JERARQUIA DE VERDADES

DicEc
 
La expresión «jerarquí­a de verdades» usada en el Vaticano II (UR 11) ha dado pie a bastante literatura acerca de su sentido y significación, especialmente en el ámbito del ecumenismo. La idea la propuso el arzobispo Pangrazio, quien pidió que se tuviera en cuenta en el contexto del ecumenismo «el orden jerárquico de las verdades reveladas». Al final se aprobó una fórmula propuesta por el cardenal Koenig. «Al comparar las doctrinas (in comparandis doctrinis), recuerden (los teólogos católicos) que existe un orden o «jerarquí­a» en las verdades (ordinem seu «hierarchiam» veritatum) de la doctrina católica, ya que es distinto el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (UR 11). Hay algunos aspectos del texto que reclaman comentario. El contexto inmediato es el diálogo ecuménico. La palabra «jerarquí­a» aparece entre comillas en el texto latino, lo que advierte que no se está usando exactamente en sentido propio; pretende ser en realidad una aclaración de la palabra «orden». La razón que se da del orden o jerarquí­a es «el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana».

En los amplios comentarios que se han hecho suelen señalarse algunos puntos. En primer lugar, aunque la expresión sea enteramente nueva, no ocurre lo mismo con la realidad a que se alude. Todas las catequesis (>Catecismos) o sinopsis de la fe subrayan unas verdades más que otras, que a veces ni siquiera se mencionan. Los >credos son sin duda ejemplos de verdades estrechamente vinculadas con «el fundamento de la fe cristiana», y son selectivos en lo que proponen. En segundo lugar, la tradición tal como está representada por ejemplo en santo Tomás de Aquino distingue entre verdades que son directamente o per se objeto de fe y verdades que lo son indirectamente o in ordine ab alia. En tercer lugar, puede haber dos tipos de verdades: las que se refieren al fin o finalidad, como la Trinidad o la vida eterna, y las que se refieren a los medios, como los sacramentos y las estructuras de la Iglesia. Esta aclaración debida al arzobispo Pangrazio no fue asumida por el concilio, y no deja de plantear problemas. En cuarto lugar, los comentadores católicos recuerdan la doctrina de Pí­o XI: «No es en modo alguno lí­cito usar la distinción que algunos han considerado adecuado introducir entre los artí­culos de fe que son fundamentales y los que no son fundamentales, como ellos dicen, como si los primeros hubieran de ser aceptados por todos .y los segundos pudieran dejarse al libre asentimiento de los fieles; porque la virtud sobrenatural de la fe tiene una causa formal, a saber, la autoridad de Dios que revela, y esta no admite tal distinción. De aquí­ concluye que creemos con la misma fe en la inmaculada concepción, en la trinidad, en la encarnación y en la infalibilidad papal tal como la definió el Vaticano I». Esta distinción entre artí­culos fundamentales (obligatorios) y artí­culos no fundamentales (libres) vení­a haciéndose desde la Reforma.

Aquí­ parece acabarse la unanimidad entre los comentaristas, para seguir cada autor un rumbo diferente. Y. Congar señala una distinción medieval entre el quod –la verdad de que se trata– y el quo –el acto subjetivo de fe–. Mientras que en lo segundo no habrí­a diferenciación, ya que la fe se basa en la autoridad de Dios y uno tiene que creer todo lo que Dios ha revelado, en lo primero cabrí­a una diferencia, ya que la importancia de las verdades reveladas evidentemente varí­a. Como es natural, Congar insiste, siempre que es posible, en la legí­tima diversidad dentro de la comunión. De este modo, para él la Trinidad tiene un peso incomparablemente mayor que la infalibilidad pontificia, y el rechazo de la primera supondrí­a una ruptura de la comunión mayor que el rechazo de la segunda. Hay otras interpretaciones. H. Mühlen considera la persona de Jesús corno el centro en torno al cual se ordenan las verdades; siguiendo a Rahner, establece tres misterios básicos: la Trinidad, la encarnación y la gracia, y saca consecuencias para el ecumenismo de la doctrina del concilio. El tratamiento más extenso de la cuestión es el que hace el luterano U. Valeske, quien parece, sin embargo, subestimar las posibilidades abiertas a los católicos por el reconocimiento de una jerarquí­a de verdades. Para él, las verdades centrales son las soteriológicas. G. Tavard da un repaso a todas las cuestiones relacionadas con el tema, señalando la importancia de los dos documentos posteriores del Secretariado para la unidad de los cristianos (1970): «Aunque todas ellas (las verdades) reclaman el debido asentimiento de fe, no todas ocupan un lugar principal o central en el misterio revelado en Jesucristo, sino que varí­an en su relación con el fundamento de la fe cristiana»; y «ni en la vida ni en la enseñanza de la Iglesia en su conjunto se presenta nada en el mismo nivel». P. OConnell sugiere que la jerarquí­a de verdades deberí­a hacerse patente en la vida de la Iglesia, reduciendo el énfasis en las verdades eclesiológicas en torno al papado en relación con las verdades cristológicas y trinitarias fundamentales. Algo similar es la insistencia de K. Rahner en la distinción entre una jerarquí­a de verdades objetiva y otra subjetiva». D. Carroll señala la importancia de la jerarquí­a de las verdades de cara a la elaboración de las necesarias fórmulas breves de fe; las verdades no mencionadas no se niegan por ello y han de ser aclaradas por la formulación de las verdades fundamentales. F. Jelly considera las verdades trinitarias y cristológicas como centrales, mientras que los dogmas marianos dependerí­an de estas y serí­an ilustración suya. Es útil en este contexto la descripción de W. Kasper de tres tipos de afirmaciones dogmáticas: las que se refieren al plan salví­fico de Dios (por ejemplo, la Trinidad, la encarnación, el hecho de que la salvación viene sólo de Cristo); las que se refieren a los medios de salvación (por ejemplo, los sacramentos), y las que proclaman verdades paradigmáticas que expresan otras verdades (por ejemplo, los dogmas marianos, que son ilustración de dogmas cristológicos, soteriológicos y eclesiológicos). Han sido pocos los católicos que han afirmado explí­citamente que la jerarquí­a de verdades podrí­a conducir al recorte de ciertas doctrinas. G. >Thils, que en un artí­culo anterior se habí­a referido ya al choque psicológico beneficioso, la idea de la jerarquí­a de las verdades, tuvo ocasión de comentar de nuevo la expresión con el fin de explorar las mediaciones de la verdad, especialmente el sentido de la fe (>Sensus fidei/sensus fidelium) en el pueblo creyente; la mayor parte de los comentaristas, en cambio, tratan del tema en el contexto del /magisterio.

Es un tema respecto del cual queda todaví­a mucho por hacer. Para un católico, la idea de la jerarquí­a de verdades no puede ser una excusa para renunciar a ciertas verdades de la fe. Pero da la impresión de que los comentaristas se han ocupado demasiado de la palabra «jerarquí­a», que el concilio no usa en sentido riguroso, y no de la palabra «orden», que es la que la primera trata de ilustrar. La enseñanza del Vaticano I acerca del modo en que alcanzamos una comprensión limitada de los misterios a través de su interconexión es quizá un camino por el que se puede avanzar en la captación del orden de los misterios, que constituyen una especie de jerarquí­a. El orden existencial en el que el creyente, guiado por la gracia, se encuentra con el Misterio conlleva una jerarquí­a subjetiva siempre cambiante de las verdades de fe.

El cardenal J. Ratzinger, escribiendo en defensa del nuevo >Catecismo y en contra de la objeción de que este tení­a muy poco en cuenta la jerarquí­a de verdades, afirmaba: «Lo que el término «jerarquí­a de las verdades» pretende expresar es que la fe de la Iglesia no es una adición continua de proposiciones, algunas de las cuales podrí­an ponerse entre paréntesis ya que de otro modo el paquete podrí­a resultar demasiado pesado. La fe es más bien un conjunto orgánico en el que cada uno de los elementos adquiere su sentido al ser considerado en el lugar que ocupa dentro del conjunto. El principio de la jerarquí­a de las verdades pretende contrarrestar la tendencia a aislar las cosas y separarlas; pone en relación cada uno de los elementos con el conjunto del que estos toman el significado».

En el >diálogo ecuménico es necesario, como algunos —por ejemplo Jelly— han reclamado, que los católicos muestren cómo relacionan las verdades más periféricas con el núcleo fundamental de la fe. Pero acaso podrí­a decirse más. Si cada Iglesia tratara de mostrar cómo ordena ella las doctrinas entre sí­, podrí­a descubrirse que algunas de las dificultades subyacentes entre las Iglesias son operativas y que el diálogo sobre determinados temas ha sido incapaz hasta ahora de abordar los verdaderos problemas. La ordenación de los misterios no es principalmente una cuestión de orden intelectual, sino de reflexión sobre la experiencia viva de oración, culto y espiritualidad de las Iglesias; el diálogo ecuménico ha penetrado lentamente en estos ámbitos.

 

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

SUMARIO: I. Significado y novedad de la formulación del Vaticano II. II. La tarea más urgente. III. Aplicación en el campo de la catequesis: 1. Aplicación minimalista a la catequesis; 2. Aplicación maximalista a la catequesis.

1. Significado y novedad de la formulación del Vaticano II
El Vaticano II afirmó oficialmente la existencia de un orden o jerarquí­a de verdades dentro del mensaje cristiano. El decreto sobre ecumenismo habla de «la forma de expresar y exponer la fe», y afirma: «En el diálogo ecuménico, los teólogos católicos, fieles siempre a la doctrina de la Iglesia, deben seguir adelante con amor a la verdad, con caridad y humildad, investigando juntamente con los hermanos separados los divinos misterios. Al confrontar las doctrinas, recuerden que existe un orden o jerarquí­a en las verdades de la doctrina católica, porque es diversa su conexión con el fundamento de la fe. Así­ se preparará el camino para estimularse todos, en esta fraterna emulación, a un conocimiento más profundo y a una manifestación más clara de las riquezas insondables de Cristo» (Unitatis redintegratio 11).

Antes de concretar el significado del principio de la jerarquí­a de valores es preciso hacer dos puntualizaciones:
a) El contexto del principio formulado es ecumenista; no sólo se halla dentro del documento ecuménico del Vaticano II, sino que, además, el mismo párrafo que contiene la declaración de la jerarquí­a de verdades habla expresamente de un quehacer ecuménico por parte de los teólogos de las diferentes Iglesias: «en el diálogo ecuménico, los teólogos católicos… investigando juntamente con los hermanos separados… Al confrontar las doctrinas… Así­ se preparará el camino para estimularse todos, en esta fraterna emulación, a un conocimiento más profundo…».
El principio de la jerarquí­a de verdades, sin embargo, rebasa en realidad el marco ecumenista en el que aparece formulado, de modo que incide determinantemente en los diversos tratados, tanto de teologí­a sistemática como de teologí­a aplicada.

b) El término verdades, si bien tiene una sobresaliente carga noética, cognoscitiva, apunta también a otras dimensiones reales del ser humano (dimensión axiológico-activa, dimensión utópico-imaginativa y dimensión social), ya que se trata de verdades o realidades relacionadas con el fundamento de la fe, Jesucristo; esto es, con una realidad personal divino-humana que, además de ser la verdad, es también el camino y la vida. Esta amplia significación personal del término verdades explicarí­a el hecho de que no sólo se habla entre teólogos y catequetas de jerarquí­a en la esfera conceptual del hombre creyente (jerarquí­a de verdades), en su esfera utópico-cultual (jerarquí­a de sacramentos), sino también en su esfera activo-moral (jerarquí­a de mandamientos) y, finalmente, en su esfera socio-institucional (jerarquí­a de autoridades).

¿Cuál es el significado de la jerarquí­a de verdades proclamada por el Decreto sobre el ecumenismo? El Vaticano II afirma que las diversas verdades de fe forman un conjunto unitario y jerarquizado. Jerarquizado, porque existe una verdad o realidad de tal importancia, que constituye el fundamento de la fe, en relación al cual las restantes verdades o realidades quedan ligadas y ordenadas entre sí­, según sea su conexión con el fundamento de la fe.

En cuanto a la identidad del fundamento de la fe, el documento conciliar no pronuncia directamente el nombre de Jesucristo. Semejante indeterminación puede ser debida, quizás, a que el Concilio no ha querido decantarse ni por el teocentrismo ni por el cristocentrismo. De todos modos, a renglón seguido, el n° 11 del Decreto habla de «las riquezas insondables de Cristo» (Ef 3,8), en claro paralelismo con el precedente fundamento de la fe. Aquí­ es donde radica la novedad de la declaración del Concilio acerca de la jerarquí­a de verdades.

Dentro de la religión católica, siempre se han diferenciado dos órdenes de verdades o de realidades reveladas: 1) las pertenecientes a la revelación y salvación llevadas a cabo por Dios en su Hijo amado Jesucristo (verdades cristológicas, o verdades de primer orden, o verdades de centro), y 2) las verdades referentes al resto de los seres humanos, llamados a participar, por medio de Jesucristo, en la vida propia de Dios (verdades antropológicas, o verdades de segundo orden, o verdades de pericentro).

Naturalmente, en este segundo orden hay tal cantidad de verdades o realidades y de categorí­a tan desigual, que no es fácil enunciarlas todas, y menos aún saber jerarquizarlas debidamente. Las dificultades se multiplicaron cuando a partir del siglo IV se produjo un incremento multitudinario de fieles cristianos, incorporando cada uno de ellos a la Iglesia las creencias de sus respectivas religiones. La Iglesia se vio impelida por las circunstancias a adoptar un método sencillo y eficaz para la gente, a la hora de proclamar los contenidos del mensaje cristiano: el método de la autoridad de su magisterio supremo. La jerarquí­a de verdades se fue así­ desligando poco a poco del criterio intrí­nseco de su conexión con Jesucristo, tal como hasta entonces se vení­a haciendo en las confesiones de fe del Nuevo Testamento, de la liturgia, de los credos primitivos… y pasó a depender más y más del criterio extrí­nseco de la autoridad del magisterio eclesiástico1.

Esta manera de entender y de aplicar la jerarquí­a de verdades, a la luz de la autoridad de la Iglesia jerárquica, comporta serios peligros: uno de ellos, el de llegar a pensar que cuanto más solemnemente sea declarada alguna verdad por el magisterio de la Iglesia, tanto más debe ser creí­da con fe divina y católica por los fieles2.

Valorar la categorí­a de una verdad por el criterio exterior de la autoridad eclesiástica puede causar otro peligro más grave todaví­a que el anterior: el peligro de desplazar la atención de los cristianos hacia las verdades o realidades de segundo orden, en lugar de mantener las mentes y los corazones centrados en Jesucristo, que constituye el núcleo vivo de la revelación de Dios3.

Pues bien, el Vaticano II, en el n° 11 del Decreto sobre el ecumenismo, opta por volver al criterio cristológico, que es el criterio de la religión cristiana, el criterio seguido por el Nuevo Testamento en sus múltiples y variadas confesiones de fe: la persona y obra salví­ficas de Jesucristo. Por otro lado, el criterio jerarquizador de las verdades o realidades cristianas, Jesucristo, restablecido por el Vaticano II, es un criterio objetivo e intrí­nseco a las diferentes verdades: su mayor o menor importancia reveladora no depende del modo más o menos solemne de pronunciarse sobre ellas por parte del magisterio de la Iglesia, sino de su relación con Jesucristo, que es para los creyentes la suprema Verdad salví­fica.

II. La tarea más urgente
El decreto ecumenista ha dejado definitivamente zanjados estos dos puntos: 1) que en el conjunto de la doctrina católica existe un fundamento o un centro personal, que es Jesucristo; y 2) que el orden que ocupan las múltiples verdades reveladas en el cuerpo doctrinal depende de su diversa conexión especí­fica con Jesucristo, Verdad salví­fica por excelencia, y no del grado de autoridad con que han sido formuladas.

Lo que no se nos aclara en el texto conciliar es cuántas clases de verdades reveladas hay y cuál es su relación especí­fica con Jesucristo. Dilucidarlo es la tarea más inmediata y urgente que los teólogos y catequetas tienen en la actualidad, después del pronunciamiento hecho por la Iglesia en el Decreto. He aquí­ algunas pistas para dicha labor.

a) En términos de revelación de Dios a los hombres, Jesucristo es su máxima realidad y expresión: «De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1,1-2)4. Siendo la plenitud definitiva de la comunicación salvadora de Dios a los hombres, Jesucristo no debe ser considerado simplemente como el mayor revelador de Dios, el Primero, sino el mismo Dios revelado, el fundamento o centro de la manifestación soteriológica de Dios, lo cual es mucho más.

b) Inmediatamente alrededor de este centro vivo y personal del mensaje revelado, se alinea toda una serie de verdades o realidades que tienen que ver con la comunidad de creyentes que llamamos Iglesia, animada y guiada por el espí­ritu de Jesús resucitado. Las verdades salví­ficas que la Iglesia confiesa creer, a la luz de Jesucristo, sobre Dios y sobre el hombre cristiano (su condición de hijo adoptivo de Dios, sus esperanzas históricas y su esperanza escatológica, la oración y los sacramentos, el estilo de vida, el compromiso social y polí­tico, la solidaridad con los pobres…) son revelaciones pericéntricas pero de primera categorí­a, porque la Iglesia las profesa como esposa de Cristo, como cuerpo de Cristo. La conexión de estas verdades reveladas sobre la Iglesia con el fundamento de la fe, Jesucristo, es la máxima que puede darse entre las verdades denominadas genéricamente pericéntricas.

c) Después de esta revelación de Dios sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo, tenemos las verdades o realidades pericéntricas de segunda categorí­a proclamadas por el credo israelita, también sobre Dios y sobre el hombre (su origen creado, su promesa de salvación, sus profetas, la ley, sus normas de conducta, el culto, la circuncisión…). Todas ellas pertenecen a una fase anterior y provisional de la revelación de Dios. La conexión de las verdades o realidades de la revelación del Antiguo Testamento con el fundamento de la fe, Jesucristo, es de una categorí­a inferior, preparatoria y pasajera, en comparación con la conexión de la fe de la Iglesia con Jesucristo acerca de Dios y de los seres humanos y su mundo.

d) Ya a otro nivel, de mucho menor relieve, se encuentran las verdades o realidades de la revelación natural o cósmica o creacional de Dios. Estas verdades son esas semillas del Verbo divino que Dios sembró como creador en todas las criaturas humanas. La Iglesia asume gustosamente cuantas verdades sobre Dios, la vida, la historia, la muerte… pueden ser descubiertas y profesadas por el hombre, a la luz de su mente y corazón creados por Dios. La Iglesia detecta, sobre todo en las religiones, la presencia esplendorosa de la Verdad divina revelada, a pesar de la coexistencia en ellas de confusiones y desviaciones. Ni que decir tiene que, al tratarse de una revelación pericéntrica de tercera categorí­a, su conexión con Jesucristo, el fundamento de la fe, es mucho más débil y esporádica que la que se da en el caso del Antiguo Testamento.

e) Tenemos, finalmente, otra clase de verdades pericéntricas: las verdades o realidades simbólicas5. El citarlas en último lugar no significa que su conexión con el fundamento de la fe sea la menos consistente y la de menos contenido sustancial. La razón de reseñarlas al final se debe a su particular naturaleza. 1) En efecto, los sí­mbolos guardan estricta relación con el tema de la felicidad, más que con el tema de la verdad, aun cuando una y otra son caras distintas de la misma moneda. El deseo de ser felices es el deseo más universal y arraigado en el corazón de los hombres. Es, por otro lado, el impulso más trascendente, más religioso, más divino… que tiene el hombre dentro de sí­ en esta vida. Lo cierto es que nuestro deseo de felicidad no se sacia con ninguna de las realidades a la vista. Y es que la flecha de nuestro ser apunta vibrante al mismo Dios y no se detendrá en su vuelo hasta hacer diana en él6. 2) Un segundo rasgo especí­fico de las verdades o realidades simbólicas consiste en el tipo funcional de pensamiento que interviene en su tratamiento: es el pensamiento simbólico o imaginativo, que conoce intuitivamente, y que es distinto del pensamiento racional o argumentativo, que conoce de un modo discursivo. El pensamiento humano en función imaginativa, acuciado por el ansia de felicidad, elabora leyendas, cuentos, sueños, arquetipos, epopeyas, utopí­as… y en ellas encuentra el hombre entretenimiento y solaz verdaderos, aunque inconsistentes.

¿Cuál es la conexión de las verdades o realidades simbólicas con Jesucristo, el fundamento de la fe? Ya se dijo que la revelación de Dios alcanza su identidad y plenitud en Jesucristo. Ahora bien, Jesucristo es una realidad personal divino-humana que no sólo responde í­ntegramente a las tres vertientes del ser humano (conocer-verdad, esperar-felicidad y actuar-amor), sino que lo hace sobreabundantemente, muy por encima de toda expectativa. En el caso del deseo humano de felicidad, Dios nos ha preparado y deparado en Jesús resucitado una felicidad que «ni el ojo vio, ni el oí­do oyó…, ni ningún hombre imaginó» (1Cor 2,9), una felicidad no a la medida oceánica de nuestro deseo, sino a la medida inconmensurable de la bondad de Dios. 1) La conexión, por tanto, entre las realidades simbólicas que tienen que ver con nuestro deseo de felicidad absoluta (victoria sobre la muerte, dominio sobre la naturaleza, señorí­o de nuestro cuerpo respecto del espacio y del tiempo, fraternidad entre todos los hombres, comunión real de vida con Dios…) y Jesucristo, causa y modelo de nuestra felicidad, es una conexión en primer lugar escatológica. Los sí­mbolos son signos trascendentes que apuntan vagamente al tema de la felicidad plena. Decimos vagamente porque los hombres no somos capaces, entre otras cosas, de imaginar cómo se va a realizar concretamente dicha felicidad. La religión cristiana, en cambio, afirma que Dios se la ha concedido ya a Jesús de Nazaret mediante su resurrección de entre los muertos, antes de sufrir, en su caso, la corrupción de la muerte, y que nos la va a otorgar a nosotros también por medio de la resurrección, pero después de haber padecido nuestro cuerpo el dominio aniquilador, corruptor de la muerte. La realización plena y definitiva del deseo humano de felicidad se llevará a cabo según y gracias al acontecimiento de la resurrección de Jesús. La relación de las verdades simbólicas con Jesucristo es, por consiguiente, con Jesús en cuanto hombre resucitado, esto es, se trata de una relación escatológica. 2) Una segunda caracterí­stica de la conexión entre las verdades o realidades simbólicas y Jesús resucitado, el primer hombre que ha alcanzado la felicidad suprema, es que se trata de una conexión sólo positiva de realidades. Esto quiere decir que, de las hipótesis reseñables de la situación última y definitiva de los hombres (hipótesis positivas: cielo, comunión de vida con Dios, con los bienaventurados del cielo, gozo…; hipótesis negativas: muerte definitiva, infierno, soledad, angustia…), nosotros, como cristianos, únicamente podemos afirmar con seguridad y con el mismo peso especí­fico lo que personalmente ha tenido lugar en Jesucristo, que son precisamente los acontecimientos salví­ficos de su resurrección, glorificación, entronización a la derecha del Padre…7.

III. Aplicación en el campo de la catequesis
Todos los catequistas reconocen la colosal incidencia de la actual cultura secular y secularizante en su tarea catequí­stica; pero su manera de reaccionar ante el mismo fenómeno de la secularización es muy diversa, y a veces hasta opuesta: mientras unos buscan seguridad sólo en los cimientos de la casa de la fe, esto es, en Jesucristo, otros reafirman que se puede seguir viviendo seguros, como antaño, en los cimientos y en todas las estancias del edificio doctrinal cristiano. A propósito de la jerarquí­a de verdades, vamos a reseñar y a criticar a continuación tanto la postura minimalista en la aplicación del criterio cristológico a la catequesis como la postura maximalista.

1. APLICACIí“N MINIMALISTA A LA CATEQUESIS. En medio de la vorágine de la secularización, que amenaza con engullirnos a todos, también a los cristianos, muchos catequistas se fijan exclusivamente en Jesucristo, en la realidad más clara, intensa y definitiva de la divina revelación. Dejan de lado las restantes realidades humanas, incluso la maravillosa realidad de la revelación de Dios sobre la Iglesia, cuerpo de Cristo, porque no se fí­an de ninguna otra mediación entre Dios y los hombres que no tenga la categorí­a de Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Otra razón de peso para fiarse sólo de Jesús es que el Hijo humanado ha sido obediente a la voluntad salví­fica del Padre más que ningún otro. Jesús es, también históricamente, el Hijo amado del Padre por su fidelidad plena, exquisita e irreprochable: «probado en todo a semejanza nuestra, a excepción del pecado» (Heb 4,15). Todos los demás, incluidos los hijos de Dios de la Iglesia, somos pecadores en mayor o menor medida. Nuestras obras de pecado no respetan ámbito alguno; alcanzan también al oficio de guardianes, intérpretes y transmisores de la palabra de Dios. Con el fin solapado de hacer triunfar nuestros intereses, ¿no presentamos más de una vez nuestras meras opiniones como si fueran verdades divinamente reveladas?
En la actual situación de crisis religiosa, muchos catequistas, como decí­amos, seleccionan del cuadro completo de verdades solamente las verdades cristológicas, que ciertamente constituyen el fundamento de la fe, y son sin discusión las verdades más valiosas y seguras. Semejante interpretación minimalista de la jerarquí­a de verdades dentro del campo de la catequesis es inaceptable, por las razones que veremos a continuación.

a) En primer lugar, limitarse a las verdades o realidades cristológicas revela una actitud poco o nada humana, imposible de mantener. Porque, si bien la cristologí­a es el centro, el fundamento de la fe, no es toda la fe, y nosotros no podemos darnos por satisfechos con conocer el quehacer y destino excepcionales de Jesucristo. Nos interesa sobremanera saber qué pasa exactamente con nosotros, los hijos adoptivos de Dios, ya sea en esta vida, ya en la vida de la plenitud escatológica. Es lógico, por tanto, reclamar que el mensaje cristológico explicite su carga antropológica en general, y en especial sus implicaciones antropológicas eclesiales.
b) En segundo lugar, la Iglesia, de hecho, se ha preocupado por llevar la luz iluminadora y configuradora de Jesucristo a otras parcelas de la realidad de Dios y de los hombres. Es cierto que la cristologí­a es el único tratado del Nuevo Testamento. Pero también es verdad que, a medida que han ido pasando los siglos, la Iglesia, a partir del fundamento de la fe, Jesucristo, ha ido elaborando los diferentes tratados de teologí­a: Dios Uno y Trino, Eclesiologí­a, Escatologí­a…

2. APLICACIí“N MAXIMALISTA A LA CATEQUESIS. En épocas de crisis religiosa, y la nuestra no tiene parangón, la gente necesita que le den seguridades a la hora de creer. Las autoridades eclesiásticas, fieles a su misión de guí­as del pueblo de Dios, aportan esa seguridad a los cristianos insistiendo en el carácter revelado de todas y de cada una de las verdades de la doctrina católica: siendo como son verdades reveladas, la autoridad de Dios es, en último término, quien garantiza y asegura a los cristianos en su fe. ¿Cabe un soporte más seguro?8.

Pero el n° 11 de Unitatis redintegratio no se contenta con ver en las verdades reveladas la autoridad soberana de Dios y con fomentar en los fieles una actitud sobre todo fiducial, de ciega confianza en el Dios revelador. El texto conciliar recuerda que existe otra ví­a de análisis de las verdades cristianas, además de la ví­a de la autoridad divina: es la ví­a del análisis cognoscitivo, objetivo, intrí­nseco del grado de comunicación salví­fica de Dios en los diversos artí­culos o enunciados de la fe, grado que se mide por el nexo particular que las distintas verdades guardan con la comunicación total o autocomunicación de Dios, esto es, con Jesucristo. A tenor de dicho n° 11, es necesario y obligatorio para todo cristiano, y con mayor razón para todo catequista, que se tome en seria consideración la ví­a cognoscitiva de las diversas verdades o realidades, y que las ordene entre sí­ y las relativice según su ví­nculo con Jesucristo, que es la Verdad absoluta y definitiva del Dios salvador.

a) Tratándose de las verdades o realidades de la revelación referentes a la Iglesia, el catequista se esmerará en explicar la excepcional grandeza de dichas verdades o realidades, pero respetando escrupulosamente sus lí­mites. Los cristianos tenemos mucho en común con Jesucristo, pero son mayores las diferencias. No borremos esas diferencias entre Jesucristo y nosotros: los cristianos no somos Hijos unigénitos de Dios Padre, como Jesucristo, ni somos capaces de entregarnos a los demás, como Jesucristo, con el mismo amor del Padre… A veces, sin embargo, se oye hablar de la Iglesia, de los sacramentos, de ciertas normas de conducta… como si fueran realidades absolutas, definitivas, incuestionables.

b) En relación con las verdades o realidades pertenecientes a la revelación del Antiguo Testamento y a la revelación cósmica, los catequistas no suelen caer tan fácilmente en el maximalismo interpretativo como en el caso precedente: salta a la vista el carácter fragmentario y provisional de ambas revelaciones.

c) Donde los catequistas incurren más frecuentemente en el maximalismo es en el modo de tratar las verdades o realidades simbólicas de alcance escatológico. Olvidan que sólo Jesucristo ha resucitado y que, por lo tanto, sólo él vive en plenitud la nueva forma escatológica de ser hombre. ¿Cómo se puede hablar de los fieles difuntos, que aún no han sido resucitados, como si estuvieran ya incorporados a la vida eterna, disfrutando más o menos de la misma felicidad que Jesús resucitado?
Otra infracción grave del maximalismo en catequesis son las afirmaciones que muchos catequistas sostienen acerca de esas imágenes relativas a la perdición irremediable del hombre (infierno, soledad de muerte, rebeldí­a eterna contra Dios…). Ya se dijo que la religión cristiana sólo considera como absolutamente cierta la salvación definitiva de Cristo y de los suyos.

NOTAS: 1. W. Kasper hace notar que todaví­a en los concilios de Nicea (325) y de Constantinopla (381) se habla de «nosotros creemos» o «nosotros confesamos», mientras que en el concilio de Calcedonia (451), y posteriormente, se emplea la formulación dogmática de «nosotros enseñamos que se debe confesar» (cf W. KASPER, Introducción a la fe, Sí­gueme, Salamanca 1976, 116-117). – 2. El mismo Vaticano I tuvo que recordar a los fieles que merecen igual fe divina y católica «aquellas cosas que… son propuestas por la Iglesia para ser creí­das… ora por solemne juicio (concilios, encí­clicas…), ora por su ordinario y universal magisterio» (DS 1792). – 3. W. KASPER, o.c., 119: «Durante el pasado siglo y en el actual han aparecido más encí­clicas sobre cuestiones mariológicas que sobre cristologí­a o sobre ateí­smo moderno. Tales perturbaciones del equilibrio son un signo palpable de que el corazón y el aparato circulatorio ya no funcionan bien. Esta insistencia unilateral en la ortodoxia verbal y formal tiene también su culpa de cara a la crisis actual de la fe, a la incapacidad progresiva de la fe para llegar a los hombres contemporáneos». – 4. Este es el preciso y precioso comentario realizado por san Juan de la Cruz a las palabras transcritas de la Carta a los hebreos (Subida del monte Carmelo II, 22, 5): «En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado (ya) como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en él todo, dándonos al Todo, que es su Hijo». – 5. Cf J. CHEVALIER-A. GHEERBRANT, Diccionario de los sí­mbolos, Herder, Barcelona 1986, 15-37. – 6. SAN AGUSTíN, Confesiones I, 1: «Porque nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». – 7. J. L. Ruiz DE LA PEí‘A, La otra dimensión (escatologí­a cristiana), Sal Terrae, Santander 1986, 251-252: «Según la fe cristiana, la historia no tiene dos fines, sino uno: la salvación. Esta es, por consiguiente, el objeto propio de la escatologí­a. Mientras que el triunfo de Cristo y de los suyos es una certeza absoluta, predicable en cuanto tal y, en general, de la historia y de la comunidad humana, la condenación es una posibilidad, factible tan sólo en casos particulares. La concepción simétrica del juicio (tan frecuente en las representaciones plásticas del éschaton y en la predicación), que otorga el mismo peso especí­fico a los enunciados sobre la vida eterna y a los que versan sobre la muerte eterna, desnaturaliza el fondo y la intención de la escatologí­a cristiana». – 8. Pí­o XI asegura en su encí­clica Mortalium animos, de enero de 1928, que todos los enunciados de la fe católica deben ser igualmente creí­dos por los fieles, puesto que en todos ellos se halla la misma autoridad reveladora de Dios (nonne Deus illas omnes revelavit?), de modo que se ha de profesar con idéntica fe tanto la inmaculada concepción de Marí­a como la santí­sima Trinidad, tanto el magisterio infalible del Papa como la encarnación del Hijo unigénito del Padre.

BIBL.: ANTON B., Hierarchie der Wahrheiten, Salesianum 52 (1990) 857-869; BEINERT W., Jerarquí­a de verdades, en Diccionario de teologí­a dogmática, Herder, Barcelona 1990, 381-383; CULLMANN O., Unidad en la diversidad a la luz de la «jerarquí­a de verdades», Dial. Ecum. 24 (1989) 237-247; HENN W., The Hierarchy of Truths Twenty Years Later, TSt 48 (1987) 439-472; HOUTEPEN A., Jerarquí­a de verdades y ortodoxia, Concilium 23 (1987) 53-68; KASPER W., Introducción a la fe, Sí­gueme, Salamanca 1976, 109-130; MALVlDO E., ¿Cuál es el corazón del mensaje cristiano?, San Pí­o X, Madrid 1995.

Eduardo Malvido Miguel

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética