MONAQUISMO

[266] Sistema de vida en los monasterios y en la forma el oración y trabajo que reclaman las reglas de los monjes. (Ver Monacato y ver Ortodoxia 3.9)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La palabra mónachos (único, solo) tiene una larga historia que se remonta a Platón. En el ámbito cristiano el término aparece en el Evangelio de Tomás (por el 150), donde tiene un carácter filosófico. Probablemente surgió también por aquel tiempo en las comunidades de Siria una denominación del mismo significado para designar a los ascetas: el ihidaya, el único, el particular, el discí­pulo a quien se atribuye el mismo tí­tulo que a Cristo, el monoghenés. Jesús es el monoghenés y el discí­pulo que vive los trópous kyrí­os (las formas de vida del Señor) se convierte también en el «único». Alrededor del 330 los monjes son designados por primera vez por Eusebio con el mismo tí­tulo de Cristo: como monoghenéis (Comm. in Ps. 68, 7). Son los que viven en una semejanza total a Cristo. Evidentemente, en el origen no existí­an órdenes o estructuras constituidas.

La primera expresión de vida » monástica» es la eremí­tica o anacorética.

Como declara san Jerónimo, «son anacoretas los que habitan solos en los desiertos y toman su nombre del hecho de que se han retirado lejos de los hombres» (Carta 22, 34). Originalmente, el verbo griego anachoréo (retirarse) significa la huida al desierto de los deudores insolventes. Pero Jerónimo atestigua un uso ya «bautizado» de la palabra.

Aunque pueden documentarse huellas del anacoretismo ya en torno a la mitad del siglo III, parece ser que lo que más contribuyó al desarrollo de esta forma ascética fueron las conversiones en masa al cristianismo tí­picas del siglo 1V, con la consiguiente mengua del fervor espiritual y la necesidad de sustraerse de las seducciones de una sociedad que no habí­a logrado transformar la nueva religión. Así­ pues, en el anacoretismo cristiano hav una tendencia reactiva y una necesidad de fuga de las ciudades, consideradas como lugar de pecado.

Los anacoretas se caracterizaban por su aislamiento casi total, por la abstinencia sexual, las penitencias, el trabajo manual y la falta de un superior. También a- juicio de san Jerónimo, «el que instituyó este género de vida fue Pablo, el que le dio lustre fue Antonio y, remontándonos más arriba, su promotor fue Juan Bautista» (Carta 22, 36).

Aparte de estas afirmaciones, la cuestión sobre el origen del anacoretismo sigue sin resolverse por falta de fuentes. Al contrario, puede demostrarse la rápida difusión de esta forma ascética en Egipto, Palestina, Siria y Asia Menor. Fase primitiva del monaquismo cristiano, que pronto dará paso a la vida cenobí­tica o asociada, el anacoretismo lleva la marca de su patria de origen y asume formas muy diversas de comportamiento. Los diversos géneros de vida anacorética encontraron seguidores no sólo entre los hombres, sino también entre las mujeres. Teodoreto de Ciro, en su Historia de los monjes (29-30), recuerda tres: Marana, Cira y Domnina. Es un hecho que el anacoretismo ejerció una fuerte influencia en la espiritualidad posterior, debido entre otras cosas al carácter «heroico» de sus expresiones.

Se ha observado que, cronológicamente, la experiencia del aislamiento precedió a la cenobí­tica (koí­nos bí­os, vida común). Esta no tardó en imponerse debido al hecho de que a un anacoreta célebre se iban asociando poco a poco algunos discí­pulos, deseosos de compartir su vida.

Considerando los riesgos inherentes a la vida solitaria y las ventajas derivadas de una vida asociada, Pacomio (por el 292-347), tras una experiencia personal de vida eremí­tica. dio forma al cenobitismo, asentado en la convivencia de quienes compartí­an todos sus bienes, en la oración común, en la observancia de la misma regla, en el trabajo manual y en la obediencia absoluta al abad.

Pacomio fundó la primera comunidad en el 323 en Tabennisi (alto Egipto). En poco más de veinte años las fundaciones pacomianas, dirigidas por una Regla de 194 artí­culos, comprendí­an nueve conventos masculinos y dos femeninos. La experiencia innovadora de Pacomio, aunque animada de moderación y de prudencia, no estaba sin embargo- libre de los riesgos inherentes a comunidades numéricamente cada vez más elevadas.

No hay que olvidar a la persona de Antonio (t por el 355), que, después de un perí­odo de anacoretismo, se hizo «Padre» de algunos pequeños monasterios dirigidos por él. Su biografí­a, escrita por el obispo Atanasio de Alejandrí­a, alcanzó un valor normativo en las sucesivas expresiones de vida monástica. Pero fue Basilio de Cesarea (por el 330-379), basado en las experiencias monásticas precedentes, el que aportó correcciones y mejoras a las formas cenobí­ticas ya en acto. Planteó la convivencia comunitaria sobre un tipo de relaciones de amistad, convencido de que sólo la vida cenobí­tica garantizaba el ejercicio de la caridad. «La habitación en común -declara en las Regulae fusius tractatae, VII, par. 4 – constituye un campo de prueba, una hermosa ví­a de progreso, un continuo ejercicio, una meditación ininterrumpida de los preceptos del Señor. Y la finalidad de esta vida en común es la gloria de Dios…

Este género de vida en común es conforme con la que llevaban los santos que se recuerdan en los Hechos de los Apóstoles: los fieles se mantení­an unidos y lo tení­an todo en común».

En conformidad con este planteamiento, Basilio limitó el número de los monjes que viví­an juntos e insertó sus monasterios dentro del contexto social y eclesial, añadiéndoles escuelas, hospicios y orfelinatos. También reglamentó el trabajo manual, dejando más espacio para la oración Y el estudio.

Las experiencias cenObí­ticas orientales encontraron en los siglos 1V y y una rápida y vasta difusión en Occidente. Fue Jerónimo (por el 347-419) el que hizo propaganda de esta forma de ascesis. Pero no hay que silenciar las aportaciones originales que hizo Martí­n de Tours, el cual, a pesar de ser obispo (3701371), mantuvo una vida en común con sus discí­pulos. Una situación análoga presenta el obispo Eusebio de Vercelli (t por el 370), fundador de un cenobio para clérigos. Se afirma de este modo una forma de cenobio episcopal que, favoreciendo la vida común del clero, dio origen al nacimiento de los canónigos regulares.

En ífrica, Agustí­n dio origen a un monasterio episcopal (395), que seguí­a una Regla compuesta expresamente por él (Carta 21 1). En torno al año 400, Honorato fundó el célebre monasterio de Lérins y Juan Casiano (por el 360430), que con sus obras puso a Occidente en contacto con el cenobitismo oriental, dio vida en Marsella a dos monasterios.

La afirmación diversificada de estas formas cenobí­ticas en Occidente encontrará una sí­ntesis original en la Regla de san Benito (t por el 547), que, asimilando el pensamiento pacomiano y la experiencia basiliana, se impondrá sobre las otras formas de vida religiosa asociada por la determinación clara de sus funciones, su sólida organización interna y su inserción en la Iglesia local.

Después del cuadro histórico que acabamos de esbozar, podemos preguntarnos si existe una «espiritualidad monástica original » En este sentido, G. M. Colombás declara: «Los grandes Padres, legisladores teóricos de la vida monástica en sus orí­genes Y en su desarrollo, no indicaron a sus discí­pulos más objetivo de santidad que el que se señala a todos los cristianos de la Iglesia, ni trazaron otro camino para llegar a él que el del Evangelion No se trata, por tanto de una espiritualidad reservada a una élite, ni los monjes quieren ser un grupo esotérico, una especie de gnósticos. Así­ pues, la vocación monástica no puede entenderse más que como una ratificación y una profundización consciente de las promesas bautismales que el monje toma de observar en toda su radicalidad.

Por tanto, si no existe una perfección reservada a los monjes, sino que a todos, tanto laicos como monjes, se les propone la única perfección evangélica, está claro que a todos se dirige el doble precepto del amor de Dios sobre todas las cosas y el del amor al prójimo más que a uno mismo. Dentro de este ideal hay, sin embargo, ciertos arquetipos o «ideas fuerza» que en diversa medida han ejercido su influencia sobre las distintas formas de vida monástica y sobre su espiritualidad. En este sentido baste recordar el ideal de la vida como imitación de Cristo, como imitación de la comunidad primitiva que nos presentan los Hechos (2,44-45~ 4,32-34), la asunción de la vida ascética como sustitutivo del martirio, la vida monástica como batalla contra el demonio, la emigración ascética Y el éxodo espiritual, la imitación de la vida angélica, el retorno a la inocencia de Adán, la espera vigilante de la parusí­a, la vida como ideal filosófico. Estos diversos arquetipos que hemos reseñado muestran la rica variedad del ideal monástico; una diversidad que no altera absolutamente la unidad esencial : el monje es aquel que, bajo diversas formas, busca el conocimiento, la adoración y el servicio de Dios.
L. Padovese

Bibl.: J Gribomont, Monacato, en DPAC, 11, 1465-1467; G. Turbessi – T. Spidlik, Monacato-Monacato oriental, en DE, 11, 637650; G, M. Colombás, El monacato pri,,2itivo, 2 vols., BAC, Madrid 1974-1975; A, Masoliver, Historia del monacato cristiano, Ed, Encuentro, Madrid 1993.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico