de san Agustí­n, aunque sin sus grandes desarrollos psicológicos, ha sido seguida por santo Tomás. También él ve en el alma humana la imagende Dios, porque la imagen se ha de colocar en la naturaleza intelectual. Solamente en cuanto a la mente, como para Agustí­n, ha sido creado el hombre a imagen de Dios; en los restantes aspectos de su ser no pueden encontrarse más que las huellas, «vestigia» (STh I 93,6). La imagen de Dios significa para santo Tomás la capacidad del hombre de conocer y amar a Dios, como él se ama y conoce a sí­ mismo (STh I 93,4). Este es el primer sentido de la imagen de Dios en el hombre, el que el Angélico considera según la naturaleza, que a todos da esta aptitud de conocer y amar a Dios; en un segundo sentido tenemos la imagen según la conformidad de la gracia, en la medida en que el hombre de hecho conoce y ama a Dios en esta vida, conocimiento y amor que serán siempre imperfectos; en un tercer sentido tenemos el conocimiento y amor de Dios en el grado de perfección, es decir, en la similitud de la gloria. El hombre (o su mente) también para santo Tomás ha sido creado a imagen de Dios según la Trinidad de personas (STh I). A la objeción según la cual, siendo el Hijo la imagen del Padre, el hombre ha sido creado según la imagen del primero, responde Tomás en términos parecidos a los que ya en su momento usó san Agustí­n (cf. Trin. XII 6,6ss): el Hijo es semejante al Padre según la igualdad de esencia, y por ello la semejanza del primero incluye la del segundo. Por otra parte, las palabras del Padre: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gén 1,26), no pueden significar sólo la creación a imagen del Hijo, porque en este caso se hubiera usado el singular y no el plural. Además, a continuación (Gén 1,27), se añade: lo hizo a imagen de Dios; siendo Dios Padre, Hijo y Espí­ritu Santo estas palabras significan que el hombre ha sido creado a imagen de la Trinidad. Además el alma humana es imagen de la Trinidad según sus actos, es decir, en la formación de la palabra interior por el pensamiento y en el amor; de nuevo hallamos el reflejo de las procesiones trinitarias (STh I 93,7). La autoridad de que san Agustí­n y santo Tomás han gozado ha hecho que la idea del alma humana creada a imagen de la Trinidad haya sido muy común en la teologí­a; además el misterio de las procesiones divinas se ha iluminado comúnmente a partir del entendimiento y el amor.

La Trinidad de personas en Dios ha dado también origen a la consideración de la dimensión social de la imagen de Dios en el hombre. Pero la idea ha tropezado en la historia con la oposición de cualificados personajes; así­ Agustí­n niega que la imagen del Dios Trino se deba ver en el padre, la madre y el hijo, porque en este caso el hombre no habrí­a sido hecho a imagen de Dios antes de que fuera creada la mujer y engendrasen un hijo (cf. Trin. XII 5,5ss; esp. 6,8). Cada uno por separado, el hombre y la mujer, han sido creados a imagen de Dios (cf. XII 7,9ss). La relación entre imagen de Dios y dimensión social del hombre, y en concreto el hecho de la bisexualidad, mencionado como sabemos en Gén 1,26s, ha sido desarrollada en nuestro siglo por Karl Barth. Fundamental en el relato sacerdotal de la creación del hombre es, para el autor, la expresión «a nuestra imagen»: esto significa que se ha creado un ser que tiene su modelo en la esencia misma de Dios (Kirchliche Dogmatik III/1, 205). El hombre desde el momento mismo de su creación existe en la relación con Dios, existe frente a él y para él, lo cual supone una novedad radical respecto a todo el resto de la creación; en el plan creador de Dios ha entrado alguien que es un interlocutor suyo (206). La interpretación inmediata que el mismo texto bí­blico da de la frase «Dios creó al hombre» es «los creó hombre y mujer»; el hombre ha sido creado a imagen de Dios en cuanto vive en relación respecto a Dios y respecto a su semejante. La condición de imagen no es una simple cualidad del hombre, la imagen y semejanza son lo que es el mismo ser del hombre. Dios lo ha creado para que tuviera su forma divina. El hombre es imagen del encuentro que se da en el Dios Trino internamente: «El es el que está en frente de su semejante, y en éste tiene su propia correspondencia (Gegenüber)». El ser y la actuación común de las personas divinas tiene su «repetición» en la relación del hombre al hombre. La relación es constitutiva para Dios, y lo es también para el hombre (206-207). La analogí­a entre el ser de Dios y el del hombre es la existencia en la correspondencia (Gegenüber) de yo y tú (207) Ahora bien, cuando el relato bí­blico habla del último y más elevado acto creador de Dios, la creación del hombre, no dice nada de las cualidades morales e intelectuales del hombre, sino de la creación como varón y mujer. «Esto es todo lo que conocemos sobre la creación del hombre, además de que acaeció por la palabra y que tuvo lugar a imagen de Dios»(208). El hombre es uno, como Dios es uno, sólo en la dualidad de varón y mujer. Así­ reproduce en su estar frente a Dios y frente a su semejante el Gegenüber que existe en Dios mismo. Lo que caracteriza la creaturalidad humana es precisamente la diferenciación y relación entre varón y mujer. Ser hombre es ser varón o mujer, y todas las demás cosas que los hombres somos están en relación con esto. Todas las demás coincidencias y diferencias se confirman como previas o consecuentes a ésta. Este hecho de la bisexualidad es creatural, es natural, y no es especí­fico del hombre porque la bisexualidad se da también en el mundo animal; pero a pesar de ello constituye lo especí­ficamente humano en nosotros, porque Dios ha querido hacer al hombre, en esta forma de vida, imagen, reflejo y testimonio de su propia forma de vida (210). Otros aspectos puestos de relieve en la narración sacerdotal, en concreto el mandato de dominar la tierra, serí­an consecuencias de la condición de imagen de Dios, pero no el elemento constitutivo de la misma (Ib.).

El aspecto social de la imagen de Dios ha sido puesto de relieve por muchos autores actuales, pero en general no se establece una relación tan í­ntima entre esta dimensión, que encuentra en la bisexualidad su expresión originaria pero que no se agota en ella, y la Trinidad divina (cf. p. ej. M. FLICK-Z. ALSZEGHY, Antropologí­a teológica, 153-173; J.L. Ruiz DE LA PEí‘A, Imagen de Dios, 203-212; más directamente, J. MOLTMANN, Gott in der SchBpfung, 228-230); en el Concilio Vaticano II, LG 12, en el número dedicado al tema de la imagen de Dios en el hombre, se dice que «Dios no creó al hombre corno ser solitario. Desde el principio los creó hombre y mujer (Gén 1,26), cuya sociedad constituye la primera expresión de la comunión de personas…» No se va más allá, aunque no estará de más recordar en este contexto que en GS 24, cuando el Concilio trata expresamente sobre, la comunidad humana, se cita Jn 17,21-22 y se comenta que el Señor, «abriendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las divinas personas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad». Pero falta toda relación directa entre esta unión y la imagen. Más explí­cito es en cambio Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem, 7: «La imagen y semejanza de Dios en el hombre, creado como hombre y mujer… expresa también, por consiguiente, la ‘unidad de los dos’ en la común humanidad» (cf. todo el párrafo).

La dimensión social del hombre ha ofrecido también elementos para diversos modelos de explicación del dogma trinitario. Entre ellos ha sido muy conocido en la teologí­a católica de los últimos decenios el de H. Mühlen, según el cual el Padre serí­a el «yo», al que se opone el «tú» del Hijo, mientras el Espí­ritu Santo serí­a la unión de los dos, una persona en dos personas, el «nosotros en persona». Siendo en la vida í­ntima de la Trinidad el «nosotros», también aparece el Espí­ritu como tal en la economí­a de salvación: una persona en muchas personas, y por tanto constituye así­ el «nosotros» eclesiológico (cf. El Espí­ritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974, 249-256; Der Heilige Geist als Person, Münster 1967, 122-167).

Naturalmente las perspectivas sociales y psicológicas con las que se ha tratado de interpretar el motivo bí­blico de la imagen de Dios tienen su valor indudable. Son dimensiones fundamentales del ser humano y, por consiguiente, no podemos excluirlas de esta condición básica del hombre que es su creación a imagen y semejanza de Dios. Por lo demás, han proporcionado elementos para la aproximación al misterio trinitario, el misterio básico y fundamental del cristianismo. Pero si volvemos la mirada al NT y a los estratos más antiguos de la tradición, nos encontramos con que el motivo de la imagen tiene una clara connotación cristológica, cuya recuperación no puede ser indiferente para nuestra teologí­a. En efecto, no podemos olvidar que para Pablo la imagen de Dios es Cristo (2 Cor 4,4; Col 1,15). A él tiene que asemejarse el creyente, tiene que hacerse a su imagen, para irradiar la gloria del Señor (2 Cor 3,18). Y la vocación del hombre consiste en la conformación según la imagen de Cristo, el Adán último y definitivo, que en su resurrección nos muestra las primicias de la creación nueva (cf. 1 Cor 15,49). En él y no en el Adán primero tenemos la imagen definitiva de Dios. Es designio del Padre que Jesús sea el primogénito de muchos hermanos, conformados según su imagen (Rom 8,29). La realización de la vocación del hombre de ser imagen de Dios tendrá lugar en la conformación con Cristo resucitado. En el pensamiento paulino el motivo de la imagen se convierte así­ al mismo tiempo en cristológico y escatológico. No podemos tampoco excluir a priori una referencia cristológica (la escatológica es evidente) en 1 Jn 3,2; nuestra plena condición de hijos está en relación con la semejanza y ésta a su vez con la visión de Dios (o de Jesús).

Los Padres y escritores eclesiásticos de los primeros siglos han leí­do Gén 1,26s a la luz del NT, de Pablo en particular, y han combinado así­ la protologí­a con la escatologí­a. Han puesto de relieve cómo, siendo sólo el Hijo la imagen de Dios, los hombres hemos sido creados «según la imagen», o sea, a imagen de la imagen, el Hijo. Hemos visto cómo san Agustí­n, y después de él santo Tomás, han impugnado esta interpretación. En efecto, sobre todo a raí­z de la controversia arriana, se inicia una tendencia a evitar cualquier posibilidad de malentendido sobre la perfecta divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre. En la frase del Génesis «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» se va a subrayar a partir de ahora el nuestra, que no habí­a estado antes en el centro de la atención; éste lo habí­a ocupado el hagamos que asocia a la creación al Hijo y al Espí­ritu Santo y, de este modo indirecto, atestigua también la divinidad de ambos. Huelga decir que considerar a Jesús como el modelo a cuya imagen ha sido creado el hombre en modo alguno significa cuestionar su divinidad ni su consustancialidad con el Padre.

Los escritores alejandrinos, en concreto Clemente y Orí­genes, han pensado que el modelo del hombre es el Logos preexistente, el Hijo eterno, no el encarnado. En consecuencia ven la imagen de Dios en el hombre en la mente humana, en el alma superior, tendencia que como hemos visto se ha seguido después en la tradición cristiana. Algunos textos muestran con claridad la posición de estos escritores. Clemente Alejandrino: «Imagen de Dios es el Verbo de Dios, e imagen del Verbo es el hombre, el hombre verdadero, es decir, el nous que está en el hombre. El hombre se define ‘a imagen y semejanza de Dios’ por este motivo, porque con la inteligencia de su corazón se hace semejante a la Suma Razón divina que es el Verbo, y de esta manera se hace racional’ (Protr. 98). Y Orí­genes: «No es la creación corporal la que contiene la imagen de Dios… El que ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios es nuestro hombre interior, invisible, incorpóreo, incorruptible e inmortal» (In Gn Hom. 1 13; cf. InJoh. II 3; XX 22).

También el Hijo, pero en cuanto encarnado, es el modelo a partir del cual Dios ha creado el hombre según san Ireneo, Tertuliano, y otros autores cristianos de los primeros siglos. La lectura del Génesis a la luz de la idea del segundo Adán de Pablo se hace evidente; así­ dice Ireneo: «Por esto el mismo Adán ha sido denominado por Pablo ‘figura del que debí­a venir’ (Rom 5,14). En efecto, el Hijo, artí­fice de todas las cosas habí­a prefigurado en Adán la futura economí­a de la humanidad de la que se habrí­a revestido el Hijo de Dios. Dios habí­a establecido en primer lugar el hombre animal, evidentemente para que fuese salvado por el hombre espiritual (cf. 1 Cor 15,45-49). Puesto que preexistí­a el Salvador, tení­a que venir a la existencia el que tení­a que ser salvado, para que el Salvador no fuese inútil» (Adv. haer. III 22,3); «En los tiempos pasados se decí­a del hombre que habí­a sido hecho a imagen de Dios, mas no se echaba de ver, invisible como era aún el Verbo, a cuya imagenhabí­a sido hecho el hombre. De ahí­ también que perdiera fácilmente la similitud. Mas al hacerse carne el Logos de Dios, autenticó ambas cosas: demostró la verdad de la imagen, hecho en persona lo que era su imagen, y fijó establemente la similitud, asemejando juntamente el hombre al Padre invisible por medio del Verbo visible» (Adv. haer. III 16,2; cf. también Epd. 22). Y lo mismo hallamos en Tertuliano: «En lo que se expresaba con el barro de la tierra, se pensaba en Cristo, que iba a ser hombre… Por ello, lo que (Dios) formó, lo hizo a imagen de Dios, es decir, de Cristo. Así­ aquel barro, que ya entonces revestí­a la imagen de Cristo que iba a existir en la carne, no era solamente la obra de Dios, sino la prenda» (De res. mort. 6,3-5); «Habí­a uno a cuya imagen hací­a (al hombre), es decir, el Hijo, que, tení­a que ser después el hombre más perfecto y más verdadero; por eso hizo que su imagen fuera llamada hombre, que en aquel momento debí­a ser formado del barro, imagen y semejanza del verdadero» (Adv. Prax. 12,4; cf. Adv. Marc. V 8,1).

El Concilio Vaticano II se ha ocupado del tema de la imagen y semejanza de Dios; es el punto central de la respuesta que da la Iglesia al interrogante sobre el hombre ante la diversidad de concepciones que caracteriza nuestro mundo. La capacidad de conocer y amar al Creador, el dominio sobre el mundo en nombre de Dios y la dimensión social son las tres caracterí­sticas que definen al hombre como imagen de Dios (GS 12). No se pone aquí­ de relieve la dimensión cristológica, que se desarrollará al final del mismo capí­tulo, en GS 22, como culminación de un breve recorrido por las verdades antropológicas fundamentales. Se indica, entre otras cosas, en este párrafo fundamental que el misterio del hombre se esclarece sólo en el misterio del Verbo encarnado, y que todas las verdades anteriormente expuestas sobre el hombre encuentran en Cristo su fuente y su culmen. También por tanto la verdad sobre el hombre imagen de Dios ha de hallar en Jesús su fuente última; aunque hay que notar que, en el conjunto de las afirmaciones del Concilio Vaticano II, Cristo aparece con más claridad como «omega» que como «alfa», como punto final y consumación escatológica más que como principio en quien todo tiene su consistencia.

Es claro que esta visión cristológica de la imagen que, como vemos, ha sido común en los primeros siglos de la Iglesia, no excluye las dimensiones trinitarias. El Padre es quien toma la iniciativa de la creación del hombre a imagen de su Hijo, y el Espí­ritu lo ha de perfeccionar internamente para llevarle a la plena semejanza divina. Por otra parte la identificación con Jesús y la inserción en la vida del Dios trino son dos aspectos inseparables de la misma realidad. Según los sinópticos, el mismo Jesús que invita a sus discí­pulos al seguimiento les enseña a llamar a Dios «Padre», como hace él (cf. Mt 6,9, Lc 11,2). También para Juan quien cree que Jesús ha nacido de Dios, ha sido engendrado por él (cf. Jn 1,12s; 1 Jn 2,29; 3,9; 4,7; 5,1s.4.18). Pablo habla de nuestra adopción filial, que tiene como punto de referencia la filiación eterna de Jesús el Hijo; mediante la fe en él también nosotros podemos ser hijos de Dios. A la vida filial correspondela posesión del Espí­ritu del Hijo, el espí­ritu de filiación, que clama en nosotros, o en el cual clamamos «Abbá, Padre» (cf. Gál 3,26-27; 4,4-7; Rom 8,14-17). En el mismo Espí­ritu tenemos todos, por Jesús, acceso al Padre (Ef 2,18). La unión con Jesús que nos hace participar (con todas las distancias debidas) en su filiación, en su herencia, etc., por la acción del Espí­ritu Santo no nos aparta, sino que nos abre propiamente, a la dimensión trinitaria de nuestra salvación. Por consiguiente el contemplar ya al comienzo, en la creación, la vocación final del hombre a la configuración con Jesús nos hace ver la unidad del designio divino en la creación y la salvación tan claramente afirmada en el NT (cf. Ef 1,3-10; Col 1,15-20; Jn 1,3s.10).

En nuestra inserción en Cristo por otra parte encuentra su plenitud la dimensión social del ser humano: porque todos hemos sido bautizados en un mismo Espí­ritu formamos un solo cuerpo, el del Señor resucitado (cf. 1 Cor 12,4ss). La unión entre nosotros es reflejo de la unidad de las personas divinas (cf. Jn 17,21-23); la Iglesia es un «pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo» (S. CIPRIANO, De or. dom. 23; LG 4). Los diversos aspectos personales y sociales de la imagen de Dios en el hombre han de verse como complementarios más que como alternativos.

Tratando de la antropologí­a en el contexto de la teologí­a del Dios cristiano, no podemos olvidar los esfuerzos de la teologí­a reciente por subrayar la importancia de la relación diferenciada de cada una de las personas de la Trinidad con el hombre; y en concreto laconsideración de estas relaciones como «propias» y no meramente apropiadas. Si es verdad que Dios es un solo principio respecto de las criaturas, y que por tanto en ningún momento podemos caer en el triteí­smo, es igualmente cierto que este principio es internamente diferenciado, y que en el hacer al hombre partí­cipe de su vida Dios se acerca a nosotros también y precisamente en esta diferenciación. De lo contrario no nos harí­a partí­cipes de su misma vida. En el Espí­ritu Santo, don del Padre y del Hijo, participamos de la relación única e irrepetible que Jesús tiene con el Padre. Para podernos llevar al Padre y hacer así­ posible nuestra condición de hijos, Jesús se ha hecho nuestro hermano (cf. Rom 8,29; Heb 2,11-17). Sólo gracias al Espí­ritu Santo podemos proclamar a Jesús como Señor (cf. 1 Cor 12,3), podemos unirnos a él y llamar a Dios Padre. No podemos cambiar a nuestro arbitrio los términos de estas proposiciones y el «orden» que en ellas se encierra. Por otra parte, si nos referimos a Dios y la Trinidad de modo indiferenciado, es la misma dimensión trinitaria de nuestra salvación la que queda reducida, si no prácticamente olvidada. Según el NT Dios habita en el hombre creyente y justificado como en un templo, y en relación con esta inhabitación también se menciona su distinción personal (cf. p. ej. 1 Tes 4,8; 1 Cor 3, 16; 6,19; Rom 8,9-10; Gál 2, 20; 1 Jn 3, 24; 4, 12; Jn 14, 17.23). Pero no sólo Dios uno y trino está en el hombre, sino que también el hombre está en Dios, inserto en la vida divina de la Trinidad, ahora ya de modo real, pero todaví­a en la esperanza de la plenitud propia de la vida futura.

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Luis F. Ladaria

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Véase Hombre.

Fuente: Diccionario de Teología

Grabado de Schelte Adamsz Bolswert

  • Areté – EL SEÑOR JESÚS RECONCILIADOR [1]

  • ARETÉ – LA LIBERTAD DE ACEPTAR A LOS DEMÁS [2]

  • ARETÉ – LA LIBERTAD DE ACEPTAR EL SUFRIMIENTO [3]

  • ARETÉ – LA LIBERTAD E INSTANTE PRESENTE [4]

  • Fuente: Centro ARETE [5]]

Enlaces relacionados

  • Antropología
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Selección de imagen José Gálvez Krüger

Fuente: Enciclopedia Católica