ECUMENISMO E IGLESIA CATOLICA ROMANA

DicEc
 
La Iglesia católica no estuvo presente en el que puede llamarse el encuentro fundacional del movimiento ecuménico, la Conferencia Mundial sobre la Misión de Edimburgo de 1910. De hecho la Iglesia católica rechazó todas las invitaciones a estar presente en organizaciones derivadas de Edimburgo hasta 1961 (Movimiento ecuménico y >Ecumenismo y Consejo Mundial de las Iglesias). Una excepción a esta no implicación de la Iglesia católica en el ecumenismo fueron las Conversaciones de >Malinas (1921-1925).

La encí­clica de Pí­o XI Mortalium animos, «El fomento de la verdadera unión religiosa», supuso un freno de toda actividad ecuménica incipiente. Afirma entre otras cosas: que existí­a el peligro del indiferentismo, de dar la impresión de que lo mismo daba una Iglesia que otra; que la Iglesia católica podí­a dar la impresión de aceptar tácitamente algunas de las eclesiologí­as protestantes contemporáneas; que apoyar o fomentar los encuentros ecuménicos serí­a «aceptar una religión cristiana falsa, enteramente ajena a la única Iglesia de Cristo». Y el Papa concluí­a: «Sólo hay un modo de promover la unidad de todos los cristianos, y es fomentar el regreso a la única Iglesia de Cristo de los que se han separado de ella; porque de esa única Iglesia verdadera desgraciadamente se apartaron en el pasado». En aquella época para Roma «reunificación» significaba «retorno». Estos sentimientos volverán a encontrarse con frecuencia en los papas posteriores hasta Juan XXIII, incluyéndolo a él.

Aunque esto impidió que los católicos estuvieran presentes en el primer encuentro del Consejo Mundial de las Iglesias, celebrado en Amsterdam en 1948, el Santo Oficio dio permiso el año siguiente, bajo minuciosas restricciones, para que algunos católicos se implicaran en el ecumenismo.

Un acontecimiento de capital importancia fue la constitución en 1960 del Secretariado para la unidad de los cristianos. Creado originariamente con vistas a preparar el Vaticano II, se convirtió luego en un órgano permanente. En la reforma de la curia de 1988 (>Curia romana) recibió un nuevo nombre: Consejo pontificio para la unidad de los cristianos.

Uno de los acontecimientos más destacados del Vaticano II fue la presencia de observadores de otros organismos cristianos, algunos enviados oficialmente por sus Iglesias, otros invitados por el Secretariado para la unidad. Entre estos observadores habí­a algunos miembros de Iglesias ortodoxas, de varios grupos protestantes, de la Comunión Anglicana y del Consejo Mundial de las Iglesias. Tení­an acceso a todos los documentos del concilio y ocupaban un lugar de honor en las sesiones conciliares. Aunque no tení­an derecho a dirigirse al concilio, comunicaban sus opiniones al Secretariado para la unidad, que con frecuencia las transmití­a a las comisiones conciliares relevantes. No es fácil exagerar la importancia de estos observadores, ya que con su presencia recordaron diariamente a los padres conciliares la finalidad ecuménica del concilio.

En el primer perí­odo de sesiones del Vaticano II se discutió brevemente un esquema sobre la unidad de la Iglesia; trataba también de las Iglesias orientales. En la apertura del segundo perí­odo de sesiones, el papa Pablo VI propuso como uno de los cuatro objetivos del concilio la restauración de la unidad entre los cristianos.

En el segundo perí­odo se discutieron y aprobaron los tres primeros capí­tulos del esquema sobre ecumenismo (18 de noviembre-2 de diciembre de 1963), a falta de revisión. Los otros dos capí­tulos, que luego serí­an las declaraciones sobre las religiones no cristianas y sobre la libertad religiosa, se pospusieron. En el tercer perí­odo de sesiones se siguió discutiendo el decreto sobre ecumenismo, que serí­a la Unitatis redintegratio (UR), y justo antes de su aprobación final se introdujeron 19 modificaciones a petición del papa. La votación final a favor del decreto fue casi unánime: 2.137 votos contra 11.

El Decreto sobre ecumenismo supone la Constitución sobre la Iglesia (UR 1), y Pablo VI afirmó al aprobar ambos que el decreto complementa a la constitución. Los dos documentos son por tanto interdependientes. La Constitución sobre la Iglesia hace algunas contribuciones importantes a la teologí­a ecuménica: el uso de la palabra «subsiste» (LG 8; cf UR 4; >Subsistit); la afirmación de que fuera de la estructura de la Iglesia católica se encuentran «muchos elementos de santidad y verdad» (LG 8; UR 3); la noción de comunión plena e imperfecta (LG 14; cf UR 3. 14. 22) en lugar de hablar de ser realmente (reapse) miembros, como hací­a Pí­o XII en la Mystici corporis, y el uso de las palabras «Iglesias» y «comunidades eclesiales» para referirse a los organismos o grupos que no están en plena comunión con la Iglesia católica (LG 15; cf UR 19).

En la introducción del Decreto se señala el escándalo de la desunión y se afirma que el movimiento ecuménico es una gracia del Espí­ritu Santo (UR 1). Dado que hay sólo un ecumenismo, en el que los diferentes cristianos se comprometen de diversos modos según sus convicciones, especialmente eclesiológicas, el tí­tulo del primer capí­tulo se cambió de Principios sobre el ecumenismo católico a Principios católicos sobre el ecumenismo. En este capí­tulo se presenta la identidad de la Iglesia católica (UR 2-3); en él la palabra «creemos» ha de tomarse en el sentido fuerte, como expresión de la fe de la Iglesia. Se reconoce que en la historia ha habido fallos por ambas partes, lo que ha contribuido a la desunión (UR 3). Hay dones y gracias fuera de los lí­mites visibles de la Iglesia católica que «pertenecen por derecho a la única Iglesia de Cristo» (UR 3). Se describe brevemente el movimiento ecuménico, poniendo el acento en la caridad y la verdad (UR 4), para desarrollarlo en el segundo capí­tulo, La práctica del ecumenismo: «La preocupación por el restablecimiento de la unión es cosa de toda la Iglesia, tanto de los fieles como de los pastores» (UR 5); la «renovación tiene extraordinaria importancia ecuménica» (UR 6); «el auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior», y la santidad de vida constituye una contribución a la unidad de todos los cristianos (UR 7); se alaba mucho el «ecumenismo espiritual», o de oración, especialmente con otros cristianos (UR 8); es muy jmportante el entendimiento mutuo, así­ como el diálogo en el que ambas partes pueden conversar «en un nivel de igualdad (par cum parí­ agat)» (UR 9); en el diálogo hay que tener presente que hay una «jerarquí­a de verdades» (UR 11, >Jerarquí­a de verdades); se recomienda particularmente la cooperación (UR 12).

El tercer capí­tulo, Las Iglesias y las comunidades eclesiales separadas de la Sede Apostólica Romana, trata primero de las Iglesias de Oriente. Empieza con una observación histórica de gran importancia: «Las Iglesias de Oriente y de Occidente, durante muchos siglos, siguieron su propio camino, unidas, sin embargo, por la comunión fraterna de la fe y de la vida sacramental, siendo la Sede romana, por común consentimiento, la que resolví­a cuando entre las Iglesias surgí­an discrepancias en materia de fe o de disciplina» (UR 14). Todaví­a no se han comprendido todas las implicaciones de este texto, especialmente si se une a la cita de los Hechos de los apóstoles del n 18: «Este sacrosanto concilio renueva todo lo que han declarado los sacrosantos concilios anteriores y los romanos pontí­fices, a saber: que para el restablecimiento y mantenimiento de la comunión y de la unidad es preciso no imponer… ninguna otra carga más que… la necesaria (He 15,28)». En el capí­tulo se enumeran importantes rasgos de la vida de las Iglesias de Oriente: dogmas básicos de la fe; liturgia; devoción mariana; verdaderos sacramentos; monaquismo; la disciplina de varios ritos; pluralismo de expresión teológica. El concilio declara que «todo este patrimonio espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradiciones, pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia (ad plenam catholicitatem et apostolicitatem… pertinere) (UR 17)». Este reconocimiento de dos de las >notas de la Iglesia en la vida de las Iglesias de Oriente es evidentemente significativo.

La segunda parte de este capí­tulo trata de «Las Iglesias y comunidades eclesiales separadas en Occidente». El uso de la expresión «Iglesias y comunidades eclesiales» deja lugar a la interpretación teológica. En cualquier caso, la relatio del Decreto sobre ecumenismo indica que la validez de las órdenes y de la eucaristí­a son factores claves en la asignación del término «Iglesia»10. Por consiguiente, al menos para el concilio, las Iglesias ortodoxas y orientales, así­ como los viejos católicos, merecen ciertamente el tí­tulo de «Iglesias». El decreto enumera importantes dones de las Iglesias y comunidades eclesiales de Occidente. Haciéndose eco del acta de fundación del Consejo Mundial de las Iglesias, afirma: «confiesan públicamente a Jesucristo como Dios y Señor (…) para gloria del único Dios, Padre e Hijo y Espí­ritu Santo»; pero nota que hay divergencias en las doctrinas de la encarnación y la redención (UR 20). Alaba el amor y la reverencia de estas comunidades por las Escrituras (UR 21). El Bautismo es ya un ví­nculo de unión (UR 22). Se reconocen también el culto, la oración y la rectitud moral (UR 23). Al final el decreto advierte contra las actividades ecuménicas malsanas; muestra su deseo de que los proyectos de los católicos progresen «sin poner obstáculos a los caminos de la Providencia y sin prejuzgar los impulsos futuros del Espí­ritu Santo»; y, dado que la unidad de los cristianos es algo que supera las fuerzas humanas, «pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros, en la virtud del Espí­ritu Santo» (UR 24).

De este modo el decreto subraya el amor, defiende la diversidad legí­tima e insiste en la dimensión espiritual del ecumenismo. En el perí­odo posterior al Vaticano II hubo muchas reformas que contribuyeron a la unidad. Por otro lado, el diálogo, que es mencionado en el decreto diez veces, pero principalmente con la finalidad de un mayor conocimiento mutuo, adquirió un significado nuevo como búsqueda de la unidad a través del estudio de las cuestiones polémicas. El decreto, no obstante, no propone un modelo de unidad, aunque supone la unidad en lo esencial (UR 4. 16. 18).

En el perí­odo inmediatamente posterior al concilio, las relaciones con el Consejo Mundial de las Iglesias se estrecharon, pero sin llegar a la incorporación. La Iglesia católica se convirtió en miembro de pleno derecho de Fe y constitución en 1968. El Secretariado para la unidad elaboró un directorio sobre ecumenismo en dos partes (1967, 1970).

El Secretariado redactó además una Declaración sobre la intercomunión eucarí­stica (1972), que fue seguida por otra (1973) debido a que la primera se interpretó en sentido muy lato. Elaboró también un documento sobre las diversas formas del >diálogo en 1970. El Consejo pontificio para la unidad de los cristianos publicó en 1993 un Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre ecumenismo. Este amplio documento consta de cinco capí­tulos: 1. La búsqueda de la unidad de los cristianos (nn 9-36): el compromiso de la Iglesia en el ecumenismo, especialmente en el Vaticano II; II. Organización en la Iglesia católica al servicio de la unidad de los cristianos (nn 37-53): estructuras y actividades a todos los niveles; III. Formación ecuménica en la Iglesia católica (nn 55-91): medios de formación, y la formación de todos los fieles, especialmente de los futuros ministros; IV. Comunión en la vida y en la actividad espiritual entre los bautizados (nn 92-160): la comunión que existe y cómo hay que fomentarla; V. Cooperación ecuménica, diálogo y testimonio común (nn 161-218): normas para la cooperación con vistas al diálogo y el testimonio. En general el directorio lo que hace es agrupar normas y leyes ya existentes, más que abrir nuevos caminos.

El diálogo ecuménico se ha desarrollado a todos los niveles en los años posteriores al Vaticano II. Es particularmente importante el diálogo que brota espontáneamente cuando los cristianos se encuentran unos con otros y dialogan en ámbitos nacionales o regionales. Pero es quizá el diálogo internacional el que más ha cautivado la imaginación de las Iglesias. Desde el Vaticano II ha habido diálogo teológico bilateral en el ámbito internacional con once organismos confesionales mundiales: las Iglesias ortodoxas, la Comunión Anglicana, la Federación mundial luterana, el Consejo metodista mundial, algunos evangélicos, la Alianza baptista mundial, los Discí­pulos de Cristo, los pentecostales.

La respuesta del Vaticano de 1991 al diálogo con los anglicanos (ARCIC) mostró hasta qué punto era difí­cil y lento el camino hacia el acuerdo doctrinal; incluso dentro del mismo Vaticano da la impresión de que hay dos posturas distintas: la del Secretariado para la unidad y la de la Congregación para la doctrina de la fe. Pero hay también otros caminos abiertos para el progreso ecuménico. En ámbitos nacionales puede verse a la Iglesia católica participando en consejos locales de Iglesias como miembro de pleno derecho, y no ya con el estatuto de mero observador. Aparte de los problemas obvios inherentes a la actividad ecuménica, la década de 1990 ha puesto de manifiesto otras dificultades: frustración por la lentitud del proceso —los documentos se amontonan, se dice continuamente lo que hay que decir, pero para algunos es como si nada valioso se hubiera hecho—; falta de comprensión del método ecuménico en diálogos prolongados, lo que hace que algunos sientan la tentación de buscar una comunión afectiva rápida; los problemas con las sectas en algunos lugares hacen que los pastores desconfí­en de ciertos contactos intereclesiales; los abusos en las labores ecuménicas han hecho que la gente se sienta desilusionada del ecumenismo, que es entonces rechazado abiertamente por integristas, o simplemente ignorado por quienes se dedican a otras tareas o ministerios eclesiales. Otro problema es la lentitud a la hora de dar expresión concreta a la unidad que se percibe ya entre la Iglesia católica y otras Iglesias o comunidades eclesiales. Algunos teólogos católicos afirman que se podrí­an hacer mayores progresos (>Ecumenismo y unión), y que algunas de las vacilaciones por parte de las Iglesias, incluyendo la Iglesia católica, deberí­an superarse.

La conversión del corazón, la apertura a nuevas perspectivas y la disposición a dejarse sorprender por el Espí­ritu seguirán siendo las virtudes ecuménicas fundamentales. El ecumenismo espiritual (>Ecumenismo y espiritualidad) es vital, ya que los obstáculos para la unidad sólo podrán ser superados con el poder el Espí­ritu Santo.

La encí­clica de Juan Pablo II sobre el ecumenismo Ut unum sint ha sido en principio bien recibida por su tono y su apertura de espí­ritu, tal como puede constatarse por los múltiples comentarios y congresos que está suscitando.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología