IGNACIO DE ANTIOQUIA

[922](35-107)

Obispo y mártir de la primitiva Iglesia, fue uno de las figuras más significativas de finales del siglo I y su recuerdo el más aleccionador de comienzos del II.

Se sabe poco de esta figura, a pesar de la veneración temprana que despertó su martirio en toda la Iglesia, sobe todo por el texto de las hermosas cartas que dejó escritas mientras caminaba desde Antioquí­a, donde fue apresado, hasta Roma, para morir en el circo como espectáculo. La persecución tuvo lugar en tiempo de Trajano, que llegó hasta Antioquí­a para continuar sus victoriosas campañas contra los Partos.

La historia, tal vez leyenda, le hace llamarse a sí­ mismo «Theophoros», o partador de Dios. Y añade que él mismo se presentó ante el Emperador para defender a sus cristianos, entablando el diálogo que reproducirán sus biógrafos más antiguos, copiando las Actas de los Mártires:
– «¿Quién eres tú, demonio mí­sero, que tanto empeño pones en transgredir mis órdenes y persuades a otros a transgredirlas, para que perezcan?»
– «Nadie – dijo Ignacio – puede llamar demonio mí­sero al portador de Dios, pues los demonios huyen de los siervos de Dios. Mas, si por ser yo aborrecible a los demonios, me llamas malvado, estoy conforme contigo, pues teniendo conmigo a Cristo, rey celeste, deshago todas las asechanzas de los demonios.»
– «¿Quién es el Theophoros o portador de Dios?», dijo el Emperador.

– «El que tiene a Cristo en su pecho», contestó Ignacio.

Fue condenado a morir ante las fieras en el circo romano y fue enviado con otros prisioneros a Roma. En las paradas del camino, algunos cristianos salí­an a consolarle y auxiliarle. Les daba cartas para los hermanos de Roma y para los de sus comunidades. Se conservan siete, cinco de ellas escritas para Efeso, Magnesia, Tralles, Filadelfia y Esmirna, en Asia Menor. Las otras dos estaban dirigidas a Policarpo, obispo de Esmirna, y a la comunidad de Roma.

Llegado a la capital, cuando el turno le tocó, fue arrojado en el Coliseo a los leones y despedazado ante los gritos de los espectadores.

En sus cartas, se pueden leer con minuciosidad algunas de las ideas escritas por Ignacio en el siglo II. Así­ se ve que fue el primer escritor cristiano que habló de la concepción virginal de Marí­a y que utilizó el término «católica», hablando de la Iglesia entendida como la comunidad de los hermanos.

Una de las frases más hermosas que se citará siempre como recuerdo de su martirio es: «Quiero ser trigo en los dientes de las fieras para convertirme en pan de Jesucristo. No me lo impidáis si es que me amáis[…] Mi amor está crucificado y ya no queda en mí­ el fuego de los deseos terrenos. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible. No quiero ya vivir más la vida terrena». Era el año 107.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
Las Cartas de Ignacio son un testimonio importantí­simo del desarrollo de las instituciones y de la vida de la Iglesia durante la época inmediatamente posapostólica. Son además documentos espirituales de calidad. Pero no dejan de ser motivo de controversias y problemas. Se encuentran en tres recensiones: una larga, que incluye trece cartas y muchas interpolaciones; un texto mediano, consistente en las siete cartas conocidas por Eusebio, y un texto más corto. La investigación sobre Ignacio es un campo muy vasto, en el que pueden encontrarse muchos puntos de vista divergentes. Dos estudios recientes han tratado de probar que las cartas son una falsificación de mediados del siglo II, y que el corpus genuinamente ignaciano sólo consta de cuatro cartas. Pero la mayorí­a de los investigadores siguen manteniendo la autenticidad de la recensión media, establecida por J. B. Lightfoot en el siglo pasado, y consideran el texto más largo como una obra del siglo IV, y el texto sirio más corto como una abreviación del texto medio realizada hacia el año 500, aunque no han faltado también los intentos de mostrar que la recensión larga es la más auténtica.

Suele decirse que Ignacio fue el tercer obispo de Antioquí­a, después de Pedro y Evodio. En su carta a >Policarpo afirma que la paz ha llegado a Antioquí­a, afirmación difí­cil de comprender con los datos de que se dispone: quizá se trataba de una Iglesia en la que se habí­an superado las divisiones; quizá habí­a acabado allí­ la persecución. Ignacio ha sido enviado a Roma para ser martirizado. Por el camino visita varias comunidades cristianas de Asia Menor, y escribe antes o después del encuentro a dichas comunidades o a sus jefes; escribe también a la Iglesia romana. Seis de estas cartas se consideran por lo general auténticas, así­ como la carta destinada a >Policarpo, obispo de Esmirna. Sufrió el martirio en Roma bajo el reinado del emperador Trajano (98-117), quizá hacia el 107.

Ignacio se muestra muy preocupado por dos errores: las tendencias judaizantes, de las que se ocupa especialmente en las cartas a los magnesios y a los filadelfios, y el docetismo, del que se ocupa ampliamente en las cartas a los trallianos y a los esmirniotas. Se opone a las prácticas y doctrinas judí­as: «Absurda cosa es llevar a Jesucristo en la boca y vivir judaicamente»». Los docetas (del griego dokein = aparecer) negaban que el Hijo se hubiera hecho realmente hombre; mantení­an que sólo aparentemente tení­a un cuerpo humano. Contra ellos Ignacio insiste en la plena realidad de la encarnación: «Jesucristo, que desciende del linaje de David y es hijo de Marí­a; que nació verdaderamente y comió y bebió; fue verdaderamente perseguido bajo Poncio Pilato, fue verdaderamente crucificado y murió a la vista de los moradores del cielo, de la tierra y del infierno. El cual, además, resucitó verdaderamente de entre los muertos, resucitándole su propio Padre».

En el ámbito de la eclesiologí­a hay tres temas ignacianos primordiales: la unidad, la eucaristí­a y el obispo con sus presbí­teros y diáconos. La unidad se menciona explí­citamente dieciséis veces en las cartas. Sin embargo, a la Iglesia romana no la exhorta a la unidad, lo que indica por lo menos cierta deferencia hacia sus orí­genes apostólicos. A sus lectores de las otras Iglesias los exhorta diciendo: «Amad la unión; huid de las escisiones», «renunciad a las facciones», «huid de toda escisión y toda doctrina perversa», «absteneos de toda hierba ajena, que es la herejí­a». La unidad es especialmente importante en el culto: «Reunidos en común, haya una sola oración, una sola esperanza en la caridad, en la alegrí­a sin tacha, que es Jesucristo, mejor que el cual nada existe. Corred todos a una como a un solo templo de Dios, como a un solo altar, a un solo Jesucristo, que procede de un solo Padre, para uno solo es y a uno solo ha vuelto».

El segundo tema es la eucaristí­a, que es central en la eclesiologí­a de Ignacio; y además, a última hora, está relacionado con su interés por la unidad y su teorí­a de la organización de la Iglesia en torno al obispo. Así­: «Poned, pues, todo ahí­nco en usar de una sola eucaristí­a; porque una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos con su sangre; un solo altar, así­ como no hay más que un solo obispo, juntamente con el colegio de ancianos y con los diáconos, consiervos mí­os»». Y también: «Sólo aquella eucaristí­a ha de tenerse por válida que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización». En la teologí­a eucarí­stica de Ignacio hay cinco ideas marcadamente católicas: usa términos sacrificiales; el término «eucaristí­a» se aplica a los elementos; se insiste en el poder de la eucaristí­a; sólo es válida la eucaristí­a del obispo o de un delegado debidamente autorizado; la celebración de carácter colectivo es una celebración litúrgica.

El tercer tema capital de su eclesiologí­a es el del obispo con sus presbí­teros y diáconos, [ya que Ignacio es el primer testimonio de un ministerio en estos tres grados diferenciado del pueblo fiel]. Aunque es común hablar del «episcopado monárquico» refiriéndose a Ignacio, el calificativo es demasiado ambiguo: ciertamente hay sólo un obispo en las Iglesias a las que escribe sobre el obispo, pero este no gobierna como un monarca absoluto, sino en comunión con sus presbí­teros. El obispo tiene primariamente funciones litúrgicas: la eucaristí­a sobre todo; el >agapé y el bautismo requieren su presencia; la celebración del matrimonio requiere su consentimiento. El obispo es el que preside, pero Jesucristo es «nuestro único maestro». Dado que ha recibido el poder de Dios, «debemos mirar al obispo como al mismo Señor». El obispo refleja la voluntad de Jesucristo; hay por tanto que amarlo, respetarlo y obedecerlo.

Hay una extraña referencia al silencio de los obispos: «Cuanto más reservado parece un obispo, más respetado debe ser», observación de la que pueden hacerse diversas interpretaciones. He aquí­ algunas. Una razón sencilla puede ser el apoyo a un obispo silencioso, o que no es elocuente en el trato con la herejí­a; no debe pensarse mal de él a causa de su disposición. Pero puede darse una explicación más profunda. Ignacio se refiere en varias ocasiones al silencio divino: «La Palabra (de Dios) procede del silencio»; el silencio de Cristo. Puede pensarse que el obispo refleja de manera particularmente poderosa el silencio divino.

Los presbí­teros rodean al obispo y forman como un consejo: «(…) presidiendo el obispo, que ocupa el lugar de Dios, y los ancianos, que representan el colegio de los apóstoles, y teniendo los diáconos, para mí­ dulcí­simos, encomendado el ministerio de Jesucristo». Reserva para los diáconos un lugar especial en su corazón y habla de ellos con cariño. Dice de los obispos, presbí­teros y diáconos que «su nombramiento (…) es aprobado por Jesucristo», pero, a diferencia de >Clemente Romano, no hace ninguna mención en ninguna parte del tema de la sucesión (>Sucesión apostólica).

Hay en Ignacio una profunda teologí­a del martirio (>Mártir), teologí­a que ha sido malinterpretada por algunos que consideran morboso su deseo de morir. Pero no han reparado en el tema del amor, de la unión con Cristo, de su imitación, que impregna todas las cartas. A través del martirio, Ignacio espera convertirse en «un auténtico discí­pulo»: «Mi espí­ritu es ahora todo humilde devoción a la cruz». La intención general de la carta a la Iglesia de Roma es manifestar su deseo de que se abstengan de hacer nada que pueda privarlo del martirio: «Permitidme que sea libación ofrecida a Dios». Encontramos en él un anhelo extático: hay en él «sólo un murmullo de agua viva que susurra dentro de mí­: «Ve al Padre»»; «por más que ansí­o el martirio, no estoy enteramente seguro de ser digno de él»; «sólo en nombre de Jesucristo, y por compartir sus sufrimientos, puedo afrontar todo esto».

Gran parte de los estudios realizados en torno a Ignacio se centran en su visión de la Iglesia de Roma. La carta dirigida a esta Iglesia es de carácter muy diferente a las otras: el encabezamiento a la Iglesia «que preside en el distrito de los romanos (prokathétai en topó chóriou Rómaión)» es más espléndido: se dice también que está «puesta a la cabeza en la caridad», o que «preside en el amor» (prokathémené tés agapés): [expresión que ha dado origen a dos interpretaciones fundamentales: a) la Iglesia de Roma está por encima de las otras Iglesias por su caridad (cf J. B. Lightfoot); b) la Iglesia de Roma preside la asamblea del amor que es la Iglesia (cf T. Camelot). Esta referencia de Ignacio, sea al ejercicio de la caridad o sea al amor como Iglesia, conlleva] que se ha purificado de todo lo ajeno; y por esto no pretende dar consejos prácticos a esta Iglesia. Aunque es claro que le reconoce cierta preeminencia a esta Iglesia, no está tan claro a qué se debe: probablemente a su origen petrino y paulino. A lo sumo se trata de un testimonio indirecto de la emergencia del >primado romano, el cual aún tardará varios siglos en desarrollarse plenamente.

En las cartas de Ignacio encontramos datos importantes sobre la Iglesia de comienzos del siglo II, pero hay también cuestiones que el texto de estas cartas no puede responder.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

-> Iglesia, ministerios). Ignacio, obispo de Siria, viaja a Roma, condenado a morir por ser cristiano, y escribe en el camino una serie de cartas que definen su visión de lo que es y de lo que (a su juicio) debe ser la Iglesia. Estas cartas ofrecen la mejor visión de una tendencia eclesial de tipo mí­stico y organizativo, que se está extendiendo entre las comunidades de Siria y de Asia, a finales del tiempo del Nuevo Testamento, en la primera mitad del siglo II d.C. Ellas nos permiten entender mejor, por coherencia y contraste, algunas visiones de la Iglesia que aparecen en otros escritos del Nuevo Testamento, sobre todo en la lí­nea de la herencia paulina (pastorales; patriarcalismo*). Estos son los elementos más significativos de su visión cristiana.

(1) Misticismo y jerarquí­a. En sí­ mismo, el misticismo no es sin más cristiano y así­ puede encontrarse en otras religiones; lo cristiano es la contemplación de Jesús resucitado, el diálogo personal de amor con Dios y los hermanos, desde el Cristo. Tampoco la jerarquí­a (poder sacral) es una realidad cristiana; más aún, ella parece propia de las religiones de Oriente (que han divinizado a sus reyes) y del mundo religioso griego, tal como ha venido a culminar en el platonismo. En contra de eso, el Evangelio ha destacado el amor de Dios y la fraternidad de los creyentes, no el orden sagrado de unos sobre otros. Pero ambos elementos (misticismo y jerarquí­a) pueden unirse al servicio de la Iglesia, como ha hecho Ignacio, iniciando un proceso de concentración mí­stico-monárquica del cristianismo.

(2) Organización eclesial. Ignacio es mí­stico de Cristo (enamorado de la muerte entendida como signo de amor a Jesús) y jerarca eclesial (busca la unidad de cada iglesia, bajo la presidencia de un obispo, con un colegio de presbí­teros y un grupo de diáconos o servidores). Ha recogido tendencias diversas de la teologí­a y vida cristiana (de Pablo, de Juan y de Mateo y quizá también de Lucas) y piensa que el mensaje de Jesús corre el riesgo de destruirse, a causa de las tendencias disolventes (gnostizantes) que han empezado a surgir en las comunidades. Por eso quiere fortalecer la unidad de la Iglesia, tanto en el plano social (vinculación de los cristianos entre sí­), como mí­stico (unión con Jesús). La raí­z de su preocupación por el surgimiento de una jerarquí­a cristiana no es el mensaje (como en pastorales, donde el presbí­tero/obispo era servidor de la Palabra), ni el orden y obediencia legal (como en la Primera de Clemente*), sino la vinculación con Dios (Cristo), a través de la armoní­a eclesial; por eso, promueve el surgimiento de una jerarquí­a entendida como principio sagrado de vinculación cristiana.

(3) Textos básicos. Ignacio ha expuesto su preocupación en unos textos que se han vuelto centrales para la comprensión de la Iglesia posterior. «Una es la carne de nuestro Señor Jesucristo y uno el cáliz para unimos con su sangre, uno el altar, como uno el obispo, con los presbí­teros y diáconos, consiervos mí­os…» (Flp 3,2^1,1). «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al presbiterio como a los apóstoles; reverenciad a los diáconos, como al mandato de Dios. Nadie haga algo referente a la Iglesia sin el obispo. Sólo es fiable la eucaristí­a con el obispo o su delegado. Donde está el obispo esté la muchedumbre, donde está Jesucristo esté la iglesia universal. Sin el obispo no se puede bautizar…» (Esm 8,1; cf. Ef 5,1; Magn 3,1; 7,1; 13,2; Tral 3,2). Estos textos, escritos hacia el 120-130 d.C. por alguien que se presenta como obispo de Siria, constituyen la mayor defensa de la unidad episcopal de la Iglesia en el siglo II. Todo nos permite suponer que la institución del episcopado monárquico resulta en ese tiempo algo nuevo, que ha surgido en el entorno de Siria y de Asia, pero que no ha logrado extenderse a todas las comunidades. Significativamente, Ignacio no la puede citar en la carta a Roma, pues es ta iglesia sigue dirigida por un colegio de presbí­teros-obispos (como supone la Primera de Clemente* y Hermas, Pastor). Ya las pastorales parecí­an evocar un tipo de episcopado monárquico, que resultaba lógico dentro del proceso de institucionalización de las comunidades. Pero sólo Ignacio ha destacado ese dato, atribuyendo gran poder espiritual y social a la figura del obispo, que se eleva sobre el presbiterio y viene a presentarse como signo de Dios en la comunidad. La aportación mayor de Ignacio no es la unidad de la Iglesia en torno al obispo, sino la justificación mí­stica (jerárquica) de su función.

(4) Mediación episcopal. Varios textos básicos del Nuevo Testamento (Mt, Ef, Jn) habí­an destacado la unidad eclesial sin apelar a la mediación del obispo y/o de la jerarquí­a. Ignacio, en cambio, vincula la unidad de la Iglesia con el obispo. La institución del episcopado monárquico resulta lógica, pues a medida que la Iglesia se amplí­a van siendo más difí­ciles de coordinar las funciones de presbí­teros y diáconos. Pues bien, para establecer la autoridad del obispo (sobre presbí­teros y diáconos) Ignacio no apela a Jesús ni a los apóstoles o a la tradición. Carece de argumentos de historia y evangelio; por eso ofrece razonamientos mí­sticos (trinitarios), que varí­an de unas cartas a otras; es posible que Ignacio no tenga todaví­a una visión precisa de la función del episcopado y por eso puede apelar a distintos sí­mbolos divinos, el más importante de los cuales reza así­: como Dios es uno y Padre, así­ el obispo es uno y padre de la comunidad.

Cf. J. J. AYíN, Introducción, en Ignacio de Antioquí­a. Cartas, Ciudad Nueva, Madrid 1991, 31-101; J. P. MARTíN, El Espí­ritu Santo en los orí­genes del Cristianismo. Estudio sobre I Clemente, Ignacio, II Clemente y Jastino mártir, PAS, Roma 1971; X. Pikaza, Sistema, libertad, iglesia. Las instituciones del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 2001; J. RIUS-CAMPS, The Four Autlientic Letters of Ignatius, the Marí­yr, AnOr, Roma 1979; W. R. SCHOEDEL, Ignatius of Antioch, HCHCB, Fortress, Filadelfia 1985.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra