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El concepto de ley se identifica a veces con el de Mandamientos o con el Decálogo, pero no es correcto hacerlo así. Los israelitas daban a la Torah, a la Ley, una significación más general, que era la voluntad creacional de Dios y la elección mesiánica del pueblo.
La ley se manifestaba en la voluntad divina convertida en conjunto de mandatos o prescripciones. Y esa voluntad, que se hallaba extendida en diversidad de comunicaciones, era sagrada y básica en la historia del Pueblo. Había sido comunicada solemnemente a Moisés en el Monte de Sinaí y simbólicamente había sido escrita por Yaweh en tablas de piedra.
En la educación cristiana hay que formar la conciencia con ideas claras sobre la Ley, no en cuento norma que inhibe la libertad, sino como encuentro con Dios. Con frecuencia se alude a «ese encuentro» en los textos evangélicos que aluden a «la Ley y los Profetas». Es expresión equivalente a «Voluntad de Dios».
De las 215 veces que aparece el término «Ley» en los 27 libros del Nuevo Testamento, 49 se hallan en los cuatro Evangelios y 17 se pone en los labios de Jesús, aludiendo a la voluntad divina expresada para el conocimiento de los hombres. Es normal entender entonces su mensaje de respeto y de defensa de la Ley: «No he venido a destruir la Ley y a los Profetas, sino a darles cumplimiento. Antes pasará el cielo y la tierra que deje cumplir hasta una jota o ápice de lo escrito.» (Mt. 5. 17 y 16. 7)
1. Ley Natural
Entendemos ordinariamente por tal la capacidad de juicio que tiene el hombre, otorgada por dios para pensar y discernir. Hay algo puesto por el Creador en la mente que le permite descubrir espontáneamente lo que es bueno y lo que es malo. Sin esfuerzo, sabemos lo que procede de Dios y lo que por Dios será juzgado. El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, es capaz de comprender, de sentir y de respetar su propia dignidad.
Tertuliano ya lo escribía en el siglo III: «El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de recibir de Dios una ley. Es animal dotado de razón, capaz de comprender y de discernir, que puede regular su conducta y disponer de su libertad y de su razón, con la sumisión al que le ha entregado todo». (Marc. 2. 4).
Todos los teólogos desde la Edad Media han resaltado la luz natural que el hombre tiene para descubrir su identidad. El grado de comprensión, y sobre todo de aceptación, no es el mismo en todos, porque todos son diferentes y libres.
A esa ley natural llamamos «recta razón», «juicio práctico», «sentido creacional». Es propia del ser inteligente, se ejerce por la reflexión, ordena la conducta y la hace imputable al igual que el hombre es responsable.
San Agustín recordaba que esta ley está en el corazón: «¿Dónde están inscritas estas normas sino en el libro de esa luz que se llama la Verdad? Allí está escrita toda ley justa, de allí pasa al corazón del hombre que cumple la justicia; no que ella emigre a él, sino que en él pone su impronta, a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo.»(Trin. 14. 21)
Los grandes preceptos que luego aparecen en el Decálogo mosaico: no matar, no robar, no mentir, amar a los padres, hacer bien al prójimo, no cultivar malas intenciones o deseos, se hallan tan grabados en el corazón recto y sano que cualquier sospecha contraria es rechazada por la experiencia propia y por la reflexión ajena.
En ocasiones, o para determinadas personas, aplicar esa ley natural a cada caso concreto reclama esfuerzo de reflexión, pues algunos hábitos adquiridos por determinadas culturas oscurecen la razón: venganza, aborto, conquista bélica, esclavitud de otros, homosexualidad, engaños hábiles, discriminación racial o sexual. Estas prácticas pueden parecer normales si se analizan determinadas sociedades o ambientes. Incluso pueden estar reguladas por leyes positivas ocasionales. Sin embargo, la reflexión honesta pronto distingue lo que es abuso de lo que es costumbre. Discriminar a la mujer, aunque sea normal en países mahometanos, matar a los no nacidos, aunque se practique con abundancia en países modernos, esclavizar indígenas, aunque fue usual en conquistadores desaprensivos, es malo por la violación que supone de la naturaleza humana, es decir de los derechos humanos.
2. Ley divina
Dios ha impreso como Creador la ley natural en sus criaturas. Pero además ha querido revelar y comunicar a los hombres determinadas verdades que llamamos misterios y determinadas normas que denominamos mandamientos. Con esas leyes divinas, Dios ha querido que los hombres regularan sus comportamientos según un modo especial y propio.
La comunicación divina tiene su mejor expresión en el Decálogo bíblico, aunque sus preceptos de por sí son naturales. Mas algunos pueden ser mirados como órdenes explícitas que podrían haber sido de otro tipo: la ley de santificar los sábados para los israelitas podía haberse cambiado por el respeto a los jueves; la de ofrecer sacrificios de sólo ciertos animales en el templo o de pagar diezmos y primicias para el culto podían haber sido muy diferentes. Sin embargo fueron tales como las conocemos.
2.1. Ley antigua o mosaica
En el Antiguo Testamento, antes de la venida de Jesús, el principio rector de la voluntad divina estuvo en los Mandatos comunicados a Moisés. Los llamamos Decálogo por el número simbólico de diez en los que se condensó su mensaje.
Estos preceptos responden a los modos de vivir y de actuar del pueblo que Dios eligió para en que un día se encarnara en él su Hijo. No se pueden ver estas normas rectoras al margen de la acción providente de Dios, como si Israel fuera uno más de los pueblos que tuvieron sus creencias y sus prácticas morales y cultuales. Es frecuente caer en este error y considerar a Yaweh o a El como otra mitología más de las muchas que regularon la vida de los hombres primitivos: como los hinduistas tenían sus «trimurti» divina en Shiva, Visnu y Brahama o como los cananeos adoraba a Baal y los arameos a Molok.
Israel fue un pueblo singular, elegido, depositario de una revelación. Desde una perspectiva de fe, hay que entender los conceptos dogmáticos y desde la fe hay que descubrir el significado de la moral del Antiguo Testamento.
Este principio no es incompatible con la ciencia y la arqueología. El análisis de la cultura hebrea primitiva se entiende mejor con los datos de los antropólogos o los historiadores. Pero ellos no son suficientes para entender la presencia divina en la Historia de Israel.
La posterior interpretación cristiana de la Ley mosaica permitiría considerar la como buena, pero imperfecta; santa y espiritual pero insuficiente (Rom. 7, 12-16). Esa ley sería el camino querido por Dios para llegar a la Ley nueva, la de la plenitud en Cristo. Como diría S. Pablo sería el «pedagogo», el «sendero», el apoyo para llegar a la plenitud (Gal. 3. 24). Su misión sería preparar el Evangelio. Con palabras de San Ireneo: «La ley antigua es profecía y pedagogía de las realidades venideras» (Haer. 4. 15. 1).
Ciertamente hace falta visión de fe para entender esto y superar el síndrome de museo que tantos biblistas poseen.
2.2. La ley nueva o evangélica
Le plenitud de la Ley vino con la plenitud de la revelación traída por el mismo Jesús. Entonces los seguidores del Evangelio aprendieron a llamar a Dios «Padre nuestro», descubrieron que era preciso perdonar hasta «setenta veces siete», que era un deber «amar al enemigo y al que nos hace mal».
La Ley del Evangelio se presentó como la perfección en el mundo de la ley divina, natural y revelada. Fue Cristo, mensajero del Padre, el que llevó a la perfección esa Ley y se expresó claramente en nueva forma de pensar y de hablar. La expresión de «habéis oído que se dijo… yo os digo más» se repite con frecuencia en los labios de Jesús. (Mt. 5. 22,27,33; 5. 38; 5. 43)
La Ley de Jesús es una ley de perfección, exigente, basada en su autoridad superior a Moisés. Exige fe para entenderla y aceptarla. Es Ley nueva y abarca a las intenciones y a las actitudes, no se queda en las acciones. Se basa en el amor no en el temor a Dios. Resalta el amor al prójimo, que es un mandamiento «semejante al primero». Su emblema es el Sermón del Monte, como en Moisés dominaba el Monte Sinaí.
Así lo entendió la Iglesia con S. Agustín: «El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón del Señor en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de san Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana… Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana». (Serm. Dom. 1. 1).
El símbolo de esa Ley nueva está en las llamadas Bienaventuranzas (Mt. 5. 17-19), no ya en los Mandamientos.
Las consignas morales de Jesús eran tan diferentes de las antiguas que sorprendían a los fariseos que no amaban a Jesús y sólo podían ser aceptados por sus seguidores, que los entendía por medio del amor: limosna, oración, el ayuno y penitencia, amor (Mt. 6. 1-6 y 16-18). Y terminaban en la plegaria sorprendente del Padrenuestro (Mt. 6. 9-13).
Determinados modos de hablar de Jesús coincidían con doctrinas frecuentes en su entorno: la doctrina de los dos caminos: (Mt. 7. 13-14), la equivalencia en el dar y el recibir (Mt. 7. 21-27), el hacer a otros lo que se quiere que otros hagan con uno (Mt. 7. 12; Lc. 6. 31).
Pero otros preceptos eran tan novedosos que hasta podían escandalizar a los ajenos al grupo de Jesús: el «mandato nuevo» (Jn. 13. 34), el amarse hasta la muerte, como Jesús había amado (Jn. 15. 12). La originalidad del Evangelio es tan cautivadora que bien merece tal nombre «Buen anuncio» (Eu-angello).
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «La ley evangélica es llamada «Ley de amor», porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por temor; «Ley de gracia», porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; «Ley de libertad» (St. 1. 25; 2. 12), porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». (Jn 15, 15), o también a la condición de hijo heredero (Gal. 4. 1 y 7. 21-31; Rom. 8. 15). (Nº 1972)
3. Alianza y Ley La Ley antigua implicaba una relación con Dios que se había manifestado a Abraham, a Jacob y a Moisés y reclamaba una respuesta del Pueblo. La Ley nueva, la del amor al prójimo, supuso un cambio de orientación: del temor al amor, del Dios puro del cielo al Dios humano del hermano.
Llamamos en lenguaje bíblico Alianza o Testamento a esa relación. En la relación antigua brillaba la supremacía divina. En la relación nueva subyace el misterio de la encarnación, de la humanización de Dios. Eso abre una forma peculiar de relacionarnos con Dios y por eso los cristianos somos, o tenemos que ser, protagonistas de otro pacto, de otra Alianza, que es la que se configuró con la muerte y la resurrección de Jesús.
En el nuevo Pacto el encuentro amoroso con Dios, que en el nuevo Testamento se presenta como Padre por boca de Jesús, lo que nos hace originales a los cristianos y lo que constituye el eje básico para la educación de la conciencia cristiana, es la confianza, el amor.
Sin olvidar que la terminología bíblica está expresada con lenguaje propio de los tratados internacionales del Oriente antiguo, se pueden señalar varias analogías y varias originalidades.
– En todo pacto hay dos partes igualmente beneficiadas. En el Pacto con Dios sólo el hombre resulta beneficiario de los regalos divinos. Es un pacto de benevolencia no de concordancia. Una de las partes recibe mucho más que da.
– En los pactos antiguos había embajadores intermediarios y había negociaciones. En el Pacto del Nuevo Testamento se ahorran los intermediarios, al venir a firmar con su sangre el acuerdo nada menos que el Hijo de Dios, Dios mismo. Y no hay negociaciones sino sólo recomendaciones y divinas decisiones.
– En los pactos antiguos sólo una parte restringida entraba en juego, un pueblo, una monarquía, un territorio. Así fue el pacto del Sinaí: Israel. En el la Nueva Alianza todos los seres humanos tienen cabida en la justificación. El mundo entero de antes y de después queda llamado a la salvación por decisión divina.
Es interesante observar que el texto de la Antigua Alianza es largo y complejo. Tal vez fue simple y lapidario al principio. Moisés subió al monte Sinaí para recibir las leyes de Dios… y las escribió en piedras santificadas por el dedo de Dios. Posteriormente el texto se fue llenando de glosas y de explicaciones, sobre todo en la redacción del Deuteronomio. Y hasta el texto atribuido a Dios se presenta en la Biblia con una doble redacción: la primera, más breve, contiene los diez mandamientos: Ex. 20. 1-17; la segunda más amplia los explica algo: Deut. 5. 1-32. En ambos textos un abanico interminable de prescripciones se desencadena en los capítulos siguientes de los libros respectivos.
Sin embargo, el texto de la Nueva Alianza es brevísimo: «Un solo mandamiento os doy, que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13.34). Y tal vez la única explicación bíblica desahogada es la que Juan, o la carta atribuida a él, ofrece con desahogo: 1 Jn. 2.11 a 4.21.
4. Ley humana
Eco de la ley divina es la ley humana, la que da la autoridad para el gobierno de la comunidad y con el objeto de buscar y lograr el bien común.
Santo Tomás de Aquino decía que la Ley humana es «la ordenación de la recta razón promulgada por el que gobierna la comunidad para el bien común… Es eco de la ley divina, y si no refleja el orden divino no es ley. «S. Th. 1-2. 90. 1)
Y este criterio vale tanto para las leyes civiles que dan los gobernantes para ordenar la sociedad terrena, como la ordenación legal que hace la comunidad creyente, la Iglesia, para conseguir sus fines específicos.
4.1. Las leyes civiles
Son ordenaciones racionales en busca del bien de la colectividad. Si las leyes se hacen por coacción o imposición caprichosa del gobernante, entonces no son leyes auténticas, sino opresión o abuso de autoridad. Tal sucede cuando el objeto es malo (muerte, explotación, discriminaciones). Entonces no solo no son obligatorias, sino que lo obligado es no cumplirlas. Y lo mismo acontece si solo pretenden beneficios particulares.
Sea la autoridad tradicional y hereditaria (monarquía), sea excepcional para evitar un mal mayor radicado en el desorden social (dictadura), sea fruto de consenso libre por los que forman la comunidad (democracia), tiene derecho y deber de gobernar con justicia y con dignidad.
Las decisiones de la autoridad, dadas de forma personal (Decretos) o dadas de forma orgánica (leyes parlamentarias) esa ordenación para el bien común es una expresión de la voluntad de Dios y evidentemente resultan de obligado cumplimiento en conciencia.
La anarquía, o rechazo de toda autoridad, es una actitud antinatural. Y la negación de la ley y de su fuerza moral es un contrasentido.
4.2. Leyes eclesiásticas.
También las sociedades religiosas, los grupos, las comunidades, la Iglesia, tienen derecho y deber de dictar leyes o normas obligatorias para todos los miembros que las constituyen.
Este principio es válido para todo grupo religioso por el principio general que afecta a todo grupo humano: partidos políticos, sociedades culturales o entidades deportivas. Pero en lo referente a la dimensión espiritual, por afectar a la dimensión más trascendente del hombre, hay un significado de fe particular que hace las normas religiosas de una naturaleza singular.
Por eso las leyes de la Iglesia, los mandamientos de la Iglesia, por un motivo especial tienen una consideración particular. En cuanto entidad religiosa humana puede poseer sus propias normas y debe exigir siempre que todos las respeten, no que las cumplan si no son miembros o creyentes en su identidad o misión en la tierra.
Pero también es conveniente recordar, aunque no imponer a los no creyentes, que la Iglesia de Jesús, la cristiana, ofrece un rasgo singular. Jesús quiso una comunidad de sus seguidores con una autoridad, una jerarquía, depositaria de un «magisterio», de un poder de gobernar, enseñar y santificar. En función de la delegación del mismo poder del Señor, la Iglesia tiene especial deber de legislar para el bien espiritual e incluso material de sus seguidores.
Jesús se lo dejó transferido: «Como mi Padre me envió a mi, así yo os envió a vosotros»… (Mt. 28.19). «Tu eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi Iglesia… Lo que atares en la tierra, atado quedará en el cielo y lo que desatares en la tierra, desatado quedará en el cielo». (Mt. 16.18)
La ley eclesiástica no solo puede versar sobre aspectos puramente religiosos: doctrinas, normas morales, plegarias y relaciones espirituales y en esos terrenos vincula la conciencia de los miembros por sí misma. También puede extenderse a aquellos rasgos o campos en los que indirecta o directamente se relacionan hay relación con los religioso. En ellos también tiene la comunidad creyente el deber de establecer sus propios modos de comportamiento y los cauces para que sus miembros vivan según la voluntad de Dios. 5. Educar para la Ley
El poder legislador de la Iglesia debe ser un centro de atención preferente a la hora de formar rectamente las conciencias de los seguidores de Jesús.
Pero la formación ética de las personas exige claridad de ideas y rectitud de comportamiento respecto a las leyes y a su cumplimiento
En doble aspecto debe darse esa formación.
– En el orden de los criterios, asumiendo que la ley natural o positiva, civil o religiosa, particular o universal, es expresión de la voluntad, creacional o revelacional, de Dios.
Si no hay criterios sanos, difícilmente se puede vivir conforme al orden. La ley se mira entonces como obstáculo a la libertad y se trata de eludirla en la medida en que la astucia, la suerte o la desfachatez permiten hacerlo.
– Pero además hay que educar en la ley desde la experiencia, es decir desde el cumplimiento de cada día.
+ Hay que despertar interés por conocer su existencia, su alcance y sus exigencias para la propia persona.
+ Hay que enseñar a interpretarla y juzgar su alcance con honestidad y con sentido de obediencia
+ Hay que crear hábitos justos de cumplimiento aprecio a la materialidad de la ley, es decir actitud de legalidad.
+ Pero hay que invitar a penetrarse del espíritu de la ley, que es más importante que el texto o la redacción literal, huyendo por igual del materialismo legalista y del relativismo moral.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
Es una norma -del latín lex- que enuncia el orden vigente en una realidad y que se pone como regla de comportamiento en armonía con esa realidad. Se dan leyes en todo el ancho campo de la realidad: a nivel pre-humano en la necesidad física y a nivel humano en la libertad proyectiva. En este nivel se sitúa la ley moral: «regla y medida de los actos humanos» (Santo Tomás, 5. Th. 1-11, q.90, a. 1).
El hombre es un ser dinámico tenso a la consecución de un fin a través de su obrar. Se trata del fin propiamente humano, que consiste en la realización integral de su ser: fin último, transcendente. La relación medios-fin se establece en esta ocasión por la ley moral. Esta dispone el obrar para la realización del hombre en cuanto tal. Las leyes morales en su conjunto interpretan y expresan las exigencias dinámicas de la naturaleza humana. El fin no es más que la misma naturaleza de un ser dinámicamente considerada y asumida como tarea: como deber-ser. La ley es la expresión de este deber-ser. En otras palabras, es el sentido mismo de la vida -la verdad de la vida que hace de esencia y de finalidad, de principio y de fin- traducido en normas de conexión operativa entre la esencia y el fin, de manera que reconocer y cumplir la ley moral es fidelidad a la realización del propio ser.
Comprendida de este modo, la ley moral tiene una fundamentación autmomo-teómoma. Sus exigencias se derivan de la naturaleza humana, de manera que se configura esencialmente como ley natural: una ley ~ imperada no por un orden heterónomo. que tenga que sufrir el sujeto como un dictamen exterior, sino por la ontología misma de la persona, en su riqueza de ser, que la conciencia reconoce y la libertad cumple como deber-ser y como autorrealización. En este sentido santo Tomás puede afirmar que los hombres «son ley para ellos mismos» (Comm. im III Sem., d. 37, q. 1) y definir la ley – como «ordinatio rationis» (5. Th. 1-11, q. 90, a. 4): ordenamiento del obrar humano alcanzado y – trazado por la razón (cf.Ibíd. a. 1).
Pero la autonomía de la naturaleza humana y de la razón, que capta sus significados dinámicos, no está cerrada ni replegada sobre sí misma, sino que está en relación con la teonomía. En efecto, el hombre expresa un ser, como naturaleza y como fin, que no se ha dado a sí mismo y – que por tanto no se puede autosalvar: un ser creado y redimido por la gracia creadora y redentora divina: «por la gracia de Dios sov lo que soy» (1 Cor 15,10). El hombre es y se realiza a sí mismo en Dios; se comprende como ser de Dios y para Dios.
La ley natural, expresión dinámica de este ser que tiene en Dios su centro fontal y final, es a su vez reflejo de la le, y eterna, o sea de la sabiduría divina que la ha pensado y querido. Es -escribe santo Tomás- («participación de la ley eterna en la criatura racional» (5. Th. III, q. 91, a. 2). La razón humana, en la inteligencia de la ley, participa de la razón ordenadora y finalizadora de Dios.
Así pues, Dios está en el origen de la ley moral, no como el legislador y el juez que dicta al hombre las condiciones salvíficas, sino como el creador y redentor es decir, como aquel por e1 cual el hombre se encuentra a sí mismo en la autonomía de su propio ser creatural y en la capacidad de su razón para captar en sí mismo el proyecto divino. Herida por el pecado, pero no suprimida, esta capacidad ha sido sanada y robustecida por la gracia del Espíritu Santo, inspirador de la ley mueva o ley de la gracia en el corazón de los creyentes. No es una ley añadida a la ley natural, sino su mas alta inteligencia y posibilidad, como moción a partir de las profundidades del hombre nuevo en Jesucristo.
La ley moral, inscrita en el ser del hombre (ley natural), expresión de la razón ordenadora divina (ley ~ eterna), significada de nuevo por la gracia del Espíritu Santo (ley nueva), es una ley divina, porque tiene su origen primero y último en Dios creador y redentor del hombre. El hombre la percibe con su razón (ley natural), iluminada por la gracia del Espíritu Santo (ley nueva). La ley moral divina toma forma temática en la Palabra de Dios como ley revelada: ley moral divina positiva,- por haber sido expresada formalmente y promulgada en la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Además de la formulación y promulgación divina, hay otra promulgación de la ley moral. La ley humana es una traducción temática y positiva (lex scripta) de la ley natural (iex indita) por obra de una autoridad moral.
La formulación de la ley moral puede hacerse en términos negativos o positivos. En el primer caso se tienen leyes de prohibición o de veto, que establecen unos límites concretos que no es posible superar, ya que más allá de los mismos está el mal moral. En el segundo caso se tienen leyes imperativas o de acción, que ordenan comportamientos prácticamente ilimitados en el cumplimiento del bien.
M. Cozzoli
Bibl.: Santo Tomás, Summa theologica, 1-11, qq, 90- 108: B. Haring, Norma y ley, en La ley de Cristo, 1, Herder, Barcelona -1965, 261270 y 325-339. M. Vidal, Moral de actitudes, 1: Moral fundamental, PS, Madrid 1990, 447-483; AA, VV , Percepción de los valores y normativa ética, en Concilium 120 (1976), número monográfico.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
El concepto de l.m. conduce a la cuestión de qué significa aquí «->ley». Ley (nómos, lex) es originariamente el ordenamiento preceptivo (mandato) que impone el poder del Estado y que se dirige a la voluntad de los ciudadanos para su convivencia; tal prescripción pretende obligar de modo absoluto, pero la desobediencia a ella sigue siendo posible (ley promulgada «práctica»). Más tarde la idea de un Dios que como Señor ordena y dirige no sólo la vida de todos los hombres sino también todo el acontecer mundano (AT, estoicismo), lleva a un concepto de ley que, por encima de la voluntad humana, de-termina inmediatamente las relaciones del suceder y del ser. Posteriormente, en esa concepción el pensamiento de la promulgación de la ley por Dios se hace secundario o desaparece por completo (ley «teórica» que actúa en el ser mismo. Al rigor de la obligatoriedad en el primer concepto de ley corresponde aquí el rigor de su vigencia (efectividad real).
La l.m. puede entenderse ya teológica ya filosóficamente. Teológicamente se presenta como l.m. el ->decálogo, donde ésta es una prescripción promulgada y práctica (mandamiento moral). Sin embargo, en general se entiende por l.m. una prescripción cuyo contenido corresponde a los mandamientos capitales del decálogo, pero que, independiente-mente de la fe cristiana, es cognoscible y válida para todos los hombres, presentando así un carácter filosófico. Entonces el contenido no deriva de la disposición autoritaria de otro que se impone desde fuera (mandamiento), sino de unas realidades que con-tienen una legalidad en sentido teorético, de la cual toma conciencia cada uno como de algo que solicita válidamente su voluntad.
Entendida así la l.m. se ha estudiado durante mucho tiempo ante todo bajo el nombre de lex naturae o lex naturalis (ley moral natural, -> derecho natural). La doctrina clásica acerca de esta ley la desarrolló Tomás de Aquino, partiendo de ciertas bases de la antigüedad (Platón, Aristóteles, estoicismo, Cicerón). La presente exposición enlaza con la doctrina tomista, y la prolonga críticamente mediante el empleo de conceptos modernos.
En toda doctrina de la l.m. el fundamento legal de ser constituye la estructura del obrar humano (-> acto moral). Según Tomás, ésta radica en que toda acción brota de un deseo (appetitus) del sujeto, el cual tiende a la adquisición de un bien que le falta (bonum) como parte constitutiva del ser (ens), y con ello a su plena realización (perfectio). El bonum tiene aquí: a) como ens el carácter de perfectum (en lenguaje moderno diríamos de un «-> valor» absoluto que descansa en sí mismo: Scheler, M. Hartmann); b) en cuanto lleva el ser del sujeto a la perfectio, el carácter de perfectivum (es decir, de un valor «relativo» «que llena una necesidad»: Scheler, Hartmann, Reiner); c) en cuanto el appetitus tiende a su consecución, el carácter de appetibile. Los bienes deseados por el apetito se extienden desde el placer más pequeño hasta las más altas conductas virtuosas.
El fin último del apetito y, con él, el de toda acción, es la satisfacción completa de todos los deseos, que consiste en la supresión de toda auténtica carencia de ser: la beatitudo (cf. fin del -> hombre). Con la mirada en este fin último, la razón debe decidir en los conflictos entre los fines particulares divergentes.
La atención al ser y a la necesidad (deficiencia en el ser) que otros y uno mismo sienten de Dios sólo se impone mediatamente en esta sistemática, a través de la aspiración (dirigida y reclamada con fuerza por la ratio) a la perfección interna de los actos propios, que exige a su vez un objeto externo adecuado (conveniens), o a través de la exigencia, introducida con el concepto de ley, de una orientación al bien común. Pero el sentimiento natural de compasión y de gozo compartido nos dice ya que también el dolor y el gozo de otros hombres particulares, aun de los extraños que nos salen al encuentro, exigen inmediatamente por sí mismos nuestra acción (cf. p. ej., Lc 10, 33-37). No menos entiende el cristiano que ha de servir a Dios con la entrega a él y por sí mismo, y no sólo mirando a su propia perfección y felicidad.
De donde resulta que hay que tender al bonum como perfectivum no sólo en razón de la propia perfección como bien propio, es decir, como «valor particular relativo» «que llena las necesidades propias» (Reiner), sino también como bonum alterius con la perfectio del otro como fin; es decir, como valor «relativo ajeno» «que llena las necesidades del otro». Además el bien en cuanto perfecto («valor absoluto») puede constituir el fin de la acción en manera tal que se tienda a su conservación y protección, a su respeto y gloria (p. ej., la -> gloria de Dios). Con ello se demuestra, en tercer lugar, que es insostenible la definición general del bien como appetibile, pues sólo es aplicable mediatamente al bonum perfectivum alterius y no considera en modo alguno el bonum perfectum en la otra persona. Teniendo en cuenta nuestra escala de valores, sería más adecuado definir el bien en general como laetabile (agradable). En el bien en cuanto perfecto (valor absoluto) su existencia es en sí agradable; en el bien en cuanto «perfectivo» (valor relativo) es agradable su consecución. En esa perspectiva son valores absolutos, además de los entes concretos, como el hombre, los animales y las obras de arte, también ciertos estados dependientes o ideales del ser, como las -» virtudes o el -» derecho. Simultáneamente nace una relación doble de los bienes con el agente: en cuanto un bien se considera como bonum proprium (valor particular relativo) tiene carácter atractivo; en cuanto se nos aparece como bonum alterius (valor relativo del otro) o como bonum perfectum (valor absoluto) exige (que lo estimemos, lo realicemos o lo protejamos).
Los objetos del deseo (bona como appetibilia, valores relativos que llenan una necesidad) sirven normalmente, según una ordenación de finalidades hecha por la naturaleza, a la autoconservación o al autoperfeccionamiento (perfectio) o a la conservación de la especie, y con ello a la realización de valores absolutos, aunque primeramente y en general no se deseen por tal motivo. Incluso no siempre contribuyen a ello, pudiendo resultar insignificantes y harto perjudiciales. Así sucede, por ejemplo, con los excesos en la comida y bebida o en la satisfacción de necesidades no naturales y perniciosas, surgidas sólo por la costumbre, como el hecho de fumar. En este sentido nuestras necesidades apuntan a unos valores (bona) que, en cuanto sirven a la mera satisfacción propia, tienen una importancia solamente subjetiva, y por tanto se puede renunciar a ellos. Por el contrario, el bien deseado tiene una importancia «objetiva» en cuanto, como valor para los otros (bonum alterius) o como valor absoluto que descansa en sí mismo (bonum perfectum o bonum quoad se) reclama nuestra voluntad. La respuesta del tomismo al respecto, con su distinción entre bonum verum y apparens no satisface en modo alguno.
En virtud de esto se nos plantea la exigencia de que, cuantas veces estemos en situación de apoyar valores objetivamente importantes con esperanza de éxito, lo hagamos, aunque eso implique la renuncia a valores de importancia meramente subjetiva. Si procedemos así, nuestra conducta será normalmente buena; en caso contrario, será mala. Esto último ocurre habitualmente al perseguir un valor de alcance puramente subjetivo, es decir, al actuar por «egoísmo». Junto a esto, como un caso más raro de «maldad» propiamente dicha, la destrucción de un valor objetivamente importante por interés personal. La distinción entre el bien y el mal depende, pues, de la decisión de la voluntad. De ello es consciente hasta el hombre más limitado.
Pero con frecuencia hay que elegir entre varios valores objetivamente importantes. Entonces la decisión no está esencialmente en la voluntad, por lo que no se trata de una decisión entre el bien y el mal, sino que es cuestión de un juicio adecuado sobre lo moralmente recto. Ese juicio se forma en parte desde unos puntos de vista generales, como dignidad, cantidad o urgencia de los valores por ambos lados, y en parte desde puntos de vista individuales, como capacidad personal o perspectivas concretas de éxito. Lo que así aparece como moralmente recto lo hace cada uno espontáneamente, con tal que al propio tiempo no entren en juego valores subjetivamente importantes. Mas para decidir lo que es objetivamente moral se requieren a menudo la prudencia y la experiencia. Aquí también se precisa para muchas cuestiones la ayuda de ciencias particulares, como la doctrina económico-política, la sociología, la medicina, la psicología. Estas cuestiones (p. ej., si es justo cobrar réditos, si la coeducación es recomendable, si son lícitos la craneotomía y el armamento atómico) deben ser tratadas por disciplinas especiales, como la ética de la economía, la deontología médica, la pedagogía o la ética casuística. Como los datos presupuestos son históricamente mutables, el estudio de tales cuestiones requiere de tiempo en tiempo revisión y renovación. Pero también así permanece en los factores individuales de lo moralmente recto un resto que no puede aprehenderse en forma universal y que confiere su derecho limitado a una -> ética de situación.
Mas con la distinción entre lo moralmente recto y lo equivocado puede enlazarse también la distinción entre bien y mal. Esto ocurre cuando en la elección entre varios valores objetivamente importantes se conecta con uno de ellos un valor sólo subjetivamente importante. Entonces la cuestión de qué decisión sea moralmente recta comporta el sentido de si la decisión que correaliza un valor sólo subjetivamente importante es moralmente lícita o no. Lo es cuando dicho valor meramente subjetivo está enlazado con el objetivo que se juzga preferible a los demás. Pero la decisión es moralmente buena sólo cuando la pongo en razón del valor objetivamente importante; y, por el contrario, carece de valor moral (aun siendo moralmente recta, y en sí no mala) si hago esa elección sólo a causa del valor subjetivamente importante. En cambio, si ese valor está del lado de lo que objetivamente debe postergarse, entonces la acción correspondiente es ilícita, y mi decisión no sólo es moralmente falsa sino también mala.
La l.m. «natural» que de ahí resulta recibe no sólo su contenido sino también el peso de su obligatoriedad primordialmente por la importancia y el peso de los fines y consecuencias reales que aparecen ante nuestros ojos como meta a lograr o a rechazar. Por ello, su peso y obligatoriedad son de distinto alcance según la naturaleza de tales fines. A esto se suma el que nosotros por lo general somos demasiado exigentes en las acciones y permisiones que corresponden a los otros, y con ello reconocemos expresa o implícitamente la validez de tales exigencias. Quedamos, pues, ligados con un rigor como mínimo igual al que ponemos cuando exigimos algo a los demás (regla de oro: Reiner); p. ej., que no toquen lo nuestro. Para los cristianos, finalmente, este lazo se completa todavía más y viene esencialmente reforzado por la voluntad creadora de Dios (cf. teología moral [en -> moral], -> moralidad).
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Hans Reiner
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica