IGLESIA PRIMITIVA

DicEc
 
Por Iglesia primitiva entendemos la Iglesia en los tiempos del Nuevo Testamento. Tenemos testimonios de ella en el corpus del Nuevo Testamento y también en la >Didaché y en la Carta de >Clemente Romano a los corintios. En este perí­odo encontramos varias eclesiologí­as (>Eclesiologí­as neotestamentarias), las primeras indicaciones sobre la >sucesión apostólica y, en general, los comienzos del >protocatolicismo. Las Iglesias que se pueden estudiar con algún detalle son las de Jerusalén, Corinto, Antioquí­a y Roma, si bien la lectura atenta de otros libros del Nuevo Testamento nos permite hacer algunas deducciones también sobre otros lugares.

Escribiendo quizá hacia el año 85, Lucas nos hace una descripción, sin duda idealizada, de los primeros cristianos de Jerusalén. Los discí­pulos de Jesús fueron ungidos por el poder del Espí­ritu Santo (Lc 24,49; He 1,8; 2,1-4; >Pneumatologí­a y eclesiologí­a); se bautizaron y formaron una comunidad rica en >carismas. Su vida aparece descrita en tres perí­copas: «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones» (He 2,42; cf 4,32-37; 5,12-17). La teologí­a de Lucas parece conceder importancia al orden expuesto: el kerigma acerca de la muerte/resurrección/señorí­o de Jesús es el que conduce a la >comunión (koinónia), de la que se derivan la eucaristí­a y las oraciones en común. Las comunidades locales se caracterizan por su interés por la >predicación y por la adhesión a la verdadera doctrina. La comunidad de Jerusalén pronto conoció el pecado (He 5,1-11) y la persecución por parte de las autoridades judí­as (He 4,5-30; 5,17-42). En los primeros libros del Nuevo Testamento se revela la expectativa ante una parusí­a inminente (1 y 2Tes; cf He 3,20; 2Pe 3,12). Esta expectación fue decayendo gradualmente.

Al principio los cristianos vivieron en comunidades cristianas situadas en distintos lugares (>Palabra y sacramentos construyen la Iglesia, >Ekklésia, >Iglesia local). En sus comienzos, en modo alguno tení­an conciencia de ser una religión nueva, distinta del judaí­smo. Se consideraban a sí­ mismos simplemente como la plenitud del judaí­smo, como los comienzos del Israel escatológico. Habiendo comenzado como una secta interna del judaí­smo, los discí­pulos de Jesús, sin embargo, fueron percibidos pronto como una amenaza: fue Esteban, el primer teólogo y mártir de la Iglesia, el primero en darse cuenta de que era necesaria la independencia del culto del templo y de la ley (cf He 6,13-14). Sus adversarios, incluido Saulo, lo veí­an como una amenaza y le quitaron la vida. Hasta algo más tarde el mundo gentil no distinguirí­a entre los judí­os y los cristianos, distinción a la que ya se habí­a llegado en el año 64, fecha en que Nerón persigue explí­citamente a los cristianos. La rebelión de los judí­os contra Roma el año 66 acelerarí­a también el proceso, al insistir los cristianos en su propia identidad como religión distinta. Con el tiempo asumirí­an las promesas hechas a los israelitas afirmando que sólo ellos eran el auténtico pueblo de Dios (cf Rom 11-13; lPe 2,4-10). El evangelio de Mateo endurece por ello las afirmaciones de Marcos contra los judí­os, especialmente contra los fariseos; no obstante, a pesar de la perspicacia de algunas de sus ideas, no puede aceptarse la tesis como la de R. Ruether de que el Nuevo Testamento es esencialmente antisemita.

En estos primeros dí­as surgió entre los helenistas y los judí­os de la Iglesia de Jerusalén un problema, si no una verdadera escisión: la solución fue nombrar a un grupo, conocido como los siete, para que se ocuparan de los primeros (He 6,1-6). Al menos dos de ellos, Esteban y Felipe, se convirtieron en predicadores altamente eficaces (He 6,9; 8,4-40; 21,8), que contradirí­an la razón aparente de su nombramiento: el servicio material a las viudas (He 6,1). Parece claro que se estableció una organización según la cual, en un sentido amplio, los siete se ocuparí­an de los helenistas, pero bajo la autoridad de los apóstoles, que fueron quienes les impusieron las manos (He 6,6). Se mantuvo la diversidad dentro de la unidad. En la tradición evangélica pueden detectarse huellas de una doble forma de jefatura —la de los doce y la de los siete—(compárense Mt 14,20 y Mc 6,42 —»doce cestas»— con Mt 15,37 y Mc 8,8 —»siete cestas»—). Más tarde Pablo se convertirí­a en el apóstol de los gentiles, una vez que su misión entre los judí­os helenistas se mostró infructuosa (Gál 2,8; He 13,46).

La relación de la Iglesia primitiva con su madre, el judaí­smo, es extremadamente compleja. Cuatro partidos diferentes, o al menos cuatro posturas, se han detectado en las primeras comunidades cristianas: unos, cristianos judí­os y sus gentiles conversos, insistí­an en el cumplimiento total de la ley, incluida la circuncisión, para todos los que creí­an en Jesús (cf He 11,2; 15,5; Gál 2,4); otro grupo, formado por cristianos judí­os y sus conversos gentiles, no insistí­a en la circuncisión, pero exigí­a a los gentiles conversos que cumplieran algunas normas judí­as (cf Gál 2,9; He 15,20; por ejemplo, Santiago); un tercer grupo de cristianos judí­os y sus conversos gentiles no insistí­a en la circuncisión ni exigí­a el cumplimiento de las prescripciones alimenticias judí­as (cf Gál 2,11-14; ICor 8; por ejemplo, Pablo); un cuarto grupo, formado por cristianos judí­os y sus conversos gentiles, no insistí­a en la circuncisión ni en el cumplimiento de las leyes judí­as relativas a las comidas, ni veí­a ninguna significación perdurable en el culto y en las fiestas judí­as (Juan, Hebreos). Por eso conviene no hablar del cristianismo judí­o sin mayores especificaciones; de hecho, se pueden hacer distinciones aún más sutiles que las indicadas.

Las tensiones entre estos grupos se ven vivamente ilustradas si se comparan los Hechos con la Carta a los gálatas. Hay cuatro relatos que parecen imposibles de reconciliar sin forzar los textos de Gálatas o de Hechos, o de ambos a la vez: las afirmaciones de Pablo en Gál 1-2; el encuentro de He 11,1-18, en el que Pedro aparece como dominante; He 15, el encuentro en Jerusalén en el que Santiago aparece como dominante y Pablo, al parecer, está presente (vv. 2, 12, 22); la entrevista con Santiago y los ancianos en He 21,17-25. Puede que estuvieran justificados los temores de Pablo a que no fuera aceptada en Jerusalén la colecta para los pobres (Rom 15,31), colecta a la que Pablo concede mucha importancia como signo de unidad. ¿De qué otro modo si no puede explicarse el silencio de Hechos acerca del propósito principal de la visita de Pablo a Jerusalén? Hay importantes datos que dan testimonio de que hubo una escisión en la Iglesia entre los que apoyaban a Pablo y los que eran más judí­os (cf 1 y 2Cor y Gál 2, que no parece una victoria de Pablo sobre Pedro, quien, según la tradición, fue obispo allí­ después de la partida de Pablo con Silas, aunque, de manera significativa, no con Bernabé, He 15,36-40). De lo que podemos estar seguros es de que las relaciones entre los antiguos judí­os y los convertidos del paganismo no serí­an fáciles hasta al menos cien años después de la resurrección: los problemas no sólo eran teológicos, sino también morales y psicológicos. No tenemos suficientes datos para trazar en detalle la evolución de la Iglesia desde Pentecostés hasta el siglo II. Pero los evangelios de Mateo y de Juan son muy reveladores: el primero fue escrito para cristianos judí­os moderados y el autor trata de trazar una ví­a media entre el >antinomianismo y el excesivo legalismo; el evangelio de Juan fue escrito desde una perspectiva en general hostil al judaí­smo, pero el evangelista se esfuerza por presentar a Jesús como su plenitud.

Con la evolución de la Iglesia en el siglo II los cristianos judaizantes conservadores se quedaron atrás y se convirtieron en heterodoxos. Los hubo de varios tipos, pero se les dio el nombre genérico de ebionitas. Se caracterizaban por su leal adhesión a la ley, la exaltación de Santiago y el menosprecio de Pablo y una cristologí­a adopcionista (que consideraba a Jesús sólo como el más grande de los profetas), siendo este último el rasgo más destacado y caracterí­stico de las sectas heterodoxas.

Junto al cristianismo judaizante está también el cristianismo helenista, que incluye a los judí­os de la Diáspora (que hablan sólo griego) y a los convertidos del paganismo. Hemos visto ya a los helenistas en Jerusalén, cuyo lí­der es Esteban. La persecución desencadenada después de su muerte fue probablemente sólo de los helenistas; de otro modo serí­a difí­cil explicar por qué a los apóstoles, los lí­deres de la nueva fe, se les dejó en paz (He 8,1.4). Quizá tengamos una doble visión de los helenistas: los helenistas cristianos estaban menos apegados al templo y a la ley; los helenistas judí­os se destacaban por su celo por las instituciones de sus antepasados —de ahí­ su disposición a debatir con Esteban (He 6,9-10) y la feroz persecución de Saulo y otros (He 8,1-3; 9,1-2)—. La visita de Pedro y Juan a la exitosa misión de Felipe en Samarí­a no implica necesariamente una deficiencia en la predicación de Felipe, sino más bien una supervisión de la nueva misión por la Iglesia madre de Jerusalén (He 8,17). Antioquí­a se convertirá durante algún tiempo en centro de la misión helenista. De nuevo la Iglesia madre envió un representante, Bernabé, que vio cómo operaba allí­ la gracia de Dios (He 11,19-30). Pablo y Bernabé fueron enviados desde allí­ a una misión entre los gentiles (He 13,1-3 con 9,15). En Antioquí­a habí­a quizá tres grupos de cristianos helenistas: los que se inspiraban respectivamente en Esteban, en Pedro y en Pablo. Nuevos testimonios sobre la influencia helenista en la Iglesia primitiva son la actividad de Apolo en ICor 1-4 y He 18,24-28 y quizá la elaboración de la Carta a los hebreos. Durante los últimos años los exegetas han sido muy cautos a la hora de retrotraer lo que en el siglo II se conoció como gnosticismo al contexto de la redacción de colosenses, efesios, las cartas pastorales (1 y 2Tim y Tit) y el corpus joánico.

En la fluctuante situación de la Iglesia primitiva durante los primeros años de su evolución eran teóricamente posibles varios caminos. Por las cartas de Pablo y Santiago, los Hechos y el Apocalipsis, podemos comprobar cómo la fragilidad y el pecado estaban presentes en la Iglesia ya desde los primeros dí­as. Amenazados desde dentro por el pecado y la división, y desde fuera por la persecución, fue el modelo de las cartas pastorales en lugar del modelo más carismático de Corinto, por ejemplo, el que acabó imponiéndose. La Didaché es un estadio, todaví­a no plenamente desarrollado, hacia las instituciones que encuentran plena expresión en las cartas de >Ignacio y que se consolidan a finales del siglo II. La teologí­a católica sostiene que este desarrollo estuvo guiado por el Espí­ritu Santo y que en sus lí­neas esenciales es irreversible (>Ius divinum). Lo cierto es que la Iglesia primitiva, a pesar de todas sus flaquezas y defectos, ha sido y sigue siendo una fuerza de inspiración y de renovación para la Iglesia de todos los tiempos.

[En sí­ntesis se puede presentar la vertebración de la eclesiologí­a tardí­a de la Iglesia primitiva en el Nuevo Testamento teniendo en cuenta lo siguiente: la desaparición de los grandes apóstoles, la destrucción de Jerusalén y la creciente separación del judaí­smo produjo varias reacciones en los cristianos del perí­odo sub- (último tercio del siglo I) y posapostólico (inicios del siglo II) que configuraron los elementos base de la eclesiologí­a naciente en una institución eclesial ya regularizada que se dibuja en tres etapas en la misma literatura paulina. Este proceso es calificado frecuentemente de forma negativa, y no sin poca precisión, como «protocatolicismo». Mejor serí­a reconocer que cada religión necesita de una tradición y una institucionalización reguladora para poder transmitirse. Así­, las primeras y grandes cartas de Pablo manifiestan los comienzos de esta institucionalización que construye la comunidad: es un momento en el que prevalece una cierta autoridad carismática —que la persona misma de Pablo visibiliza— aunque bien enraizada en su origen divino y apostólico. En la segunda etapa, tipificada por Colosenses y Efesios, se percibe la institucionalización que progresivamente estabiliza la comunidad: la ausencia del Apóstol conlleva un establecimiento de una cierta autoridad y vertebración según el modelo familiar en las Iglesias y la acentuación de la unidad en la Iglesia dentro de la diversidad en el texto paradigmático de Ef 4,4-6: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, una sola esperanza, un solo cuerpo, un solo Espí­ritu, un solo Dios y Padre». Finalmente, las Pastorales muestran la institucionalización que protege definitivamente la comunidad: de ahí­ el papel decisivo de Timoteo y Tito, a quienes se dirigen estas cartas, así­ como el papel emergente de los «presbyteroi» (presbí­teros/ancianos) y de la «episkopé» (supervisión/obispo) en cada ciudad.

Así­ pues, la desaparición de la generación apostólica, creó de forma especial una situación totalmente nueva para la Iglesia que de acuerdo con el principio de la «tradición por sucesión» (la famosa fórmula de Ireneo, Adv. Haer. 111, 3, 1) la obligó paulatinamente a encontrar «sucesores» del particular «ministerio» que ejercí­an los apóstoles. Esta transición entre el perí­odo apostólico y el perí­odo sub y posapostólico se hizo de forma relevante con la ayuda de la función de la episcopé. Las comunidades locales sub- y posapostólicas experimentaron la necesidad primera de consolidarse en un «lugar» así­ como de mantenerse en la «catolicidad» de la Iglesia una. Esta misión, este ministerio, fue asumido por aquellos que sucedí­an a los apóstoles en su particular episcopé, se llamaran obispos o presbí­teros, tal como se manifiesta en Tit 1,7-11, y ITim 3,1-7, así­ como en la 1Clem de finales del s. I.

Correlativamente se pasa de un apostolado misionero al episcopado local. Cada comunidad tení­a un colegio de ministros locales, y fue, de forma preeminente, a partir de la presidencia única de la celebración eucarí­stica cuando se asumió el episcopado monárquico. Así­ pues, progresivamente se condensaron en una misma persona aquello que vení­a de la episcopé apostólica y aquello que definí­a ya al obispo local. De esta forma hacia el año 110, Ignacio de Antioquí­a da ya el testimonio consolidado del triple grado del ministerio apostólico: los obispos, los presbí­teros y los diáconos, establecidos «hasta los confines de la tierra» (Eph. 3, 2).
Con el último escrito del Nuevo Testamento, la Segunda Carta de Pedro, se concluirá propiamente la Iglesia primitiva en su época apostólica y por tanto en su fase constitutiva y fundante (cf DV 4), probablemente en los inicios del siglo II y no más allá de su mitad (en el caso de confirmarse que 2Pe refleja la discusión con Valentiniano y Marción hacia el 140). Epoca apostólica que se refleja en el testimonio inspirado que es el Nuevo Testamento, el cual completa al reconocido desde entonces como su primera parte o Antiguo Testamento, especialmente en su versión griega usual de los LXX. Epoca marcada por una progresiva institucionalización de la koinonia naciente, en la cual emerge la función progresiva de los sucesores de los apóstoles cuyo «ministerio eclesiástico de institución divina es ejercido por aquellos que desde antiguo fueron llamados obispos, presbí­teros y diáconos» (LG 28). A su vez, la imagen final de Pedro en 2Pe, que abraza Pablo y Santiago, a través de Judas (y si su origen fuera Roma, cosa que no debe excluirse, —cf 3,1—, esta imagen quedarí­a aún más confirmada con la función clave de esta Iglesia en la segunda mitad del siglo II), sirve de nuevo como figura-puente entre ambas tendencias y a su vez como palabra final y autorizada de la Iglesia primitiva, norma y fundamento de la Iglesia de todos los tiempos.]

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

El perí­odo de la I.p. adquiere un rango especial en el marco de la historia de la -> Iglesia. Este valor no sólo se pone de manifiesto por una antigua discusión eclesiológica, sino sobre todo, por las estructuras inmanentes de la I.p., que se deben a su peculiar y única situación y problemática. En este sentido dicha época, incluso desde el punto de vista histórico, constituye una unidad, que se distingue de la siguiente era de -> Constantino.

I. Perí­odos
El espacio temporal de la I.p. comprende el perí­odo de la Iglesia antigua desde su origen (hacia el año 30 después de Cristo) hasta el inicio de la Iglesia imperial bajo Constantino el Grande (306-337). Aun cuando esta última sólo alcanzó su forma especí­fica en el transcurso del tiempo, fundamentalmente bajo Teodosio i (380), sin embargo está justificado considerar como una cesura la nueva orientación de la polí­tica religiosa del Estado a comienzos del s. iv, bien veamos el momento decisivo en el edicto de tolerancia de Galerio (del año 311), o bien en la únificación milanesa entre Constantino y Licinio (313). Sin duda se introduce un cambio en la imagen externa de la Iglesia, aun cuando una sobrevaloración de este «giro» pierde de vista la continuidad histórica. Por lo demás, precisamente ese hecho confirma hasta qué punto la Iglesia está integrada en el marco de la historia universal y, por esto, en la delimitación de sus perí­odos o en su cronologia depende de factores externos.

La época de la I.p., que duró aproximadamente tres siglos, se puede subdividir todaví­a de acuerdo con criterios internos. En primer lugar a) podemos delimitar como fundamental respecto de toda la historia de la Iglesia el tiempo apostólico y el postapostólico; este tiempo se compendia acertadamente con el concepto de I.p. En cuanto con ello se designa el tiempo de la ->revelación «en su acontecer», la exposición de ese perí­odo corresponde primariamente al ámbito de la ciencia neotestamentaria. Pero, sin menoscabo de la transcendencia peculiar de los apostolikoi chronoi (Eusebio, Hist. eccl. 111 31, 6) con su testimonio escrito de la revelación, hay que extender el concepto de I.p. al tiempo siguiente hasta Ireneo de Lyón (hacia el año 180), época en que se consolida la conciencia sobre el alcance del testimonio apostólico acerca de Cristo (formación del -> canon). Semejante ampliación del concepto está justificada además por el hecho de que durante este decenio la «Iglesia naciente» (P. Batiffol) configura sus estructuras caracterí­sticas, ya sea por la formación de la tradición, ya por la formación del sí­mbolo al rechazar los errores. Aun cuando el origen y la evolución de estas formas plantea muchas cuestiones, en conjunto este perí­odo se caracteriza por un fuerte propósito de constituir la Iglesia.

b) En el siguiente perí­odo de tiempo, desde el 180 aproximadamente hasta el 313, las estructuras ya señaladas determinan esencialmente la imagen de la Iglesia, que en medio del imperio romano se presenta con la conciencia de una misión universal; y, por eso, acertadamente se hace referencia a este perí­odo con la expresión la «gran Iglesia». El crecimiento numérico de la Iglesia, la edificación de su constitución y la intensidad de la labor teológica justifican de hecho esa caracterización; en el siglo iii se dispone el terreno para el desarrollo de los tiempos futuros. A pesar de las concentradas persecuciones por parte del Estado, la Iglesia se presenta como un fermento para el imperio en crisis; en un proceso sumamente intenso y diferenciado, ella se adapta a la cultura greco-helenista. Precisamente la historia de la gran Iglesia se realiza en una apertura creciente a la oikoumene. Y así­, en el intento de crear una Iglesia imperial, que se inicia con la polí­tica religiosa de Constantino, se llega a constituir una unidad religioso-estatal. La historia de la Iglesia desde la partida de Jesús hasta el reconocimiento estatal, a pesar de todas las corrientes divergentes, constituye una magnitud que no sólo hace posible una visión armónica, sino que la exige.

Mas por adecuada que parezca esta división de la I.p. en perí­odos, las fases aisladas de su evolución histórica siguen planteando problemas ahora lo mismo que antes. Es cierto que en general el juicio esquemático ha cedido a la sutil investigación detallada; pero sus resultados difieren no raras veces, en todo lo cual, prescindiendo de los datos históricos, muchas veces desempeña su papel la especial valoración (dogmática) de este perí­odo.

1. Iglesia originaria
Es evidente que precisamente el perí­odo en el que la -> Iglesia desde su origen configura sus estructuras caracterí­sticas es objeto de intensa discusión. Los resultados de la investigación neotestamentaria afectan de manera decisiva a nuestro juicio sobre el desarrollo de la Iglesia, que desde el principio se sabe remitida a la fe en Jesús de Nazaret como el Cristo y el Kyrios. Con la conciencia de cumplir la voluntad de Jesús (actos fundadores de la Iglesia), desde Pentecostés la comunidad de los creyentes se reúne y anuncia a Cristo como el prometido. Esta fe como respuesta a la acción del Mesí­as oculto y del Señor glorificado no sólo determina a la Iglesia en su origen, sino que sigue siendo constitutiva para el pueblo de Dios en su camino a través de la historia.

a) La primera representación de la ékklesí­a la constituye la primitiva comunidad de Jerusalén. Su conciencia de fe y su teologí­a están alimentadas por las tradiciones de Israel, pero, por otra parte, se encuentran también bajo el influjo de las corrientes particulares judí­as. En especial se observan paralelismos entre la comunidad de -> Qumrán y la comunidad cristiana primitiva, aunque eso no puede llevarnos a ignorar sus caracterí­sticas peculiares, por ejemplo, la cuestión central de la fe en Cristo. Por lo demás, el -> judeocristianismo ofrece una imagen diferenciada y llena de tensión; su teologí­a y su estructuración interna influyen fuertemente en la I.p. incluso después de las catástrofes de Jerusalén (70 y 135 d.C.). Prosiguiendo la misión judí­a anuncia el Evangelio más allá del ámbito geográfico de Palestina, sobre todo en dirección al oriente; esta actividad, que pronto deriva hacia corrientes heterodoxas, sigue reflejándose durante siglos en la literatura cristiana adversus iudaeos.

b) Aun cuando el fenómeno del cristianismo judí­o no puede menospreciarse en modo alguno, sin embargo, la orientación de la primitiva misión cristiana hacia la oikoumene del helenismo gentil, que tuvo lugar desp del proceso de Pedro (Act 10, 48) por el di namismo del apóstol Pablo, trajo decisiva consecuencias para la historia de la Iglesia. El concilio de los Apóstoles (49-50) reconoció la misión de los gentiles, libre de la ley, y con ello sancionó el proceso de independencia frente al judaí­smo. Sin duda el cristianismo con este paso se liberó de la vinculación restrictiva a la actitud legal judí­a, y, por otro lado, gracias a esto se abrió a la cultura helenista con su amplio influjo en el idioma (Biblia, liturgia), en las formas de pensamiento (teologí­a, dogma) y en la estrutura sociológica (Estado). Surgió así­ un proceso de ósmosis, que debí­a grabar su sello en la futura imagen de la Iglesia, y por cierto, tanto en su imponente universalidad como en las limitaciones debidas a esta misma. Aun cuando ese giro de la misión apostólica no atentó contra la rama judeocristiana de la Iglesia en su legitimidad, sin embargo condujo prácticamente al reconocimiento general de la estructura cristiana del cristianismo gentil. También y precisamente en su condicionamiento histórico este proceso es de extraordinaria importancia.

c) Lo dicho esclarece cómo el dinamismo misionero de la I.p. no estuvo paralizado por una expectación apocalí­ptica de una parusí­a próxima; asimismo la edificación de las comunidades nos confirma que los creyentes ya desde el principio estaban hechos a la idea de un «tiempo intermedio» y de este modo dominaron la dilación de la parusí­a sin una ruptura importante. Es cierto que esa situación planteó nuevos problemas; pero también éstos, en medio de su importancia, aparecieron sobre todo como sí­ntomas de la existencia cristiana en la historia. En este horizonte se explica una creciente acentuación de aspectos pastorales y parenéticos, hecho que aparece ya en las epí­stolas pastorales y que posteriormente cobra fuerza en los padres apostólicos. Sin duda una cierta somnolencia de los creyentes condujo a que el mensaje salví­fico adquiriera un matiz ético. Pero la edificación de las formas de organización eclesiástica no se produjo simplemente por desengaño ante la dilación de la parusí­a, sino por el propósito de consolidar la Iglesia incluso en el «tiempo intermedio» (Act 20, 18-35). Todaví­a en el tiempo apostólico se iniciaba la constitución de la Iglesia, y por cierto sobre la base del ministerio apostólico, que descansa en una institución de Cristo. Es natural que la I.p. en la concreción de su estructuración interna se apoyara en modelos previos; por ejemplo, se ofrecí­a a este respecto el modelo judí­o de los ancianos, que fue adoptado por la comunidad primitiva. Desde esta constitución colegial se desarrolló el ->episcopado monárquico (Ignacio), que inmediatamente adquirió la función dominante en la Iglesia; y a la vez desapareció poco a poco (montanismo) la preeminencia del carisma (->ministerio y carisma).

Bajo la presión de las circunstancias y en la disputa con las herejí­as que se presentaban, la era postapostólica configuró de manera más intensa todaví­a el ministerio de la Iglesia. Sobre todo al mito ahistórico de la redención, propio del -> gnosticismo, en todos sus matices, se contrapuso la tradición vinculada a la historia y la sucesión de las antiguas sedes de los obispos, primeramente de la romana (Ireneo). A causa de la pureza del Evangelio surgió en la Iglesia primitiva una constitución en la que la comunidad local y la Iglesia universal formaban una sólida unidad (si bien pluralista); la celebración de la -» eucaristí­a era fuente y a la vez expresión de esta koinoní­a.

Cuando este proceso es calificado de catolicismo primitivo, se presupone una norma de cristianismo primitivo que apenas puede delimitarse históricamente y que se logra mediante una interpretación del centro del Evangelio. En los -> Hechos de los apóstoles se refleja ya de alguna manera la transición de un cristianismo con una orientación bí­blica y carismática a la Iglesia constituida en una forma histórica e institucional. Precisamente el hecho de que los gérmenes de semejante catolicismo primitivo se hagan visibles ya dentro del NT, apoya la convicción (católica) de la esencial identidad entre la comunidad del principio y la Iglesia primitiva.

d) La teologí­a de la I.p. se caracteriza por el esfuerzo de formular la conciencia creyente en conexión con afirmaciones neotestamentarias y con las formas de pensamiento de origen ya hebreo ya helenista adecuadas a ella. Las necesidades de la predicación, del culto divino y de la apologética ejercieron una fuerza formativa en este proceso (doctrina). Frente al judaí­smo se llegó a mostrar a Jesús de Nazaret como cumplimiento de los testimonios veterotestamentarios; el mundo circundante del paganismo exigí­a, prescindiendo totalmente de la disputa con el politeí­smo, un nuevo punto de apoyo, que ya aparece plenamente en la teologí­a de los -> apologetas. La aceptación de las categorí­as helenistas trajo consigo grandes peligros (-> helenismo y cristianismo), pero en conjunto este procedimiento aparece como una necesidad misionera, pues, por vez primera dio entrada al mensaje cristiano en el mundo circundante del paganismo.

e) La figura externa de las comunidades cristianas y con ello de la I.p. está caracterizada en general por un abrumador carácter minoritario; tanto por el número como por la procedencia social los cristianos desempeñan una función inferior en la multiplicidad religiosa del imperio romano. El intenso intercambio entre las diferentes comunidades locales da testimonio, sin embargo, de la conciencia de una unidad universal. A pesar de todo alejamiento del mundo, la I.p. estaba abierta al Estado, reconociendo precisamente sus estructuras terrenas (Rom 13). Las persecuciones de los cristianos se desatan en este perí­odo más bien «a partir de abajo» y por eso mismo tienen un carácter local. Los leales memoriales de los apologetas a los soberanos conducen a un diálogo fundamental entre Iglesia y Estado.

2. La primitiva «gran Iglesia»
Con el paso al siglo tercero se inicia la época de la gran Iglesia del cristianismo primitivo. A pesar de las medidas externas de violencia el cristianismo se desarrolla en esta época, tanto en número como en la vida interior eclesiástica, hasta convertirse en una magnitud sólidamente unida, y prepara así­ la transición a la Iglesia del imperio.

a) La mejor confirmación de la creciente importancia del cristianismo son las persecuciones sistemáticas. Mientras anteriormente las acciones tení­an lugar esporádicamente, ahora el Estado procede sobre una amplia base contra la Iglesia en el curso de la polí­tica de restauración pagana. Bajo los emperadores Decio (249-251) y Diocleciano (285-305) las persecuciones alcanzan su mayor acritud; junto a notables ejemplos de disposición al martirio, aparece también la mediocridad, presentándose así­ una situación que, al atenuarse las medidas de violencia, plantea al antiguo problema del pecado de los cristianos, que en este caso concreto es el de la apostasí­a (Cipriano).

b) La caracterización de este perí­odo como gran Iglesia se justifica por el eco que el mensaje cristiano encuentra ahora en todas partes. De acuerdo con prudentes estimaciones, a principios del siglo iv se pueden contar alrededor de 7 millones de cristianos, entre una población de 50 millones en el imperio romano. Por tanto, se trata aproximadamente de un 15 %, cambiando el porcentaje según los sitios. Pisamos un terreno más firme al tratar de la extensión geográfica. Así­ en el occidente la misión alcanza las Galias, Hispania, las zonas extremas de Germaní­a y Brí­tania; y el cristianismo no está menos extendido por el oriente (Edesa). De todos modos las peculiaridades nacionales y los vacilantes lí­mites del imperio preparan aquí­ formas eclesiásticas especiales. Por espectacular que fuera el crecimiento de la gran Iglesia y p?r más que ésta se hallara presente en todos los estratos de la población, la mayorí­a de los habitantes eran todaví­a paganos en tiemp?s de Constantino, incluso teniendo c??cienc?a de la propia crisis.

c) Dentro de la Iglesia, debido a esta afluencia de cristianos, se presentaba la necesidad de medidas pastorales y espirituales para dominar el fenómeno del número. La institución del catecumenado n? sólo aseguraba el nivel intelectual de los creyentes, sino que daba también la instrucción racional-religiosa, tan urgente de cara al medio ambiente pagano. En la configuración de los ritos sacramentales y especialmente en la celebración de la eucaristí­a la Iglesia tuvo en cuenta la nueva situación, así­, por ejemplo, la piedad de la época tanto como por el martirio se caracteriza por el bautismo.

También en el marc? del sistema eclesiástico de organización surge ahora una multitud de servicios subordinados al obispo, para garantizar una pastoral ordenada. Respecto a la art?culación territorial, la Iglesia se acomoda en gran parte a las estructuras de la organización estatal. Contemporáneamente se inicia la unión de obispados en organismos superiores (patriarcales), cuyos jerarcas ponen de manifiesto en el colegio de obispos los lí­mites de las pretensiones romanas. La reflexión teológica sobre el primado, que da c?mienzo en esta época (Cipriano), lleva el sello de la conciencia que de sí­ mismos tienen los obispos.

d) Reviste una importancia extraordinaria para la historia de la Iglesia la formación de la teologí­a en este perí­odo. A pesar de muchas resistencias se nivela la contra-posición original entre cruz y paideia griega; el deseo de precisión conceptual y la discusión con el mundo circundante (polemistas, -> neoplatonismo) ponen en marcha la creciente reflexión sobre la revelación. En ->Alejandrí­a, un Clemente (+ antes del 215) y un Orí­genes (+ 254) intentan una nueva interpretación y sistematización de la fe; con la ayuda de conocidos principios de interpretación (tipologí­a, alegorí­a) y categorí­as filosóficas ofrecen por vez primera la revelación en una forma cientí­fica. Orí­genes además preparó una primera edición crí­tica de la Escritura (Hexa?la) cono base para su trabajo. De todos modos no se puede ocultar que la interpretación contemporánea de la Biblia es ocasionalmente trabajada de manera insuficiente; es significativa a este respecto la reserva ante el mensaje de la cruz, cuyo carácter escandaloso se suaviza mediante una teologí­a simbólica (ciertamente profunda) en atención a la situación de la historia del espí­ritu en ese tiempo.

Desde el punto de vista del contenido, resuenan en los máximos teólogos los grandes temas del futuro. Siguiendo el ejemplo de Ireneo de Lyón (+ hací­a el 202), los alejandrinos analizan el conjunto histórico-salví­f?co del acontecimiento de la redención en Cristo; a este respecto la reflexión sobre Cristo ocupa necesariamente el lugar central. Dando un paso de la oikonomia a la teologí­a, se presenta pronto la cuestión acerca de los portadores de la única acción salví­fica. La problemática planteada por el monarquianismo, que surgió a causa del intento de armonizar la divinidad de Cristo con el monoteí­smo, provocó sutiles especulaciones (cristologí­a del Logos, subordinacionismo), aunque su enfoque era histórico-salví­f?co, a diferencia de la perspectí­va ontológica del -> arrianismo. Es notable asimismo en esta discusión la tensión entre un vocabulario acomodado a la Escritura y los conceptos filosóficos que reclama para sí­ el progreso del pensamiento teológico. Frente al gnosticismo y sus doctrinas de la autorredención, la Iglesia se vio obligada a urgir que la salvación viene de la gracia. Además, los padres se esfuerzan por mantener también aquí­ el contexto histórico-sal?í­fico (caí­da en el pecado, misión del Espí­ritu Santo), y a la vez por regular el futuro lenguaje de la teolog?a mediante cuidadosas distinciones (imago – similitudo; natura – gratia). La sobriedad en las expresiones y la profundidad del sí­mbolo caracterizan los esfuerzos p?r circunscribir el misterio de la Iglesia; conscientemente se incluyen en la dimensión eclesiológica la existencia del cristiano individual (disciplina de la penitencia).

e) Pero la marcada conciencia de Iglesia en este perí­odo no impide el reconocimiento de un multiforme pluralismo, que llega a exteriorizarse en la peculiaridad estructural de las Iglesias principales e incluso en el lenguaje. La nueva articulación del imperio romano bajo Diocleciano (tetrarquí­a) puso bien pronto de manifiesto la preponderancia del oriente, y este paso en la técnica administrativa repercutió en el ámbito eclesiástico, en el sentido de que a raí­z de las diferencias naturales y culturales se inició un proceso autónomo de evolución. En la esfera interna de la Iglesia el pluralismo encontró su expresión visible gracias a la pluralidad de liturgias, que se organizaban diversamente según las regiones de las Iglesias principales; sin embargo la unidad esencial no sufrí­ó por esta diversidad.

Por consiguiente la época de la gran Iglesia se destaca por su especí­fica situación y tarea respecto de la época de la I.p. Evidentemente ella se funda total y absolutamente en sus tradiciones, pero desarrolla asimismo su propia temática, como nos lo confirma entre otras cosas el origen del arte cristiano.

III. La importancia de la Iglesia primitiva
En el curso de la historia la I.p. gozó siempre de alta estima, pues se creyó que en ella se realizó el cristianismo en su forma pura. Cono indudable punto cumbre de la historia de la Iglesia, esta época posee un carácter normativo, que por otra parte fue exagerado y simplificado por ?na visión crí­tica de la historia, sobre todo en relación con la llamada teorí­a de la decadencia. Así­ Jerónimo glorifica esta era a causa de sus mártires, y lo hace mirando a la decadencia de la Iglesia (Vita Malchi 1). Los movimientos renovadores de la edad media evocan en cada caso el ideal de la ecclesia primitiva y miden por ella la Iglesia del tiempo presente. También para la -> reforma protestante la I.p. posee un carácter normativo, por cuanto precisamente en esta época el Evangelio fue predicad? sin falseamientos. Con el retorno del clasicismo a la antigüedad, la importancia de la I.p. creció nuevamente, pues se transfirió a ella el canon de la «noble sencillez y de la silenciosa grandeza». Todaví­a en el juicio de la actual historia de la Iglesia actúa el tópico de la Iglesia pura y sin falsificación del comienzo, sobre todo en conexión con la discusión acerca del llamado giro constantiniano.

Sin duda esta visión esquemática de la I.p. está sometida a una idealización, que no resiste un análisis histórico, por más estima que se tenga de esta época. Esa visión está influida por un pensamiento vital-evolucionista, que espera una renovación de la Iglesia por el retorno a la «fresca juventud» del tiempo primitivo. Ahora bien, aunque esa imagen no corresponda a la situación histórica ní­ a la estructura de lo histórico, sin embargo se nos plantea la cuestión de si y en qué sentido la I.p. posee un carácter normativo.

En principio hay que responder a esto que la Iglesia incluso en su dimensión sobrenatural está esencialmente sometida a la historia y por eso sufre una evolución; asimismo tiene un principio, en el que de alguna manera está ya en germen el futuro. En cuanto los actos por los que Jesús fundó la Iglesia tienen como meta la continuación de la comunidad de los creyentes en la historia, corresponde a los doce una función central como intermediarios personales de la palabra. En consecuencia, también «el perí­odo cercano a las fuentes del tiempo apostólico constituye para todos los tiempos del desarrollo de la Iglesia una magnitud dogmáticamente relevante y a la vez históricamente delimitable, que en cuanto tal sigue siendo única y válida y por consiguiente no puede superarse ní­ repetirse» (H. Rahner). La peculiar cualificación del tiempo apostólico nos garantiza el canon de los Escritos inspirados; además el perí­odo de la formación del canon, es decir, el tiempo de la I.p. conserva í­ntegro el Evangelio, y as? sirve de norma para trazar el lí­mite frente a los escritos apócrifos y a la heterodox?a.

Junto a este aspecto fundamental, corresponde a la I.p. un valor especial incluso bajo el aspecto histórico. Sin ignorar los manifiestos defectos, se puede decir que los primeros siglos representan un tiempo superior de la historia de la Iglesia. La activa responsabilidad por el evangelio y la existencia de los cristianos en un ambiente hostil, existencia caracterizada por dicha responsabilidad, son ejemplares para el futuro. Por eso, ten?endo en cuenta la peculiaridad de cada kairos histórico, se puede juzgar la evolución del crist?anismo a partir de la Iglesia primitiva.

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Peter Stoekmeier

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica