JUDIOS E IGLESIA

DicEc
 
La historia de la Iglesia en relación con los judí­os no es precisamente gloriosa. Pero tampoco presenta una imagen tan absolutamente negra como algunos historiadores judí­os pretenden pintar. En la época del Nuevo Testamento y en el perí­odo inmediatamente posterior hubo problemas entre la Iglesia y la sinagoga; en concreto hubo tensiones con el cristianismo naciente en relación con la actitud ante las prescripciones judí­as (>Eclesiologí­as neotestamentarias). La perduración de la religión judí­a después de la época del Nuevo Testamento fue piedra de tropiezo para algunos autores del perí­odo patrí­stico. Algunos Padres desarrollaron la idea de la servidumbre de los judí­os (servitus Iudaeorum) basándose en Gén 25,23: del mismo modo que Esaú, el pueblo judí­o perdió los derechos de herencia y tiene que servir al pueblo cristiano, más joven, prefigurado en Jacob. En un principio esta servidumbre se entendió en sentido espiritual, pero con el tiempo pasó a entenderse en un sentido legal, concretándose en el ámbito social y polí­tico.

La palabra «antisemitismo» la acuñó Wilhelm Marr en 1829; pero la realidad existí­a ya en la Edad media. Habrí­a que distinguir el antijudaí­smo existente entre los cristianos por motivos religiosos (por ejemplo, el considerar que los judí­os fueron culpables de haber rechazado y crucificado a Cristo) del antisemitismo debido a motivos raciales (el odio o el desprecio a los judí­os como pueblo), que era ya bastante común antes de la aparición del cristianismo y del que muchos cristianos, sin duda, han sido también culpables. El hecho de que Hitler persiguiera a judí­os que, como Edith Stein, se habí­an hecho cristianos muestra que el suyo era de hecho un antisemitismo racial, como lo fue en efecto el que dio origen al holocausto.

En la Edad media encontramos persecuciones contra los judí­os en relación con las cruzadas; eran considerados «enemigos de Cristo», a los que habí­a que liquidar antes de que los ejércitos se pusieran en camino hacia Tierra Santa. Al mismo tiempo habí­a obispos, emperadores y papas que los protegí­an. Pero esta protección se ofrecí­a a menudo a cambio de una tasa pagada por los judí­os. La protección de los judí­os se convirtió en una fuente de ingresos para los obispos y los gobernantes cristianos. Desde el siglo XIII encontramos pogromos en varias partes de Europa, por lo general con el pretexto de que los judí­os habí­an profanado la sagrada hostia y cometido sacrificios rituales de niños. La «peste negra» (1348-1389) se achacó a que los judí­os habí­an envenenado los pozos. El IV concilio de >Letrán (1215) promulgó cuatro cánones contra los judí­os, que eran más amplios que los del concilio III de >Letrán: se les prohibí­a practicar la usura; tení­an que llevar una ropa especial; se los excluí­a de los cargos públicos; tras la conversión al cristianismo, no podí­an seguir practicando sus antiguos ritos. Puede argüirse que estas prescripciones eran medidas pastorales para proteger a la gente simple, que no entendí­a que los judí­os eran de otra religión. En su 19a sesión (7 de septiembre de 1434) el concilio de >Basilea aprobó unas medidas fuertemente restrictivas contra los judí­os y los infieles (¿los musulmanes?): se les obligaba a escuchar sermones varias veces al año; los cristianos no podí­an ser servidores suyos; se prohibí­an la mayorí­a de las relaciones con los judí­os y se los excluí­a de los cargos públicos y de los grados académicos; tení­an que llevar una ropa distintiva y vivir fí­sicamente separados de los cristianos; sin embargo, si se convertí­an, podí­an conservar sus propiedades. De lo contrario, en muchos lugares sus propiedades eran sistemáticamente confiscadas, y no se les permití­a comerciar, por lo que el préstamo de dinero era una de las pocas actividades que les quedaban. Los bautismos forzados fueron frecuentes; a menudo por medio de presión moral, como en España, donde se les dio a elegir entre el bautismo o el exilio. La expulsión de los judí­os de ciudades y Estados enteros se hizo común en el siglo XV; por ejemplo, en Friburgo (1401 y 1424), Tréveris (1418) y España (1492). No obstante, durante este perí­odo varios papas les ofrecieron protección y renovaron la bula Sicut ludaeis, que les garantizaba la libertad religiosa y prohibí­a el bautismo por la fuerza. Pero puede decirse que, en el mejor de los casos, los judí­os eran tolerados. Eran dos las razones principales en la Edad media para lo que habrí­a que llamar antijudaí­smo más que antisemitismo: se presumí­a en los judí­os mala fe por no haber aceptado el cristianismo; se les consideraba culpables de deicidio y se pensaba que todaví­a estaba vigente la maldición autoimpuesta de Mt 27,25. Los judí­os convertidos al cristianismo eran objeto de vigilancia de la >Inquisición; en muchos casos eran sospechosos de mantener prácticas judaizantes, lo que para la Inquisición era signo de herejí­a o apostasí­a —la Inquisición no tení­a jurisdicción sobre los que no estaban bautizados—.

Las ideas medievales perduraron hasta la época de la Reforma; por ejemplo, hasta Lutero. El antijudaí­smo combinado con cierta dosis de antisemitismo se prolongó durante los siglos XIX y XX. La actitud de la Iglesia ha sido descrita por el historiador judí­o Jules Isaac —no sin una parte de razón— como lenseignement du mépris, es decir, la enseñanza del desprecio. El antisemitismo culminó en el holocausto (en hebreo Shoah = catástrofe) de 1938-1945, cuando los nazis exterminaron a seis millones de judí­os.

El Vaticano II habló muy positivamente de los judí­os en la constitución sobre la Iglesia (LG 16): «En primer lugar, aquel pueblo que recibió los testamentos y las promesas y del que Cristo nació según la carne (cf Rom 9,4-5). Por causa de los padres es un pueblo amadí­simo en razón de la elección, pues Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación (cf Rom 11,28-29)». El concilio propuso también una declaración sobre los judí­os como parte del Decreto sobre ecumenismo. Los temores de los obispos de los paí­ses islámicos hicieron que se llegara a un compromiso en el texto finalmente aprobado, que se encuentra en la declaración sobre las religiones no cristianas (Nostra aetate). Las quince afirmaciones que contiene suponen un giro irreversible en la visión católica del judaí­smo: se recuerdan las raí­ces comunes de la alianza; Dios no ha renegado de sus dones y su elección; no puede culparse indiscriminadamente de la muerte de Jesús a todos los judí­os que viví­an en su tiempo ni a los que han venido después; la Escritura no puede aducirse en apoyo de la idea de que los judí­os son un pueblo maldito; por último, la Iglesia «deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judí­os» (NA 4).

En la época inmediatamente anterior y posterior al Vaticano II ha habido importantes declaraciones y encuentros de las Iglesias y los judí­os. El diálogo continúa. En 1974 se creó en la Iglesia católica la Comisión para las relaciones religiosas con los judí­os. Dicha comisión ha publicado dos documentos importantes: Directrices y sugerencias para la aplicación de la declaración conciliar «Nostra aetate» (n 4), en 1974 (= D), y Notas sobre el modo correcto de presentar a los judí­os y el judaí­smo en la predicación y la catequesis en la Iglesia católica, en 1985 (= N).

Estos dos documentos (D y N) abordan la mayorí­a de las cuestiones fundamentales y ofrecen posiciones que suponen un avance con respecto al Vaticano II, aunque no satisfagan plenamente a los crí­ticos judí­os. Ambos documentos invitan al diálogo: «El diálogo presupone que cada una de las partes desea conocer a la otra, y desea incrementar y profundizar el conocimiento de la otra» (D 1; N VI, 27). El Antiguo Testamento sigue manteniendo su perenne valor (D II; N II, 3); la tipologí­a es un modo de entender la relación entre las dos alianzas, pero es limitado y no es el único (N II, 1-11). Dios habla en la antigua y en la nueva alianza. El Antiguo Testamento no debe verse como constitutivo de una religión basada sólo en la justicia, el miedo y el legalismo, sin ninguna apelación al amor a Dios y al prójimo (D III). Hay que subrayar el carácter judí­o de Jesús (D III; N III, 12-15). La descripción que hace el Nuevo Testamento de los fariseos no es enteramente negativa y es significativo el que no se les mencione en relación con la pasión (N III, 16-19). La historia del judaí­smo no acabó con la destrucción de Jerusalén, «sino que se prolongó desarrollando una tradición religiosa. Y aunque nosotros creemos que la importancia y significación de esta tradición están profundamente afectadas por la venida de Cristo, no por ello deja de ser rica en valores religiosos» (D III; N I, 3). Tanto los judí­os como los cristianos tienen expectativas escatológicas (D III). Los cristianos están como injertados en la primera alianza (D conclusión). En ambos documentos se hacen todaví­a otras afirmaciones importantes. Existe el peligro del antisemitismo, «que puede siempre reaparecer bajo nuevos ropajes» (N I, 8; G preámbulo). En el Nuevo Testamento la expresión «los judí­os» significa a menudo «los jefes de los judí­os», o «los adversarios de Jesús» (D II, nota; N IV, 21). Con respecto al Estado de Israel, «se invita a los cristianos a comprender esta vinculación religiosa, que hunde sus raí­ces en la tradición bí­blica, sin hacer suya sin embargo ninguna interpretación religiosa particular de esta relación» (N 25). Es menester ver la perduración de la comunidad de fe independiente que es el judaí­smo «acompañada de una continua fecundidad espiritual, en el perí­odo rabí­nico, en la Edad media y en los tiempos modernos» (N VI, 25). En las Notas, sin embargo, se dice que «la Iglesia y el judaí­smo no pueden considerarse dos caminos de salvación paralelos, y la Iglesia tiene que dar testimonio de Cristo como redentor» (N 1, 7). La cuestión teológica fundamental sigue siendo la comprensión de la significación del judaí­smo. Especial importancia ha de concederse a la atormentada reflexión de Pablo en Romanos 9-11. Es necesario indagar todaví­a mucho en la noción de alianza, y en concreto en si habrí­a que hablar de una alianza o de más de una. Hay que reconocer, sin embargo, que la idea de alianza no tiene la misma resonancia en la teologí­a judí­a que en el pensamiento cristiano. [Con motivo de la preparación del gran Jubileo del año 2000 la Comisión Pontificia realizó un simposio teológico sobre cristianismo y judaí­smo, cuyas actas con el discurso del Papa representan un paso más en el diálogo.]
En el diálogo con los judí­os los católicos tienen que ser muy sensibles a los hondos sentimientos de estos respecto del holocausto, que para muchos de ellos es un ejemplo de la pérdida de credibilidad moral de las Iglesias (>Pí­o XII). El holocausto es una interpelación a las raí­ces más profundas de la fe judí­a. También plantea preguntas a los teólogos cristianos, especialmente en el ámbito de la cristologí­a y de la historia de la salvación. En segundo lugar, aun evitando el fundamentalismo bí­blico, los cristianos deben procurar entender el apego de los judí­os al Estado de Israel, que para muchos es una cuestión religiosa y está vinculado a los temores del pasado, en particular al holocausto y al antisemitismo anterior. Por último, aunque algunos afirman que es improbable que se consigan mayores avances en el diálogo, un planteamiento más abierto sugiere en cambio que el verdadero diálogo con el judaí­smo está todaví­a en sus primeras etapas. Tres áreas, todaví­a más bien periféricas en el diálogo, pueden adquirir importancia en los años venideros: la liberación, la espiritualidad y el movimiento mesiánico o «judeocristiano». En todo diálogo hay que tener presente que el judaí­smo moderno es una realidad muy compleja, con sutiles diferencias no siempre adecuadamente caracterizadas con las categorí­as de ortodoxos, conservadores y reformadores. El surgimiento de un judaí­smo secular es un factor más de complicación.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología