FEMINISMO

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Estudiar la identidad de la mujer en cuanto persona cristiana y el significado peculiar de su vocación en la Iglesia es uno de los deberes de los catequistas. Ella reclama adaptación a su formación como creyente y precisa suficiente definición como mensajera de la verdad evangélica.

Se debe hacer con tacto, profundidad y limpieza.

El tacto eliminará tradicionales susceptibilidades y desconfianzas por la discriminación injusta a la que a veces ha sido sometida. La profundidad conllevará la claridad y la efectividad en su misión en la Iglesia. La limpieza ideológica hará transparente su identidad tanto en el orden personal como en el catequí­stico; y también alentará su labor apostólica.

Además, en el orden pastoral y en el ámbito eclesial, se precisan determinadas revisiones que hagan olvidar perjudiciales actitudes reivindicativas, que han hecho con frecuencia de la acción femenina una carrera de obstáculos, cuando la tarea apostólica «no admite distinción entre judí­o o gentil, entre circunciso o incircunciso, esclavos o libres, pues es Cristo el mismo para todos.» (Col. 3.11)

Conocer, respetar, aceptar y acomodarse a la mujer es un honor, más que un deber, en una correcta visión apostólica de la tarea educativa. Armonizar la identidad femenina, la misma que la masculina en cuanto ambos son seres humanos, con los reclamos especí­ficos de mujer, es también una necesidad a veces olvidada.

En el orden catequí­stico, la mujer, como receptora del mensaje cristiano, en poco se diferencia de lo que el varón debe reclamar: ideas, actitudes, sentimientos. Pero en cuanto agente pastoral, la mujer posee singulares capacidades que es preciso entender, alentar y aprovechar, si lo que importa es la proclamación del Reino de Dios y lo que rige es la igualdad eclesial

1. Identidad de la mujer
El texto bí­blico del Génesis que relata la creación de la mujer (Gn. 2. 21-25) no es referencia única ni material ni formal del pensamiento de la Iglesia sobre la mujer. Ha sido manantial y fuente de insuficientes interpretaciones históricas, al haberse redactado y asimilado en el contexto de culturas orientales discriminadoras del sexo femenino, Pero son inválidas para los tiempos actuales.

Lo que la Iglesia piensa de la mujer requiere otro tipo de planteamientos y comprensión, así­ como otro estilo de lenguaje que supere ideas de dependencia respecto del varón o actitudes de protección o de singularidad en el orden ético, estético, mí­stico o eclesial.

1.1. El texto bí­blico
Se aprovecho a veces para justificar la sumisión femenina. Pero debe entenderse como declaración de igualdad y no de subordinación. Adán no halló nada semejante a él entre los animales de la tierra a los que puso nombre. El Señor Dios tomó la decisión de hacerle una compañí­a de su misma naturaleza. Por eso no tomó barro de la tierra, sino el mismo el mismo cuerpo de Adán por el formado: «Y de la costilla que de Adán tomara, formó el Señor Dios a la mujer».

En la creación de su compañera, Adán reconoció «ser hueso de sus hueso y carne de su carne; varona será llamada, pues del varón ha sido tomada.» (Gn. 2. 23)

Interpretado a la luz del contexto cultural, la mujer se manifiesta hecha del varón, no viceversa, lo que se equipara a dependencia. Pero, iluminado el texto a la luz de toda la palabra de Dios y de la exégesis que siempre la Iglesia ha hecho de los textos escriturarios, la originalidad, la dignidad y la grandeza de la mujer adquieren otra dimensión.

Por otra parte, el origen divino y el carácter de criatura hacen a la mujer un producto divino singular. Se presenta en la categorí­a de «imagen y semejanza de Dios». Por eso es colocada en el mismo Paraí­so que Adán, para que «se multipliquen y llenen la tierra».

Incluso, es interesante consignar cómo la prueba a que son sometidos ambos es equivalente, pues se cuenta con su inteligencia y con su libertad. Si bien la serpiente, el más astuto de cuantos animales hizo el Señor Dios, fue a la mujer a quien se dirigió para insinuar la rebelión, la acción rebelde corresponde a los dos por igual.

Adán fue inducido por Eva hacia el pecado, no viceversa, del mismo modo que la mujer fue inducida por la serpiente. Lo que importa en el hecho es el pecado no la ocasión.

El castigo es diferente, pero para los dos es castigo. A Adán se le impone el trabajo ingrato como pena; a la mujer se le da las incomodidades de la gestación y el ardor hacia el marido, que la dominará, como signo del castigo. El castigo es idéntico en esencia para los dos, aunque en la forma se diferencie según la peculiaridad de cada sexo. Se armoniza hábilmente la igualdad con las diferencias. Es necesario admitir que el hombre fue creado por Dios como varón y como mujer, pero se puede dudar de que la culpa no lo sea, por entender que el varón era cabeza de la mujer y no viceversa, como parece desprenderse de San Pablo: «La mujer procede del varón, no el varón de la mujer, y por eso le estará sometida». (1 Cor. 11. 8)

1. 2. Otros textos
Los textos posteriores de la Biblia, al menos en el orden lógico, ya que en el cronológico la redacción del Génesis es sin duda postbabilónica (S. IV a C.), se hacen eco de esta relación de igualdad diferente o de diferencias desde la igualdad. Aparecen en los libros sapienciales del Antiguo Testamento: «De él formó Dios una ayuda que le fuera semejante» (Eccli 17. 5).

Con frecuencia se ensalza a la mujer virtuosa en el Antiguo Testamento: Cant. 2. 8-11 y 5. 2-16; Prov. 5. 15-23; Prov. 31. 10-31; Eccli. 26. 13-18 y 36. 20-27.

Y Jesús mismo declaró que en el cielo todos serán iguales: «ni ellos ni ellas se casarán, sino que serán iguales como los ángeles que ven el rostro de Dios.» (Mt. 22.28. Mc. 12.18)

Figuras modélicas y significativas de la mujer en la Bilblia han sido:
* En el Antiguo Testamento

– Eva, madre de los vivientes. Gn. 2.20 a 3.20

– Sara, la esposa libre de Abraham: Gen 12. 10-20

– Rebeca. La elegida esposa de Isaac: Gnb. 24. 1-30

– Raquel. La preferida de Jacob: Gn. 29. 9-29

– Marí­a o Miriam, hermana de Moisés: Num. 25. 5- 9

– Débora, la valerosa guerra: Juec. 4. 4-23

– Ruth, la fiel: Libro de Ruth

– Ana, la dolorida madre de Samuel: 1 Sam. 1. 1-17

– Betsabé, la esposa de David: 2 Sam 11. 1-26

– Esther, la salvadora: Libro de Esther

– Sara, la liberada. Tobí­as

– Judith, la gloria de Israel. Libro de Judith * En el Nuevo Testamento – Marí­a, la madre virgen del Señor: Mt. 1. 18 y Lc 1 y 2 – Isabel, la madre del Bautista: Lc. 1. 39-45 – Ana, la viuda del Templo: Luc. 1. 36-38 – Magdalena, la pecadora: Mt. 26. 6-11 y 28. 1-4 – Marta, la afanosa: Lc. 10. 38 y Jn 11. 11- 27 – Salomé, la seguidora de Jesús: Mc. 1. 15-40 y 16.1 – La cananea creyente: Mc. 7. 24-30 – La samaritana convertida: Jn 4. 1-26 – La hemorroisa curada: Mt. 9. 22-25 – La adultera perdonada: Jn 8. 1-9 – La viuda de Naim: Lc. 11. 17 – La mujer de Pilatos: Mt. 27- 19 2. La docencia eclesial
Durante siglos, la visión cristiana de la mujer se ha sentido lastrada por los efectos de una cultura grecolatina, que la consideró jurí­dicamente inferior al varón y por las resonancias orientales: mesopotámicas y babilónicas, sobre todo, que la vieron como objeto de compraventa por el marido y su familia.

Como es normal, el pensamiento cristiano ha sido tributario de las diversas formas culturales en que nació. No podí­a sin más desprenderse de los esquemas y de los lenguajes heredados.

Pero, la reflexión serena a la luz de la Palabra de Dios, hizo posible situar a la mujer en cuanto tal en un contexto radicalmente diferente. fue su dignidad humana lo que se impuso. Y se fueron revisando los estereotipos sociales que no coincidí­an con lo que la mujer es ante Dios.

Superados los resabios arcaicos, se valoró a la mujer como la persona libre que es protagonista de la mitad de la vida, de la mitad de la sociedad y de la mitad de la cultura, es decir en exacta equidad con el varón.

Lo importante en la Iglesia es la misión salvadora que Jesús la asignó. Lo secundario es el que haga de instrumento en manos de Dios.

La dedicación de la mujer a los trabajos y ministerios que le son propios constituirá siempre un medio insuperable y eficaz para cumplir semejante misión.

El Papa Juan Pablo II, en la Encí­clica «Sobre la dignidad de la mujer» (Mulieris Dignitatem), escribí­a el 15 de Agosto de 1988: «La Iglesia desea dar gracias a la Stma. Trinidad por el misterio de la mujer y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las maravillas que Dios en la historia de la humanidad ha cumplido en ella y por ella. ¿No se ha cumplido y en ella y por medio de ella, lo más grande que ha existido en la historia, el acontecimiento de que Dios mismo se ha hecho hombre?
La Iglesia da gracias por todas las mujeres y por cada una en particular: por todas las madres, hermanas y esposas; por las mujeres consagradas a Dios y por todas las que se dedican a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otro ser humano; por las que trabajan en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las que trabajan en las diversas profesiones; por las que están cargadas de grandes responsabilidades sociales.

Por las mujeres perfectas y por las mujeres débiles da gracias. Las da por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios». (N. 31)

3. Misión de la mujer
El sentido y la vocación especí­fica de la mujer se han ido dilucidando en la Iglesia en los últimos tiempos con más celeridad y objetividad que en tiempos antiguos. Se ha valorado su identidad, su dignidad y, sobre todo, su misión eclesial.

En una Iglesia con discriminaciones raciales, sociales, económicas, culturales, etc, como han sido las predominantes otras épocas históricas, es evidente que las sexuales no pueden ser evitadas y condicionan los comportamientos.

Pero, cuando la Iglesia se declara Comunidad en la igualdad y en la fraternidad, en la responsabilidad y en la misión evangelizadora, como es la tónica de la eclesiologí­a del Concilio Vaticano II, las diferencias sexuales quedan situadas en su justa medida, es decir como un factor secundario en referencia a la importancia primordial del Reino de Dios, que es lo decisivo.

La cuestión estará, según cada caso y cada comunidad cristiana, en la aplicación de los criterios rectos y en la delimitación, más que definición, de las competencias y compromisos.

3.1. Situación cultural nueva Es bueno recordar que el mensaje cristiano no es una abstracción, sino que tiene una dimensión personal, vital, concreta. A veces, más que hablar de la mujer en general, tenemos que aprender a hablar de cada mujer que actúa, que vive una vida cercana, que se realiza como persona creyente.

El derecho de igualdad ha de llevar a la mujer, superando ya formas sociales arcaicas y rechazables, a sentirse interpelada por el amor fraterno y la verdad evangélica en la cultura y en el ambiente en que desarrolla su vida y su acción:

– El trabajo, por ejemplo, debe ser para ella una forma de ser persona y no una plataforma para independizarse, ya que en el amor cristiano no es la independencia, sino la entrega a los demás, lo que satisface. El trabajo por el Reino de Dios reviste en la mujer algo mucho más importante que el reconocimiento social de la comunidad en que lo desempeña.

– Lo mismo se puede decir en aspectos de polí­tica, de economí­a, de arte, de cultura, de ciencia y de técnica. La mujer entra en estos campos para servir y apoyar, no para reivindicar. Hacerlo como revancha es el peligro de los reprimidos. Exigirlo como derecho de las personas es orientar su acción correctamente.

– La cultura tiene mucho que ver con las expresiones y representaciones religiosas. En tiempos pasados la mujer estuvo muy marginada, más por motivos profesionales que ideológicos de los ámbitos culturales. Superada aquella situación, al menos en los paí­ses desarrollados, es hora de que se vea la plataforma cultural como una propedéutica para la promoción de valores religiosos.

– Y algo similar acontece con la sexualidad, en cuyo terreno hay que revisar los roles genitales que tantas veces han condicionado las valoraciones globales de la persona. Ni la función masculina conduce a tomar el protagonismo reproductor ni la labor femenina se define por la pasiva receptividad de los estí­mulos.

Como consecuencia, se renovarán los planteamientos tradicionales de la maternidad «matrimonial» (matrismunium, oficio de madre) y de la paternidad patrimonial (patrismunium) que desde luego no coinciden con las exigencias naturales ni con las demandas culturales modernas.

3.2. Misión evangelizadora

Por eso, se impone desde el ángulo ético y religioso, revisar el estatus de la mujer en la comunidad eclesial, puesto que las variables culturales son nuevas.

Esa revisión conduce a reclamar otras misiones de la mujer en la comunidad eclesial y en las tareas de la proclamación del Evangelio.

Hay mucho terreno adelantado en cuanto a servicios se refiere. Es bueno recordar que numéricamente las mujeres comprometidas con el Reino de Dios han sido más que los varones. Y hasta se puede decir que su acción ha resultado más beneficiosa, cercana e imprescindible en los terrenos concretos de la educación, de la sanidad, de la asistencia que la ejercida por los varones.

Pero es preciso reconocer que todaví­a quedan muchas distancias que acortar en cuanto a representación, autoridad y determinación de opciones.

Los derechos espirituales de creyentes son totalmente equivalentes en ambos sexos, sin embargo las funciones ministeriales eclesiales no quedan por igual equiparadas.

No deja de ser un problema más pastoral y jurí­dico que teológico y evangélico si las limitaciones en este terreno son imprescindibles o coyunturas históricas que el tiempo verá difuminarse. Y es conveniente recordar que la cuestión es mucho más amplia que la simple incidencia del posible sacerdocio femenino, en el que tantos periodistas superficiales pretenden centralizar la atención.

4. Situaciones nefastas Especial reflexión reclaman en los tiempos actuales las situaciones de explotación femenina que se mantienen. Choca con la justicia y también con la sensibilidad del mundo moderno, más exigente con los derechos humanos de lo que pudo acontecer en otro tiempo.

4.1. Diversas culturas
En algunas culturas la mujer sigue esclavizada por el trabajo duro en campos menos adecuados a su capacidad fí­sica o psí­quica. Refleja la distancia que con frecuencia se establece entre los principios y los hechos.

A veces somos insensibles a los trabajos femeninos infravalorados, pues nuestro corazón y nuestra mente están corrompidos por estructuras burguesas y explotadoras. Esas trabajadoras de fábrica, de oficina o de talleres con salarios inferiores a los varones, esas domésticas malpagadas de hogares de potentados, esas campesinas menos consideradas por culturas poco sensibles al Evangelio, merecen respeto especial.

Necesitan con frecuencia comprensión y redención, a pesar de que sus estilos de vida lleguen a ser habituales.

– La mujer dolorida e indefensa, con frecuencia engañada y abandonada, la viuda o la huérfana, la que ha tenido que trabajar desde la infancia y no ha tenido oportunidades de cultura ni promoción, por prejuicios sociales o carencias familiares, merece tal vez mucha más comprensión que quien malgasta recursos por falta de interés o de fortaleza.

– La mujer explotada que aparece también en nuestro entorno, ví­ctima de represiones solapadas o manifiestas, está pidiendo manos redentoras. Quien no es capaz de sentir angustia ante una pobre prostituta, quien no aprecia el vací­o atroz que hay en la drogadicta, quien es insensible ante la que ha sido repudiada o traicionada y debe, sin medios, dedicarse a criar y educar a los hijos, carece de valores humanos.

– Incluso la mujer mutilada por determinadas culturas, como la que es malvendida en amagos de matrimonio que no son más que transaciones comerciales interesadas, incluso la que es sometida a mutilaciones, como la clitoristomí­a, por tradiciones aberrantes de determinados ambientes primitivos, es el reflejo de los muchos que queda todaví­a por hacer en el mundo actual.

4.2. Mujeres en desarrollo
Especial referencia y atención merece la mujer en el Tercer mundo o en aquellos ambientes en situación de emergencia bélica, económica o racial. La solidaridad del mundo se vuelca contra las que son esterilizadas por su fecundidad y contra su voluntad, contra las que son socialmente reprimidas por su condición, las que son engañadas por su pobreza o por su religión.

Algunas regiones del Tercer Mundo siguen tributarias de economí­as de subsistencia y aprovechan el trabajo femenino, en el campo y en los mercados, como algo esencial para la subsistencia.

Especial sensibilidad cristiana reclaman estas situaciones, que muchas veces llegan a ser emergentes por las carencias vitales o discriminaciones que afectan a millones de seres humanos.

A medida que los paí­ses se desarrollan el sentido de la igualdad se impone como criterio social, polí­tico y económico de actuación. Algunos hechos sociales incrementan los frenos en ese progreso: masas humanas desplazadas hacia las ciudades en busca de mejores condiciones de vida, ambientes en los que la promiscuidad multiplica los hijos naturales sin que los varones tengan por hábito reconocer su paternidad cuando se produce, las mismas leyes que con frecuencia discriminan derechos por razón del sexo.

El analfabetismo es tal vez el peor enemigo de la feminidad, por cuanto dificulta la exigencia de respeto, discrimina el trato equivalente, genera actitudes de inferioridad que resultan insuperables en la mujer que lo padece. 5. Feminismo cristiano
El feminismo es el movimiento en favor de la igualdad de derechos y de oportunidades entre hombres y mujeres. Históricamente comenzó con la Revolución francesa de 1879 en Europa y con la proclamación de los Derechos del Hombre en 1792. En América se considera su nacimiento en la publicación de la obra «Una reivindicación de los derechos de la mujer» (1792), de Mary Wollstonecraft.

La aparición del proletariado y la incorporación de la mujer como mano de obra barata suscitaron diversas reacciones en terrenos polí­ticos, jurí­dicos y económicos. Al extenderse el derecho de voto a la mujer, la demagogia arrastró a muchas organizaciones a contar con los colectivos femeninos y alentó la organización de grupos, acciones y programas singularmente femeninos.

El movimiento feminista moderno ha seguido diversos caminos, desde el demagógico de polí­ticos hasta el ideológico de pensadoras originales como el reflejado en el libro «El segundo sexo» (1949) de Simone de Beauvoir.

En el terreno religioso, y en los ámbitos cristianos, los movimientos feministas han tenido también su especial resonancia, sobre todo en ambientes no católicos. La segunda parte del siglo XX se ha mostrado especialmente sensible y activa ante el feminismo en los campos eclesiales.

Se ha ido desde las reivindicaciones eclesiales justas, como una recta exégesis de textos bí­blicos claramente formulados en culturas pretéritas discriminadoras, hasta ideales litúrgicos, éticos o doctrinales de dudosa oportunidad histórica (sacerdocio femenino, revolución sexual femenina, democratización eclesial, jerarquí­a femenina proporcional).

En ocasiones se ha incurrido en terrenos de la mitologí­a terminológica (maternidad biológica compartida) o incluso en la estupidez (versiones asexuales del texto bí­blico o de las plegarias litúrgicas) cuando no en aberraciones dogmáticas (equiparación encarnacional de Marí­a con Jesús, sexualidad femenina del Espí­ritu Santo)

El feminismo sociológico niega la inevitabilidad de la superioridad del varón sobre la mujer tanto en el ámbito profesional como en el personal. Rechaza la dominación masculina sin más.

El feminismo más inteligente y menos periodí­stico se sitúa en el campo de la justicia social y reclama el final de cualquier discriminación que no responda a las leyes de la naturaleza. Lo hace por las mismas razones que se opone a las discriminaciones raciales, a las económicas o a las profesionales.

Gracias al feminismo conveniente, la sociedad toma cada vez más conciencia de determinadas situaciones de injusticia y se sensibiliza ante los programas de mayor respeto y equidad en las costumbres, en las leyes, en los trabajos y en las funciones sociales.

Sobre todo su mejor logro ha sido en el terreno de lo educativo, haciendo a las nuevas generaciones más propensas a la equiparación de los sesos, al no hallarse supeditadas por ecos pretéritos o estereotipos menos naturales.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Se ha escrito, con acierto, que los nuevos movimientos sociales de hoy tienen tres troncos o matrices: la lucha contra el militarismo, la destrucción ecológica y el patriarcalismo. Precisamente en esta tercera matriz se centra el feminismo.

El feminismo ha tenido tres grandes olas o momentos en nuestro siglo en su reivindicación de igualdad de trato y emancipación social del varón: la primera, nada más concluir la segunda guerra mundial. Recordamos la importancia de Simone de Beauvoir y su obra El segundo sexo (1949). Una segunda ola o movimiento reivindicativo lo aporta Betty Friedan y su obra La mí­stica femenina (1964). Y una tercera ola es la actual.

En pastoral y en teologí­a ha entrado con gran fuerza. Sobre todo en los paí­ses de habla anglófona. Abarca una nueva forma de hacer teologí­a en tres campos al menos: Biblia, historia y tradición cristianas y praxis.

En cuanto al aspecto bí­blico, destacan teólogas como E. Cady Stanton, quien aboga «porque las mujeres lean la Biblia por sí­ mismas». De hecho realizó una traducción titulada: «La Biblia de las mujeres». Se reivindica una nueva exégesis y hermenéutica en la que la mujer es protagonista. Con palabras de E. Schüssler Fiorenza, «la teologí­a y la interpretación bí­blica feminista ponen de manifiesto que el Evangelio cristiano no puede ser proclamado si no se recuerda el discipulado de las mujeres y todo lo que ellas hicieron».

En cuanto a la tradición cristiana, se pone de relieve que figuras como Pablo de Tarso, S. Agustí­n, Sto. Tomás o el propio Lutero, por diversos motivos teológicos e histórico-culturales, contribuyeron a la subordinación, sujeción e incluso menosprecio y subordinación de las mujeres con relación a los hombres.

En relación al tercer campo, el práxico, se subraya que es necesario revisar las ideas, lenguajes, atributos e imágenes de Dios en campos tan concretos como la liturgia, eclesiologí­a y ética. Hay que reflexionar, en clave feminista, sobre la bioética, las relaciones y puesto de la mujer en la comunidad cristiana, la espiritualidad, el propio quehacer teológico, o la praxis ecumenista.

Todo lo dicho hasta aquí­ nos habla de un método teológico y pastoral que tiene mucho en común con el método práxico, crí­tico y liberador. La teologí­a feminista viene a ser una especie de contestación a una teologí­a que se creí­a «universal» y «androcéntrica». Las feministas están convecidas de que su forma de hacer teologí­a y pastoral, lejos de ser una amenaza para la Iglesia, es un movimiento para su renovación y un signo claro de por dónde discurrirá la cultura en el tercer milenio.

BIBL. – A. LOADES, Teologí­a feminista, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997; J. M. MARDONES, 10 palabras clave sobre movimientos sociales, Verbo Divno, Estella 1996.

Raúl Berzosa Martí­nez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

Se entiende por feminismo un movimiento cultural y polí­tico, amplio, articulado y complejo, que pone en el centro de su reflexión y de su acción los problemas relativos a la condición de la mujer. Nace a comienzos del siglo XIX con la aparición de una conciencia colectiva. Los ideales de igualdad, fraternidad y libertad proclamados por la Revolución francesa y los problemas surgidos en relación con la revolución industrial han movido a las mujeres a reflexionar sobre su propia situación existencial y social.

La necesidad de la mujer de sustraerse a un estado secular de dependencia ha animado a los movimientos feministas hasta los recientes años 60 y ha conocido la concreción, a nivel social y polí­tico, de los derechos fundamentales de la mujer: derecho al estudio, al voto polí­tico, a la igualdad laboral retributiva, a los mismos derechos dentro de la familia, A partir de los años 60 nace un segundo feminismo, que no deriva va su inspiración y su fuerza del concepto de emancipación, en cierto modo adquirido al menos teóricamente, sino del de liberación, entendido tanto como proceso interior dirigido a convertir a la mujer en sujeto autónomo, bien como cambio de las normas institucionales y de los modelos culturales tradicionales para la edificación de una sociedad hecha a medida de la persona humana (hombre mujer), y no va solamente del hombre.

El significado más profundo del feminismo es la formación en la mujer de una conciencia ética, como conciencia de la propia subjetividad autónomí­a y como capacidad de escoger y de obrar, Esta autocomprensión ha obligado tanto al pensamiento laico como a la reflexión cristiana a preguntarse por una cultura que justificaca la inferioridad fisiológica, moral y jurí­dica de la mujer y, por tanto, su cualidad de subalterna del hombre. Los resultados más evidentes de los nuevos planteamientos son: la recuperación. por parte de la mujer, de la conciencia y del respeto a su propio cuerpo; la maternidad no sufrida pasivamente, sino vivida como opción de amor y sobre todo como experiencia positiva; la superación de una concepción del trabajo doméstico como exclusivo de la mujer.

Las implicaciones del feminismo en el terreno cultural y social no podí­an menos de repercut~r también profundamente en la cristiandad, Especialmente en el ámbito católico, el hecho de haber señalado en la cuestión femenina uno de los signos de los tiempos de nuestro mundo contemporáneo (Juan XXIII) ha abierto los espacios para un replanteamiento del tema de la naturaleza y de la función de la mujer en el plan de la salvación.

Heredera de esta nueva atención a las realidades femeninas es la carta apostólica Mulieris dignitatem, de Juan Pablo II (1988), fuente de notables sugerencias para nuevas investigaciones y reflexiones. Pero sobre todo la conciencia que la mujer está adquiriendo de su propia función eclesial, como discí­pula de Cristo lo mismo que los demás bautizados, con las responsabilidades proféticas, sacerdotales y reales que de allí­ se derivan, ha movido a una atenta relectura de la tradición bí­blica y teológica para superar sus lí­mitaciones y proponer sus anticipaciones proféticas.

El paso de la situación subalterna a la autonomí­a, al ser sujeto responsable, no es para la mujer una operación fácil y que se dé por descontado. Falta la costumbre histórica y la educación moral, que lleven a la – Independencia del espí­ritu adulto. Por eso, la búsqueda de la identidad, personal e histórica, es un presupuesto indispensable para el feminismo que quiera reconocer a la mujer una especificidad de vivencia y una conciencia de su propio destino.

Los caminos emprendidos para ello son diversos y pueden indicarse de este modo: a) féminismo como memoria: tener memoria significa para las mujeres reconocerse en una historia común y dar una nueva densidad a su propia existencia; b) feminismo como pensamiento de la diferencia: se subraya con vigor la diferente identidad sexual de la mujer y su valor intrí­nseco; c) feminismo como pensamiento de la convergencia : más allá de la diferencia se necesita que haya, en un plan de paridad, acogida, escucha mutua, alianza, planificación en común para edificar una cultura andrógina.

G. Cappelli

Bibl.: A, Riva, Feminismo, en NDE, 554567: A, E, Carr, Feminismo, en DTF 479483: M, p, Aquino, Feminismo, en CF2, 509524: J M, Aubert, La mujer, antifeminismo y cristianismo, Herder, Barcelona 1976: A, Moreno. El movimiento feminista en España, Anagrama, Barcelona 1977.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Aspectos históricos: 1. La demanda de paridad en los derechos civiles y polí­ticos; 2. El feminismo de tipo radical-socialista en el s. XIX: a) En Inglaterra, b) En Estados Unidos, c) En Francia, d) En Italia, e) En España; 3. Contra la explotación de la mujer. Demanda de paridad de instrucción; 4. El sufragio universal; 5. Consecuencias de las dos guerras mundiales del s. XX; 6. El feminismo contemporáneo y sus raí­ces: a) Contra el «machismo», b) Contra la realidad-mujer «tradicional», c) Las raí­ces; 7. El significado humano de la protesta femenina; 8. Crisis actual del feminismo – II. Valoración final a la luz del evangelio.

I. Aspectos históricos
El movimiento feminista no es en modo alguno una manifestación peculiar de nuestro tiempo ni de tiempos recientes, sino que tiene sus raí­ces profundas en la sociedad del s. xvIII, sobre todo hacia finales del mismo en Francia.

1. LA DEMANDA DE PARIDAD EN LOS DERECHOS CIVILES Y POLITICOS – El movimiento iluminista habí­a estimulado a la sociedad femenina francesa a considerar la injusticia del trato que se daba a la mujer con respecto al hombre, ya en el ámbito de la legislación, ya en el de las costumbres. Una escritora, Olympe de Gouges, autora de una novela titulada Le prince philosophe, editada en 1789 e inspirada en esta temática, fundó dos clubes femeninos, en los cuales se debatí­an los argumentos relativos a la situación de las mujeres en la sociedad de su tiempo. La fundación de clubes femeninos no era una novedad a finales del s. xvIII, sobre todo en Francia; eran famosí­simos algunos «salones», en los cuales las mujeres de la aristocracia o de la alta burguesí­a intelectual recibí­an a amigas y amigos para hablar de diversos argumentos, sobre todo de literatura y filosofí­a; algunas de ellas eran grandes escritoras, como Madame de Sévigné; otras tuvieron una cierta influencia polí­tica; baste recordar, por ejemplo, a Josefina Beauharnais (la primera mujer de Napoleón); pero se trataba de cí­rculos «de moda», en los cuales la situación de la mujer era particularmente prestigiosa, mas donde, pese a agitarse opiniones y crí­ticas sobre los acontecimientos culturales del tiempo o sobre la conducta polí­tica de los hombres más representativos, no obstante, se consideraba la posición de la mujer perfectamente «integrada en el sistema», como dirí­amos hoy, partí­cipe de las convicciones de la sociedad de su tiempo y satisfecha con su propio prestigio o su fascinación personal, independientemente de la consideración de una posible «paridad» de derechos civiles y polí­ticos, como pretendí­an las participantes del club de Olympe de Gouges.

Estas debatí­an crí­ticamente los argumentos relativos a la posición de la mujer en la sociedad de su tiempo, aplicando con lógica inflexible a fa «mitad femenina del género humano» los principios iluministas y revolucionarios. Tras largas discusiones, se llegó a la etaboración de un documento, considerado como el primer documento «feminista» francés, presentado, bajo el tí­tulo de Declaración de los derechos de la mujer («Déclaration des droits de la femme»), en 1791 a la Constituyente, que lo discutió con el apoyo de algunos de los más destacados intelectuales que participaban en la asamblea, de la que saldrí­a después el nuevo ordenamiento de la Francia .revolucionaria. Olympe de Gouges al principio recibió también apoyo del movimiento polí­tico que siguió a la Constituyente; pero cuando el rey Luis XVI fue guillotinado en 1793, Robespierre no le perdonó el haber expresado juicios negativos sobre el particular; probablemente fue éste el pretexto para desencadenar una ofensiva de tipo reaccionario contra el naciente movimiento feminista, que, sin embargo, seguí­a perfectamente los principios inspiradores de la Revolución francesa; Olympe de Gouges fue guillotinada el mismo año. La fecha del 4 de noviembre de 1793 marca la primera etapa de la represión por parte de gobernantes que se definí­an como «democráticos» (el feminismo, durante la revolución, no fue combatido por gobernantes no revolucionarios, probablemente porque los problemas de este grupo polí­tico eran enormemente más dramáticos). El episodio es interesante para el historiador que sigue con atención el desarrollo de movimientos «innovadores» en general, y en particular de éste, ya que indica cuán difí­cil es el camino de la «democracia» cuando, para ser coherente, implica también que se tenga en cuenta el cambio de las tradicionales relaciones entre hombre y mujer, poniendo así­ en peligro (según una interpretación sin duda errada) lo que comúnmente se entiende por prestigio del hombre.

Contemporáneo al movimiento francés y a pesar de su dramático fracaso, el feminismo inglés habí­a llegado asimismo a una Reivindicación de los derechos de la mujer, publicada por Mary Wollstonecraft en 1792 («Vindication of the rights of Women»), que fue posteriormente considerado en todos los paí­ses de lengua inglesa como la «biblia» del movimiento feminista. También en Alemania, en 1792, habí­a aparecido un escrito de Theodor Gottlieb von Hippel con el tí­tulo de El mejoramiento civil de las mujeres («Über die bürgerlische Verbesserung der Weiber»), cuyo interés deriva de dos motivos de cierto valor: ante todo, se trata de un escritor hombre, que, en segundo lugar, era un personaje importante en el campo administrativo, puesto que Hippel habí­a sido director de la policí­a y sucesivamente burgomaestre, sacando de su experiencia directa las reflexiones sobre la necesidad de modificar el «status» civil y jurí­dico de la mujer en Alemania.

No debe, por otra parte, olvidarse que en la formulación de la Constitución de los Estados Unidos de América las mujeres habí­an intentado hacerse presentes para que no se elaborara ley alguna sin su intervención. Abigail Adams, esposa de uno de los «padres» de la Constitución americana, escribí­a en 1776 a su marido: «Nosotras las mujeres no nos consideramos obligadas a seguir ninguna ley que haya sido votada sin nosotras o sin haber oí­do nuestro parecer». Era un perí­odo en que la construcción del Estado americano habí­a contado, en la práctica, con una imponente aportación concreta de las mujeres, compañeras de conquistas y de trabajo; pero no se las consideraba de igual manera cuando de la colaboración práctica habí­a que pasar al reconocimiento de una situación de derecho que permitiese a la mujer ser civil y jurí­dicamente igual al hombre.

2. EL FEMINISMO DE TIPO RADICAL-SOCIALISTA DEL S. XIX – La Revolución francesa y la sacudida que ella produjo en Europa, la larga tensión polí­tica y bélica del perí­odo napoleónico marcan un perí­odo de intervalo en la cuestión de los derechos de la mujer; ni siquiera el código napoleónico, con sus grandes innovaciones, que hacen de él incluso en nuestros dí­as el gozne del derecho de todo Estado, daba pie para poder pensar en cambiar las relaciones de dominio-sumisión que han caracterizado durante muchos siglos la relación hombre-mujer.

Cuando Europa pudo gozar de mayor tranquilidad, en torno a los años cuarenta del s. xx, la cuestión femenina comenzó de nuevo a agitar las mentes más ilustres y a replantearse como motivo de realización de aquella «justicia» que el iluminismo primero y la Revolución francesa después habí­an estimado indispensables para el mejoramiento de la humanidad.

a) En Inglaterra. En 1825 publicaba William Thompson la Apelación de la mitad del género humano, las mujeres, contra la pretensión de la otra mitad,los hombres, de mantenerlas en su esclavitud polí­tica, civil y doméstica, en respuesta a un anterior Ensayo sobre el gobierno, de James Mili (1820), en el cual se proponí­a una vasta ampliación del sufragio electoral, pero que excluí­a a las mujeres de toda forma de participación polí­tica y, sobre todo, del voto. Thompson entra en ese movimiento del pensamiento definido como «philosophic radicals», que habí­a aplicado los principios de la metodologí­a utilitarista a la interpretación de los fenómenos sociales, sin excluir la cuestión femenina. En efecto, el feminismo en aquel perí­odo estaba recobrando cierto interés en Gran Bretaña, después de un perí­odo de olvido real del escrito de Mary Wollstonecraft (1792) y después de que en la evolución social determinada por los acontecimientos y en la afirmación de la «midle class» y de su estilo de vida se verificara una verdadera regresión en la posición de relativa «paridad» e independencia de que en los siglos precedentes habí­a gozado la mujer como auxiliar del hombre en actividades laborales, artesanales y comerciales, aunque ejercidas a escala reducida. El desarrollo preindustrial, ya entonces orientado a que predominase la burguesí­a en todos los campos, habí­a empezado a suscitar el tema de la «separación de los roles» masculino y femenino, sentando las bases del profundo malestar relacional entre ambos sexos, caracterí­stico del s. xix y que se agudizarí­a en el xx, hasta alcanzar las actuales expresiones radicales y extremistas. El rol masculino se supervaloraba, a la vez que el femenino era reducido al descrédito; en las clases más elevadas, por otra parte, la mujer era considerada, según la definición dada en 1899 por T. Veblen, el «primer producto de desecho del nuevo sistema económico» y «el mero sí­mbolo del poder consumista masculino». Es, pues, comprensible que el movimiento feminista recobrara vigor y reaccionara contra la progresiva reducción de la mujer a la marginación, hábilmente enmascarada de respeto y de idealización en las clases sociales más elevadas y realmente desprovista de todo poder no sólo en el ámbito civil, sino también en el familiar.

Thompson denunció la instrumentalización de la esclavitud polí­tica, social y doméstica de la mujer dentro del sistema capitalista, iniciando un tipo de análisis sociológico, que en sus primeros tiempos topó con dificultades y frecuentes desdenes, pero que más tarde fue aceptado, porque poní­a de manifiesto el origen de algunas deformaciones de las relaciones entre diversos grupos sociales y las consecuencias negativas que de ello se derivaban. Como inspiradora y colaboradora tuvo a Ana Wheeler, que, originaria de una rica y poderosa familia irlandesa, rechazando su condición social en favor de una mayor independencia y libertad de acción, trabajó incansablemente por la difusión del feminismo. Con ella se inició un giro importante del feminismo, primero inglés y luego europeo, puesto que se patentizaba que la «paridad de los derechos» no darí­a a la mujer felicidad si no se presentaba un programa que superara el lí­mite iluminista de la afirmación sobre la teórica identidad valorativa de los dos sexos y no se comprendí­a el significado de la «cooperación» social, liberando a la mujer de su «estúpida y servil sumisión al hombre», con la cual secundaba todas las tendencias egoisticas del varón y se hacia ignorante, apática e indiferente frente al bien social, preocupada únicamente por el bienestar personal. Para combatir esta situación, Ana Wheeler insistí­a en la necesidad de dar a la mujer instrucción, ya que «saber es poder», y, al impedirse que la mujer tuviera acceso a los estudios, el hombre conservaba intacto su poder sobre ella y sobre la sociedad. A estas afirmaciones de Ana Wheeler, Thompson añadí­a una aserción que hoy es del máximo interés en las famosas discusiones sobre las relaciones entre «naturaleza y cultura»: la tendencia al dominio no es en absoluto una ley inmutable de la naturaleza humana; es un fenómeno que se verifica históricamente; en consecuencia, se puede modificar. De aquí­ su llamamiento a las mujeres a rebelarse contra un estado de cosas del que también ellas eran en gran parte responsables, al menos por aceptarlo pasivamente.

Conviene subrayar que la Apelación de Thompson fue prácticamente ignorada, no sólo por la prensa ortodoxa, sino también por la radical; fue discutida tan sólo en algunos cí­rculos, y después de la primera edición, de 1825, cayó prácticamente en el olvido. Tuvieron que pasar nada menos que ciento cuarenta y cinco años (estamos en 1970) para que se la considerase digna de ser tenida en cuenta y fuera publicada en reimpresión anastática a cargo de los movimientos feministas americanos.

b) En Estados Unidos. El principio de «cooperación», sostenido por Wheeler y por Thompson, se insertaba en el ámbito del naciente movimiento cooperativista americano, dado a conocer en Inglaterra por R. Owen, y en el cual se habí­a distinguido la feminista americana Frances Wright. En estos movimientos es dificil hacer (como a menudo se intenta hoy) una distinción entre socialismo y feminismo, lo mismo que entre iluminismo y feminismo (de un siglo antes); se trata de movimientos que denunciaron una serie de desigualdades y de injusticias «sociales» y «polí­ticas», entre las que se incluí­a también la condición de la mujer, y no sólo de la mujer, porque las clases sociales más pobres, en el s. xlx. y los grupos sociales más indefensos (como los niños, los ancianos y los enfermos). en el s. xix. hubieron de sufrir las duras consecuencias de algunas teorí­as y, sobre todo, de la organización del primer capitalismo industrial, que no tuvo en cuenta las necesidades «humanas» del trabajo, y cuyo único móvil fue el principio del lucro. Al que vive en la segunda mitad del s. xx le es dificil imaginar las condiciones de vida de estos grupos sociales, a los que no se puede denominar en sentido estricto «marginados», pero sí­ definir como oprimidos, explotados y vejados incluso en las más elementales exigencias de supervivencia.

c) En Francia. Durante el mismo perí­odo histórico, en Francia, el movimiento feminista surge como expresión de la profunda decepción que produjo en las mujeres el fallido reconocimiento de sus derechos, solemnemente afirmados por los filósofos iluministas prerrevolucionarios, pero olvidados, de hecho, en la legislación de la Constituyente y, sobre todo, en el código napoleónico. El nombre de `feminismo» en sentido especí­fico aparece aquí­ por primera vez en la historia de los movimientos femeninos, para designar un grupo particular de personas que persigue determinados fines; parece que está ligado a la figura de George Sand, escritora de novelas en que defiende la libertad del amor, la protesta contra la autoridad marital y contra la esclavitud de la mujer en el matrimonio. Pero G. Sand fue una intelectual pequeñoburguesa extravagante y exhibicionista, además de nerviosa e incapaz de salir de sus problemas personales; de ahí­ su feminismo más bien abstracto, falto de sensibilidad social y esencialmente literario, aparte de limitado a la esfera de las experiencias sexuales anticonformistas (piénsese en su relación con Chopin), con una visión muy limitada de lo que es de hecho la aspiración de la mujer del s. xx a un reconocimiento de su dignidad humana independientemente de las cuestiones sexuales.

d) En Italia. Una «revolucionaria» italiana, considerada como la más importante animadora del movimiento femenino italiano del s. Anna Marea Mozzoni, estima que la actitud de G. Sand, y en general de las «literatas», es de hecho más nociva que útil a la causa de las mujeres, pues se trata siempre de personas que se hallan en situación de privilegio y que, pudiendo ‘prescindir de las reformas por razones personales, tienden a considerar «voluntaria» la condición de las otras y no se preocupan de combatir el privilegio, en el que han basado su prestigio personal.

Hablar de A. M. Mozzoni significa hablar de la Italia del posrisorgimento, de la Italia que, «tras hacer a Italia, debe ahora hacer a los italianos». Esta figura de mujer, casi ignorada por nuestra cultura contemporánea, tuvo notable importancia a la hora de incentivar las instancias sociales y polí­ticas de la segunda mitad del s. xix. Como la mayor parte de las feministas de la época, era originaria de familia noble, por lo cual tuvo la posibilidad de acceder a los diversos ambientes, aportando la contribución de sus observaciones concretas sobre la condición de la mujer (de todas las clases sociales), traduciendo textos extranjeros y colaborando en revistas como «La Donna», dando conferencias en diversos cí­rculos y organizando escuelas para la instrucción profesional y general femenina. El suyo fue un feminismo de tipo «radical», mazziniano en algunos aspectos, original en otros. Unas veces en colaboración, otras en contraste con otras personalidades relevantes de las actividades femeninas, dejó una impronta que sólo las circunstancias históricas y un particular embotamiento polí­tico del gobierno italiano de fines de siglo lograron borrar; actualmente se la recuerda no sólo en el campo feminista, sino también en la documentación histórica relativa a la época del posrisorgimento. Las demandas de la Mozzoni eran las mismas que las de los otros grupos feministas extranjeros.

e) En España. En España no parece que pueda hablarse durante el s. xix de un feminismo de corte radical-socialista como tónica general. Es cierto que hubo mujeres socialistas que destacaron incluso como sindicalistas de primera fila. Pero las reivindicaciones feministas vinieron por otro camino. Quizá los primeros en promover las iniciales reivindicaciones femeninas fueron los hombres. Sobre todo el P. Feijoo. En su Teatro crí­tico universal (1726) y en Cartas eruditas (1742) logró contestar, a base de sentido común y erudición, muchos de los absurdos argumentos esgrimidos contra la mujer.

Pero, quizá, el feminismo español del s. xix tiene lugar sobre todo desde la cultura. El s. xix presencia una importante floración literaria femenina. Mujeres como Concepción Arenal, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Cecilia Bühl de Faber (Fernán Caballero) y Emilia Pardo Bazán, por citar sólo las más conocidas, lograron abrirse paso en un mundo que les negaba la igualdad en campos laborales, culturales y sociales (por supuesto, también en el polí­tico. Pero esta dificultad era demasiado fuerte). Estas escritoras fueron primero ví­ctimas, después, y por ello mismo, conocedoras de la opresión y, por último, expositoras, denunciantes y luchadoras hasta encaramarse en lugares antes ocupados sólo por los hombres. Concepción Arenal será visitadora de prisiones de mujeres e inspectora de casas de corrección de mujeres. Emilia Pardo Bazán, si bien no llegó a la Real Academia por su condición de mujer, lograrla su cátedra en 1916, a la que acudí­a a pesar del boicot a que la sometieron.

3. CONTRA LA EXPLOTACIí“N DE LA MUJER. DEMANDA DE PARIDAD DE INSTRUCCIí“N – La atención de estos grupos se fija en las condiciones denigrantes, en la explotación de la mujer y de los niños en la industria y en el significado de una «toma de conciencia» por parte de la mujer así­ oprimida. En Inglaterra, John Stuart Mill, hijo de James Mill, publicó en 1869 una obra que lleva por titulo La esclavitud de las mujeres («The subjection of Women»), en la cual el examen de las condiciones sociales y la teorización de las causas de malestar están siempre integrados por la referencia al movimiento feminista, que ya se estaba desarrollando desde hací­a más de un decenio, en la perspectiva de una acción polí­tico-práctica. Se debe a J. S. Mill la difusión del conocimiento del movimiento feminista inglés, que tanto influjo tuvo, lo mismo en América del Norte que en América del Sur y en Europa: además, se difundieron las propuestas sobre la paridad práctica y no sólo teórica entre ambos sexos en el campo polí­tico, jurí­dico y retributivo del trabajo, con libre acceso a todas las carreras profesionales; propuestas que fueron llevadas primero por el mismo Mill al Parlamento inglés y luego por otros grupos polí­ticos -acicateados por el feminismo- de otros Estados a sus relativos gobiernos.

Sin embargo, ni siquiera en los paí­ses nórdicos (Inglaterra, Alemania, Rusia, Suecia, Noruega) el feminismo, tendente a afirmar la igualdad de derechos entre los dos sexos, con la consiguiente paridad jurí­dica y polí­tica, tuvo más éxito que en Italia o España. Esta paridad, aunque teóricamente aceptada y sostenida, en realidad rara vez se lleva a la práctica, puesto que la relación entre hombre y mujer implica motivaciones emotivas que una legislación, incluso muy evolucionada, no puede hacer que prevalezcan sobre ciertos pesados residuos de antiguas «costumbres» o tradiciones que no nacen de motivos racionales, sino que hunden sus raí­ces en fenómenos psicológicos completamente irracionales. En consecuencia, durante cerca de medio siglo el problema de la sumisión de la mujer al hombre (y la consiguiente disparidad de trato frente a la ley) permaneció arrinconado y sólo se discutió en cí­rculos restringidos de mujeres, preferentemente intelectuales, hacia las cuales, tanto el hombre come esa vasta porción de mujeres que, carente de sentido critico, aceptaba sin más la situación, o que por particulares circunstancias se hallaba en situación privilegiada, manifestaron con frecuencia sentimientos de desprecio, ironí­a! hirientes y una fuerte y organizada de Tensa en los diferentes ambientes socia les y polí­ticos. No en vano han afirmad( varios observadores y crí­ticos que, poi lo general, las más tenaces enemigas di las mujeres son las mismas mujeres esto depende probablemente de la ten dencia conservadora de la mujer en general, por estar habituada, desde hace miles de años, a no creerse capaz de de fenderse o de imponer sus propias opiniones y, sobre todo, por haber sido mantenida hasta comienzos del s. x en una condición de ignorancia y de analfabetismo que la hací­a incapaz de operaciones mentales de tipo cultural y critico, así­ como de observaciones libres de prejuicios sobre la realidad socio-polí­tica.

El movimiento feminista de la segunda mitad del s. xix tuvo como finalidad la «paridad de educación»; con esto se pedí­a que la instrucción fuera impartida de igual manera tanto al hombre como a la mujer, sabiendo perfectamente cuánta importancia tiene en la gestión del poder la diferencia de información y de cultura; téngase presente que era considerado «normal» el analfabetismo femenino y que incluso en las clases sociales más elevadas se opinaba que a la mujer no le hací­a ninguna falta una instrucción que fuera más allá de la escuela elemental; es más, parecí­a que la ignorancia y el desinterés por todo lo que es cultura, bajo el aspecto de lo social y polí­tico, constituí­a una gran virtud y poní­a de relieve aquella «feminidad» que tanto gustaba al hombre. Se delineaba esa exaltación de la femineidad entendida como «dulzura», «fragilidad», «sumisión» e «ingenuidad», que todaví­a persiste en muchos ambientes, determinando la supervaloración de las virtudes «caseras», mal entendidas y peor interpretadas como virtudes en el ámbito de la gestión de la casa y de la familia, totalmente subordinada a la voluntad del hombre.

También la valoración «moral» del comportamiento femenino se resentí­a profundamente de ello -y sigue resintiéndose-, porque se confundió la libertad en el pensar y obrar con la libertad licenciosa en el campo sexual. Todo esto hizo también extremamente difí­cil la actualización de las leyes que, en determinado momento histórico, obligaron finalmente a todos los ciudadanos, comprendidas las mujeres, a instruirse; incluso hoy muchas familias se niegan a hacer que sus hijas frecuenten la escuela media obligatoria.

-Otro motivo grave de resistencia en los estratos populares dependí­a del bají­simo nivel de renta familiar y, sobre todo, de la extendidisima miseria que pesaba sobre cada uno de los miembros de las familias numerosas, exigiendo que se enrolaran muy pronto en el trabajo. La discriminación entre nivel de instrucción masculina y femenina es aún evidente después de sesenta-setenta años de instrucción obligatoria x para todos los ciudadanos. Los datos estadisticos que muestran esta situación (puestos de relieve sobre todo con ocasión del «año internacional de la mujer» en 1975) indican con cuánta agudeza advirtieron la realidad las primeras feministas y con qué obstinación resistió la tradición a sus exigencias.

4. EL SUFRAGIO UNIVERSAL – Cerrado el perí­odo del risorgimento y abierto el de las reivindicaciones obreras en el campo de la industria bajo el impulso de los movimientos polí­ticos de izquierda, el feminismo volvió a cobrar fuerza, proponiéndose, empero, una finalidad diversa de la de la instrucción (meta alcanzada al menos a nivel legislativo): la del sufragio universal, que comprendiera también a las mujeres. Emmeline Goulden Pankhurst, miembro del Comité de Manchester para el voto a las mujeres, fundó en 1903 la WSPU (Unión Social y Polí­tica de las Mujeres), que tení­a como objetivo la conquista del sufragio. Organizadas de diversos modos en los diferentes paí­ses, las «sufragistas» se batieron con energí­a y a veces con violencia, usando incluso como medio de protesta la huelga de hambre para minar la resistencia del mundo masculino. Las sufragistas fueron a veces ingenuas y ridí­culas en su comportamiento; pero la causa por la que se batí­an era la consecución de un hecho de justicia efectiva y de superación de unas discriminaciones que podrí­amos definir de tipo «racista» si se miran a la luz de la objetividad histórica. El término «emancipación», usado por las asociaciones feministas, en su significado jurí­dico indicaba la consecución, por parte de la mujer, de la capacidad de realizar algunos actos que anteriormente desempeñaban por ella su progenitor, su tutor o su marido, manteniéndola en la condición de «menor»; se trataba, pues, de responsabilizar a la mujer, liberándola de la sujeción al padre o a la patria potestad ejercida por otros sobre ella. Pero aunque, según la ley, la mujer al cumplir los veintiún años se convertí­a en mayor de edad (con la salvedad de seguir siempre sometida a la autoridad marital), el hecho de impedirle el derecho de votar seguí­a manteniéndola en una situación de sujeción, al estar siempre formuladas las leyes por parlamentarios masculinos, los cuales, a su vez, eran elegidos por ciudadanos del sexo masculino. Más de la mitad de la población activa y mayor de edad no tení­a posibilidad de expresar su voluntad polí­tica ni de hacer sentir el peso de determinadas problemáticas, que, por otra parte, influí­an -y a veces onerosamente- en la vida social.

El movimiento de las sufragistas fue muy activo en Inglaterra, alcanzando momentos dramáticos: la Pankhurst fue varias veces encarcelada, pero en 1918 tuvo la satisfacción de conseguir la meta que se habí­a propuesto; en Alemania ejerció gran influjo sobre la opinión pública Rosa Luxemburg, que sacó adelante la petición de paridad en el voto, en la instrucción y en el trabajo. En los Estados Unidos de América surgieron dos grandes asociaciones que, veinte años después, se agruparon en la Nacional American Women Suffrage, que obtuvo considerables éxitos.

En Italia la lucha por el voto para las mujeres fue muy larga. En la historia del derecho al voto hubo etapas diversas: hasta 1912 tení­an derecho al voto sólo los ciudadanos que pagaban impuestos superiores a una cifra que entonces correspondí­a a rentas de alto nivel. Esto daba lugar a que muchas leyes no tuviesen en cuenta los problemas de la mayor parte de los ciudadanos poco pudientes o pobres. En 1912 se otorgó el voto a todos los ciudadanos varones. Las mujeres tuvieron que esperar hasta 1945, cuando la necesidad de reconstruir la vida polí­tica italiana y de decidir qué ordenamiento darle (republicano o monárquico) indujo a considerar como extremadamente importante para las partes en juego la aportación del sufragio femenino. En efecto, en el referéndum de 1946 hubo una altí­sima participación de mujeres, que por primera vez experimentaban la emoción y la responsabilidad de sus opciones polí­ticas.

La historia de la concesión del voto a la mujer en España tiene tanta historia como casi en cualquier parte. Al menos para las mujeres cabeza de familia, esa historia existe desde 1877. Pero argumentos entonces especiosos no dejaron que prosperara la propuesta. Algunos opinaban que con el voto femenino entrarí­a en la familia la discordia al poder enfrentarse dos personas con aspiración o ideas polí­ticas distintas. Otros opinaban que la mujer votarí­a sin más lo que mandase el marido, y así­ éste gozarí­a del privilegio de votar dos veces. La concesión, o mejor, el reconocimiento del derecho de voto vino con la Constitución de 1931. Hubo, no obstante, sus dificultades, que no estaban siempre defendidas por la derecha. Muchos temí­an, y entre ellos mujeres feministas, que el tradicionalismo y la religiosidad imperante en la mujer pudiera dar una victoria arrolladora a la derecha. Se poní­a entonces un dilema dificil: el deseo de lograr el reconocimiento de este derecho polí­tico chocaba con el miedo a que dicho reconocimiento llevase al Parlamento a personas que retrasarí­an indefinidamente otros muchos derechos que la izquierda y el liberalismo llevaban tiempo reclamando y que habí­an dado pruebas más esperanzadoras de que cumplirí­an. Lo cierto es que en la Constitución de 1931 se reconocí­a ese derecho de la mujer al voto polí­tico.

5. CONSECUENCIAS DE LAS DOS GUERRAS MUNDIALES DEL S. XX – Mientras tanto, la historia poní­a a la sociedad europea primero, y a la mundial después, frente a graví­simos problemas; la primera guerra mundial privaba de la mano de obra masculina a todos los sectores del trabajo, y en particular a los de la industria; la paridad de hecho que el hombre le negaba a la mujer vení­a a realizarse a causa de la necesidad de hacer frente a la demanda de productos indispensables para la supervivencia de la población en guerra. La mujer entraba así­ por la fuerza de las cosas en todos los campos del trabajo y se ganaba el respeto de todos por su capacidad productiva. Pese a la marginación de la vida polí­tica y a la persistente y escasa consideración por los resultados de su trabajo, que se traducí­a en retribuciones siempre inferiores a las del hombre, de hecho le fue posible abandonar aquella imagen ficticia de mujer «dulce y suave», guardiana de las tradiciones domésticas, para afirmarse como «actividad» capaz de insertarse en cualquier trabajo con inteligencia y eficiencia.

El feminismo asumió entonces el cometido de valorizar estos hechos, demostrando que la mujer podí­a «de hecho», y por consiguiente también «de derecho», entrar en la vida productiva social en cualquier campo, con tal que se le diera la posibilidad de obtener una preparación profesional adecuada. Las conquistas logradas en la primera y en la segunda posguerra son muchí­simas: al principio, las mujeres fueron aceptadas como obreras y empleadas, pero con salarios inferiores al del hombre, si bien en condiciones de paridad de trabajo y de rendimiento; luego, tuvieron acceso a determinadas profesiones, pero también aquí­ con restricciones y reservas, como, por ejemplo, en ciertos campos de la enseñanza, de la medicina o de la magistratura. No es cuestión de recordar las carreras «directivas» a las que todaví­a hoy sólo pocas y animosas mujeres logran tener acceso, aun teniendo sobre sus espaldas una carrera digna y activa. Pese a que en la segunda guerra mundial la mujer volvió masivamente a la producción en todos los campos y demostró en la Resistencia (en toda Europa) sus dotes de organización, .de tenacidad, de dedicación y de inteligencia, aun hoy la «costumbre», más que la ley, mantiene a la mujer en ocupaciones de segundo orden, siempre supeditada al hombre, y conserva un sentimiento de «defensa» contra aquellas mujeres que llegan a conseguir con su trabajo posiciones profesionales de cierto prestigio; la misma vida polí­tica ha visto declinar lentamente el número de las participantes y de las elegidas para los diversos parlamentos en los últimos decenios, después de un primer florecimiento participativo. Se observa, en general, un fenómeno regresivo, cuya interpretación no puede referirse sólo a la reciente crisis económica mundial y a sus relativas consecuencias.

Parece, más bien, que hay en la historia de la mujer un continuo alternarse de afirmaciones y de regresiones, muchas de ellas imputables a fenómenos de «resistencia» del mundo masculino, que, probablemente a nivel inconsciente, teme la adquisición de la paridad por parte de la mujer y que ello se resuelva en una competencia que le perjudique. Indudablemente hay fenómenos de escasa evolución por parte del hombre, anclado todaví­a en la opinión, completamente gratuita, pero consolidada por la historia, de su superioridad y de su derecho a detentar el poder en todas las parcelas de la vida social y sobre todo en la familia.

6. EL FEMINISMO CONTEMPORíNEO Y SUS RAICES – Estos fenómenos «regresivos» han vuelto a desencadenar la protesta femenina y feminista en los últimos diez años más o menos. El feminismo más reciente conecta con la contestación juvenil de 1968 y de los años inmediatamente precedentes. Mientras se puede sintéticamente afirmar que el primer feminismo, el del s. xvm y comienzos del xIx. se desarrolla en torno a la temática general de la paridad de los sexos; mientras el segundo, que se desarrolla desde la segunda mitad del s. xix a la primera del s. xx. lucha por el derecho al voto y por la entrada paritaria en todas las profesiones, el tercer feminismo, que se ha manifestado en los últimos quince años aproximadamente, propone temáticas que se podrí­an definir como «demoledoras», poniendo al desnudo una profunda insatisfacción «personal» de la mujer. Se pone en discusión la relación hombre-mujer en su esencia profunda, en la dimensión y en la «cualidad» que la caracterizan en el ámbito familiar y social. La mujer ha alcanzado prácticamente, al menos a nivel legislativo, muchos éxitos y reconocimientos; pero se siente «esclava» del hombre como macho. Su protesta va contra el dominio masculino a nivel estrictamente personal y encara sin contemplaciones el problema de la familia y de las relaciones intrafamiliares; prosiguiendo en su protesta, reivindica más tarde el derecho a una sexualidad «libre»; pero no en el sentido del libertinaje tradicionalmente entendido, sino en el sentido de una autonomí­a de opciones en las relaciones de amor, en la «gestión del cuerpo», hasta la exaltación de la libertad de abortar, de usar indiscriminadamente la anticoncepción, de difundirla en todos los estratos sociales y, como alternativa a la relación amorosa heterosexual, de ser autorizada a vivir en la relación homosexual las experiencias emotivas y afectivas que faltan en la relación con el macho. Todas estas propuestas se han traducido en demanda de leyes de «liberalización» en el ámbito de la homosexualidad, de la anticoncepción y, sobre todo, del aborto.

Este último feminismo más avanzado, compartido también por grupos más moderados, es de difí­cil evaluación, porque implica el rechazo de valores «morales», al menos en el sentido comúnmente entendido del término, que no aparecí­an contestados en los anteriores movimientos. Por eso conviene examinarlo con ojo crí­tico, desapasionado, y atendiendo a su significado de protesta, para captar los aspectos positivos que se esconden bajo su dura corteza de tema contestatario y violento, y para distinguirlo de la transitoriedad caracterí­stica de las situaciones de crisis y de rebelión.

La literatura feminista es hoy muy abundante y rica en matices de todo tipo; va desde el simple ciclostilado, que resume las conclusiones de un grupo aislado, hasta la auténtica literatura de base cientí­fica y reflexivamente critica.

a) Contra el «machismo». El aspecto más evidente de la protesta es la lucha contra la «prepotencia» del macho, contra el «machismo», caracterí­stico de la cultura occidental. Las aportaciones de la psicologí­a, y principalmente del psicoanálisis, mediante los cuales se ha llegado a comprender los motivos por los que, desde hace varios siglos, el hombre occidental viene manteniendo a la mujer en una condición de inferioridad, objetivamente demostrable (bastarí­a para ello el simple examen de las legislaciones de los distintos Estados, en algunos de los cuales aún no se ha concedido el derecho de voto a las mujeres), se han utilizado para organizar una reacción que provoca serias preocupaciones en quien desea sinceramente comprender el fenómeno con el objeto de contribuir a clarificar y superar la crisis que actualmente atenaza a la sociedad.

El contenido de la protesta se puede resumir así­: ataque a la estructura social, considerada como expresión y codificación del predominio del macho sobre la hembra; ataque a la educación «represiva» llevada a cabo hasta ahora, que no se ha limitado sólo a la esfera sexual, sino que ha invadido también la esfera de la iniciativa personal, impidiendo a la mujer asumir responsabilidades sociales y profesionales, y que, incluso en el ámbito de la familia (actividad de ama de casa), ha confiado toda responsabilidad al ejercicio de la «patria potestad», reservada al hombre. Además, el ataque feminista va dirigido contra la codificación de los «roles masculinos» y de los «roles femeninos», fijada según criterios que responden a estructuras sociales superadas y que impiden un entendimiento constructivo entre ambas mitades del género humano. Se ha subrayado asimismo que tales roles van desapareciendo de hecho en las nuevas generaciones, pero aún pesan en la teorización.

Por fin, se aprecia la reivindicación de una libertad «sexual», que nada tiene que ver con la libertad de tener un partner masculino con el que mantener relaciones sexuales de tipo adulto, en una realización de pareja que podrí­a sin duda ir contra determinadas costumbres y comportamientos tradicionalmente considerados «morales», pero que podrí­a también ser considerada «natural» en una definición más amplia de libertad que tenga en cuenta la situación presente de pluralismo cultural.

Mas no es ésta la lí­nea que se impone, aun cuando entra en las propuestas más comunes, porque lo que algunos sectores más «radicales» del feminismo propugnan es la libertad de usar del propio cuerpo, independientemente de la relación con el hombre o independientemente de la consideración de que el instinto sexual tiene manifestaciones que llevan de por sí­ a la procreación y, por consiguiente, a una responsabilización en lo tocante a la probabilidad de una nueva vida como expresión de la relación de pareja.

b) Contra la realidad-mujer «tradicional». A mi entender, aquí­ no se trata de reivindicar -y con todo derecho- la libertad de la mujer de tener o no tener relaciones sexuales, en el sentido de que ella no está obligada a condescender a los deseos del hombre cada vez que él lo desea; tampoco se trata de la libertad -sacrosanta, por otra parte-de tener o no tener hijos en el ámbito de la pareja, legal o no legalmente unida; se trata, en cambio, de una rebelión radical, profunda, irracional, aunque no por ello deja de ser válida, contra la realidad-mujer, tal como ha sido tradicionalmente entendida hasta ahora y transmitida a través de la educación familiar y social.

Este feminismo reciente se rebela contra el hecho de que, bajo las sutiles y zafias informaciones que la cultura actual transmite a la mujer como mensaje relativo a su conducta y a sus valores, persiste una «concepción biológica» que condiciona toda demanda de la sociedad y toda atribución de «roles». La reacción contra la maternidad no es, de hecho, un efecto de falta de capacidades afectivas (si acaso es una demanda de mayor capacidad de relación humana), sino un rechazo del condicionamiento tradicional en virtud del cual se sostiene que la mujer, en definitiva, vale algo sólo si es madre. No es posible exponer aquí­ los influjos de las consideraciones socio-económicas que han determinado históricamente la interpretación de la maternidad. El feminismo se remite a menudo a los análisis de la familia hechos por Engels, por Marx y por otros sociólogos más recientes.

e) Las raí­ces. Esto no significa que el feminismo sea un movimiento de derivación marxista; al contrario, por muchas razones tiende a diferenciarse de él, criticando en los movimientos socialistas y comunistas o de izquierda ciertodesinterés por las problemáticas relativas a lo «especifico femenino».

El feminismo actual parece tener raí­ces en un profundo malestar de la mujer frente a sí­ misma; malestar que indudablemente tiene su fundamento en la persistente afirmación de la superioridad del hombre, si bien los estudios embriológicos, anatomofisiológicos, psicológicos, etc., demuestran que se trata simplemente de dos seres «diversos», de dos manifestaciones biológicas de una misma especie de mamí­feros «superiores», como son los hombres, el «homo sapiens» de los antropólogos y de los etnólogos. Pero sobre esta diversidad se ha montado una interpretación de diferencias de «valor» que, hoy por hoy, aún han de superarse en favor de una mayor objetividad. Lo que se pide es un cambio sustancial de los contenidos culturales de la sociedad y de la consiguiente organización social. Añádase además que, efectivamente, hoy el peso de la familia grava completamente sobre la mujer, que, por si fuera poco, atiende al trabajo extradoméstico, y que la responsabilización del hombre como marido y padre es aún una utopia en la mayor parte del mundo.

El feminismo de España en los últimos cincuenta años ha sido tan peculiar como la historia misma de España. Durante casi los cuarenta años de régimen franquista la batalla feminista no ha tenido más remedio que utilizar caminos de sombra. La falta de libertades públicas exigí­a que antes de preocuparse por los derechos de la mujer ésta trabajase junto al hombre por los derechos de la persona. Y en este sentido la mujer sí­ ha luchado. Sin duda, se avanzó también en ciertos derechos culturales de la mujer y se buscó el camino posible en los polí­ticos, sobre todo en los últimos años. En este sentido podemos decir que se encuentran dos posibilidades de lucha: desde unas reivindicaciones sociales y profesionales que no tienen más remedio que negar u ocultar el innegable carácter polí­tico que encierran -y que, por lo tanto, está ahí­, aunque camuflado- y desde la preparación de personas y programas que en el próximo futuro deberí­an ocupar un puesto importante en la lucha democrática a favor de los derechos de la mujer. En este sentido, las asociaciones de vecinos, v. gr., trabajaron conscientes de lo que finalmente pretendí­an y situaban a la mujer codo con codo con el hombre en la polí­tica.

Las reivindicaciones de todo tipo se destaparon con la llegada de la democracia. Comenzaron a surgir profusamente asociaciones, conocidas como asociaciones feministas de… (seguidas del lugar de radicación), y más aún como asociaciones democráticas de mujeres de… (seguidas también del lugar de radicación). Otro tipo de asociaciones que comenzaron a pulular era el de colectivos concretos: de mujeres universitarias, de amas de casa, de madres solteras, de mujeres divorciadas, etc. Cada uno de estos colectivos tení­a sus propios problemas, como puede verse por la misma denominación. Todos ellos iban a luchar por conseguir que se atendiesen sus reivindicaciones.

España cuenta hoy con una Constitución que proclama la igualdad ante la ley. «sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión…» (art. 14), y se trabaja en el desarrollo de las leyes pertinentes que revisen el Código Civil en todo aquello que pueda oponerse a la Constitución.

Las reivindicaciones de la mujer no cesan. Se ha luchado, y se lucha fuertemente, por la emancipación, el divorcio y el aborto. Este último punto, presentado por muchas feministas como derecho a utilizar su propio cuerpo libremente [>Cuerpo I, 2], es el que prevé mayores fricciones con la sociedad. Existe, sin embargo, la promesa del partido que respalda al gobierno actual de liberalizar o despenalizar el aborto en casos determinados. Y muchos piensan que una vez abierta esta puerta se seguirán abriendo otras. Sociológicamente hablando, lo normal es que la despenalización del aborto llegue muy pronto a España.

Y no serí­a justo olvidar que en la lucha feminista existe un punto de mira universal: la mujer lucha no sólo por las reivindicaciones de aquellas mujeres con quienes directa y estrechamente convive, sino también por la mujer sin más, se encuentre donde se encuentre. En este sentido, las reuniones internacionales y los foros de opinión también internacional tienen que oí­r la denuncia de las barbaridades que sufren las mujeres, por ejemplo, en el mundo árabe, el más atrasado, sin duda.

7. EL SIGNIFICADO HUMANO DE LA PROTESTA FEMENINA – Tras las apariencias violentas y protestatarias, a veces absurdas, que el feminismo presenta a la observación del estudioso, es posible descubrir un significado «humano» de inestimable valor: el feminismo constituye una formidable toma de conciencia de la mujer, uno de esos virajes históricos que determinan profundos cambios dentro de una civilización. Por algo esta toma de conciencia ha tenido y tiene una vida difí­cil, procede a saltos, pasa por perí­odos de virulencia y perí­odos de silencio, en los cuales se elaboran nuevas temáticas y se proponen nuevas conquistas.

La crisis actual es la crisis de la enorme diversidad que media entre la ley y la costumbre; en cuanto a la ley, una vez formulada, lo suyo es que se aplique; ahora bien, si la conquista de la formulación de una ley es siempre obra de una fatigosa elaboración por parte de «especialistas» dotados de cultura y de comprensión de los fenómenos humanos, la conquista de la modificación de cualquier costumbre es, en cambio, obra de la difusión lentí­sima, persistente y capilar de ideologí­as y comportamientos innovadores, contra los cuales se alza como obstáculo la natural tendencia a la conservación de tradiciones acrí­ticamente aceptadas, independientemente de la consideración de los daños que producen cuando se aplican a generaciones que tienen necesidad de comportamientos e ideologí­as muy diversos.

La protesta juvenil de 1968 evidenció la necesidad de un cambio sustancial de las relaciones entre generaciones; pero sobre todo patentizó la necesidad de comunicación entre los hombres para una colaboración en favor del progreso espiritual de la humanidad; bajo el influjo de este movimiento imponente y con frecuencia dramático, el feminismo ha recibido un nuevo impulso y ha renacido por doquier. Desde 1970 en adelante se han formado grupos, más o menos organizados, que han recibido nombres diversos. En general, el feminismo rechaza la organización de tipo «asociativo» y prefiere mantener la de «movimiento» informal, pero constituido por grupos esparcidos acá y allá, dotados de una cierta autonomí­a y que mantienen ví­nculos de tipo informal entre sí­.

Hoy se intenta construir un movimiento de «comunidades» en las que la mujer exprese y experimente la solidaridad entre mujeres (cosa muy rara) Y. sobre todo, que esté en situación de intervenir donde la mujer se vea amenazada, infravalorada o explotada. Elloexplica el fenómeno observado de la intervención de las feministas en los tribunales en ocasiones de violencia hecha a alguna mujer (sobre todo violencia sexual), o de violencia en el ámbito del trabajo (negarse a contratarla sólo por el hecho de ser mujer, cosa contraria a la legislación vigente), o de otras situaciones en las cuales se explicita en cierto modo el intento de hacer prevalecer los intereses masculinos sobre los femeninos en forma injusta y a menudo ilegal.

Este aspecto del feminismo posterior a la contestación del 68 ha atraí­do sobre todo a las más jóvenes, a las adolescentes, que ven en el movimiento una ayuda para superar la crisis de la adolescencia, caracterizada por la exigencia de alcanzar una «libertad verdadera», con la cual contrasta la debilidad propia de su edad y la persistencia de esquemas de comportamiento familiar y ambiental limitativos de toda forma de iniciativa, incluso buena.

En el feminismo encuentran algo «ya hecho», una ayuda que les parece adecuada para la solución de sus problemas; y no comprenden que una de las caracterí­sticas primordiales del feminismo sea, en cambio, su «hacerse continuamente», su dinamismo, su fundamental no-organización, porque debe responder sucesivamente a situaciones históricas en movimiento.

8. CRISIS ACTUAL DEL FEMINISMO – Por estas razones el feminismo está en crisis, pues se está convirtiendo en un fenómeno no propiamente «de masas», sino en un fenómeno «de moda», que es peor. Las feministas «históricas», «radicales» en el sentido histórico de la palabra, no aprueban este feminismo acrí­tico y están preocupadas por el hecho de que el movimiento pierde fuerza y se convierte en algo que se puede manipular de muchos modos, habida cuenta de la fragilidad psí­quica de las adolescentes.

Además, la crisis económica actual, en la cual el problema del trabajo femenino adquiere un carácter dramático (la desocupación femenina es superior a la masculina), ha dificultado el desarrollo de la temática de la «liberación» de la mujer, al desplazar el interés hacia la inmediatez de los resultados, más bien que hacia su calidad. Un ejemplo tí­pico es la dramática insistencia de las más jóvenes en la «liberación sexual», entendida como licitud de relaciones sexuales inmediatas, episódicas, no siempre inspiradas en un efectivo ví­nculo amoroso entre jóvenes; parece incluso que, para ciertos grupos que se definen como feministas, el núcleo de las discusiones y las metas de las reivindicaciones sean estas dinámicas adolescentes, que no se desarrollan en una dirección constructiva por su incapacidad de trazar un programa de relaciones sexuales integrado en el crecimiento de la persona.

Uno de los problemas más importantes del feminismo actual es el de la «militancia polí­tica», es decir, el de la transformación del movimiento en una plataforma con representación y fuerza a nivel polí­tico; el significado del eslogan «lo personal es polí­tico» es muy intenso, porque sobreentiende el esfuerzo de trasladar a la actividad organizada el resultado del trabajo de «toma de conciencia» de la mujer particular y del grupo. Por otra parte, algunas feministas también abogan con fuerza por la «doble militancia», esto es, por el apoyo del movimiento feminista a partidos ya organizados y representados en el Parlamento; de hecho, la mayor parte de los partidos organizados toma hoy en consideración la actitud y los objetivos del feminismo. El feminismo «histórico», en general, los rechaza; no obstante, persiste la pregunta de cómo se podrí­an hacer llegar al Parlamento determinadas demandas que el movimiento expresa.

Es dificil prever cuál será la evolución de la actual crisis del feminismo, porque la crisis económica que hoy se abate sobre todo el mundo productivo y, por ende, sobre toda la organización actual del trabajo, repercute también en las relaciones entre mujer y trabajo, mujer y sociedad, mujer y familia, mujer y hombre. El movimiento está atravesando una crisis de crecimiento nada fácil, sobre todo porque lleva al desmembramiento de los grupos y a la disolución en lo superficial de las fuertes motivaciones que iniciaron la «toma de conciencia», así­ como a la insatisfacción por la deficiente comprensión e interpretación de la problemática real de la mujer actual y a la inutilización de las tentativas impulsadas por fuertes grupos conservadores o surgidas de la coactiva manipulación de los partidos organizados, los cuales en sus secciones femeninas parecen haber captado y hecho propias las temáticas feministas (salvo algunas, como las instancias abortistas, por ejemplo).

II. Valoración final a la luz del evangelio
Cabe ahora preguntarse cuáles pueden ser los juicios valorativos de este fenómeno tan antiguo y complejo, siempre en transformación, en la óptica de una consideración de tipo cristiano, sobre todo porque el movimiento ha implicado también a la religión, a la organización de la Iglesia y a la moral inspirada en los principios cristianos, así­ como a la participación de la mujer en la actividad explí­cita de la comunidad eclesial. Existe también feminismo cristiano, el cual, además de acoger no pocas de las temáticas del feminismo histórico, reivindica para la mujer «cargos» y «ministerios» eclesiales que tradicionalmente han sido desempeñados sólo por hombres, con lo que ha puesto a la jerarquí­a eclesiástica ante interrogantes de no fácil solución. La respuesta de la Iglesia oficial es, por el momento, negativa; los hechos, no obstante, impulsan con fuerza hacia la realización práctica y la asunción estable de tales «cargos» por parte de la mujer. Si se logra no dejarse arrastrar emotivamente, es posible interpretar todo el movimiento feminista, desde sus orí­genes hasta hoy y en el futuro, como un movimiento de «liberación» en el sentido evangélico de la palabra, y es posible hacerlo entrar de pleno derecho en esa teologí­a de la liberación capaz de dar respuestas constructivas a las instancias de liberación presentes en el mundo contemporáneo.

Si queremos tomar como punto de partida una frase del evangelio, podemos elegir las palabras de Jesús que dicen: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32). La humanidad procede fatigosamente en la búsqueda de la verdad, y sobre todo de esa verdad que puede traducirse en una transformación del hombre, en el paso de la condición infantil egocéntrica, posesiva y dominadora (común a ambos sexos), a la condición más adulta de la «reciprocidad» y, por fin, a la de la «caridad». La conciencia de los errores en que estamos inmersos es condición indispensable para el cambio. La evangelización es un proceso en el que los elementos cognoscitivos son de máxima importancia, porque del conocimiento de las metas propuestas por Dios al hombre se pueden deducir las normas de comportamiento que regulan la convivencia humana.

Y en la convivencia humana son dos las cosas más difí­ciles de realizan el sentimiento de «paridad» de valor (cualesquiera sean los condicionantes de la biologí­a, la cultura o la historia) y el respeto de la «libertad», que es consecuencia de la afirmación de la paridad de valor.

El examen atento de las condiciones «reales» en que vive la mayor parte de las mujeres hoy es una de las instancias que la sociedad contemporánea exige para que funcionen más ordenadamente las relaciones familiares, sociales y polí­ticas. Todo mensaje religioso, y en particular la revelación cristiana, deberí­a ser el instrumento fundamental para estimular la búsqueda de una forma de «justicia» (entendida a la luz del evangelio) en virtud de la cual se dé mucha menos importancia a los modestos problemas contingentes y formales de la vida cotidiana y se privilegie, en cambio, la relación de comprensión y de respeto. La misma insistencia sobre las temáticas sexuales deberí­a ceder el puesto a la consideración de la «persona» í­ntegra; bajo la protesta «sexista» femenina es evidente la desesperada exigencia de la mujer de ser considerada «persona» y no «objeto». La «liberación de la mujer» se podrá lograr sólo cuando ella adquiera la convicción profunda de su propia libertad y autonomí­a, condiciones indispensables para todo esquema que rebase los intereses momentáneos y se oriente a la realización de «valores» espirituales y religiosos. Si no se busca esta verdad, dificilmente la lección de la historia podrá ser una piedra miliaria para el progreso humano y, sobre todo, para el progreso de la fe.

Cristo vino para salvar a los «pobres» y a los «marginados»: «Levantando los ojos hacia sus discí­pulos, dijo: Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios (Le 6,20)». Pero se ha observado justamente que se trata de los pobres y marginados que desean salir de su condición para ser mejores y que, precisamente por ser tales, están abiertos a una posible escucha de la palabra de Dios. Si es verdad que el movimiento feminista a menudo se sirve de frases hechas y de eslóganes carentes de significado, es igualmente verdad que la tenacidad y la capacidad de sacrificio que muchas mujeres han demostrado en la búsqueda de soluciones válidas al malestar femenino en la sociedad actual, es í­ndice claro de que se trata de «pobres» que buscan el reino de la justicia y están abiertos a la evangelización, siempre que esta evangelización encuentre las modalidades adecuadas para hacerse comprender y no sea impositiva o represiva. La mujer está buscando hoy la «verdad» de su condición y la «verdad» de su futuro. Está, pues, abierta a la comunicación de una perspectiva evangélica, espiritual, liberadora, a condición de que no se la vuelvan a proponer fórmulas y esquemas que repitan los errores del pasado. Corresponde, por tanto, a la teologí­a, a la catequesis y a la predicación presentar el sentido profundo del evangelio, que considera a todos iguales y que no autoriza ninguna prevaricación, adecuándose a las modalidades con que viene formulada la demanda y orientando hacia la comprensión del amor verdadero, que trasciende la persona en favor de la comunidad, sin anularla por ello u oprimirla.

A. Riva
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Origen y significado del término.
II. El despertar de una conciencia ética femenina:
1. En el pensamiento laico;
2. En la reflexión cristiana:
a) Relectura bí­blica,
b) Relectura histórica
c) Relectura teológica.
III. La mujer en la tradición evangélica:
1. Jesús y las mujeres:
a) La mujer en la perspectiva del reino,
b) Superación de la ley,
c) Superación del templo,
d) Superación de la imagen patriarcal de Dios;
2. Las mujeres y Jesús:
a) Discí­pula,
b) Profetisa
c) Apóstol;
3. La comunidad primitiva.
IV. La mujer en la reflexión teológica tradicional:
1. Inferioridad fisiológica;
2. Inferioridad moral;
3. Inferioridad jurí­dica.
V. La mujer como sujeto inquieto en la tradición cristiana.
VI. El feminismo en el horizonte ético: del asentimiento a la elección:
1. Feminismo como memoria;
2. Feminismo como pensamiento de la diferencia;
3. Feminismo como pensamiento de la convergencia.

I. Origen y significado del término
Se entiende por feminismo un movimiento cultural y polí­tico de amplias dimensiones, articulado y complejo, que hace de los problemas relativos a la condición femenina el centro de la reflexión y de la acción.

Muestras aisladas de una conciencia clara de la marginación de la mujer pueden detectarse con cierta frecuencia y duración a lo largo de la historia. Con todo, el así­ llamado feminismo nace a comienzos del siglo xlX con el despertar de una toma de conciencia colectiva. En efecto, tanto los ideales de igualdad, fraternidad y libertad propugnados por la revolución francesa, como la incipiente industrialización con los correspondientes y preocupantes problemas de un mundo del trabajo radicalmente transformado y que favorecí­an la formación de la conciencia obrera, unos y otra habí­an sentado las bases ideales y materiales para que las mujeres, afectadas de lleno por las dos revoluciones, comenzaran a reflexionar sobre su propia situación existencial y social. Este primer feminismo, que se fue constituyendo lentamente hacia finales del siglo pasado y que albergaba cierta variedad de posturas por la pertenencia de las mujeres al área liberal, socialista o católica, se nutrí­a del análisis y lograba su fuerza reivindicatoria en los principios de igualdad y de emancipación. La conciencia de la misma dignidad, de naturaleza y de persona, de la mujer (igualdad) y la consiguiente necesidad de sustraerse a un estado de dependencia multisecular al hombre (emancipación) fueron los fermentos que alentaron a los movimientos feministas hasta los recientes años sesenta y que, tras duras luchas, se han visto concretados a nivel social y polí­tico en los derechos fundamentales de la persona humana, hasta hace un siglo impensables para la mujer: del derecho al estudio, al voto polí­tico, de la igualdad retributiva a la igualdad de derechos en la familia.

Estas conquistas, sin embargo, representan sólo la primera etapa de un proceso en curso de alcance todaví­a imprevisible, al menos parcialmente. Un segundo feminismo, en efecto, ha tomado las riendas en los años sesenta, con nuevas exigencias. Este feminismo no se inspira ya ni tiene su fuerza motriz en el concepto de emancipación, que se supone adquirido, al menos parcialmente, sino en el de liberación, entendido o como proceso interior tendente a hacer de la mujer un sujeto autónomo, con la mira puesta en el descubrimiento de una identidad especí­fica, o como cambio de las disposiciones institucionales y de los modelos culturales, en orden a la construcción de una sociedad a la medida de la persona humana (varón-hembra) y no sólo del varón exclusivamente.

II. El despertar de una conciencia ética femenina
En cuanto fenómeno global, el feminismo ha supuesto sobre todo la formación en la mujer de una conciencia ética como reconocimiento de la propia subjetividad autónoma y como capacidad de elegir y de actuar. La conciencia de sí­, por tanto, no sólo hace relación al problema del sentido de la propia existencia, sino que constituye también el fundamento del proyectarse uno mismo, del determinar la propia vida más allá de esquemas preestablecidos y prejuzgados. Una nueva relación personal se establece en el uno mismo, entre el uno mismo y el mundo, entre el uno mismo y lo trascendente, no ya siguiendo normas externas e inflexibles a las que adherirse obedientemente, sino a la luz de una conciencia autónoma formada en la escucha de la razón y, en el caso del creyente, también de la palabra. Se trata, pues, de cambios profundos, acaecidos no sólo en el interior del mundo femenino, sino también en su relación con la sociedad y con la Iglesia.

1. EN EL PENSAMIENTO LAICO. Esta autocomprensión ha llevado en primer lugar al cuestionamiento de una cultura que presentaba como naturaleza femenina (débil, pasiva, emocional) lo que no era sino una construcción ideológica de la visión androcéntrica (hombre-macho = fuerte, racional, parámetro y centro del universo); pero ha llevado también al intento de reconstrucción de una identidad esencial, haciendo pasar por la criba de la crí­tica el concepto mismo de naturaleza. Más allá de la compleja problemática y de las hipótesis que constituyen el objeto continuo de la reflexión antropológica, histórica y filosófica, resulta interesante la recuperación, por parte de la mujer, de la conciencia y del respeto del propio cuerpo [! Corporeidad]. Conocerlo es ante todo acogerlo y vivirlo en la serena aceptación de sus manifestaciones fisiológicas, valorando cada una de las etapas del proceso vital femenino en la plenitud de significado de sus momentos, lejos, por tanto, de los tabúes ancestrales que hací­an del cuerpo algo impuro (menstruaciones), débil (embarazos) e inútil (climateno). La mujer quiere sustituir la aceptación, a menudo inconsciente por la elección y la responsabilidad de cómo regular los procesos biológicos, de manera que el cuerpo deje de constituir un lugar de opresión. La maternidad, en concreto, quiere dejar de ser un destino padecido pasivamente y ser, en cambio, una elección de amor y, sobre todo, una experiencia positiva de vida vivida en una nueva dimensión afectiva solidaria, que comprometa de forma siempre creciente al compañero y a la sociedad. Esta última, en efecto, a través de estructuras adecuadas (hospitales organizados en torno a las necesidades de la mujer y del niño, consultorios, guarderí­as, centros socio-sanitarios, horarios de trabajo flexibles para el padre y la madre…), deberí­a asumir la maternidad como un valor suyo, favoreciendo lo más posible la humanización del acontecimiento. El feminismo laico pide, pues, una nueva y total definición de valores y estructuras entre público y privado. Tambien hay que ver bajo esta luz la superación de una concepción del papel doméstico como algo natural y exclusivo de la mujer. Y si el trabado del ama de casa debe considerarse productivo y socialmente útil no se puede, por otra parte, descuidar la importancia del trabajo realizado fuera de casa, al desarrollar el valor de la autonomí­a y dar satisfacción a necesidades tan fundamentales como son la seguridad y la identidad social. Pero incluso el mundo del trabajo sigue aún organizado por varones y destinado a ellos. El feminismo exige, por consiguiente, una transformación del vivir asociado, con el fin de crear juntos, mujeres y hombres, un modo nuevo de vivir la afectividad, de trabajar, de participar, de estar en una sociedad de dimensiones humanas reales (femeninas y masculinas).

2. EN LA REFLEXIí“N CRISTIANA. Los cambios introducidos por el feminismo en el campo cultural y social no podí­an menos de repercutir profundamente también en la cristiandad. El hecho de que Juan XXIII individuara en la cuestión femenina uno de los signos de los tiempos de nuestro mundo contemporáneo ha significado abrir espaciosa una reflexión acerca de la naturaleza y la función de la mujer en el plano de la salvación. Heredera de esta atención nueva por parte del magisterio eclesiástico a las realidades femeninas es la carta apostólica Mulieris dignitatem, de Juan Pablo II (15 de agosto de 1988), una meditación llena de sensibilidad y fuente de importantes sugerencias para ulteriores estudios y reflexiones.

En efecto, la conciencia que la mujer está adquiriendo de su propio papel eclesial en razón de que es, en paridad con los otros bautizados, discí­pula de Cristo, con las responsabilidades proféticas, sacerdotales y regias que de ello se derivan, está demandando una revisión atenta de nuestro patrimonio tradicional, presupuesto necesario para superar fronteras y proponer anticipaciones proféticas.

a) Relectura bí­blica. Analizando los textos bí­blicos se cae en la cuenta de que éstos reflejan la visión patriarcal de la cultura hebrea. De acuerdo con las leyes de la encarnación, la revelación tení­a que expresarse necesariamente en el lenguaje androcéntrico, limitando la imagen de la persona humana en su doble especificación masculina y femenina. El conocimiento, por tanto, de las condiciones reales de la mujer en el ámbito bí­blico y de la justificación ideológica de su condición subalterna constituyen un primer paso indispensable para saber discernir entre los valores de fondo (la palabra de Dios llamando a la fe, la esperanza y el amor) y las mediaciones culturales-contingentes (mujer sometida y excluida).

En la historia de la salvación, sin embargo, también se constata la presencia de la mujer en el desempeño de papeles importantes, que es preciso redescubrir y valorizar como tales: las «matriarcas» (Sara, Rebeca), las profetisas (Cuida, Marí­a), las lí­deres (Débora, Judit) son algunas de las figuras mejor consideradas en su protagonismo religioso. Por lo que respecta al NT, también él ha sido escrito por varones y con óptica masculina. Y, sin embargo, el acontecimiento Cristo ofrece una imagen revolucionaria de la mujer, de la que los hagiógrafos no han podido prescindir.

b) Relectura histórica. La sensibilidad actual, con la mirada puesta en detectar y valorar la presencia de la mujer en nuestra tradición, ha planteado no pocos problemas. A la vida femenina, en efecto, siempre se la ha tenido por poco relevante y significativa, hasta el punto de que rescatarla del olvido o poner de manifiesto su valor requiere una relectura de la historia no siempre de fácil realización. Sin embargo, el conocimiento del propio pasado resulta indispensable, ya que constituye el presupuesto del proceso de liberación que hay que llevar a cabo para poder crear una nueva conciencia de la dignidad humana de la mujer.

En concreto, la relectura histórica deberí­a evidenciar tres aspectos:
– Primero: El conocimiento de la opresión sexual. La finalidad del mismo serí­a la de detectar los motivos ideológicos (culturales, teológicos, morales) que han legitimado la inferioridad femenina y han influido en la práctica a la subordinación de la mujer. Un mayor conocimiento, por ejemplo, de los tratados de moral o del papel a menudo coercitivo desempeñado por el confesor en la vida femenina constituye una base para reconocer una tradición opresiva de la que liberarse.

– Segundo: Las presencias significativas de las mujeres, protagonistas de acontecimientos. La identidad histórica, en efecto, no puede basarse negativamente en las injusticias sufridas, sino que debe encontrar fuerza significante en el testimonio de mujeres que, apelando al evangelio y a la razón, se han erigido, incluso con su oposición y su transgresión, en conciencia crí­tica y en sujetos éticos. En este sentido la tradición no es tan uniforme como se quiere hacer ver.

– Tercero: La í­ntima correlación entre experiencias masculinas y femeninas. La reciprocidad de experiencias es un factor importante a la hora de reconstruir la identidad psicológica. La vida entre las mujeres y los hombres no se ha caracterizado exclusivamente por una relación de opresión o de dominio, sino que ha significado un vivir en común, compartiendo responsabilidades, sufrimientos, esperanzas, culpas y anhelos de redención.

c) Relectura teológica. También la teologí­a ha reflejado la visión antropológica dualista y androcéntrica al presentar de Dios una imagen patriarcal y garante de una sociedad discriminadora y jerárquicamente estructurada. Si se quiere que lo femenino no vuelva a ser negado o valorado como algo trivial, sino reconocido como algo positivo, resulta fundamental llegar a una nueva formulación del lenguaje teológico, de forma que en él se incluyan ambos géneros. Es necesario, pues, liberar a la teologí­a (discurso sobre lo divino) y a la antropologí­a teológica (discurso sobre lo humano creado «a imagen de Dios») partiendo también de una experiencia humana diversa: hoy las mujeres entran por derecho en la dimensión especulativa del intellectus fidei. Pero la revisión no debe alcanzar sólo al lenguaje, sino a todos los ámbitos de lo teológico: de la eclesiologí­a, para superar la estructura masculino-piramidal y valorar de otra manera los carismas femeninos dentro de la comunidad eclesial, a la ética, para reexaminar crí­ticamente los lugares tradicionales de la opresión moral de la mujer, ejercida a menudo a través de la dirección espiritual y de la confesión (relaciones sexuales, maternidad, invitación a la sumisión y a la resignación…).

III. La mujer en la tradición evangélica
En tiempos de Jesús la mujer estaba particularmente discriminada, sometida totalmente a la autoridad del marido y marginada en el ámbito religioso: le estaba prohibido el acceso al templo (se le reservaba un atrio adyacente o podí­a estar con los paganos en un atrio más exterior), se le poní­an trabas para el estudio de la ley, su presencia era indiferente a efectos de validez de la celebración del culto en la sinagoga (bastaban diez varones), estaba dispensada de recitar el Shema, la plegaria cotidiana, fundamental para la fe del judí­o.

En este clima cultural viven Jesús y sus discí­pulos. El NT está, pues, escrito en un contexto patriarcal; los mismos evangelistas seleccionan materiales y referencias tradicionales a partir de una indiscutible precomprensión antropológica, aunque mitigada por la inversión de valores llevada a cabo por el acontecimiento Cristo.

1. JESÚS Y LAS MUJERES. Tal como lo presentan los evangelios, Jesús nunca adoptó respecto a las mujeres actitudes hostiles o de discriminación: se encuentra con ellas, las interpela, las escucha, les enseña, les reprocha. Ni una sola palabra acerca de la jerarquí­a de los sexos, y menos aún sobre lo especí­fico femenino. Sin animosidad ni paternalismo, expone a las mujeres el mismo evangelio y es con ellas tan exigente como con los hombres.

a) La mujer en la perspectiva del reino. Aun siendo extremadamente significativo para nosotros el comportamiento de Jesús, sin embargo sus palabras y su actiud no pueden quedar circunscritas a los horizontes estrechos de acontecimientos históricamente contingentes. En este sentido debe quedar claro que la mujer, a pesar de no ser destinataria de un mensaje de salvación especí­fico ni de prescripciones morales exclusivas, también ella está incluida en la perspectiva del reino, en la dimensión ética y no legalista, en la provocación que subvierte las categorí­as establecidas, en la superación de los convencionalismos sociales y de las instituciones humanas, en la negación de las estructurasen que se sustenta lo sagrado. En el ámbito de esta ética escatológica (proclamación de la cercaní­a del reino de Dios) es donde la mujer adquiere valoración y libertad. El Magní­ficat, cantado por una mujer, Marí­a, expresa admirablemente la vocación de los pobres, la preferencia de Dios por los que no cuentan en la óptica del mundo. En esta perspectiva, los milagros realizados a instancias o en favor de mujeres, de Caná (Jn 2); a la resurrección de la hija de Jairo (Lev 8:40ss), de Lázaro (Jn 11); a la curación de la hija de la cananea (Mat 15:21-28 ),responden a las expectativas de liberación y de reintegración humana de la mujer, signos de la venida del reino.

La presencia femenina se hace patente sobre todo en la superación de las tres estructuras en las que se sustenta la cultura judí­a: ley, templo y concepto de Dios.

b) Superación de la ley. La hemorroisa que toca a Jesús (Mat 9:2022), la mujer encorvada curada en sábado (Le 13, lOss), la pecadora elogiada (Lev 7:36ss), la adúltera defendida (Jua 8:1-11) son la subversión de una ley que con la inviolabilidad del sábado la ideologí­a de lo impuro y la juridicidad inicua e hipócrita del matrimonio tení­a encarcelada a la mujer en un sistema agobiante de vetos y prohibiciones.

c) Superación del templo. En contraposición al extrañamiento, discriminación y exclusión que la mujer judí­a sufrí­a en lo referente al culto, jerárquica y formalmente organizado, Jesús presenta una relación nueva con Dios: la participación igualitaria de todos en un culto interior en Espí­ritu y verdad. Con la irrupción del reino, el templo ha agotado sus funciones. Resulta emblemático el que esta verdad venga dicha a una mujer, la samaritana, con quien Jesús rompe toda barrera de sexo, raza, nacionalidad o religión (los judí­os tení­an a los samaritanos por espurios, extranjeros e impuros) (Jn 4).

d) Superación de la imagen patriarcal de Dios. El Dios del que habla Jesús es un «Padre-materno» que engloba las caracterí­sticas de lo masculino y de lo femenino (receptivo, protector, tierno, misericordioso). En la parábola de la dracma perdida (Lev 15:8s) es una mujer la que representa a Dios y sus desvelos en buscar lo perdido, la que manifiesta un rostro de ternura. Así­ mismo, Jesús se sirve del mundo femenino de todos los dí­as para ilustrar las caracterí­sticas del reino (veáse, p.ej., Lev 13:20-21).

2. LAS MUJERES Y JESÚS. Una lectura del evangelio por parte de la mujer y atenta a la subjetividad femenina debe situarse también en otra óptica: las mujeres no son exclusivamente objeto de la atención de Dios, sino también protagonistas en primera persona del mensaje de la salvación. ¿Quiénes son? ¿Cuál es su vivencia del acontecimiento Jesús? ¿Por qué acuden a él? ¿Qué han dejado? Dalas las pocas referencias disponibles, no resulta ciertamente fácil responder satisfactoriamente a estos interrogantes. Se trata, por lo general, de mujeres cuyas posibilidades de elección no son en absoluto fáciles; mujeres en cierto modo libres habida cuenta de sus demandas insistentes e importunas, de sus dudas, de sus hondos anhelos de conocer, de comprender, de comunicar.

a) Discí­pula. A diferencia de los rabinos de la época, Jesús no sólo no rechaza la presencia de las mujeres, sino que las acoge en el número de sus discí­pulos. Marí­a de Magdala, Juana, Susana, Salomé, Marí­a madre de Santiago y otras (Lev 8:1-3) siguen al maestro y le son fieles incluso después de muerto, testigos de la crucifixión -mientras los apóstoles huyen- y de la resurrección. Entre estas discí­pulas itinerantes sobresale con fuerza la figura de Marí­a, hermana de Lázaro, tipo del verdadero discí­pulo que, por encima de convencionalismos, sabe escoger la parte mejor (Lev 10:38-41).

b) Profetisa. La función activa de las mujeres puede comprobarse también en el papel anticipador en relación con la fe y los misterios de Cristo. Encontramos así­ a Isabel, que saluda en Marí­a a la madre del salvador; a Marí­a, que, asumiendo activamente la venida del hijo, proclama eh el Magní­ficat el triunfo de Dios en los pobres; a la profetisa Ana, de las primeras personas en reconocer al mesí­as; a la mujer que unge con aceite perfumado los pies de Jesús en anticipación profética de su muerte (Jua 12:1-11).

c) Apóstol. Si en tiempos de Jesús a las mujeres no se les reconocí­a la capacidad de atestiguar en un juicio, es a ellas a quienes Cristo se aparece primero en la resurrección, enviándolas a dar a conocer el misterio a los demás discí­pulos. Magdalena, a quien los Padres denominan apostola apostólorum, cumple plenamente los requisitos necesarios para hacerse merecedora de esa denominación: el seguimiento de Cristo, el ser testigo ocular de la resurrección (Heb 1:21) y la misión evangelizadora (ICor 9,lss).

3. LA COMUNIDAD PRIMITIVA. Los aspectos comunitarios de esta presencia femenina representan una ruptura dentro del mundo judí­o y marcan el tránsito de una comunidad jerárquica de poder a una comunidad fraternal del servicio recí­proco; de una asamblea litúrgica cerrada, con la comida de separación, a una ecelesia abierta a las mujeres, con la cena de confraternidad; de una comunidad de circuncisos (sólo varones) a una fraternidad de bautizados (pertenencia por encima de las determinaciones sexuales). Esta es la razón de por qué las mújeres no son figuras marginales en las comunidades primitivas, sino que desempeñan un papel de importancia primordial por su testimonio de fe activa. Mártires, profetisas, misioneras, diaconisas carismáticas, estas mujeres hacen de las Iglesias -que viven en la espera de la inminente venida de Cristo- realidades vivas, articuladas, con diversificación de papeles en su interior. Sólo progresivamente se fueron estructurando los ministerios según el modelo de las instituciones patriarcales existentes, sobre la base de formas tradicionales de autoridad y en consonancia con las estructuras de la época. Con la consolidación del movimiento cristiano las Mujeres van a ver limitadas sus funciones, y para poder desempeñar papeles preeminentes van a tener que buscar espacio en movimientos carismáticos, heréticos o, en cualquier caso, al margen de la «gran Iglesia», la cual irá adoptando cada vez más las formas de la cultura dominante.

IV. La mujer en la reflexión teológica tradicional
La reflexión teológica tradicional adolece de la visión antropológica dualista y androcéntrica de todo el mundo antiguo, para el que el varón es el prototipo del sexo y punto de referencia obligada en cualquier reflexión acerca del ser humano y de sus prerrogativas. Aunque el pensamiento cristiano haya defendido siempre vigorosamente la igualdad de las personas ante Dios, sin embargo ha admitido también la desigualdad de la naturaleza; mientras que al varón lo considera imagen (directa) de Dios, la mujer lo serí­a sólo indirectamente, puesto que primariamente es imagen del varón (1Co 11:2-13). De esta manera se han asumido y hecho propias las tres inferioridades (fisiológica, moral, jurí­dica) que la mujer viví­a, reforzándose su peso con el apoyo teológico.

1. INFERIORIDAD FISIOLí“GICA. La definición aristotélica de mujer como «varón fallido», recogida autoritativamente por santo Tomás (S. Th., I q. 99, a. 2), es la que mejor expresa la concepción que nos ha transmitido la tradición sobre el cuerpo femenino. Al considerar al organismo masculino como normativo y ejemplar, al femenino se le ha tenido por defectuoso e incompleto. A la mujer sé la considera, por naturaleza, secundaria (extraí­da del varón), subordinada (creada en función del varón con vistas a la procreación), pasiva (recibe y alimenta el semen sin que juegue papel alguno activo-creativo), «imbécil» (el cuerpo femenino ejerce influencias sobre las facultades de la inteligencia [falta de vigor racional] y de la voluntad [falta de fuerza de decisión]; es débil), impura (la menstruación es vista como enfermedad y hasta como una consecuencia del pecado original).

Debido a la imperfección de su sexo, a la mujer no se la considera capaz y digna de recibir la sagrada ordenación o de desempeñar papeles que se suponen más adecuados al sexo por antonomasia, es decir, al masculino.

2. INFERIORIDAD MORAL. Como consecuencia de la debilidad fisiológica femenina (debilidad de la voluntad y de la razón), la mujer no es considerada sujete ético, sino lugar exclusivamente de consentimiento, incapaz de elegir. Eva y Marí­a representan en la tradición cristiana los modelos antitéticos que proponen a la mujer, por una-parte, la desconfianza en el- uso de la propia razón y, por otra, el abandono silencioso a la voluntad ajena (Dios, confesor, padre, marido…). Eva, causa del mal en la historia por ser rebelde, y la anti-Evá, Marí­a -presentada tradicionalmente como sí­mbolo de la escucha obediente-, excluyen en 1a mujer el ejercicio dé la dudó, el preguntarse en libertad por el sentido de la propia existencia y de la propia actuación. La mí­stica de la obediencia tiene en la educación femenina su manifestación más alarmante.

3. INFERIORIDAD JURíDICA. «La imagen de Dios se encuentra en el varón, creado corno único, origen de todos los demás seres humanos, que ha recibido de Dios la potestad de gobernar como sustituto suyo, como imagen que es del Dios único. Esta es la razón por la que la mujer no ha sido creada a imagen de Dios» (Decreto de Graciano, q. 5, c. 33).Este fundamento de principio jurí­dico, según el cual sólo al varón compete la autoridad, ha constituido durante siglos hasta nuestros dí­as, la base para justificar la subordinación femenina en el ámbito familiar, civil y religioso. La debilidad de naturaleza, el ser imagen refleja de Dios y el estar privada incluso de la palabra en la Iglesia (debido a una lectura forzada de la frase paulina: «las mujeres guarden silencio en la asamblea», 1Co 14:3435) han constituido los pilares de la exclusión femenina de todo ejercicio de autoridad, hasta el punto de que en el concilio de Trento (sesión XXV, c. 9) se establece que incluso las superioras de casas religiosas deben estar necesariamente subordinadas a un miembro masculino de la jerarquí­a.

V. La mujer como sujeto inquieto en la tradición cristiana
La tradición no es un pasado uní­voco y uniforme. El camino de la Iglesia en el mundo no puede quedar circunscrito a experiencias de unos cuantos siglos o a planteamientos ideológicos de determinados perí­odos históricos. Junto a estructuras innegables de poder, no se puede pasar por alto la fuerza de la -palabra proclamada, que ha impulsado también a la mujer a asumir en primera persona la responsabilidad de la propia vocación bautismal. Recorriendo la historia a la luz del protagonismo femenino se percibe una continuidad, un hilo tenue pero persistente de exigencia de fe activa, de participación consciente, de aceptación de responsabilidades. Pocos han sido los espacios concedidos o conquistados; sin embargo, la presencia femenina en la vida eclesial se ha caracterizado no sólo por la obediencia servil, sino también por ansias e inquietudes, no siempre fácilmente reducibles al silencio. El grito de santa Teresa de ívila, censurado enseguida por el confesor-inquisidor («Â¡Oh rey mí­o!, tendrá que llegar el dí­a en que todos se conozcan por lo que valen… Vislumbro tiempos en los que no habrá ya motivos para infravalorar espí­ritus fuertes y virtuosos por el sólo hecho de pertenecer a una mujer», Camino de perfección IV, 1), expresa emblemáticamente la necesidad frustrada del reconocimiento de los méritos propios por encima de la determinación sexual. Pero si Teresa manifiesta de manera singular la conciencia de este malestar, muchas otras creyentes en el pasado, aun sin alcanzar siempre el mismo grado de conciencia, han expresado, sin embargo, exigencias de participación, de corresponsabilidad y, en todo caso, de presencia significativa, en contraste con los continuos intentos por circunscribir a la mujer a ámbitos institucionalmente irrelevantes. La búsqueda de una identidad religiosa propia y de la puesta en práctica de la frase paulina «ya no hay más varón y hembra» en Cristo (Gál 3:28) ha significado para algunas reclamar el derecho-deber propio al estudio y a la palabra autorizada. Desde las cristianas de las comunidades primitivas a las «madres divinas», desde las mujeres de los movimientos a las «santas vivas», nos hallamos en presencia de la toma de conciencia de que el conocimiento de la Biblia y la proclamación del evangelio constituyen elementos inalienables del papel profético de todo creyente, obligación del cual es manifestar al mundo, incluso a través de la predicación, la fe en el acontecimiento salvador.

Las abadesas medievales, que durante siglos desempeñaron de hecho y de derecho con poderes pastorales papeles de gobierno, de guí­a espiritual y de jurisdicción, son un ulterior testimonio de una tradición eclesial; una riqueza del pasado que posteriormente se perdió y en la que la función de gobierno y pastoral de la mujer formaba parte de la experiencia de vida de la Iglesia.

Las brujas que rechazan las mediaciones masculinas con lo trascendente a fin de recuperar el protagonismo religioso; las herejes de todos los siglos reivindicando el ejercicio del ministerio ordenado; las mí­sticas que captan en el misterio divino la dimensión femenina a fin de superar en él las determinaciones sexuales; las santas, como Brí­gida, Catalina o Teresa, que testimonian de manera no convencional que son mujeres de fe, todas ellas son los signos de una presencia femenina activa, de un ansia no resuelta de vivir la propia vocación cristiana en autonomí­a personal y en responsabilidad comunitaria.

VI. El feminismo en el horizonte ético: del asentimiento a la elección
La autoconciencia femenina ha introducido, no sin esfuerzos, a la mujer en la dimensión ética que posibilita a la persona humana expresarse como sujeto responsable. El paso del asentimiento ala elección, que, superando la obediencia a la voluntad ajena y a normas de comportamiento predeterminadas, lleva a deliberar sobre la propia vida con autonomí­a de juicio, no es para la mujer una operación fácil ni que se dé por descontada. Faltan el hábito histórico y la educación moral que lleven a la independencia propia del espí­ritu adulto, de forma que el no delegar en otros las propias responsabilidades agudiza la fatiga del discernimiento que toda búsqueda del bien comporta y la sensación de soledad que experimenta siempre la persona ética cuando se encuentra frente a la necesidad de elegir.

Ser, sin embargo, autónomo presupone una conciencia clara de sí­ y de la propia relación con el otro (ser humano) y, para los creyentes, con el trascendente. La búsqueda de identidad, personal e histórica, resulta un presupuesto indispensable para el feminismo y su voluntad de devolver a la mujer especificidad de vida y conciencia del propio destino.

Son diversos los caminos emprendidos para alcanzar un reconocimiento (identidad) y una realización (autonomí­a) distintos, no sólo en relación a sí­ mismas, sino también al varón. Destacan tres aspectos diferentes.

1. FEMINISMO COMO MEMORIA. Tener memoria significa para las mujeres reconocerse en una historia común y dar una nueva consistencia a la existencia propia. Encontrar en el pasado a cuantos nos han precedido, sacar a la luz sus vidas, a menudo ocultas o negadas, es rechazar el olvido en el que se ha mantenido a la existencia femenina y contar de nuevo la historia para ofrecer a la mujer las raí­ces del propio ser, de la propia experiencia humana, manteniendo vivos los hechos, las ideas, las opresiones, así­ como las liberaciones y las esperanzas. Memoria no sólo como relato de un hallazgo, sino también como base para abrirse al futuro, para vivir fuera del cuadro de los estereotipos e idear recorridos alternativos. La historia, en efecto, lejos de ser lugar de perennidad, es espejo de contradicciones y de rupturas.

2. FEMINISMO COMO PENSAMIENTO DE LA DIFERENCIA. Un ámbito del feminismo resalta con fuerza la diversa identidad sexual de la mujer y el valor intrí­nseco de esa identidad. La diversidad, en efecto, debe dejar de ser vivida como lugar de insignificancia y de marginación para vivirse como algo especí­fico y fecundo. En polémica con el pensamiento católico, que en lo especí­fico femenino más que una base de autonomí­a, ha visto una justificación de subordinación al varón, el pensamiento de la diferencia extrae precisamente su fuerza del saberse diversa del otro (el varón); acepta y valora la propia parcelación, rehusando tanto la pretendida universalidad del punto de vista masculino como la añoranza de la totalidad, de la reunión, de la armoní­a. La escisión, la fragmentación, la parcelación son, por consiguiente, las condiciones históricas actuales de las que debe partir la mujer para pensar sobre sí­ misma, definirse a sí­ misma y proyectarse; no más objeto reflejo poseí­do y usado por el varón, sino sujeto pensado, contrapuesto y, si no es incomunicable, al menos separado de alguna manera.

3. FEMINISMO COMO PENSAMIENTO DE LA CONVERGENCIA. Aun destacando los aspectos positivos del pensamiento de la diferencia sobre todo por la importancia que da a la valoración de la propia peculiaridad, es necesario que la cultura masculina tome conciencia de sus lí­mites y de su parcialidad, sin que esto signifique querer eliminarla o considerarla totalmente ajena y casi sin posibilidad de comunicación con la experiencia femenina. La antropologí­a ha dejado muy claro que la diferencia sexual no hay que plantearla en términos de dicotomí­a absoluta. No existen el varón y la mujer como entidades especí­ficas; en ambos coexisten, aunque en proporciones diferentes, elementos tanto femeninos como masculinos. La persona humana es única e irrepetible, fruto del entrecruzamiento de coordenadas espacio-temporales de orden biológico, de psicologí­a y de influencias ambientales. La diversidad, cuya configuración tiene más bases históricas que biológicas, debe dejar de entenderse exclusivamente como lugar de conflictos; el disenso, la contradicción y la pluralidad deben quedar englobados en una ética de la relación entendida como diálogo. La soledad, fundamento de la libertad y de la autonomí­a de elección, no significa negación del otro, sino posibilidad de definir conjuntamente y en un plano de igualdad, haciendo uso de parámetros nuevos, multiplicidad de itinerarios dentro de la variedad de ámbitos de la existencia. En estas condiciones la diversidad puede llegar a ser un elemento importante de fecundidad, que no humilla al otro con el rechazo o la posesión, sino que lo respeta desde el asombro y la maravilla suscitados por su alteridad inefable. Una diversidad que no es separación de personas incomunicables, sino que, por estar basada en la igualdad, posibilita la alianza, la escucha recí­proca, la alegrí­a de abrirse, el proyecto común, bases todas ellas indispensables para poder construir una cultura andrógina.

En esta lí­nea, una correcta Mescripción» del misterio trinitario puede ser de gran ayuda para superar una cultura androcéntrlca y la imagen de Dios Padre, monarca absoluto. La Trinidad, en efecto, es un modelo de diálogo, un lugar emblemático de relaciones dialécticas de diferenciación y de comunión, donde nuestro modo analógico de hablar de Dios puede encontrar un mayor campo de expresión a través de imágenes femeninas y masculinas.

Es precisamente la reflexión trinitaria, y en particular la reflexión sobre el Espí­ritu Santo, tensión de libertad y de amor, la que puede aportarnos sugerencias importantes en el asunto mujer, ayudando a profundizar en los aspectos diacrónicos y sincrónicos de la fe. Esta, en efecto, no puede quedar circunscrita a una única dimensión espacio-temporal. No exclusivamente al pasado, al depósito que hay que custodiar, inserto, por lo demás, en lí­mites culturales, como la cuestión femenina ha puesto significativamente de manifiesto. En este sentido, al propio Jesús no se le sigue porque sea un legislador o moralista pedante, sino, a la luz de la resurrección salví­fica siempre activa por sus provocaciones éticas que obligan a todos yen cualquier época a la discusión crí­tica. Ni siquiera puede quedar circunscrita la fe al solo presente, al que, sin embargo, interpela inevitablemente. La escucha de los signos de los tiempos, de las demandas y las esperanzas del mundo en el que vivimos es deber imprescindible de una fe encarnada, pero que hay que completar con la tendencia hacia el reino que ciertamente llegará, con su novedad y con su culminación humana y cósmica todaví­a hoy no llevada a cabo. Seguimos en camino hacia una transformación de la vida en común, a fin de que mujeres y varones forjen juntos un modo nuevo de ser, de vivir los sentimientos, de trabajar; de dar testimonio.

No se puede, en fin, pasar por alto la dimensión mundial, obligada en cualquier reflexión ética que se haga hoy. La del presente artí­culo se mueve en un ámbito espacial concreto, el cristiano occidental, en el que la dignidad de la mujer está viviendo un momento histórico afortunado. Pero no es posible ignorar la condición de opresión extrema y de marginación en que viven hoy gran parte de las mueres en el mundo. El conocimiento de esta situación debe ayudar a incrementar nuestra responsabilidad en un compromiso que amplí­e su incidencia en las dimensiones personales, sociales, polí­ticas y culturales, con la mirada puesta en un crecimiento común de la humanidad.

[l Corporeidad; l Derechos del hombre; l Familia; l Matrimonio; l Sexualidad].

BIBL. Amplí­sima. Señalamos únicamente algunas de las obras más significativas en las que se pueden encontrar ulteriores referencias bibliográficas: AA. V V., La mujer, realidad y promesa, PS, Madrid 1989; AA.VV., Mujer y cristianismo, en «Iglesia Viva» 126 (1986); AA.VV., La mujer en la Iglesia, en «Con» 111 (1976); AA.VV., ¿Mujeres en una Iglesia de hombres?, en «Con» 134 (1980); AA.VV., ¿Un Dios Padre?, en «Con» 163 (1981); AA.VV. Marí­a en las Iglesias, en «Con» 188 (1981); AA.VV., La mujer ausente en la teologí­a y en la Iglesia, en «Con» 202 (1985); AA.VV., El rostro femenino de la teologí­a, DEI, San José de Costa Rica 1986, 2548; AA. V V., La ricerca delle donne, Rosemberg & Sellier, Turí­n 1986 AA.VV., La donna nella Chiesa e nel mondo, Dehoniane, Nápoles 1988; AA.VV., Donne alí­a riscoperta della Bibbia, Queriniana, Brescia 1988; ALCALí M., La mujer y los ministerios en la Iglesia, Sí­gueme Salamanca 1982; AuBERT J.M., La mujer, Herder, Barcelona 1976; BOFILL R., Las mujeres en la Iglesia, mayorí­a silenciada, en «Misión Abierta» 5-6 (1987) 72-95; CORTINA A., Lo masculino y lo femenino en la ética, en «Moralia» 11 (1989)191203; DE BEAUVOIR S., El segundo sexo, en Obras completas, Aguilar, Madrid 1977; DALI M., La Chiesa e il sécondo sesso, Rizzoli, Milán 1982; DuMAS M., Las mujeres en la Biblia, Paulinas, Madrid 1987; FRIEDAN B., Mí­stica de la feminidad, Júcar, Madrid 1974 ID, La seconda fase, Comunitá, Milán 1976; LAURENTIN R., Jesús y las mujeres: una revolución ignorada, en «Con» 154 (1980) 93-103; MARTAS J., La mujer en el siglo XX, Alianza, Madrid 1980 MUNT M., Un reto feminista: transformar la teologí­a moral, en «Con» 202 (1985) 399-407; PIKAZA X., La mujer en las grandes religiones, Desclée Bilbao 1991; PINTOS M., La mujer en la Iglesia, Paulinas, Madrid 1990; QurRE F., Le donne nel Vangelo, Rusconi, Milán 1983; Ruano M., La mujer como creación, en «Moralia» 3 (1981) 3-27; SAN JOSE, B., Democracia e igualdad de derechos laborales, Ministerio de Cultura, Madrid 1986; SELADOC, La mujer, Sí­gueme, Salamanca 1990 SCHÜSLER FIORENZA E., En memoria de ella. Una reconstrucción teológico feminista de los orí­genes del cristianismo, Desclée, Bilbao 1989; ID, Servir en la mesa. Refexión feminista sobre la «dfakonia’; en «Con» 218 (1988) 111-122; VALCíRCEL A., Sexo y filosofia. Sobre «mujer»y `poder’; Anthropos, Barcelona 1991; VAN LUMEN M.T, y GIBELLINI R., Donne e teologia (A. Valerio, ed.), Queriniana, Brescia 1988; VIDAL M., Mujer y ética, en «Religión y Cultura» 26 (1980) 933-964.

A. Valerio

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral