HISTORIA DEL TRATADO TEOLOGICO SOBRE LA IGLESIA

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La mayorí­a de especialistas en historia de la eclesiologí­a sostienen que con Jaime de Viterbo y su De regimine christiano, publicado los años 1301-1302, aparece el primer tratado separado propiamente dicho sobre la Iglesia. Con todo, tal caracterización puede verse, y con razón, como exagerada puesto que este tratado no tiene un objetivo de carácter propiamente teológico, ya que su propósito central es presentar la Iglesia como un paradigma del orden polí­tico al ser vista como un «Estado ejemplar» en el que la organización eclesiástica se convierte en ejemplo para todo gobierno temporal. En efecto, el De regimine christiano no recoge elementos significativos del tratamiento sobre la Iglesia que se encuentran en la teologí­a de los Padres, en la liturgia y en la espiritualidad eclesial y en la misma edad de oro de la escolástica del siglo XIII, sino que se limita a la comparación entre el gobierno de la Iglesia y del Estado. Por esta razón deberí­a revisarse la afirmación común sobre su papel inicial en la configuración del tratado sobre la Iglesia, ya que tal proceso es más complejo y no puede verse sólo desde Ea perspectiva enfocada por Jaime de Viterbo, que es claramente de derecho público. En efecto, después del Vaticano II es clara ya la recuperación del tratado sobre la Iglesia como tratado teológico propio y aquí­ radica la ambigüedad e imprecisión sobre el lugar de la obra de Jaime de Viterbo en la historia y la génesis de la eclesiologí­a.

Es obvio que la eclesiologí­a antes de formularse explí­citamente era una vida concreta y que las sí­ntesis al estilo de los tratados que se inician con Jaime de Viterbo se limitan tan sólo a su dimensión externa, visible y jurí­dico-apologética. De ahí­ que la reflexión teológica de la Iglesia además se exprese aún sin un tratado especí­fico en su dimensión interna, espiritual y mistérico-teológica vivamente presente en toda la realidad eclesial. Así­ pues, para una correcta historia del tratamiento sobre la Iglesia es importante tener presente este doble origen, que, a su vez, responde a los dos dimensiones básicas de la eclesiologí­a: su dimensión interna, espiritual y mistérica, y su dimensión externa, visible y jurí­dica.

Este doble origen y dimensión responde a grandes trazos también a una doble tradición presente de forma relevante, ya sea en el primer milenio, ya sea en el segundo. En efecto, el primer milenio viene marcado fundamentalmente por una eclesiologí­a de comunión de las Iglesias locales personalizadas en su obispo respectivo, en comunión con el obispo de Roma. En cambio, en el segundo milenio crece y se formula una eclesiologí­a única de la Iglesia universal, tendente a verla casi como una única diócesis, que tiene en la sede romana un centro de conciencia y un punto de referencia de regulación normativa.

No sin razón, el Vaticano II en un texto magistral ha puesto de relieve que la Iglesia es «una única realidad compleja que se asemeja al Verbo encarnado» (LG 8). En este sentido cabe observar que esta doble dimensión ya presente en sus orí­genes ha generado dos acentos eclesiológicos o eclesiologí­as que conviven aún en los mismos textos del Vaticano II tal como ha sido reconocido ampliamente: la eclesiologí­a jurí­dica y la eclesiologí­a de comunión, que en el fondo responden a este doble origen del tratamiento sobre la Iglesia.

El tratado independiente sobre la Iglesia que se forja entre finales del siglo XIII y principios del XIV sobresale por concebir la Iglesia como sociedad visible y organizada, puesto que se trata de dar respuesta a las disputas entre los reyes y el papado, iniciada a partir de la «reforma gregoriana», y visualizada por los tres papas más significativos de esta etapa: Gregorio VIl (1073-1085), Inocencio III (1198-1216) y Bonifacio VIII (1294-1303). Los tratados de eclesiologí­a, pues, elaborados en tal contexto no constituyen una reflexión completa sobre la Iglesia, sino que se centran particularmente en su carácter de institución y sociedad pública y se convierten así­ en justificaciones de talante primariamente jurí­dico y teológico-apologético.

El contexto en el cual aparecen estos tratados de eclesiologí­a en el final de esta etapa a partir del 1300, de los cuales se conocen al menos unos treinta, son fruto de la fuerte crisis entre los papas y los reyes. En efecto, a partir del siglo XI los reinos de Europa se afianzan en torno al rey y al emperador y surgen importantes defensores tanto del poder de los reyes como de los papas, situación que llega a su culmen en torno al año 1300. Inicialmente la única justificación teórica del poder monárquico era teológica y se basaba en que el emperador y el papa eran ministros de Dios en la tierra.

Pero en 1300 la situación evolucionó profundamente debido a dos factores. En primer lugar, por la introducción en el siglo XII de los estudios sobre derecho romano que abrieron un nuevo mundo al inicial pensamiento jurí­dico de los teóricos del poder real y papal. Y en segundo lugar, por el redescubrimiento en el siglo XIII del tratado sobre Polí­tica de Aristóteles, que procuró una nueva base filosófica para tratar del Estado en sí­ y que fue repercutiendo fuertemente en sus relaciones con la Iglesia. En esta etapa, los tres papas citados aparecen como hitos importantes con un trasfondo eclesiológico decisivo. En efecto, con Gregorio VII (1073-1085) se consolida el proceso que lleva su nombre, «la reforma gregoriana», que se alarga hasta el papa lí­der de Europa, Inocencio ID (1198-1216), por el importante proceso de unificación que dinamiza, aunque unos años después empieza a truncarse con Bonifacio VIII (1294-1303), ya que su actividad propicia una nueva situación de divergencia que llegará prácticamente hasta el siglo XVI en el umbral de la reforma protestante.

Capí­tulo central de esta etapa, pues, es la reforma «gregoriana», cuyo objetivo programático era el conseguir la «libertad de la Iglesia», manifiesto especialmente en la prohibición de las investiduras por las que los monarcas nombraban a los obispos y eclesiásticos. Esta prohibición encontró un rechazo total por parte de los reyes y provocó un sinfí­n de disputas y luchas. Tal proceso habí­a comenzado ya significativamente con el papa Nicolás II y su importante decreto sobre la elección papal promulgado en el año 1059, que fue una declaración de independencia contra el poder imperial y la nobleza romana, con un subrayado importante sobre la consideración del papado como institución de toda la Iglesia y no sólo de la ciudad de Roma.

Poco después, el papa >Gregorio VII formula con claridad las caracterí­sticas de la reforma que lleva su nombre: en efecto, para él la Iglesia es una teocracia esencialmente espiritual fundada en la libertad cristiana; a su vez, expresa la unidad de los actos humanos tanto espirituales como temporales, formulación que comportará una confusión entre los dos planos concebidos como procedentes de una misma y única autoridad, aunque en su ejercicio puedan diferenciarse; finalmente, afirma su convicción sobre la responsabilidad universal del pontí­fice romano en la salvación de la humanidad y exige para ello una jurisdicción sobre laicos y clero en virtud de la «libertad de la Iglesia». De hecho, la distinción y respectiva autonomí­a de los poderes establecida por Gelasio 1 (492-496), con los conceptos auctoritas sacra pontificium y potestas regalis, se convierte en supremací­a del poder del Papa.

La reivindicación del poder de jurisdicción papal se manifiesta de forma relevante en su famoso documento > Dictatus Papae del año 1075, donde en 27 sentencias sintetiza su pensamiento. En él se destaca la especial posición de la Iglesia romana en la Iglesia universal, que es la fuente del poder de jurisdicción del papa, y de sus prerrogativas frente a los estados y los imperios. Se trata de una visión de la historia desde la perspectiva del principio petrino-apostólico, basado en las ideas del papado elaboradas a partir del siglo IV, apoyadas en las citas petrinas del Nuevo Testamento, en la fundación por parte de Pedro de la Iglesia de Roma con la autoridad apostólica que ello supone y la especial posición de Roma en el imperio. Su formulación llegará a convertirse en sí­mbolo de un papado que no parece conocer lí­mites, aunque debe ser interpretado en el pensamiento y la más amplia y matizada praxis del mismo Gregorio VII.

Se debe subrayar, también, la aportación eclesiológica decisiva de Gregorio VII y de la reforma gregoriana que pone de relieve el cambio de sentido y de contenido del término Ecclesia, ya que la reforma del siglo XI, con el fin de liberarse de los prí­ncipes temporales, consistió en superar la falta habitual de distinción por la que la Ecclesia se identificaba con la sociedad cristiana y el imperio, y por esto se reivindicó para la Iglesia un derecho propio y una estructura plenamente autónoma. Este paso, muy necesario en aquel momento, y querepresentó un verdadero progreso en eclesiologí­a, no habrí­a podido darse sin una juridización de la noción de la Iglesia.

Con >Inocencio III (1198-1216) se entra en el culmen del proceso iniciado por la reforma gregoriana con un papa que se convierte en lí­der de Europa. Gracias a una sólida formación jurí­dica fue el verdadero y propio creador de los Estados Pontificios, basándose en la extendida leyenda medieval sobre la donación de Constantino al papa Silvestre 1 (314-335) de su palacio imperial de Letrán y del dominio sobre la ciudad de Roma y sus posesiones con ocasión de la marcha de Roma del Emperador y de la fundación de la nueva capital en Constantinopla. Inocencio III con esta «justificación jurí­dica» consolida los Estados Pontificios y como representante de la unidad cultural de la cristiandad occidental se sitúa como árbitro de Europa.

A nivel eclesiológico es relevante el desplazamiento que hace del tí­tulo papal «vicario de Pedro», usado inicialmente por el papa León Magno y aún habitual en Gregorio VII, para imponer el de «vicario de Cristo», que se convertirá en el tí­tulo paradigmático de la evolución institucional del Papado en toda esta etapa. A su vez, el papa como tal es caput Ecclesiae y tiene la plenitudo potestatis, mientras que los demás cargos eclesiásticos sólo tienen la pars sollicitudinis —parte de la solicitud o responsabilidad—. De esta forma se recupera la fórmula plenitudo potestatis del mismo papa León Magno (cf Ep. 1,13), del año 446, aunque al separarla de la sollicitudo sirvió para sostener que el poder de los obispos derivaba del poder de jurisdicción del papa. De esta forma, aplicándola sólo al poder pontificio e interpretándola en una clave no colegial, «desafortunadamente será usada en la Edad media para expresar las relaciones entre todos los obispos y el papa».

Inocencio III, además, convocó el IV concilio de > Letrán (1215), en continuidad con los tres anteriores también de Letrán (1123, 1139 y 1179), que se convirtió en el más notable gracias a que fue el único de los concilios lateranenses que fue considerado como un concilio general por los canonistas de la época. Su legislación toca la teologí­a de los sacramentos, el desarrollo institucional y el concepto de universalidad de la jurisdicción. En este sentido es importante que al tratar del rango de los patriarcados recuerde que «la Iglesia romana…, por disposición del Señor, tiene sobre todas las demás Iglesias la primací­a». No sin razón, los decretos de este concilio son «un monumento jurí­dico-canónico sin precedentes, cuya influencia sobre el derecho y la vida de la Iglesia, al menos en occidente, debí­a extenderse a través de los siglos para sobrevivir a la reforma tridentina». En definitiva, este concilio con sus tres previos y los dos de Lyon que le siguen (1245 y 1274) son una clara manifestación de la afirmación histórica de la universalidad de la Iglesia romana pos-gregoriana y, partiendo de las normas disciplinares para monjes y clérigos y tratando los grandes temas de la «libertad de la Iglesia», se ocupan progresivamente de la pastoral de los laicos y de los grandes fenómenos sociales.

El tercer papa más significativo de esta etapa es >Bonifacio VIII (1294-1303), el cual con la bula Unam Sanctam, promulgada en 1302, constituye el ápice de las concepciones teocráticas del papado con ocasión de la controversia con el rey Felipe IV de Francia y es el documento más famoso de todos los relativos sobre la Iglesia y el Estado de la Edad media. Aunque quizá, más que un manifiesto de pretensiones papales, sea sólo un elenco de principios fundamentales para guiar una sociedad cristiana como tentativa para defender -eso sí­, de forma fuertemente extrema- el poder jurisdiccional de la Iglesia y del papado de las concepciones polí­ticas modernas tales como la idea de la representación polí­tica y de la jurisdicción que reside en el pueblo, el parlamentarismo, la posibilidad de deponer los soberanos por parte del pueblo… Se percibe aquí­ el contraste con la nueva base filosófica y jurí­dica que se estaba incorporando a partir de los estudios sobre el derecho romano y por el redescubrimiento del tratado sobre Polí­tica de Aristóteles, antes apuntados.

La bula Unam Sanctam, como tal, es una amalgama de diversas fuentes: así­, la metáfora de las dos espadas es de san Bernardo; la misión de juzgar el poder civil proviene de Hugo de San Ví­ctor y Alejandro de Aries; el hecho de que la Sede apostólica no pueda ser juzgada por nadie es una afirmación del Dictatus Papae, y, fi nalmente, la célebre aserción eclesiológica final: «declaramos, afirmamos, definimos que estar sometidos al romano pontí­fice es, para toda humana creatura, necesario para la salvación»», que está tomada literalmente de una fórmula de santo Tomás en Contra errores graecorum II, 27. Ahora bien, esta última aserción, que parece formalmente una definición, fue atenuada por el papa Clemente V en 1306 con un breve citado por el V concilio de Letrán del año 1516, el cual al confirmar la validez de Unam Sanctam mitiga su rigidez al añadir que esto debe afirmarse «sin prejuzgar la declaración Meruit de Clemente V»
Con Bonifacio VIII, pues, concluye el arco que empieza con Gregorio VIII, continúa con Inocencio III y representa el nacimiento, el esplendor y el final de la teocracia pontificia. Aunque tal final no supuso el abandono de formulaciones decisivas para la eclesiologí­a futura como la plenitudo potestatis del Papa como caput Ecclesiae, la pars sollicitudinis de los obispos, etc.

La mayorí­a de los argumentos filosóficos y exegéticos que sostienen las diversas tesis de la bula se encuentran en uno de los primeros tratados eclesiológicos paralelo al de Jaime de Viterbo como es el de Egidio Romano, De Ecclesiastica Potestate (1301), considerado aún en tiempos modernos el inspirador, si no el autor, de la bula Unam Sanctam y que abre una larga serie de escritos compuestos por escolásticos y constituye la base de este significativo y polémico documento.

Este discí­pulo de santo Tomás, y miembro de la orden de los Agustinos, es el primero en formular una teorí­a completa sobre el absolutismo papal por la que identifica la Iglesia con el papa: «papa qui potest dici Ecclesia» (II, c. 13). Su plenitudo potestatis es un poder derivado directamente de Dios que le da una competencia ilimitada no sólo en lo espiritual sino también en lo temporal. Contemporáneo suyo es Jaime de Viterbo, discí­pulo y compañero suyo en la orden agustiniana, considerado como el primer redactor de un tratado separado de eclesiologí­a por razón de una perspectiva un poco más amplia manifiesta en su De regimine christiano. En este tratado se encuentran doctrinas de origen agustiniano, como la doctrina teocrática de la Iglesia como reino, que tiene superioridad sobre el poder temporal, fuertemente justificada, y otras -las menos- de matriz tomista como la idea del derecho natural del estado de influencia aristotélica. Por otro lado, el estudio de las «notas» de la Iglesia está enraizado en su plenitudo potestatis y el papa es calificado como «Vicario de Jesucristo» en la Iglesia que es concebida como una sola gran diócesis universal. De esta forma aporta elementos de justificación a la controversia contemporánea que opone al papa Bonifacio VIII y a Felipe el Hermoso.

Estos dos autores tuvieron una posteridad muy fiel a su perspectiva y así­ en Agustí­n Triunfo (1 1328) se manifestó en la clásica fórmula de que el «papado es nombre de jurisdicción» (ST IV, 2), opinión que representó una postura muy dominante en la Iglesia hasta prácticamente el concilio Vaticano II. A su vez, la tesis del poder directo de la Iglesia en el orden temporal buscó sus apoyos en el Dictatus Papae de Gregorio VII y en la bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII. En esta última, la teologí­a hierocrática de la primací­a papal encontró su expresión más extrema. De esta forma desde la reforma gregoriana hasta el mismo s. XV se elaboró en la práctica y en la teologí­a que la acompaña una figura de Iglesia como sociedad unificada, gobernada por el papa, que la dirige como obispo universal, celosa por mantener su libertad, pero cada vez más asimilada al estilo jurí­dico de un estado o de una monarquí­a. A esta evolución contribuyeron también las nacientes órdenes mendicantes -especialmente los franciscanos y los dominicos-, así­ como la necesidad de subrayar la dimensión institucional y visible de la Iglesia en respuesta a los diversos movimientos espirituales de la época (valdenses, cátaros y, más tarde, los husitas) que pretendí­an reducirla a una comunidad exclusivamente espiritual.

Desde el siglo XII y hasta los inicios del siglo XIV la Iglesia se dotó de colecciones diferentes que se reunieron bajo el nombre de Corpus iuris canonici y que hasta la promulgación del primer Código de Derecho canóni co de 1917 sirvieron de código de la Iglesia latina. Estas cuatro colecciones representan el derecho medieval de la Iglesia y consisten en: el Decreto de Graciano (hacia el 1140), las Decretales de Gregorio IX (1234), el Liber Sextus (1298) y las Clementinas (1314-1317), a las que la edición romana del Corpus iuris canonici de 1583 añadió las Extravagantes de Juan XXII (1316-1324) y las Extravagantes communes (1295-1483).

En estas colecciones se tratan cuestiones referentes a los sacramentos, y de forma relevante las del matrimonio y del orden, que pertenecen a partir de entonces casi exclusivamente a la ciencia canónica. A su vez, se comienza a elaborar una teorí­a sobre los poderes, las prerrogativas y los derechos de la Iglesia, particularmente del papado, frente a los reyes y emperadores. Por esto, durante muchos siglos los teólogos, para tratar de estas cuestiones, se documentaban en los canonistas —especialmente en las Decretales de Graciano—, quienes les suministraban los argumentos.

Entre los puntos más sobresalientes de la eclesiologí­a de los «decretalistas» —que así­ se llamaban los seguidores de las Decretales—, sobresale la formación de la distinción entre potestad de orden y de jurisdicción que no contribuyó positivamente a fomentar una visión teológica del misterio de la Iglesia y que conllevó una creciente autonomí­a en lo jurisdiccional en relación con lo sacramental y lo pastoral. En este sentido, y a diferencia de la teologí­a oriental, la eclesiologí­a latina optó claramente por la dimensión universal de la Iglesia, con abandono de la dimensión local, con las repercusiones que esto tuvo en la relación entre papa y obispos. Debe tenerse en cuenta que «esta opción implicaba también un cambio del centro de gravedad en la consideración de la Iglesia, a saber, de su realidad sacramental y concreta de la comunidad de culto, reunida en torno a su pastor, a su realidad institucional y jurí­dica».

El segundo punto, también de calado eclesiológico, fue la visión de toda la Iglesia como corporación —como corpus— en el sentido sociológico y corporativo que implica cabeza y miembros, y comporta la subordinación de estos últimos a la cabeza. Desaparece así­ la visión teológica del concepto Cuerpo de Cristo enraizado en la cristologí­a y la sacramentologí­a para centrarse en una visión jurí­dica donde el papa como Vicario de Cristo es la cabeza de la Iglesia. Este es el fundamento de su autoridad legislativa y judicial formulada por la clásica expresión plenitudo potestatis.
Las tendencias apuntadas consolidaron la Eclesiologí­a tomo un tratado para defender la autoridad del Papa centrado en su constitución jerárquica. Con todo, en este contexto emergen dos tratados teológicos relevantes: el que se publica y se difunde ampliamente, la Summa de Ecclesia (1436) de Juan de Torquemada, que marcará el destino de la teologí­a católica, y el Tractatus de Ecclesia (1440-41) de Juan de Ragusa, cuyo influjo no fue notable ya que no fue «editado» probablemente por ser conciliarista. Estos dos estudios representan un esfuerzo de reflexión teológica importante sobre la Iglesia en el contexto de la polémica husita y conciliarista e incluyen ya una inicial perspectiva apologética, aunque se trata sin duda de voces aisladas en la Edad media.

Cuando se entra en el siglo XVI, especialmente en el contexto de la contrarreforma católica, empieza una nueva etapa de la eclesiologí­a, puesto que se implanta ya de forma definitiva su tratado claramente apologético y centrado en sus notas. En efecto, después de la contrarreforma se consolidaron las separaciones heredadas de la eclesiologí­a medieval: la tensión entre institución visible y comunidad espiritual, que en el medioevo se habí­a operado en el interior de la Iglesia católica, se transfirió fuera de ella en el plano de la lucha interconfesional. El papado continuó su obra de centralización ya iniciada enla Edad media asumiendo formas más absolutistas y en las controversias contra el galicanismo y el >febronianismo del siglo XVIII acentuó aún más los derechos soberanos del papa, confirmando su supremací­a sobre la Iglesia y su aislamiento del cuerpo de los obispos.

En esta etapa se convierte en pionero y modelo de este tratado apologético sobre la Iglesia, san >Roberto Belarmino (1542-1621). Su De controversias (1586-1593) conoció más de treinta ediciones ya en su vida y su influjo desafió el tiempo, ya que casi durante cuatro siglos se adoptó la noción belarminiana de Iglesia en los documentos del magisterio y en los manuales más difundidos hasta el Vaticano II. Su concepto de Iglesia más influyente —aunque quizá deberí­a matizarse si se trata de su concepto central— quiere rebatir la prioridad absoluta de una concepción espiritual de la Iglesia, que los reformadores consideraban básica, siguiendo especialmente a los donatistas y husitas. Belarmino subraya pues la visibilidad de la Iglesia al describirla como «tan visible y palpable como el reino de Francia o la república de Venecia» (III, 2). Las tres condiciones para formar parte de la Iglesia son la profesión de una misma fe, la participación de unos mismos sacramentos y la sumisión a la jerarquí­a, y en particular al papa. Se trata de la trí­ada: vinculum symholicum, vinculum liturgicum y vinculum hierarchicum, referentes a la pertenencia a la Iglesia, recogida por LG 14 pero con un significativo matiz al recordar con una cita de san Agustí­n que no basta estar en la Iglesia «con el cuerpo», sino que es necesario estarlo con el «corazón».

A partir de este momento tres son las formas tradicionales de esta eclesiologí­a apologética (>Eclesiologí­a fundamental). La via historica, que intenta mostrar a través del examen de los documentos antiguos que la Iglesia católica romana es la Iglesia cristiana de siempre, que aparece en la historia como una sociedad una, visible, permanente y organizada jerárquicamente. Esta ví­a se reduce a la práctica a la via primatus, que es una simplificación de la via historica, ya que se limita a mostrar la verdad de la Iglesia romana a partir de la prueba de que su cabeza, el obispo de Roma, es el legí­timo sucesor de Pedro, prescindiendo de todos los otros aspectos de continuidad histórica.

La segunda ví­a es la via notarum, que se desarrolla siguiendo este silogismo: Jesucristo dotó a su Iglesia de unas notas distintivas; ahora bien, la Iglesia católica romana es la única que posee estas notas; por tanto, es la verdadera Iglesia de Cristo, excluyendo así­ las restantes confesiones cristianas tales como el luteranismo, calvinismo, anglicanismo y ortodoxia, que no las poseen. Finalmente, la tercera ví­a es la via empirica, asumida por el concilio Vaticano I gracias a su promotor el cardenal Dechamps (1810-1883), que sigue un método más simple: abandona toda confrontación de la Iglesia romana actual con la antigüedad, para escapar a las dificultades que suscita la interpretación de los documentos históricos, así­ como a la verificación concreta de las notas, y valora la Iglesia en sí­ misma como milagro moral, que es como el signo divino que confirma su trascendencia.

De estas tres ví­as, la via notarum ha sido la más utilizada en los tratados eclesiológicos, y aunque es distinta de las otras dos no siempre se la ha distinguido claramente, ya que su espí­ritu debe sacarlo de la via historica por razón de referencias constantes a la verificación histórica de las notas, y su materia va muy ligada a la via empirica, ya que en definitiva las notas son percibidas como un cierto milagro de orden moral.

El tratado sobre la Iglesia que aparece ya de forma común a partir del siglo XVI en el ámbito de la apologética asume así­ dos grados: después del tratado De vera Religione se constituye el De Ecclesia. Este último asume una clara perspectiva introductoria y apologética, ya que aparece precisamente en el momento en que se libran las primeras luchas contra el luteranismo y el calvinismo, de tal forma que se puede afirmar que hacia el año 1550 ya circula por toda Europa un tal tratado aunque con matices bien diferenciados.

Poco después, la escuela racionalista de Derecho natural (H. Grocio, S. Pufendorf…) fundamenta el origen del poder polí­tico al margen de las teorí­as del derecho divino y basa la sociedad en el «pactum societatis» y la autoridad en el «pactum subjectionis», de tal modo que la Iglesia pierde su función predominante y queda como «un grupo» en el Estado. Como reacción, surge el derecho público eclesiástico, que presenta a la Iglesia como «sociedad perfecta», igual que el Estado. Su elemento divino radica en su origen y el resto es tarea de sus prelados, que, gracias a la asistencia del Espí­ritu Santo, actúan preservados de error. Aquí­ radica esta nueva definición de la Iglesia como «societas perfecta», divulgada por los tratados de derecho público eclesiástico, que influyó decisivamente en la cuestión de la forma constitucional de la Iglesia. Influencia que se prolonga hasta el mismo Vaticano I, donde los obispos reclamaron una definición que expresara la visibilidad formal de la Iglesia y que, por tanto, se definiese como «>sociedad».

Durante largos siglos la eclesiologí­a ha sido más una vida, un «espí­ritu», una conciencia, que una formulación sistemática y hasta un tratado teológico propiamente dicho. Y aun en la etapa donde surgen los primeros tratados sobre la Iglesia, su dimensión espiritual y teológica no se encuentra sistematizada en ellos, puesto que su interés era especialmente externo y jurí­dico, centrado en la relación entre el poder de los reyes y el del papa y la Iglesia.

Por esto, para dar razón de la génesis del tratamiento teológico de la Iglesia es importante tener presente toda esta dimensión, puesto que está en la base de la renovación teológica de la eclesiologí­a del siglo XIX (escuela de Tubinga) y de forma relevante en el siglo XX con el Vaticano II a su frente. En definitiva, nos remontamos aquí­ a las fuentes de la eclesiologí­a de comunión que con múltiples y diversas vivencias ha marcado el primer milenio eclesial y que sirvió de base hasta la Escolástica, que quizá por esta razón no elaboró un tratado propio de eclesiologí­a.

El punto de partida de la fe en la Iglesia más antiguo se encuentra en los primitivos credos cristianos. En efecto, según la expresión de los diversos sí­mbolos de la Iglesia antigua, la Iglesia no es objeto de la fe del mismo modo que Dios, Jesucristo y el Espí­ritu Santo, ya que no se usa el credere in que se aplica a las tres personas divinas sino el simple verbo credere Ecclesiam. Así­, más bien se cree a Dios en la Iglesia, ya que esta se encuentra en el contexto de la pneumatologí­a, al ser el Espí­ritu quien hace presente la revelación de Dios por Jesucristo en el mundo y la historia. De ahí­ la exclamación cuatro veces repetida de la Tradición apostólica: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espí­ritu Santo en la santa Iglesia (in sancta Ecclesia)» (nn 4.6-7.21). En definitiva, la profesión de fe y de la glorificación de Dios se realiza en medio (in medio) de la Iglesia.

He aquí­ las claras palabras de comentario de santo Tomás al respecto: «Si se usa el in, que el sentido sea este: «Creo en el Espí­ritu Santo que santifica la Iglesia»; pero es mejor que no se ponga el in sino que simplemente se diga: «creer la santa Iglesia católica»».

En esta lí­nea el mismo Catecismo del concilio de Trento afirma: «Profesamos creer la santa Iglesia y no en la santa Iglesia. Mediante esta manera de hablar, distinguimos a Dios —autor de todas las cosas— de todas sus criaturas y de todos los bienes inestimables que ha dado a la Iglesia; al recibirlos, los relacionamos con su divina bondad» (I, art. 9, n 22). Esta precisión se basa en la distinción entre verdades de fin y verdades de medio tan decisiva para santo Tomás (ST II-11, q.6 a.1) y por eso los medios salví­ficos han de ser comprendidos como formas de mediación y actualización de la salvación. De hecho, «el credere in Deum no puede referirse a la Iglesia. Por mucho que pueda ydeba esta ser «personificada», por mucho que pueda ser más que la suma meramente numérica de todos los cristianos, por mucho que sea una realidad, que no es sólo jurí­dica ni tampoco ficción, ni hechura ideológica, sino «unidad moral», no es, sin embargo, persona, y en cuanto tal no es eterna.

Esta constatación de la Iglesia como medio y marco de la fe recoge sin duda una de las grandes intuiciones de la patrí­stica que la entendí­a como Ecclesia Mater, con su expresión correlativa in Ecclesia, tal como se puede ver ya en las intuiciones iniciales de los antiguos escritos eclesiásticos del siglo II, pasando por Tertuliano, san Cipriano, Orí­genes… hasta Juan Crisóstomo, san Ambrosio y, sobre todo, san Agustí­n, que le dio un gran desarrollo. Se trata de una formulación que subraya la Iglesia como portadora de la salvación y generadora del hombre nuevo gracias al bautismo. Por esta razón la eclesiologí­a presente en las reflexiones sobre la soteriologí­a y la antropologí­a aportadas por la novedad que es Cristo se manifiesta de forma relevante en las catequesis de los sacramentos y del año litúrgico.

Esta orientación se puede constatar en la importante significatividad que tiene para la eclesiologí­a la celebración litúrgica de acuerdo con el axioma medieval: Lex orandi statuat lex credendi de Próspero de Aquitania (+ 463). Formulación que resume un argumento que habí­an usado ya con profusión Tertuliano, Cipriano y Agustí­n. En esta perspectiva fue la vida litúrgica la que durante largos siglos puso de relieve la eclesiologí­a subyacente, antes obviamente que esta se formulara y aún en la etapa en que sus elaboraciones más sistemáticas se inclinaron únicamente hacia los aspectos jurí­dicos y polí­ticos. Se entra pues aquí­ en la interrelación entre liturgia y eclesiologí­a, que desde un punto de vista histórico tiene una relevancia única y que no siempre la tradición teológica occidental ha mantenido viva.

Lugar excepcional de tal experiencia es la eucaristí­a, cuya interacción con la Iglesia es absolutamente central ya en los tres primeros siglos, y que experimenta una importante sistematización en la Edad media. En efecto, en el pensamiento de toda la antigüedad cristiana, eucaristí­a e Iglesia van ligados. San Agustí­n en su polémica con los donatistas la acentúa y así­ se constata en los escritores latinos del siglo VII al IX (Alcuino, Rabano Mauro, Beda…). Para estos, siguiendo a Agustí­n, la Eucaristí­a se relaciona con la Iglesia como la causa con el efecto, como el medio con el fin, y al mismo tiempo como el signo con la realidad según el principio basado en el pensamiento agustiniano: Eucharistia facit Ecclesiam, Ecclesia facit Eucharistiam .

Ya entrada la Edad media y de forma novedosa, la expresión corpus mysticum pasa de la eucaristí­a a la Iglesia, la cual es vista como el cuerpo de Cristo significado por el sacramento. De ahí­ la importancia para la eclesiologí­a de los orí­genes eucarí­sticos de la expresión «cuerpo mí­stico», orí­genes desgraciadamente olvidados por los primeros tratadistas de la Iglesia como sociedad jurí­dica y «cuerpo» a partir del siglo XIV (Jaime de Viterbo, Juan de Parí­s y la misma Bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII). Dentro de este contexto la escolástica incipiente a partir de san Anselmo recogerá diversos elementos de esta eclesiologí­a «espiritual» enraizada en la teologí­a monástica de un san Bernardo fiel a la lí­nea de los Padres y de la liturgia. Así­ subraya la Iglesia como comunidad de creyentes, como Cuerpo de Cristo, que es el eje teológico central, y a su vez como lugar sacramental.

En este trasfondo aparecen, poco después, las primeras sumas escolásticas tanto de la corriente franciscana (Alejandro de Arles, Buenaventura…) como de la escuela dominica (Alberto Magno, Tomás de Aquino…) que carecen de un tratado especí­fico de eclesiologí­a. He aquí­ los elementos sobresalientes de la obra del Aquinate como paradigma de todos ellos. Para Tomás, ni el concepto de Iglesia ni el de Corpus implicaban las notas de visibilidad y de historicidad de las corporaciones sociales. En efecto, su concepto de Iglesia está más próximo al de Comunión de los santos tal como afirma: Corpus mysticum quod est ecclesia sanctorum (ST III, q.80, a.4). Y esto porque la ley nueva es principalmente la gracia del Espí­ritu Santo inscrita en los corazones de los creyentes y, secundariamente, los elementos externos y visibles que disponen para la gracia (cf 1-II, q.106, a.2). La unidad de ambos radica en la Encarnación y su lógica (cf 108, a.l) y en la acción del Espí­ritu Santo que opera en los sacramentos que así­ une lo visible e histórico con lo escatológico y definitivo (cf sobre el bautismo: 11I, q.66, a.10, ad 1; sobre la eucaristí­a: III, q.78, a.4, ad 1).

Tomás considera que la Iglesia es fundamentalmente un efecto de la gracia y bajo este ángulo propiamente teológico es como ve sus elementos visibles en estado de itinerancia tal como afirma con claridad: «la fe en el Cuerpo de Cristo, en los sacramentos, en el poder de la llaves… se incluye en el artí­culo que trata del efecto de la gracia que se refiere a la santa Iglesia católica» (III Sent., d. 25, q.l, a.2, ad 10). Se trata, pues, más que de una eclesiologí­a sistematizada, de una visión o eclesiologí­a indirecta que entiende la Iglesia como fruto de la acción salví­fica de Cristo, especialmente de su cruz y resurrección, y en cuanto fruto de la gracia, iniciada en Abel —expresión recogida después en LG 2—. En efecto, gracia y comunión divina existieron también antes de Cristo y por esto El es la cabeza de todos los hombres y no sólo de la Iglesia, de acuerdo con su amplio tratado De Christo Capite.
El pensamiento eclesiológico de santo Tomás se aleja, pues, de los tratados más o menos derivados del De regimine christiano de Jaime de Viterbo y de los provenientes de las Controversias de san Roberto Belarmino. Los ejes de la eclesiologí­a del Aquinate están inspirados en la de los Padres, tanto en su aspecto pneumatológico y soteriológico como en su visión de Cristo que como cabeza de la humanidad incluye a la Iglesia. Por esto, como sí­ntesis, Y. Congar describe así­ los dos principios fundamentales de un tratado de Iglesia inspirado en el Aquinate: en primer lugar, la Iglesia como comunidad de fieles que participa de la vida divina y que se orienta hacia Dios, y, en segundo lugar, la Iglesia como instrumento o medio que vive la tensión entre la res y los sacramentos, puesto que estos últimos disponen hacia la realidad —la >realidad última: la gracia— a conseguir. Así­ manifiesta la instrumentalidad de la visibilidad externa de la Iglesia frente a la Iglesia como obra de la gracia.

Pero esta tradición de la gran escolástica prácticamente se perdió, aunque pueden encontrarse resonancias en los aislados tratados posteriores ya citados de dos dominicos, la Summa de Ecclesia (1436) de Juan de Torquemada y el Tractatus de Ecclesia (1440-41) de Juan de Ragusa. A su vez se puede observar que, por ejemplo, la escuela de Salamanca (F. de Vitoria, D. Báñez, D. Soto…) partió precisamente de la exposición de Tomás sobre la Iglesia en el artí­culo de fe al preguntarse quién era la suprema autoridad para ordenar el sí­mbolo de la fe (II-II, q.l, a.10), y así­ gestó el tratado sobre la Iglesia. Con todo, la Contrarreforma marcó tan decisivamente la eclesiologí­a que las perspectivas de la gran escolástica, especialmente de santo Tomás, quedaron relegadas, así­ como el tratamiento más teológico y mistérico de la Iglesia enraizada en los padres y en la liturgia. No será hasta finales del siglo XIX y en el siglo XX cuando tal tradición se recupere.

La recuperación moderna del tratamiento espiritual y mistérico de la Iglesia se puede constatar en estas tres grandes perspectivas. Por un lado, la noción de «>Cuerpo mí­stico de Cristo», que a partir de la encí­clica de Pí­o XII Mystici Corporis (1943) se convierte en clave y que suscita la aparición de una eclesiologí­a dogmática precisamente en torno a este concepto, del cual se subraya siempre su enraizamiento bí­blico-paulino y su relevancia en la teologí­a medieval. Pero su interpretación concreta se entrelaza en cuatro orientaciones: la organológica (J. A. Móhler, J. M. Scheeben, Escuela romana…), la personalista (R. Guardini, K. Adam, H. de Lubac…), la universalista (P. Mersch, Y. Congar…) y la corporativista (S. Tromp, E. Przywara…). Será esta última la que privilegie primordialmente la encí­clica, incorporando acentos organológicos y personalistas; de ahí­ que su identificación entre Cuerpo mí­stico e Iglesia católica suscitara importantes crí­ticas.

La segunda perspectiva es la que se refiere al concepto eclesiológico de «>Pueblo de Dios». En efecto, el crecimiento de los estudios bí­blicos, litúrgicos, especialmente del bautismo, y los trabajos y contactos ecuménicos, potenciaron la renovación eclesiológica a partir de este concepto, que tení­a la ventaja de que no identificaba la Iglesia con la jerarquí­a, puesto que subrayaba primordialmente la radical igualdad de todos los bautizados y a su vez el carácter histórico y escatológico de este pueblo (A. Vonier, M. D. Koster, L. Cerfaux, Y. Congar, M. Schmaus, etc).

Finalmente, la tercera perspectiva es la referente a la eclesiologí­a sacramental. En efecto, se recupera la tradición bí­blica y patrí­stico-medieval de la expresión mysterium-sacramentum, unida a la significatividad eclesial de la celebración litúrgica. Tal caracterización facilita la unión de la dimensión humana y la divina en la Iglesia superando la visión societaria puramente centrada en la visibilidad. Este enfoque acentúa la sacramentalidad de la Iglesia entendida, ya seacomo instrumento eficaz (O. Semmerolth) o ya sea, más bien, como signo manifestativo (K. Rahner), y da un nuevo marco para los sacramentos que la convierten en una categorí­a novedosa epistemológicamente para la posterior eclesiologí­a (H. de Lubac, E. Schillebeeckx, Y. Congar, J. Ratzinger, etc.; >Sacramento).

El Vaticano I comporta la consolidación del tratamiento jurí­dico y apologético de la Iglesia; con la Pastor aeternus aparece la definición del primado de jurisdicción y de la infalibilidad papal. El primado papal se vincula a la Iglesia y tiene como finalidad la custodia de la unidad de esta Iglesia por medio de la unidad del episcopado y es primací­a de jurisdicción», entregado a Pedro, como potestad episcopal, ordinaria e inmediata, que se ejerce sobre pastores y fieles en materia de fe y costumbres. La infalibilidad es presentada como fruto del carisma dado a Pedro y a sus sucesores y está asegurada al Papa, en cuanto sucesor de Pedro, en condiciones precisadas y delimitadas en la definición.

Además, el Vaticano I trabajó un proyecto de Constitución dogmática titulada De Ecclesia Christi, que no finalizó su andadura como consecuencia de la suspensión del concilio. Nótese que tanto el proyecto de Constitución como su segunda versión reelaborada por el teólogo P. Kleutgen consagraban diversos capí­tulos a la Iglesia antes de comenzar a tratar del papa, lo que mostraba que la eclesiologí­a católica no se resumí­a únicamente en el papa. Pero el Vaticano 1 no sólo afrontó el tema eclesiológico en la Pastor aeternus y en el proyectado De Ecclesia, sino queen la otra y restante constitución Dogmática, la Dei Filius, sobre la fe y la razón, le dedicó unas significativas lí­neas. En efecto, la Iglesia es presentada como motivo de credibilidad ya que «por sí­ misma… es un «gran y perpetuo motivo de credibilidad de tal forma que es como un signo levantado entre las naciones (cf Is 11,12) (DENZINGER-HÜNERMANN, 3012-3014). De esta forma a la pregunta: ¿por qué creer?, el concilio Vaticano I responde mostrando la importancia de la Iglesia, que es —según expresión del relator conciliar de este texto— «como una concreta revelación», de tal modo que está en el origen de la fe como motivo de credibilidad, al ser «signo levantado en medio de las naciones». No es extraño pues que el Vaticano 1 comportara un gran auge de la eclesiologí­a apologética, y que esta perspectiva se convirtiera en decisiva en la mayorí­a de los tratados sobre la Iglesia».

Entre los concilios Vaticano 1 y Vaticano II se da una clara consolidación del tratado De Ecclesia, especialmente en su enfoque apologético y jurí­dico. Esta último aspecto tuvo gran importancia con la promulgación del Código de Derecho canóni co en 1917, que consagró una eclesiologí­a jurí­dica y universalista. Unido a ello, se promueve fuertemente la designación de la Iglesia no sólo como «sociedad» en la mayorí­a de manuales (cf L. Billot, C. Pesch, etc.), sino con el adjetivo de «perfecta» (cf los papas: León XIII, Pí­o X, Benedicto XV en la constitución que promulga el nuevo Código de Derecho canónico, Pí­o XI y Pí­o XII), adjetivo acuñado por los tratados de Derecho público eclesiástico (cf el clásico e influyente de A. Ottaviani de 1958) e incorporado también a algunos manuales de eclesiologí­a (cf el más divulgado de J. Salaverri de 1955).

Otro ámbito donde surge la eclesiologí­a es en la criteriologí­a teológica. En efecto, en este enfoque la Iglesia, a partir de su magisterio, es presentada como medio del auténtico conocimiento teológico y así­ se hace posible determinar la fuerza y la autoridad correspondiente a cada uno de los «lugares teológicos», entre los cuales la Iglesia tiene una función primera y principal. El ejemplo más significativo de tal enfoque es el texto del manual más divulgado de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, obra del profesor del colegio Romano (Universidad Gregoriana) y experto del Vaticano 1 G. Perrone. Así­, después del De vera Religione trata del De Locis Theologicis, donde incluye en su primera parte el De Ecclesia y el De Romano Pontí­fice. A partir de aquí­ aparece un nuevo capí­tulo o tratado sobre el Magisterio en diversos manuales, ya sea en el ámbito de la eclesiologí­a, ya sea en el de la introducción a la teologí­a (cf T. Zapelena, M. Schmaus, J. Salaverri, F. A. Sullivan…).

Por lo que se refiere a un tratamiento teológico y espiritual de la Iglesia, lentamente aparecen tratados sobre la Iglesia, entre los cuales tiene un lugar preponderante la Dogmática de M. J. Scheeben, cuyo volumen sobre la Iglesia fue redactado por L. Atzberger (1898-1903), la obra del abad francés Dom A. Gréa (1820-1917) y la posterior de M. Schmaus (1955), por sus esfuerzos de reflexión eclesiológica más globalizante. Conviene aquí­ recodar lo antes subrayado sobre las tres perspectivas de recuperación de la tractación mistérica y espiritual de la Iglesia corno «Cuerpo Mí­stico de Cristo», como «Pueblo de Dios» y como «Sacramento». Con todo, tan sólo la primera suscitó un inicio más formal de un tratado dogmático sobre la Iglesia, complementario de la apologética, en los manuales escolares (cf E. Mersch, T. Zapelena, S. Tromp, J. Salaverri, F. A. Sullivan, etc). Sin duda que en este sentido la influencia de la encí­clica Mystici Corporis fue decisiva, ya que subrayó la dimensión de gracia de la realidad misma del cuerpo social, aunque continuó situándola más bien en términos de Iglesia-sociedad.

Finalmente, conviene tener en cuenta la importancia eclesiológica de la vivencia eclesial litúrgica, ecuménica, misionera y laical, especialmente a partir de la segunda guerra mundial. En efecto, se comenzó a experimentar una profunda renovación de la vivencia eclesial a partir del movimiento litúrgico (cf la encí­clica Mediator Dei de 1947; la reforma de la semana santa en 1951; la teologí­a de los misterios de O. Casel, etc.); la progresiva implantación del movimiento ecuménico en el mundo católico (cf el Octavario por la unidad de los cristianos a partir de 1958), un nuevo y vivo impulso misionero (cf la encí­clica Fidei Donum de 1957) y una fuerte dinamización del laicado (Acción Católica promovida por Pí­o XI; teologí­a del laicado de G. Philips, Y. Congar, K. Rahner, etc.; teologí­a de las realidades terrestres de M. D. Chenu, G. Thils, etc). Es verdad que estas cuestiones quedaron frecuentemente al margen de los manuales escolares sobre la Iglesia, pero su influencia se dejó sentir por doquier y sus grandes intuiciones y vivencias (la Iglesia como Pueblo de Dios y Sacramento con su misión en el mundo) tuvieron una importancia decisiva para la eclesiologí­a del Vaticano II y mostraron la verdad de la afirmación profética de R. Guardini en 1922: «La Iglesia despierta en las almas».

Con el Vaticano II por primera vez en la historia se realiza un concilio de la Iglesia sobre la Iglesia. En efecto, por primera vez en su historia secular, la Iglesia se describió a sí­ misma en la constitución dogmática Lumen gentium y en otras constituciones, decretos o declaraciones. Esta autodefinición viene caracterizada por la misma estructura de la LG. Además, se encuentran muchos elementos de eclesiologí­a en los restantes documentos conciliares. En todos ellos se percibe un cambio decisivo en el enfoque sobre la Iglesia: la prioridad la tiene su carácter de «misterio», que es el tí­tulo del primer capí­tulo de la LG, y por tanto de objeto de fe, y ya no se la presenta directamente como motivo de credibilidad tal como el Vaticano 1. Se pasa así­ a una concepción más bí­blica, de raí­z litúrgica, atenta a una visión misionera, ecuménica e histórica, donde la Iglesia es descrita como sacramentum salutis (LG 1.9.48.59; SC 5.26; GS 42.45; AG 1.5), fórmula que es eje hermenéutico de las afirmaciones del Vaticano II. En este contexto aparece el concepto central de «Pueblo de Dios», tí­tulo del segundo capí­tulo, al servicio del cual está el «Ministerio jerárquico y especialmente los obispos», tí­tulo del tercer capí­tulo ypuente con el Vaticano I, seguido por un novedoso capí­tulo dedicado al laicado.

En la etapa posconcilar se ha puesto progresivamente de relieve que la visión eclesiológica del Vaticano II comporta la incorporación de un concepto renovado de communio (cf LG 4.8.13-15.18.21.24s.; DV 10; GS 32; UR 2-4.14s.17-19.22). Con razón, el Sí­nodo extraordinario de 1985 afirmó que «la eclesiologí­a de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio». Ahora bien, esta eclesiologí­a sacramental de la comunión coexiste con una eclesiologí­a jurí­dica de la unidad y por esto se puede afirmar que existen dos eclesiologí­as, o quizá mejor, dos acentos eclesiológicos en el Vaticano II que recogen el doble origen de la reflexión teológica sistemática sobre la Iglesia.

Como observa con agudeza W. Kasper: «el compromiso fue valioso para el concilio, pues hizo posible que la minorí­a diera su aprobación a la constitución dogmática sobre la Iglesia. Sin embargo esta información no satisface plenamente. El compromiso indica que existe un problema de fondo. El principio católico de tradición prohí­be suprimir de un plumazo la tradición del segundo milenio. Al contrario, la continuidad de la tradición exige que se llegue a una sí­ntesis creativa de ambos milenios, del primero y del segundo. El Vaticano II se quedó en una sí­ntesis bastante superficial que no satisface en modo alguno. Pero tampoco compete a los concilios esbozar sí­ntesis teológicas. Un concilio fija los «datos angulares» irrenunciables. La sí­ntesis será un asunto de la subsiguiente teologí­a».

Esta sintética panorámica diacrónica, que se puede reencontrar y ampliar en diversas voces especí­ficas de este Diccionario, pone de relieve los grandes trazos de la prehistoria e historia del tratado de Iglesia en sus dos grandes vertientes: la más jurí­dica y la más comunional. La relativa novedad de tal disciplina como tratado dogmático de Eclesiologí­a en los centros académicos y universitarios a partir del Vaticano II encuentra en estos laboriosos orí­genes su razón de ser. No es extraño pues que actualmente no exista aún una vertebración generalizada de tal tratado como puede observarse en los «manuales» posconciliares más divulgados (Y. Congar, F. A. Sullivan, A. Dulles, A. Antón, M. M. Garijo-Guembe, J. G. Pagé, H. Legrand, J. Rigal, S. Dianich, B. Forte, M. Kehl, J. Werbick, G. L. Müller, etc). Más aún, muchos aspectos eclesiológicos encuentran acomodo en otras tractaciones, especialmente en historia de la Iglesia, derecho canónico, sacramentologí­a, antropologí­a teológica, escatologí­a, ecumenismo, pastoral, sociologí­a, etc., tal como puede observarse también en las voces contenidas en el presente Diccionario. Quizá esta realidad pueda ayudar a comprender la aseveración de A. Antón en el inmediato posconcilio al afirmar que «el tratado De Ecclesia (es el) nuevo centro de perspectiva en la enseñanza de la teologí­a».
¿Hacia dónde va la eclesiologí­a a inicios del III milenio? Aparece, en primer lugar, la urgencia de la pregunta fundamental y fundamentadora: la >Iglesia ¿por qué? En segundo lugar se manifiesta la necesidad de la «inculturación» y «localización» en las Iglesias locales respectivas dentro de la «catolicidad eclesial» y la globalización de nuestro mundo como exigencia de solidaridad. En tercer lugar aparece la necesidad de que especialmente los laicos puedan asumir y asuman la responsabilidad de ser la Iglesia en donde se encuentren, potenciando las formas de sinodalidad en la Iglesia a todos niveles. Finalmente aparece el reto de la misión constante de la Iglesia en el mundo para ser vivo y eficaz «sacramento, es decir, signo e instrumento de la comunión con Dios y la unión del género humano» (LG 1).

 

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología