MARIA Y LA IGLESIA

DicEc
 
Los siglos XIX y XX han sido siglos de gran devoción y reflexión teológica sobre Marí­a. Cada uno de ellos tuvo su momento culminante: la proclamación de los dogmas de la Inmaculada concepción en 1848 y de la Asunción en 1950. En el perí­odo entre ambas definiciones surgió el «movimiento mariano», que se caracterizó por un número enorme de publicaciones sobre Marí­a, tanto piadosas como cientí­ficas, congresos, peregrinaciones, actos de devoción, fiestas…

A pesar de toda esta actividad, el estudio de Marí­a se apartó del cuerpo general de la teologí­a, desarrollándose la mariologí­a (palabra acuñada en el siglo XVII). La mariologí­a se convirtió en un dominio de especialistas, siendo muy pocos los grandes teólogos que escribí­an textos importantes acerca de Marí­a. Hubo sin embargo algunas excepciones, como las de M. Scheeben, J. H. Newman y K. Rahner. Dentro del campo de su disciplina, los mariólogos, que frecuentemente eran controversistas, se dividí­an en «maximalistas» y «minimalistas». Los primeros deseaban más fiestas, nuevas definiciones, más devociones; estaban muy interesados en las apariciones y no eran precisamente crí­ticos en el uso de la Escritura y de los textos patrí­sticos. Los segundos eran más proclives a desarrollar las doctrinas y fiestas existentes, a usar con rigor las Escrituras y los textos patrí­sticos, a ser en general más sensibles al ecumenismo y a interesarse menos por las apariciones. Esta división estéril y a menudo agria habí­a sido superada por la época en que se celebró el congreso mariológico de Lourdes (1958), reconociéndose dos acentuaciones diferentes en los escritos: una cristotí­pica, en la que todos los misterios eran vistos más bien en relación con Cristo, y otra eclesiotí­pica, en la que los dogmas marianos eran considerados principalmente en su relación con la Iglesia.

En la década de 1950 empezaron pues a aparecer importantes escritos sobre Marí­a dentro del contexto de la eclesiologí­a: C.  Journet la veí­a como el corazón de la Iglesia; algunos teólogos empezaron a indagar en la analogí­a entre Marí­a y la Iglesia, comparando especialmente su maternidad con la de la Iglesia.

En el informe de la comisión antepreparatoria del  Vaticano II habí­a casi seiscientos futuros miembros del concilio que querí­an un pronunciamiento sobre Marí­a. El número más grande de peticiones de una declaración sobre algún tema en el concilio fue de 382, y fue para pedir una declaración sobre la mediación de Marí­a (el número que siguió a este fue de 320, solicitando una declaración sobre el comunismo). Hubo 266 peticiones de una definición dogmática sobre la mediación.

Antes del concilio se preparó un documento o esquema titulado Marí­a, Madre de Dios y Madre de los hombres, que no se discutió en el primer perí­odo de sesiones. Era de corte tradicional y manualí­stico, con 117 referencias al magisterio pontificio, 57 a la Escritura y 30 a los padres de la Iglesia. Al comenzar el segundo perí­odo de sesiones algunos miembros pidieron que el tema de Marí­a fuera tratado en el documento sobre la Iglesia. Finalmente, el 24 de octubre de 1963, las dos posturas fueron defendidas por sendos cardenales: el cardenal F. Koenig, de Viena, que estaba a favor de la inclusión, y el cardenal R. Santos, de Manila, que querí­a un texto aparte. Cinco dí­as después, por el margen de votos más escaso de todo el concilio (1114 frente a 1074), se decidió que el documento sobre Marí­a serí­a incluido en la Constitución sobre la Iglesia.

Cuando llegó el momento de redactar el texto de lo que serí­a el capí­tulo 8 de LG surgieron grandes dificultades. Era necesario elaborar un texto que pudiera lograr el consenso del concilio, que habí­a aprobado por un margen de votos tan reducido el lugar de Marí­a en los textos del concilio, y de este modo, implí­citamente, el modo en que Marí­a debí­a ser vista en la Iglesia contemporánea. Las posiciones teológicas maduras eran las del Congreso de Lourdes de 1958.

El texto que tenemos en LG VIII no va en realidad más allá de las reflexiones teológicas de 1958; de hecho pueden verse las dos posiciones discurrir paralelas, aunque a veces con cierta superposición: LG 55-59 es principalmente cristológico y LG 60-65 principalmente eclesiológico. Los textos litúrgicos posconciliares colocan también por lo general las posiciones en paralelo, como puede verse claramente en los prefacios para las fiestas de la Inmaculada y de la Asunción.

Con algunas excepciones, como las de los comentarios de G. Philips y K. Balic, que fueron los principales autores de LG VIII, todos los primeros, a pesar de sus muchos méritos, adolecen del hecho de que sus autores no tuvieron acceso a las Actas del concilio. La segunda generación de comentarios sí­ cuenta, en cambio, con esta rica fuente de información, por lo que ofrece una mejor comprensión tanto de la génesis como de la significación del texto.

La polémica cuestión de la mediación de Marí­a fue sutilmente tratada en LG 62. Se afirmaba claramente la mediación única de Cristo (LG 60); se decí­a que Marí­a habí­a sido compañera de Cristo a lo largo de su vida y es ahora nuestra madre espiritual (LG 61). Y sigue desempeñando este papel: «Por este motivo, la Santí­sima Virgen es invocada en la Iglesia con los tí­tulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (LG 62). Sigue luego el texto explicando estos tí­tulos en términos de participación, y añade: «La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de Marí­a».

Los aspectos eclesiológicos del papel de Marí­a se desarrollan más plenamente en LG 60-69: madre (60-61), asociada al Redentor y sierva suya (61), intercesora (62), tipo y modelo de la Iglesia (63-65), modelo del apostolado de la Iglesia (65). Se añaden dos importantes artí­culos sobre la devoción a Marí­a en la Iglesia (66-67). El capí­tulo acaba considerando a Marí­a como imagen de la Iglesia en su perfección y refiriéndose a la devoción que le tienen también otros cristianos (68-69). La Constitución sobre la Iglesia no es el único documento del Vaticano II que habla de Marí­a: se la menciona en doce de los dieciséis documentos. Después del concilio decayó notablemente el interés por Marí­a, pero no serí­a justo achacárselo al concilio.

Al final del tercer perí­odo de sesiones del Vaticano II, Pablo VI proclamó a Marí­a Madre de la Iglesia. El tí­tulo habí­a sido considerado por la comisión teológica del concilio, que lo rechazó, probablemente porque podí­a interpretarse mal: podí­a parecer que se colocaba a Marí­a fuera de la Iglesia, y no dentro de ella. Entonces y después se ha discutido acerca de las razones que llevaron a Pablo VI a tomar esta iniciativa. Aunque es posible que viera en esto una oportunidad de apaciguar al ala más conservadora y particularmente a los que habí­an votado a favor de un documento especial, la explicación más probable parece ser que el papa sintiera realmente estima por el tí­tulo. Después del concilio los teólogos han indagado en el tí­tulo de «Madre de la Iglesia»: no es uno de los tí­tulos más antiguos de Marí­a, pues se encuentra por primera vez hacia el siglo IX; se usa, aunque no con mucha frecuencia, durante la Edad media y con posterioridad; está en consonancia con la creencia católica de que Marí­a es nuestra madre; explica lo que se dice en LG VIII.

Existe sin embargo una fuerte tradición patrí­stica en torno a Marí­a y a la Iglesia: Marí­a es tipo de la Iglesia; se comparan la belleza de la Virgen y la de la Iglesia; Marí­a y la Iglesia son ambas ví­rgenes y madres; Cristo, nacido de Marí­a, toma a la Iglesia por esposa; es más grande en Marí­a el que fuera discí­pula de Cristo que el que fuera su madre; Marí­a es un miembro excelso de la Iglesia.

Si el Vaticano II se interesó por la tipologí­a de Cristo y de la Iglesia, importantes documentos papales han hecho posteriores desarrollos: >Pablo VI en 1974, insistiendo en la liturgia, la Escritura, el ecumenismo y la antropologí­a; >Juan Pablo II en 1987, volviendo a proponer la doctrina mariana del Vaticano II dentro de una espiritualidad en la que la mediación materna ocupa un lugar importante.

Después del Vaticano II ha habido ricos estudios sobre las relaciones entre Marí­a y la Iglesia, aunque ninguno más que los de H. U. von >Balthasar. Aunque nunca ha escrito ampliamente sobre Marí­a salvo a un nivel popular, sus planteamientos eclesiales en torno a Marí­a están entre los más ricos del siglo; de hecho la figura de Marí­a es central en su obra teológica. Ve en la Iglesia dos polos: el petrino (institucional) y el mariano (obediente y receptivo). El primero existe sólo para servir al segundo. Sólo en Marí­a adquiere la Iglesia su verdadera forma, que es la forma de Cristo; la Iglesia, por medio de la gracia, tiene que compartir las experiencias de Marí­a en la tierra. Sus ideas estaban ya maduras al escribir el primer volumen de su trilogí­a (1961). Por entonces las desarrolló presentando a Marí­a como el corazón de toda espiritualidad en la Iglesia.

En la mayor parte de lo publicado recientemente sobre mariologí­a la eclesiologí­a está presente, y se están produciendo obras de gran calidad, especialmente en relación con Marí­a y el Espí­ritu Santo, tema insuficientemente subrayado por el Vaticano II. Encontramos cada vez más textos sobre Marí­a en la >teologí­a de la liberación, con el acento puesto, aunque no de manera exclusiva, en el Magnificat.
Las teólogas feministas (>Feminismo) varí­an enormemente en su actitud hacia Marí­a. Algunas se lamentan de lo que consideran la utilización de Marí­a por parte de la Iglesia patriarcal para mantener sometidas a las mujeres; otras tratan de desarrollar una interpretación de Marí­a desde una perspectiva feminista La Iglesia entera necesita la aportación de las mujeres para ahondar en su comprensión de la persona y el papel de Marí­a en la historia de la salvación y en la Iglesia.

La cuestión de Marí­a es importante también en el ecumenismo: los dogmas católicos no los aceptan la mayorí­a de los protestantes; los ortodoxos rechazan el de la inmaculada concepción. La Comisión Internacional Anglicana-Católica Romana (ARCIC, >Anglicanismo y ecumenismo) ha mostrado cierta apertura hacia una visión común. El estudio luterano-católico sobre Marí­a en las Escrituras es algo limitado en virtud del método estrictamente exegético empleado; no obstante, se alcanza en él un consenso a determinado nivel. Un estudio posterior procedente de las mismas Iglesias parece más bien restringido por lo que respecta al verdadero acuerdo alcanzado sobre los temas decisivos, causa de división. Hay mucha más apertura en las declaraciones ecuménicas publicadas con ocasión de los congresos mariológicos internacionales, en las publicaciones especializadas de la Sociedad ecuménica de la Bienaventurada Virgen Marí­a y de sus miembros. Las conversaciones entre los viejos católicos y los ortodoxos (1977) dieron como resultado una declaración notable sobre Marí­a, muy por delante de cualquier acuerdo alcanzado por las Iglesias en Occidente.

Por exuberante que pueda parecer, la mariologí­a católica palidece ante las profundas intuiciones y el lirismo arrebatado del Oriente cristiano en su teologí­a y liturgia marianas. La clave de esta rica mariologí­a reside en el hecho de que Marí­a es el primer ejemplo de la divinización que constituye el núcleo de la soteriologí­a y la espiritualidad orientales. El adorador ortodoxo no puede olvidar nunca su presencia en la liturgia y en la Iglesia: el iconostasio la presenta y ensalza como Theotokos, Madre de Dios, como Deesis, Intercesora en favor de toda la Iglesia, y como Odigitria, la que señala el camino hacia Jesús.

Es quizá sobre todo en la liturgia donde mejor ve la Iglesia a Marí­a como su madre, modelo e intercesora. Antes de los debates, a menudo malhumorados, del Vaticano II acerca del lugar donde colocar su principal documento sobre Marí­a, la Constitución sobre la liturgia presentó quizá el texto eclesiológico más escueto y profundo en relación con ella: «En la celebración de este cí­rculo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen Marí­a, unida con lazo indisoluble a la obra salví­fica de su Hijo; en ella, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purí­sima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansí­a y espera ser» (SC 103).

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología