SOCIEDAD Y SOCIEDAD PERFECTA

DicEc
 
La noción de «sociedad» y de «sociedad perfecta» estaba presente en la teorí­a polí­tica griega. Tal como se desarrolló en la eclesiologí­a, una sociedad perfecta tení­a dentro de sí­ todo lo que necesitaba para conseguir sus fines. Una familia o una ciudad, por tanto, no son sociedades perfectas, ya que dependen de otras para la consecución de sus fines. Habí­a, según este análisis, dos sociedades perfectas: la Iglesia y el Estado, ya que ambas contaban con todos los medios que necesitaban. Santo Tomás conocí­a la teorí­a de la sociedad perfecta, pero no la aplicó a la Iglesia.

Esta empezó a introducirse en la eclesiologí­a de manera discreta a partir aproximadamente de los tiempos de >Roberto Belarmino. En el siglo XIX estaba bien asentada y pasó al magisterio. En un esquema sobre la Iglesia que nunca llegó a discutirse en el Vaticano 1, se reconocí­a a la Iglesia como sociedad perfecta. Se preparó un canon en el que se afirmaba que la Iglesia tení­a plena potestad judicial y coercitiva. La enseñanza pasó a la doctrina papal y se hizo frecuente en las encí­clicas de >León XIII. Aparece en la primera frase de la constitución apostólica con la que Benedicto XIII promulga el Código de Derecho canónico de 1917.

En su encí­clica sobre el cuerpo mí­stico (>Mystici corporis), Pí­o XII presenta a la Iglesia como cuerpo de Cristo y como sociedad perfecta: «Nuestra unión en y con Cristo se hace patente en primer lugar por el hecho de que, dado que Cristo quiere que la comunidad cristiana sea un cuerpo, es decir, una sociedad perfecta, sus miembros deben estar unidos ya que todos trabajan por un mismo fin».

En los años anteriores al Vaticano II la concepción de la Iglesia como sociedad perfecta era muy patente. J. >Salaverri, por ejemplo, dice que es una verdad de fe católica (de fide catholica), porque es propuesta por el magisterio universal ordinario. Según él, es necesario mantener que «la Iglesia es una sociedad perfecta y absolutamente independiente, con pleno poder legislativo, judicial y coactivo». Otro conocido manual, el de L. Ott, se contentaba con decir que «la Iglesia es una sociedad perfecta»; era una sentencia cierta (sententia certa).
La concepción de la Iglesia como sociedad perfecta subraya el aspecto institucional. Ha dejado de ser enseñada por los teólogos, pero los valores que esta querí­a transmitir, a saber, la genuina independencia de la Iglesia en la consecución de sus fines y la presencia en la Iglesia de una auténtica >autoridad, han de quedar incorporados a cualquier eclesiologí­a. Pero no puede uno quedarse en el nivel jurí­dico; las dimensiones jurí­dicas de la Iglesia han de mostrar que son espirituales, como hizo Pí­o XII en la Mystici corporis y demostraron teólogos como C. >Journet.

[El Vaticano II, aunque no habla de «sociedad perfecta», usa simplemente la expresión «sociedad» y de esta forma conserva una eclesiologí­a de carácter más jurí­dico desarrollada parcialmente con posterioridad por el Código de Derecho canónico de 1983. En efecto, la Lumen gentium afirma que la Iglesia, en este mundo, está «constituida y organizada como una sociedad» (n 8), a la cual los fieles se «incorporan» (n 14), siendo una «sociedad ordenada jerárquicamente» (n 20) y, en una preciosa expresión que recuerda la famosa fórmula de san Ignacio de Antioquí­a citada en LG 13, «la sociedad universal del amor» (universalis caritatis societas: LG 23). Además, se subraya que la Iglesia tiene en sí­ todo lo que sirve para conseguir su fin (LG 27; CD 8.16), y se recuerdan las exigencias de la «libertad de la Iglesia» (DH 13), al distanciarse de los regí­menes de cristiandad o estados católicos (DH 13; GS 42, etc).

En este sentido, el Vaticano II acoge, aun sin nombrarla, una cierta noción de «sociedad perfecta» en su comprensión de la Iglesia como sociedad «completa». Los orí­genes de esta concepción de la Iglesia y su articulación en el llamado Derecho Público Eclesiástico se remontan a los estudios de los canonistas medievales orientados a los problemas de las luchas entre los poderes seculares y el papado, particularmente a partir de la reforma gregoriana del siglo XI, etapa en la cual hay un importante «cambio eclesiológico» ya que «la noción de Iglesia se hace jurí­dica» (Y. Congar).

Posteriormente, ante los sucesivos argumentos de los juristas de tendencia regalista y protestante, que pretendí­an situar todas las iglesias cristianas bajo la jurisdicción de los Estados como únicas sociedades soberanas, los juristas católicos de la Edad moderna respondieron demostrando, entre otras cosas, cómo la Iglesia Romana entraña la distinción jerárquica entre gobernantes y gobernados, que existen en ella poderes de naturaleza pública definidos por voluntad superior… De esta forma constituyeron la base teológico-jurí­dica de todo el sistema jurí­dico de la Iglesia, mediante la fundamentación cientí­fica de la naturaleza de esta en cuanto sociedad.

Los nacientes tratados de Derecho Público Eclesiástico, después de una primera época de incertidumbre en cuanto al contenido y al método durante el s. XVIII y principios del s. XIX, se orientaron a finales del s. XIX de manera decidida en forma de grandes obras maestras de esta disciplina, especialmente los tratados de los cardenales Tarquini y Cavagnis. Esta disciplina se dividió en Derecho Público Interno, referido a la fundamentación de los poderes de la Iglesia como sociedad jurí­dica, y Derecho Público Externo, centrado en los lí­mites de las actividades del Estado en su relación con la Iglesia. Desde sus orí­genes esta nueva disciplina tuvo una importante dirección apologética, puesto que habiendo nacido para la defensa de la Iglesia en puntos doctrinales especialmente discutidos, sus tesis revistieron con frecuencia un carácter polémico. Y así­, cuando se trató de definir las relaciones entre las dos sociedades perfectas, se sentó la tesis de la dignidad respectiva de la Iglesia y del Estado en razón de sus fines propios, de acuerdo con el principio de que «las sociedades se constituyen según sus fines».

Los tratados teológicos sobre la Iglesia de finales del siglo pasado e inicios del actual definí­an a la Iglesia como una «sociedad» (L. Billot, C. Pesch, M. dHerbigny, J. V. Bainvel, A. V. Vellico…). De esta forma el cuerpo de la Iglesia existí­a independientemente de la gracia y de las virtudes de sus miembros, es decir, en cuanto «sociedad de miembros sujetos a la jerarquí­a a través del doble poder de jurisdicción y orden» (Billot). De hecho la encí­clica Mystici corporis de 1943 supuso un matiz importante con respecto a esta visión al subrayar la dimensión de gracia de la realidad misma del cuerpo social, pero más que definir la Iglesia en términos de cuerpo mí­stico, este se situó en términos de la iglesia-sociedad.

El adjetivo «perfecta» dado a la Iglesia como sociedad se divulga explí­citamente a partir del siglo XIX, aunque se pueden encontrar expresiones implí­citas anteriormente. Así­, quizá ya germinalmente en la época de Gregorio VII. así­ como discretamente en san >Roberto Belarmino, que escribe que «la sociedad eclesiástica debe ser perfecta y autosuficiente en orden a su fin», puesto que es «una sociedad, ni de ángeles ni de almas, sino de hombres», hasta llegar al siglo XVIII, cuando aparecen ciertas teorí­as del derecho público que atribuyen al poder polí­tico toda la organización externa de la vida eclesial. Ya en el siglo XIX por parte del papado y de los juristas romanos se convierte en tema de polémica contra las pretensiones de limitar y controlar la libertad de la Iglesia. Esto se verifica a partir del papa Gregorio XVI (1839); fundamentada jurí­dicamente por los juristas y después cardenales G. Soglia (1842), C. Tarquini (1862) y F. Cavagnis (1882), fue retomada por Pí­o IX en diversas alocuciones (1854 y 1862), en el Syllabus y en la encí­clica Vix dum a nobis de 1874.

El concilio Vaticano I habí­a previsto tratar esta expresión en dos de los esquemas propuestos que debido a la no finalización del Concilio no fueron aprobados. Con todo, el planteamiento general eclesiológico de este Concilio, tanto en los esquemas citados como en la misma constitución Pastor aeternus, influyó de forma decisiva en la etapa posterior, puesto que no consiguió tratar de forma equilibrada la Iglesia entre la realidad jurí­dica y la realidad teológica. El concepto de «sociedad» desarrolló la primera dimensión, pero no fue capaz de responder a la segunda, de tal manera que los aspectos visibles ensombrecieron en demasí­a su dimensión interior y su naturaleza espiritual.

Este concepto fue repetido en la enseñanza muy elaborada de León XIII sobre la sociedad civil y las relaciones entre Iglesia y Estado en diversas encí­clicas —desde 1881 a 1894—, especialmente en la lrnmortale Dei de 1885. Se refieren a ella al menos una vez los papas posteriores: Pí­o X (1905), Benedicto XV —especialmente significativa es la constitución que promulga el Código de Derecho canónico de 1917—, Pí­o XI (1929) y varias veces, aunque en un nuevo marco, Pí­o XII en la Mystici corporis (1943) (cf n 63: «No hay disociación entre la sociedad formada por el amor y la sociedad jurí­dica»») y en la Mediator Dei (1947) («sociedad de culto»). Con todos ellos deben citarse los autores clásicos de los tratados tanto de derecho público eclesiástico, entre los que destaca el del cardenal A. Ottaviani (1958), como de eclesiologí­a, entre los cuales sobresale el divulgadí­simo manual de J. Salaverri (1955).

La esencia de esta comprensión de la Iglesia-sociedad es una «societas hominum», una sociedad jurí­dica perfecta, parangonada a la sociedad estatal, en la que tiene particular relieve el poder de jurisdicción, es decir, el poder de guiar y gobernar, con poder legislativo, ejecutivo y judicial. Un particular relieve lo tienen la jerarquí­a y el Papa, acentuando la distinción entre clérigos y laicos, ya que según el Decretum Gratiani los primeros son el «populus ducens» —pueblo que guí­a—, titulares de la potestates de la Iglesia, y el otro el «populus ductus» —pueblo guiado. La orientación apologética subraya: la realidad institucional y jerárquica, el presentarse como una sociedad jurí­dica dotada de soberanidad y libertad respecto al Estado. La noción de sociedad perfecta, sacada de la filosofí­a,no de la teologí­a o el derecho en relación con el Estado, con sus caracterí­sticas tí­picas.

Tributaria de la eclesiologí­a societaria es la misma idea de codificación, ya que esta hace referencia al planteamiento del Iluminismo, que la veí­a como alternativa puramente racional respecto a la cultura teológica cristiana. En efecto, la eclesiologí­a societaria pretendí­a mostrar apologéticamente con el Derecho Público Eclesiástico que la Iglesia, aun como «misterio de salvación», asume la misma relevancia jurí­dica e institucional que cualquier otra sociedad perfecta o completa pública. Por esta razón privilegiaba de forma pragmática y connatural los aspectos institucionales derivados, tales como la relación entre Papa, Colegio e Iglesia universal, Obispo, clero e Iglesia local, Concilios ecuménicos y particulares, parroquia…, marginando los elementos constitutivos de la Iglesia, tales como el Sacramento y la Palabra…, silenciando así­ dar razón última de las estructuras jurí­dicas.

Algunos ejemplos significativos del Código de Derecho canónico de 1983 de esta visión societaria son los siguientes: el fiel no es definido según su identidad eclesiológica, sino en la categorí­a jurí­dica de persona fí­sica como en el derecho civil; por otro lado, se ha eliminado la noción conciliar de «potestas sacra», situación que comporta dificultades para la recta comprensión de la «potestad de régimen ojurisdicción», que sin referencia a su origen aparece como un comportamiento prácticamente civil; a su vez las normas sobre la ley no hacen referencia al >sensus ,fidei de los fieles; en definitiva, la Iglesia continúa globalmente como hipostasiada en la jerarquí­a, la cual se sitúa como el Estado en una relación de alteridad respecto a los fieles, vistos más bien como súbditos que como sujetos, que es, en cambio, la novedad eclesiológica dada por el Bautismo.

En las más recientes reflexiones la Iglesia aparece en el contexto de las formaciones sociales humanas como un fenómeno único y peculiar, pero a su vez con una figura análoga a las unidades jurí­dicas superiores tales como el Estado. Así­ se aplicó el concepto de «sociedad perfecta» a la Iglesia, pero este concepto ha desaparecido prácticamente de los tratados actuales y equivale al llamado «ordenamiento jurí­dico primario» u «ordenamiento originario autónomo» en derecho. En efecto, con esta figura se tipifica aquella >institución que tiene como caracterí­stica la independencia, tanto «ad extra» como «ad intra», y la soberaní­a, tal como acontece con el Estado, la comunidad internacional, los municipios y, de este modo, la Iglesia.

Con todo, debe tenerse en cuenta que esta u otra figura jurí­dica tiene tan sólo un valor de tipificación para enmarcar la Iglesia dentro de los esquemas jurí­dico-sociales en orden a su reconocimiento y a su actuación en el orden jurí­dico humano, y que, además, se trata de una cristalización formal de una realidad dinámica que, aun conservando un sustrato permanente, evoluciona históricamente. Esto relativiza las varias conceptualizaciones jurí­dicas de la Iglesia, aun dentro de su posible funcionalidad y utilidad, teniendo presente su finalidad, que es garantizar la misión de la Iglesia en el mundo.

De hecho, el Vaticano II incorporó felizmente las verdades vitales contenidas en la teorí­a de la sociedad perfecta a su teologí­a de la >comunión; la comunión es a un tiempo jerárquica o vertical dentro de la Iglesia y horizontal entre sus miembros.]

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología