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Recitador de versos y leyendas, de cantares y entretenimientos de la plebe, que solía recorrer durante la Edad Media plazas urbanas y patios de castillos.
Era una artista itinerante en ocasiones y un profesional del entretenimiento las más de las veces: tocaba, cantaba, recitaba. Desde el siglo XII se les llamó juglares. Y desde el XIV formaron algunos gremios en los pueblos numerosos.
Su oficio (méster) era popular y su lenguaje también, a diferencia del méster de clerecía que prefería los latines y la erudición. Por eso su lenguaje era natural y contribuyó intensamente a configurar la lengua romance.
En algunas obras, como en el «Cantar del mío Cid» y en los romances más arcaicos, se advierte su huella. Y en otros libros cultos, como el Libro de Buen Amor, que utiliza la cuaderna vía y es obra de «clérigo», se recogen materiales juglarescos: coplas de escolares y de ciegos, con un lenguaje popular y chispeante.
En la «Razón de amor», del siglo XIII, abundan las asonancias de versos octosílabos, que a veces se deslizan hacia el eneasílabo. Igual ocurre en «Denuestos del agua y el vino».
Los juglares jugaron un papel muy importe en la transmisión y difusión de las leyendas, de las tradiciones, de las creencias religiosas no menos que de las supersticiones, por su carácter popular, por su vida itinerante y por sus habilidades comunicativas admirables.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa