PSICOLOGIA RELIGIOSA – HISTORIA

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La Historia de la Psicologí­a religiosa se identifica con la trayectoria general de la psicologí­a en medio de las demás ciencia y corrientes filosóficas.

El tema religioso directa o indirectamente ha sido siempre importante entre los hechos psí­quicos. Y por ello ha estado presente en las inquietudes cientí­ficas de los psicólogos.

1. Etapas precientí­ficas
Los tiempos antiguos se caracterizaron por la preferencia que se daba a la reflexión teórica sobre la interpretación objetiva y sistemática de los hechos observados apoyándose en datos experimentales o en hecho concreto.

La confianza de los pensadores en el poder de la mente era total y la visión de la «persona» humana, más que de la «personalidad», se fundaba en postulados teóricos más que en conclusiones prácticas. Cada uno trataba de entender al hombre y de interpretar sus inquietudes trascendentes según los presupuestos mentales que su filosofí­a le sugerí­a.

Las inquietudes trascendentes se consideraban como sobrenaturales, más que naturales.

1.1. En tiempos antiguos
Lo religioso resultaba indiscutible e innegable. Los griegos y los latinos fueron más supersticiosos que creyentes. Se purificarí­an sus creencias al llegar los tiempos paleocristianos y se volverí­a a múltiples mitologí­as en los medievales.

Las mitologí­as antiguas, bellas literariamente, absorbieron en todos los pueblos la visión de la vida humana y tendieron a hacer a los hombres juguetes de los dioses. Ejemplo es la interpretación mí­tica de Homero, quien, en la Iliada y la Odisea, hacia el siglo IX a.C., relataba en unos 20.800 versos hexámetros cómo los protagonistas Aquiles y Ulises, que se hallan a merced de la voluntad de los habitantes del Olimpo y actuaban bajo su influencia. Del mismo modo, Hesí­odo, en «Las Teogoní­as» describí­a las genealogí­as divinas y atribuí­a a cada divinidad, por el pueblo inventada y por él organizadas en ingeniosas interdependencias y parentescos, una función peculiar en la tierra y en la vida.

Esas fantasí­as hací­an a los hombres «religiosos», pero evidentemente tendenciosos, temerosos, desconcertados ante el más allá.

1.1.1. Ruptura de los mitos
El primer escéptico que comienza a vacilar sobre tanta credulidad parece que fue Tales de Mileto (624-554), ingeniero que se permitió dudar de la influencia de los dioses en la tierra y pensó que era preferible explicar la vida del mundo y del cielo por los hechos y las capacidades humanas de actuar sobre ellos.

Después siguieron su camino en Mileto Anaximandro (610-545) que habló de lo indeterminado (el apeiron) como origen de las cosas; y Anaxí­menes (585-524) que concibió a todas las realidades como formadas por el aire y explicables por este elemento invisible.

Son los primeros que se permitieron disentir de lo divino y pretendieron explicar la vida no por creencias mí­ticas, sino por reflexiones racionales.

– Pitágoras (576-492 a C.), influido tal vez por misteriosos secretos de los templos egipcios, habló del diez, como número sagrado y de la esfera como realidad perfecta. El diez encierra los cuatro elementos de la naturaleza (fuego, aire, agua, tierra: 1 + 2 + 3 + 4). Y la esfera esconde la perfección divina (pues encierra el punto, la lí­nea, la superficie y el volumen). Lo perfecto, lo divino, lo exacto condiciona la vida de los hombres.

– Heráclito de Efeso (535-465) concibió al ser humano como fruto de la lucha interior, eco de la exterior, del cambio permanente. Lo miró como fuego, torbellino, fuerza, guerra, lo cual explica todo lo que existe en la tierra. «Todo fluye», «la guerra es el padre de todo», «nadie habla dos veces con la misma persona o se baña en el mismo rí­o». Todo es movimiento. En el hombre todo es fuerza.

– Parménides de Elea (540-460), adoptó postura opuesta. Todo queda y permanece, nada cambia, todo es divino e inmutable. El ser que describe es eterno y permanente. Es divino. Y con ello todo producto humano es efluvio de la divinidad. Así­ surge el panteí­smo.

– Anaxágoras de Klazomene (500-428) asumió posturas intermedias; habló de elementos que se combinan, que son estables, la homeomerí­as, pero que se entremezclan y dan las cosas. Y detrás de esos elementos aparece la idea de una mente ordenadora, de un «nous» o espí­ritu divino, que es fuente de la vida.

– Empédocles de Agrigento (495-435), en sus libros «Sobre la Naturaleza» o «De las Purificaciones», de quien se dice que se consideraba divino y se arrojó al Etna cuando la ancianidad le hizo entender que era humano, habló de las cuatro fuentes de la realidad: el fuego, el aire, el agua y la tierra. Con esta lista de pensadores surgió un intento no religioso de explicar la vida.

El hombre, al menos el intelectual y el pensador, tomó conciencia de su poder razonador y se dio cuenta de que es él mismo el que crea a sus dioses y el que debe explicar la realidad. Así­ surgieron las teorí­as, las opiniones, las ciencias, la Psicologí­a y la Filosofí­a (el amor a la sabidurí­a). La Filosofí­a de Occidente comenzó a dejar de lado las religiones y se hizo racionalista hasta explicar humanamente todas las creencias y todas las teorí­as en otros tiempos divinas.

Y surgieron los grandes pensadores del siglo V griego, el de Pericles, el de Fidias, los que marcaron el derrotero del pensamiento de occidente para los siguientes dos milenios.

– Sócrates de Atenas (469-399) fue el pensador que supo atraer a la juventud de Atenas con su discurso sensato y su virtud sincera. Entendió al hombre como un ser terreno que busca el saber y tiende a comportarse según un espí­ritu divino (un daimon o genio interior) que lo rige desde su nacimiento. Terminó condenado a beber la cicuta por «asebeia», por impiedad, y por ateí­smo, ya que enseñaba a desconfiar de los dioses inventados por los hombres y de los sentidos halagados por las pasiones.

– Platón (427-399), persuadido por Sócrates, propondrá en adelante las ideas del maestro condenado. El hará del Bien, del Amor, de la Verdad, el centro de sus inquietudes y el motivo de sus reflexiones. Sospechara que el hombre es un espí­ritu desterrado del Olimpo, encadenado en un cuerpo que lo esclaviza, inseguro entre la verdad y el error.

Su dualismo radical considerará al hombre como un pobre espí­ritu, alma, sufriendo la prisión de un cuerpo material que le impide llegar a lo más elevado de la verdad, a lo supremo. En «El Banquete», el mejor de sus diálogos, y en «La República», la mejor de sus utopí­as que luego corregirá oportunamente con «Las Leyes», propone modelos de entender lo que es el hombre y sus inquietudes. Con sus ideas se mantendrán vivas en la historia las inquietudes del hombre por la otra vida, la que no se reduce a los sentidos y placeres de la tierra.

– Aristóteles (384-322) prefiere ver al hombre con más realismo: como animal social (anthropon politikon), artí­fice de sus propias ideas, dueño de su destino, dependiente de sus sentidos, buscador de la felicidad (eudemonismo).

Pero también lo mira como un espí­ritu capaz de pensar y de seguir el destino de los dioses. Superará las sospechas de las divinidades mitológicas y hablará de un Ser Supremo, de una divinidad entendida en clave intelectual («noeseos noesis noeseos», la inteligencia que conoce su propia intelección).

– Los sofistas del siglo IV griego se encargaron de completar el panorama psicológico y filosófico. Protágoras de Abdera (481-401) resaltó la cara humanista del hombre: «Es la medida de todas las cosas, de las que son y de las que nos son.» Gorgias de Leonthinos (483-375) resaltó el escepticismo del conocimiento humano: «Nada existe; si existe no podemos conocerlo; si conocemos algo no lo podemos comunicar». En lo corporal, el gran Hipócrates de Cos (460-377), el médico y biólogo más representativo de los griegos, vio al hombre como un organismo vivo cuyo equilibro depende de la armoní­a de los humores y con infravaloración de su dimensión espiritual y trascendente. Epicuro de Samos (341-270) explicará lo importante que es el placer: el corporal, el social, el estético, el espiritual. Y Zenón de Citium (336-264) se pondrá en una actitud opuesta defendiendo un «estoicismo» o indiferencia (epojé) superadora.

– Cuando llegan los pensadores romanos Marco T. Cicerón (106-43), Lucio A. Séneca (4-65 d. C.) o el médico Claudio Galeno (130-200), casi no harán otra cosa que aplicar las teorí­as de los griegos y explicar la vida y el pensamiento de los hombres forma más social y, sobre todo, utilitaria. Mirarán su «persona» como el resultado de la unión del «pneuma», o espí­ritu, y del «soma», o «cuerpo».

– Al terminar el perí­odo greco-romano, Plotino (203-269), que nació en Licópolis de Egipto y enseñó en Roma a partir del 243, dejó perfilada en sus 54 obras (Las Eneadas) una visión dualista del hombre, formado de cuerpo y alma; y afirmo que el espí­ritu es divino y sólo puede producir acciones divinas, El cuerpo es freno terreno y sólo puede estorbar al espí­ritu. Y hará del alma un «eon» o ser divino emanado de una divinidad suprema de la que se engendró la realidad total.

1.1.2. Tiempos patrí­sticos.

Con la estructura grecolatina, y muy poco con ideas venidas de Oriente, los cristianos nacidos de un kerigma y de un carisma transformadores, construyeron también su pensamiento original y propio sobre el hombre y sobre su capacidad par pensar y amar. Resaltaron su vocación divina y su capacidad para trascender la vida presente.

El perí­odo cristiano fue decisivo para entender como piensa, siente, quiere, vive el hombre y como se comporta bajo los impulsos según como se forme y se discipline en sus facultades. Se puede afirmar con contundencia que fue el pensamiento antropológico y psicológico que triunfó en Occidente el hizo mirar con nuevos ojos a la humanidad.

Lo común del pensamiento paleocristiano es entender al hombre (sus facultades y sus operaciones) como ser singular, libre, inteligente, superior a los animales, doble en su composición radical. La Psicologí­a se convertirá en los primeros escritores inspirados por el Evangelio en el estudio detenido y paciente de ese ser de origen divino y de vida terrena. Y se hará tributaria de las corrientes en las que vive: la estoica, la epicúrea, la neoplatónica y, luego, la aristotélica.

– Los primeros grandes pensadores cristianos, como San Clemente de Alejandrí­a (150-217), Orí­genes (185-253) y Tertuliano (260-320), hablarán del hombre como un ser luchador, espiritual, trascendente, social, pecador y redimido, pero siempre sometido a la influencia y al peso de su cuerpo material, que es preciso dominar para superar el mal.

– Los pensadores del siglo IV serán los más sistemáticos y profundos psicólogos por su experiencia sobre el hombre: S. Jerónimo (340-420) con su «Carta a Leta», S. Juan Crisóstomo (344-407) con sus «Homilí­as», San Basilio (371-425) con su «Carta a los jóvenes sobre los autores paganos».

– S. Agustí­n (354-430) planteará en sus escritos antropológicos, «Las Confesiones», «Sobre la vida feliz», «Sobre la inmortalidad del alma», «Sobre el libre albedrí­o’ «Sobre el Maestro», etc. una Antropologí­a y una Psicologí­a que serán definitivas en muchos aspectos en la historia del pensamiento no sólo cristiano, sino filosófico o social. El hombre, para este singular Obispo de Hipona es libre y ha nacido para Dios.

1.2. Los tiempos medievales

En la Edad Media centro su atención en las cuestiones teológicos (sobre Dios y la Iglesia) más que en las antropológicas (visión del hombre). Pero los grandes pensadores que surgieron en los nuevos pueblos bárbaros no fueron menos brillantes que sus predecesores.

– Boecio (480-525), en su libro «Sobre el consuelo de la Filosofí­a», será el que abra el pensamiento a los nuevos pueblos y el que ofrezca una visión consoladora sobre el valor hombre cuando es bueno y el riesgo de corrupción del pecador y del violento.

– Y en estos pueblos surgirán pensadores como Isidoro de Sevilla (570-636), educador de los Visigodos de la pení­nsula Ibérica, con tratados como «Las Etimologí­as, o Alcuino de York (730-804), consejero de francos en «La razón del alma», los cuales centran sus estudios sobre el hombre, individual y socialmente considerado, y lo contemplan como protagonista de su propia vida.

– La reflexión antropológica se vuelve creativa y profunda cuando llegan las dialécticas de la Escolástica.

Unas veces se actúa con sentido polémico, como en el caso del inquieto y enamoradizo Pedro Abelardo (1079-1142), que tanto se preocupa de la conciencia en su tratado «Del sí­ y del no».

Y en ocasiones se orientarán las interpretaciones por las ví­as mí­sticas y subjetivas, como en San Bernardo de Claraval (1096-1153), organizador de la vida religiosa del Cí­ster. A veces son las sabí­as observaciones de San Anselmo de Canterbury (1033-1109) en el «Proslogium» y en «Sobre la verdadera religión» y ocasiones fluya le vena mí­stica, como en San Buenaventura (1217-1274), con sus teorí­as sobre la iluminación del «Itinerario de la mente hacia Dios».

– Sí­ntesis geniales logran los grandes maestros del siglo XIII, en el momento de esplendor de la Escolástica: S. Alberto Magno (1200-1280), con sus luminosas concepciones en «De la unidad de la inteligencia» en que tanta claridad ofrece sobre la naturaleza humana y animal; Sto. Tomás de Aquino (1225-1274), con su visión realista en la «Suma Teológica», el más influyente de los escritos cristianos de todos los tiempos.

– El pensamiento cristiano medieval será deudor de los excelentes escritores árabes, como Averroes de Córdoba (1126-1198), que en sus «Comentarios a Aristóteles» ensalza la importancia de la mente humana; o como el médico Avicena o Ibn Sina (980-1037) que, en su «Libro de la Curación», hace al cuerpo la fuente del actuar del alma.

– Al final de los tiempos medievales es cuando el conocimiento del hombre ha avanzado tanto que se pueden hacer estudios tan completos y hermosos como los de Guillermo de Occam (1300-1350) sobre la intuición y sobre la ley moral, en su libro «Suma de la Lógica»; y los de Raimundo Lulio (1235-1315), incansable escritor de temas psicológicos, con su «Doctrina Pueril», verdadero manual de psicologí­a, o su novela «Blanquerna», tratado hermoso de sociologí­a y de pedagogí­a cristiana.

2. Los tiempos modernos

En el Renacimiento es la puerta de la modernidad. Se vuelve la atención a la visión moral y convivencial del hombre. Las ciudades y las nuevas relaciones sociales y polí­ticas reclaman la elaboración de nuevas teorí­as sobre el hombre.

– Figuras de la talla de Erasmo de Rotterdam (1467-1536) reclaman en sus libros, como en «El Elogio de la locura», mayor espí­ritu crí­tico ante la realidad de la vida y ante las instituciones.

– Surgen las utopí­as sobre el hombre como ser dinámico, tales como la de Sto. Tomás Moro (1480-1535), titulada «La Utopí­a»; o la de Tomás Campanella (1568-1639), «La Ciudad del Sol»; e incluso «La Docta ignorancia», de Nicolás de Cusa (1401-1461).

Se escriben programas de vida como «El Prí­ncie», de Nicolás Maquiavelo (1467-1527); y surgen estudios profundos y vitales, como los del genial Luis Vives (1512-1540), que llevan por tí­tulo, «Sobre la enseñanza de las disciplinas» o «Sobre el alma y la vida» o «Sobre la educación de la mujer cristiana».

Y se perfilan finos análisis de temas vitales, como «Los Ensayos», del liberal Miguel de Montaigne (1533-1592). Y se elaboran tratados verdaderos de Psicologí­a sistemática, como «El examen de ingenios», de Juan Huarte de San Juan (1530-1581) y exploraciones biológicas, como las del médico Teofrastro Paracelso (1493-1541).

– Hasta se renueva la visión del hombre con nuevos métodos para analizar la realidad en la que vive, como hace Francisco Bacon de Verulam (1561-1626), quien, en su «Nuevo Organo de las ciencias», anuncia ya concepciones audaces.

3. Los tiempos racionalistas El racionalismo del siglo XVII y el naturalismo del siglo XVIII serán la cumbre de esa etapa de renovación. Se multiplican pensadores que vuelve insistentemente la atención propia y el interés ajeno sobre el la razón y el sentimiento, sobre las ciencias la naturaleza, sobre las leyes de la vida.

3.1. Revolución cartesiana
Los tiempos humanistas prepararon la visión nueva sobre dos ejes: la razón y la naturaleza. La primera dominará en el Continente. La segunda será centro de atención en el núcleo sajón. Surge la visión global del hombre desde sus productos individuales y colectivos.

– La reacción antiescolástica y antihumanista, que representa Renato Descartes (1596-1650), es el punto de partida. En sus libros: «Tratado de las pasiones del alma» y «Reglas para el discernimiento de los espí­ritus» ahonda su aguda distinción entre la «sustancia extensa» o material y la «sustancia cogitans» o racional.

– Ni el misticismo de Blas Pascal (1623-1662) en sus «Pensamientos» ni el pesimismo de Tomás Hobbes (1588-1679) en sus «Elementos de Filosofí­a» o en su crí­tica «Leviathan» desdicen de cualquier manual de psicologí­a actual.

– Será Guillermo Leibniz (1646-1716), gran matemático que también escribe sobre psicologí­a, por ejemplo su obra «Nuevo ensayo sobre el entendimiento humano», el que más aplique a la vida humana el racionalismo de Descartes.

En las Islas Británicas nace también un gran afán por estudiar lo humano y lo social: Juan Locke (1632-1704) construye un sistema de psicologí­a empirista en sus obras «Ensayo sobre el entendimiento humano» y en «Algunos pensamientos sobre educación». Y su seguidor David Hume (1711-1776), en su estudio «Tratado sobre la naturaleza humana», lleva más lejos sus afirmación sobre las fuerzas vitales del hombre.

3.2. Enciclopedismo y razón
El estudio sistemático y renovador del hombre se extrema en los Enciclopedistas franceses. F. M. Arouet o Voltaire (1694-1778) representa la corriente crí­tica y mordaz de este movimiento.

E. B. de Condillac (1715-1780) se expresa, en su «Tratado de las sensaciones», con exagerado sensorialismo; y J. O. La Mettrie (1709-1751), en su obra «El hombre máquina», incurre en el más grosero mecanicismo.

Es el oportunista J. J. Rousseau (1712-1778), quien con su novela pedagógica «El Emilio», o con sus teorí­as sociales del «El Contrato social», quien hace volver la atención sobre lo que vale el sentimiento, el impulso, la pasión, lo que él llama «la naturaleza». Su postura suscita una enorme preocupación por el estudio de cada hombre particular, al hacer del niño el centro de sus reflexiones y condicionar la vida adulta a las condiciones en las que el niño se forme y desarrolle.

Paralela a esas corrientes de los «ilustrados» aparece una lí­nea psicológica racional, crí­tica y filosófica. Viene representada por la figura de Manuel Kant (1724-1804) influyente por su rigor cientí­fico y sus esquemas lógicos de nuevo cuño. Es el comienzo de una psicologí­a «apriorí­stica», «formal», integrada en un importante soporte filosófico. La expone Kant en «Crí­tica de la razón pura» en donde formula el planteamiento de la inteligencia y de sus estadios configurativos de las ideas perfectas (el estético trascendental, el analí­tico trascendental y el dialéctico). Ante la oscuridad del planteamiento tiene que desarrollar el esquema en la «Crí­tica de la razón práctica» y en sus dimensiones sociales en «La metafí­sica de las costumbres» o en «Sobre la paz perpetua», para terminar con algunas aplicaciones en sus escritos menores como en su «Tratado de Pedagogí­a».

La psicologí­a de Kant es más filosofí­a que estricta antropologí­a, pero sus planteamientos pedagógicos derivados de su esquema del conocimiento crí­tico resultó muy influyente en los estudiosos posteriores sobre los problemas del conocimiento y las actividades sociales del hombre.

4. Los tiempos dialécticos
La ciencia del siglo XIX se caracterizó por su arrogancia: despreciaba lo anterior como ingenuo, se consideraba definitiva por su originalidad, se extendí­a a todos los campos del saber, era dogmática por sus afirmaciones, se emancipó definitivamente de cualquier autoridad divina y humana que no fuera el prestigio de sus promotores.

En lo relativo al estudio del hombre siguió los criterios de la Ilustración, que no eran otros que los del «Dictionnaire reaisonés des siences, des arts et de métiers», vulgarmente llamado Enciclopedia, generadora del racionalismo integral, del secularismo y del idealismo absoluto.

4.1. Psicologí­a cientí­fica

Por eso se considero la psicologí­a como una ciencia autónoma, rigurosa, basa en los hechos demostrables y no en las reflexiones personales. Se miró todo lo anterior como consideraciones morales. Es decir la Psicologí­a se hizo positiva y experimental de forma exagerada.

Contribuyeron a ellos las actitudes filosóficas del positivismo de Augusto Comte (1789-1857) en obras como «Discursos sobre el espí­ritu positivo», los gustos pragmáticos de los utilitaristas como John Stuart Mill (1806-1883) en pubicaciones como «Sobre la libertad» o «El utilitarismo», en las metodologí­as dialécticos de G. F. Hegel (1770- 1831), con su «Fenomenologí­a del Espí­ritu» o «La Ciencia de la Lógica», y en la inquietud antropológica de Karl Darwin (1809-1882), en libros como «El origen del hombre». Los estudios sistemáticos y profundos sobre el hombre, a partir de los datos objetivos y no sólo de consideraciones intuitivas, se divulgaron ampliamente en Europa.

Se siguieron cultivando estudios literarios, como los de H. Pestalozzi (1746-1827), por ejemplo «Cómo Gertrudis enseña a sus hijos» o también «Veladas de un solitario». Se escribieron análisis vibrantes sobre las razas, como los «Discursos a la nación alemana» de J. G. Fichte (1762-1814), que publicó «Fundamentos de la teorí­a de la ciencia».

Y se formularon consideraciones románticas y brillantes como las F. G. Schelling (1775-1854) en «Filosofí­a de la religión, «El alma del mundo» o «El yo como principio de la Filosofí­a».

Y algunos filósofos como Federico Schiller (1759-1805) en sus «Cartas sobre la educación estética o «Sobre la elegancia y la dignidad», y Federico Scheleiermacher (1768-1834) «Proyecto de un sistema ético», o «Lecciones de Estética».

Pero surgieron los trabajos estrictamente de psicologí­a, en forma de pedagogí­a o de sociologí­a, entre los que se pueden citar las figuras clásicas en los inicios de la psicologí­a experimental.

– J. F. Froebel (1782-1852) en «La educación el hombre» o en sus «Escritos de Pedagogí­a.»
– J. F. Herbart (1776-1841) es uno de los más originales organizadores de la Ciencia psicológica, con su «Tratado de Psicologí­a» o su «La Psicologí­a como ciencia». Da orientación práctica a los conocimientos cientí­ficos, sobre todo ahonda el concepto de «formación humana» en su libro «Pedagogí­a General derivada del fin de la educación».

– La dimensión naturalista aparece en F. E. Beneke (1798-1854), quien escribe un «Tratado de psicologí­a considerada como ciencia natural». En él promociona las demostraciones independientes de la reflexión y establece leyes y criterios básicos de actuación psicológica.

– Cierta orientación social y comparativa aparece en P. Natorp (1854-1924) en su libro «Psicologí­a social». Y un profundo rigor objetivo reclama F. Brentano (1838-1917), cuando escribe » La Psicologí­a desde el punto de vista cientí­fico» o también su obra «Clasificación de los hechos psí­quicos»
4.2. Psicologí­a experimental
Surgieron incluso los laboratorios de antropometrí­a, como fueron el de Leipzig en 1789, el primero considerado como iniciador de los experimentos psicológico dirigido por Guilermo Wundt (1832-1920) que escribió obras en este sentido: «Elementos de Psicologí­a fisiológica» o «Psicologí­a de los pueblos». Y también nació en 1884 el Laboratorio de antropometrí­a de Londres, de Francisco Galton (1822-1911) surgido en 1884. Esa inquietud por la experimentación hace que se divulguen los experimentos.

El esquema lo habí­a dado el fisiólogo clásico francés Claudio Bernard (1813-1878) al trazar el itinerario de cualquier trabajo cientí­fico experimental y admisible en el los ámbitos de cualquier ciencia: hipótesis, documentación, tabulación, comparación, comprobación, divulgación.

Pero los experimentos se multiplicarán a lo largo del siglo. Sikorsy en 1879 trabajaba ya sobre la fatiga escolar en Rusia; Santely Hall en 1883 exploraba las sensaciones en Baltimore y Jaime Catell (1860-1944) en 1890 iniciaba los «tests» como forma preferente de medir los hechos psí­quicos también en EE.UU. Teodoro Ribot (1839 1916) y Alfredo Binet (1857-1911) iniciaban en Francia la Psicologí­a moderna.

G. T. Fechner (1801-1887), en su libro «Elementos de Psicofí­sica»; y Th. Ribot (1839-1916), en su obra «La herencia psicológica», resaltaron el valor de la exploración psicológica objetiva como camino para construir la ciencia del hombre. Con ellos se potenció la medida como criterio; y la conclusión rigurosa se aprecia como fuente exclusiva de afirmaciones cientí­ficas.

La Ciencia de hombre entró, casi sin advertirlo, en la órbita de las grandes ciencias fí­sicas, naturales, médicas, matemáticas, sociales o económicas, que requieren datos demostrables para llegar a conclusiones ciertas.

El nacimiento de esa Psicologí­a cientí­fica rigurosa se debió sin duda a diversos factores:
– A la influencia de tantos cientí­ficos que no se contentaban con afirmaciones generales, sino que requerí­an demostraciones objetivas y experimentales.

– Al elevado número de filósofos y sociólogos que, sin llamarse psicólogos todaví­a, trabajaron y escribieron sobre temas psicológicos estrictos.

– A la creciente preocupación que se desarrolló al final del siglo por el hombre individual y colectivamente considerado.

El siglo XIX terminó con gran preocupación por los problemas psicológicos, en su dimensión psicofí­sica (sensaciones, reacciones, medidas, experimentos) y en su dimensión humana (causas, facultades, relaciones interiores).

Y el siglo XX será ya muy psicocéntrico. Una excesiva valoración de la psicometrí­a colectiva tenderá a hacer cauces a la nueva psicologí­a: la de la inteligencia, la de la personalidad, la de la creatividad, la de la sociabilidad. Se observará cierto desconcierto de los datos que ya no dice todo lo que hay en el fondo del hombre. Y por eso triunfarán corrientes psicoanalí­ticas como compensación de la afición que existe a explicar todos los hechos psí­quicos por la neurobiologí­a y la endocrinologí­a. Serán tan abundantes los estilos, formas o corrientes psicológicas que convertirán la Psicologí­a en una ciencia «polivalente» para todos los que se dedican a estudiar al hombre.

5. Los valores religiosos
Queda el interrogante de los que supuso en esa carrera vertiginosa de desarrollo psicológico el campo religioso y todo el conjunto de aspectos que le configuran y que le hacen original.

No es evidentemente fácil tratar los espiritual: ideas religiosas, sentimientos éticos o espirituales, credulidad, espiritualidad, fe, virtud, sentido de la trascendencia , como se hace con lo demás.

Pero es evidentemente que contribuyo a introducir en el esquema cientí­fico la dismitificación religiosa que provocaron los adversarios, a veces patológicos, de todo lo que significara creencias:

F. Nietsche (1844-1900) en «Humano, demasiado humano» y Luis Feuerbach (1804-1872) en «La esencia del cristianismo» son dos ejemplos de obsesivos anticristianos de bello estilo y de influencias fuertes e innegables.

Federico Strauss (1802-1874), en «La fe antigua y la fe moderna» hací­a una historia tendenciosa de los dogmas cristianos y en «La vida de Jesús para el pueblo alemán», opuesta a la «Vida de Jesús, de José Ernesto Renán (1823-1892) que se habí­a divulgado para los franceses.

Los misterios cristianos se dejaron aparte, reservados para las conciencias y para las creencias. Pero los sentimientos, los conceptos, las relaciones, sobre todo la actitudes morales y las preferencias de cultos o las prácticas religiosas se comenzaron a mirar como desafí­os cientí­ficos que habí­a que morar con lupa y se sometieron a las exploraciones y a los contrastes de opinión que tanto apasionaban a los psicólogos experimentales (autodenominados cientí­ficos), sobre todo si alardeaban de incredulidad.

En general el siglo XIX estuvo muy lejos de diferencia fe de credulidad, religiosidad de superstición, amor divino de afectividad humana, ética de moral. La perspectiva que permite la historia permite hoy asegurar que fue un beneficio que también el terreno religiosa se sometiera a los devaneos (aciertos y errores, discusiones bizantinas y exploraciones en profundidad) para que, al menos en el terreno de la pedagogí­a y de la catequesis, se comenzará a dar importancia a la religiosidad sana, a diferenciar el rito del culto y explorar los itinerarios por los que la fe ingenua del niño egocéntrico y animista se convierte en disposición solida de adhesión al misterio divino presentado por los mensajeros y los lenguajes humanos.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa