DERECHO

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La facultad de hacer o exigir lo que la ley o la autoridad competente autoriza a una persona fí­sica o moral dentro del orden y de la naturaleza.

También es la cualidad de una persona, de un acto, de una sociedad o de un estado de estar o ser conforme a la ley justa (si es injusta, no es ley)

El Derecho es la base de la convivencia y, por lo tanto, condición necesaria e imprescindible para que la persona se desarrolle como ser humano libre y también como creyente.

En muchos idiomas el término alude a lo recto o correcto en el obrar (orthos en griego, right en inglés, recht en alemán).

En castellano «Derecho» tiene más connotación de justo, conforme, aceptado.

En términos compuestos, se precisa y matiza el sentido del término según los complementos que se adhieren: Derecho de asilo, Derecho de gracia, Derecho de propiedad, derecho canónico, derechos humanos, derecho romano.

Todo concepto correcto de educación tiene que ver con la idea de derecho, en cuanto implica desarrollo de las facultades de la persona. La facultad de vivir y convivir conforme al orden es esencial para la dignidad humana. Por eso, educar implica relación rigurosa al Derecho, siendo como es la educación uno de los derechos fundamentales que reconocen todos.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

I. Conceptos jurí­dicos en teologí­a
Nuestra teologí­a se expresa en gran medida con términos que están tomados del lenguaje jurí­dico, incluso al hablar de Dios mismo, pero especialmente al referirse a sus obras y a las relaciones que median entre él y sus criaturas dotadas de razón. Dios viene presentado como dueño de su creación («Tuyo es el cielo y tuya es la tierra» Sal 88, 12); a él y a su Hijo hecho hombre se le atribuye la realeza con todos los correspondientes derechos de soberano (Enc. Quas primas: «triplex potestas», Dz 3677). Dios pacta repetidas veces una -> alianza con los hombres; al hecho de pactar tal alianza se da el nombre de testamento. –> justicia y –> justificación son conceptos centrales de la teologí­a: justicia de Dios, que es justo y justifica, o sea, hace justo al pecador; justicia del que es justificado por Dios y por tanto es justo. Por el –> pecado incurre el hombre en culpa o deuda con Dios, deuda que se debe pagar, aunque Dios puede otorgar condonación de la deuda; cooperando con la gracia se granjea el hombre –> méritos cerca de Dios, aunque también puede perder estos méritos. La tradición teológica distingue incluso dos clases de tí­tulo jurí­dico: de condigno y de congruo, dando este segundo casi la sensación de tener lugar aquí­ «punto por punto» un intercambio de prestaciones, algo así­ como una transacción entre Dios y la criatura, sujeta a la justicia conmutativa (¡equivalencia!). La doctrina de la -> satisfacción vicaria hace que la redención aparezca como un hecho que transcurre en el campo jurí­dico, más concretamente en el ámbito del derecho penal. Antes del concilio Vaticano II la Iglesia se entendí­a a sí­ misma en forma marcadamente jurí­dica; no sólo en los escritos canónicos y dogmáticos se trataba de la Iglesia más como complejo jurí­dico (societas perfecta) que como misterio; su proclamación doctrinal aparecí­a también como una emanación de su potestad jurí­dica (iurisdictio), con la consecuencia de que la obligatoriedad y el contenido doctrinal se enjuiciaban conforme a las reglas de la interpretación de las leyes. Dos de sus sacramentos se confiaban a la ciencia jurí­dica para ser tratados con los medios de conocimiento de ésta: el sacramento de la penitencia, como procedimiento jurisdiccional; el –> matrimonio, como contrato concluido entre dos partes dotadas de capacidad de contratar. Algo parecido puede decirse del estado religioso, en el que los votos religiosos aparecen como una transacción jurí­dica: el candidato que pronuncia -> votos y la orden que los recibe intercambian prestación y contraprestación; el candidato entrega a la orden el bien económico de su capacidad de trabajo, a cambio de lo cual la orden le garantiza la subsistencia durante toda su vida. Podrí­an multiplicarse los ejemplos. Ante este estado de cosas llama la atención el que los teólogos muestren tan poco interés por ocuparse en cuestiones jurí­dicas y por cambiar ideas con juristas, cuya ayuda les serí­a, sin embargo, provechosa para formular con más rigor y esclarecer los conceptos jurí­dicos por ellos utilizados y en particular el concepto mismo de d., que se extiende a todo este campo de nociones. En otro tiempo los moralistas, en particular los de la baja -> escolástica española, escribieron extensos tratados sobre cuestiones jurí­dicas, especialmente acerca de la vida económica, mostrándose excelentes conocedores no sólo de la economí­a de su tiempo, sino también de la ciencia jurí­dica del mismo, aunque lo que ofrecí­an era en realidad, más que teologí­a, doctrina del -> derecho natural. Hoy dí­a hemos de gozarnos por el hecho de que la teologí­a moral atienda, en cambio, cada vez más a los problemas de auténtica ética teológica. Pero también en relación con el d. se plantean genuinos problemas teológicos.

II. Problemas teológicos
En primer lugar deberí­a imponerse al teólogo la cuestión de si existe alguna conexión entre los conceptos teológicos centrales de justicia y justificación y lo que normalmente suele entenderse por justicia. Para la teologí­a protestante esto parece ser, o bien cosa obvia, o bien un imperativo incondicional. Así­ ella se pregunta cómo puede haber d. en las relaciones de los hombres entre sí­; él no se funda en las relaciones del hombre con Dios. Si por d. se entiende inconfundiblemente un concepto ético (y, en cuanto tal, importante para la salvación), entonces el d. ante Dios debe efectivamente ser la pauta del d. entre los hombres; pero ¿en qué sentido? Las tentativas de algunos teólogos protestantes de motivar bí­blicamente, y en forma cristológica y trinitaria, el d. entendido en este sentido elevado, a fin de evitar motivaciones basadas en el d. natural, merecen ciertamente nuestra atención; pero sin duda serí­an entendidas erróneamente si se pretendiera referirlas a todo el campo de lo que puede o debe ser regulado jurí­dicamente. Además hay que preguntarse si estas tentativas no van contra otra tendencia de la teologí­a evangélica, tendencia muy justificada si se entiende bien, hacia una clara y neta «mundanidad» de lo mundano, y así­ corren el peligro de atribuir un carácter «sagrado» a lo mundano.

De relaciones de í­ndole jurí­dica entre Dios y sus criaturas, supuesto que sean siquiera concebibles, sólo se puede hablar en sentido analógico, dado que todos nuestros conceptos sólo se pueden transferir a Dios analógicamente. Solamente podemos formular enunciados positivos después de formarnos una idea clara de lo que entendemos exactamente por «derecho». Aquí­ no podemos partir de un concepto teológico, sino que debemos asegurarnos de lo que se entiende por d. en el lenguaje corriente y de lo que entienden con ese término los profesionales competentes, es decir, los juristas.

III. Personalidad y condición social
El modo de hablar, incluso de la literatura cientí­fica, permite descubrir dos concepciones diferentes. La primera vincula el d. inmediatamente y sin más a la personalidad del hombre; todo lo que compete al hombre en virtud de su dignidad de -> persona, dicha concepción lo llama «derecho». Hablando de Dios, se le reconoce como su d. todo lo que le compete en virtud de su divinidad, como la soberaní­a (supremum dominium) sobre su creación, etc.

La otra concepción enlaza directamente con la condición social del hombre y, por tanto, mediatamente también con su personalidad, ya que ésta -bien entendidaviene constituida por su individualidad y su carácter social. Esta segunda concepción tiene la ventaja de disponer de un criterio de división, el cual permite trazar lí­mites claros entre el sector del d. y toda la esfera de la —+moralidad, y así­ señalar su peculiaridad y delimitarlo conceptualmente con claridad. La primera concepción, por carecer de tal criterio de división, deja que el concepto de d. venga a convertirse en algo sumamente indeterminado e indefinido. Al hombre, en cuanto persona, le competen y convienen muchas cosas que en modo alguno incluimos en la esfera del derecho: la estima de sí­, que se debe a sí­ mismo, no es una deuda jurí­dica, la exigencia de gratitud no es una exigencia jurí­dica, etc.

Habrá que convenir en que sólo relaciones interpersonales son de naturaleza jurí­dica; entre persona y cosa no son posibles relaciones jurí­dicas; también el -> derecho de propiedad, designado con frecuencia como relación jurí­dica entre el propietario y su propiedad, es en realidad algo muy distinto, a saber, una relación entre el propietario y todos los demás, es decir, su facultad jurí­dica de excluir a los demás de actuar sobre la cosa; el dominio de la cosa está fundado en un plano anterior al d. (metafí­sicamente). Pero no todas las relaciones interpersonales son de í­ndole jurí­dica, sino únicamente aquellas que tienen la doble función de proteger al hombre, por una parte, en tanto que ser individual, en su consistencia propia y en su diferenciación de todos los demás, y, por otra, de vincularlo a la -> comunidad y de encuadrarlo en ella, en cuanto él es – no menos esencialmente- un ente social. Así­, el d. es el orden estructural de todo complejo social; orden jurí­dico y orden social son dos denominaciones de una misma cosa.

IV. Teólogos y juristas
El d. subsiste únicamente entre socios en el d. o miembros de la sociedad jurí­dica; en virtud de su condición social todos los hombres son socios en el d. El Dios uno y santo no tiene «socio» en el d., por lo cual no se halla en el d., sino por encima de todo d. Sólo si Dios, con infinita condescendencia, entra en una especie de sociedad con sus criaturas racionales o eleva a éstas a formar sociedad con él, se puede hablar en sentido análogo de relaciones jurí­dicas entre Dios y los hombres. Crear los medios conceptuales de conocimiento, así­ como los medios lingüí­sticos de expresión, con vistas a profundizar la inteligencia de esta sociedad, serí­a un quehacer de interés común para teólogos y juristas. Esta colaboración presupondrí­a, desde luego, que unos y otros significaran lo mismo al hablar de d. y que ambas partes estuvieran interesadas, siquiera fuera bajo diferente aspecto, en lo que entienden concordemente por derecho.

Por lo que hace al primer punto, existe una cierta conformidad con relación a la extensión del concepto, por cuanto en todo caso existe un amplio sector que unos y otros designan como d.; en cambio, tocante al contenido del concepto, hay profunda divergencia incluso entre los juristas mismos. Una parte de los juristas está de acuerdo con los teólogos en que en definitiva el d. tiene fundamentos éticos, por lo cual le compete dignidad ética; por consiguiente, existe un ancho campo para el intercambio de ideas con estos juristas. Otros juristas (hoy seguramente la mayorí­a) ven en el d. y en el orden jurí­dico sólo una técnica, por así­ decirlo, que en cuanto tal se ha de calificar de puramente instrumental. Según los primeros, el derecho -pensado hasta el fin – recibe su vigencia de la santa voluntad de Dios; según los segundos, la vigencia es el elemento constitutivo del d.; lo que importa es única y exclusivamente que esté en vigor, es decir, que esté garantizado por medidas de organización de una comunidad, y que en caso de necesidad se pueda incluso imponer contra los recalcitrantes. Además, algunos de estos juristas hacen – en rigor, inconsecuentemente – que el reconocimiento de una norma como » derecho» dependa de la circunstancia de que ella haya sido dictada por una comunidad pública (Estado) en un procedimiento formalizado.

La concepción ética y la no ética o instrumental («tecnológica») del d. pueden significar y significarán por lo regular un contraste ideológico, aunque esto no es absolutamente necesario, ya que el contraste puede ser de í­ndole meramente terminológica (definitoria). De todos modos, precisamente en este caso existe el peligro de que la terminologí­a y las definiciones sugieran determinadas representaciones tocante a la cosa misma. El móvil ético del concepto precientí­fico no se puede eliminar con la definición; y si se intenta esto, se hace virulento y se introduce sutilmente en el subconsciente, donde debe ser reprimido con violencia, es decir, negándolo. La tajante separación conceptual entre d. y ley moral puede – en el sentido de un inmoralismo absoluto (nihilismo ético)- desligar el d. de toda vinculación moral, y no cabe duda de que éste así­ es entendido y tratado por muchos; sin embargo, no pocos juristas destacados que profesan la «pura doctrina jurí­dica» de Kelsen, sostienen con no menos decisión que el derecho presupone normas morales, que el orden jurí­dico debiera atenerse a normas morales, que a todas las reglas jurí­dicas formuladas precede la justicia material, por lo cual la aplicación e interpretación de las reglas jurí­dicas no debe ser un servicio fanático a la letra, sino que, más bien, dentro del marco trazado por la norma «jurí­dica» no ética e instrumental, hay que buscar la solución (éticamente) justa. Pero ellos no siempre logran mantenerse fieles a lo que han fijado en forma definitoria, aunque a sus ojos la terminologí­a consecuente de la teorí­a de Kelsen es lo que constituye su ventaja decisiva.

Para ser sinceros, debemos, sin embargo, reconocer que también nosotros tenemos que luchar con la terminologí­a y que por consiguiente no siempre somos consecuentes en nuestro modo de hablar; en ocasiones también a nosotros nos sucede que normas que carecen de fundamento último en la voluntad de Dios o que incluso están en contradicción con ella, las designamos como «d. vigente»; más aún: a veces nos mostramos propensos a hacer concesiones a la «fuerza normativa de lo fáctico», concesiones que, yendo más allá de la inconsecuencia terminológica, son difí­cilmente conciliables con nuestra convicción fundamental. En cambio, no significa más que una diferencia terminológica el que ciertos juristas rechacen postulados de justicia social que nosotros propugnamos invocando un d. anterior al positivo, porque según ellos sólo merece el nombre de «derecho» una norma aquilatada conforme a la técnica jurí­dica y como tal administrable y justiciable; el que de esta manera nos fuercen a precisar con toda reflexión nuestras ideas y nuestros deseos y a formularlos con limpidez, es cosa molesta, pero saludable.

Prescindiendo de lo que las diferentes corrientes jurí­dicas entienden conceptualmente por d., todas ellas están interesadas en la cuestión de la relación entre el d. y la ley moral; sus preguntas ciertamente difieren en parte de las nuestras; pero en la extensión material de los conceptos coincidimos en gran parte; sólo hay una diferencia notable en cuanto que nosotros denegamos la honrosa designación de «derecho» a las normas no enraizadas en la ley moral o contrarias a ésta, así­ como a los sectores regulados por ellas; con esto queremos expresar que tales normas no obligan en conciencia.

V. Derecho normativo, objetivo, subjetivo
Hasta aquí­ hemos entendido el d. constantemente como norma y el orden jurí­dico como sistema de normas. Ni podí­a ser de otra manera. Ahora bien, el d. es en primer lugar patrón de medida (ius normativum); y sólo en segundo lugar designamos también como d. lo medido con ese patrón, a saber: lo que está en conformidad con éste – una estructura, un estado de cosas, un comportamiento humano, o lo que se puede exigir a tenor del d. normativa (ius obiectivum) -; y lo que compete a los socios en el d., o sea, a los miembros de la comunidad (que como tal siempre está de algún modo organizada jurí­dicamente), así­ como a ésta con relación a sus miembros (ius subiectivum o también ius potestativum).

Para quien estime que el d. se funda inmediatamente en el carácter social del hombre (cf. antes iii), es obvia la primací­a del d. normativo como pauta del d. objetivo y subjetivo; para él podrán resumirse todos los preceptos jurí­dicos en el imperativo «ordo socialis servandus est»: no precisamente el orden existente en cada caso, ni tampoco el d. formulado positivamente en constituciones y leyes, sino el orden social que es debido por razón de la justicia y al que por tanto se debe aspirar constantemente, pero que nunca será perfecto y acabado definitivamente.

Quien deduzca el d. inmediatamente de la personalidad, proclamará el «suum cuique» como supremo imperativo jurí­dico. A ambos amenaza el peligro de exclusivismo: al primero el peligro de acentuar demasiado la sociedad en detrimento de la consistencia propia del individuo; al segundo, el peligro de considerar la naturaleza social del hombre como un mero matiz accesorio y no como un constitutivo esencial de su personalidad, y el de desfigurar en formas individualista los -> derechos del hombre basados en la dignidad humana, como ha sucedido hasta época muy reciente; más aún: el d. puede parecerle incluso hostil a la sociedad, como algo que separa en lugar de unir. En este caso hay que recurrir al –> amor como a un correctivo del d.; lo que ha separado el d. debe volver a soldarlo el amor, lo que ha congelado el d. debe volver a fundirlo el amor. A ambos extremismos sale al paso el principio de -> solidaridad.

Otra grave tergiversación consiste en ver en el d. un «mí­nimum» de imperativos éticos. Según esa concepción, el d. serí­a un sector del orden total de la moralidad, pero como tal sector constituirí­a la medida única y plena de lo moral. Y desde ahí­ se explicarí­a el que el lenguaje de la sagrada Escritura y de la teologí­a pueda emplear los términos «justo» y «hacer justicia» como sinónimos de santo, perfecto, agradable a Dios.

VI. Filosofí­a del derecho
La filosofí­a del d. trata de explicar el d. por sus últimas razones. Nosotros lo fundamentamos ontológicamente (-> Derecho natural II), es decir, deducimos los contenidos jurí­dicos del orden del ser (no, como se nos atribuye falsamente, de los datos fácticos contingentes). Estamos de acuerdo con el axioma de los adversarios, el deber sólo puede deducirse de lo que tiene que ser. También nosotros derivamos los imperativos jurí­dicos, como todo «deber ser» sin excepción, del principio supremo que preside cuanto debe ser: tiene que cumplirse la santa voluntad de Dios. Ahora bien, esta santa voluntad de Dios no se funda en otro principio vinculante superior a él, ni tampoco en un arbitrario acto divino, sino en la santidad substancial de Dios; como quiera que, por lo demás, se haya de enjuiciar la relación entre ente y bien, entre ser y valor, en Dios esos aspectos son una misma cosa.

Oswald v. Nell-Breuning

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

véase Poder

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Derecho, como substantivo (mi derecho, su derecho) designa el objeto de la justicia. Cuando una persona declara que tiene derecho a una cosa, quiere decir que tiene una especie de dominio sobre tal cosa, que los demás están obligados a reconocer. Por lo tanto, derecho puede definirse como una autoridad moral o legal a poseer, reclamar y usar un cosa que es de uno. Es así esencialmente distinto de obligación; en virtud de una obligación debemos, en virtud de un derecho, podemos hacer u omitir algo. Además, el derecho es una autoridad moral o legal, y como tal es distinto de la superioridad meramente física o preeminencia; el ladrón que roba algo sin ser detectado disfruta del control físico del objeto, pero no del derecho a él; por el contrario, su acto es una injusticia, una violación de derecho, y está obligado a devolver a su dueño el objeto robado. El derecho es llamado una autoridad moral o legal porque emana de una ley que le asigna a uno el dominio sobre la cosa e impone a otros la obligación de respetar ese dominio. Al derecho de una persona le corresponde una obligación de parte de los demás, de modo que el derecho y la obligación se condicionan entre sí. Si yo tengo el derecho a demandar cien dólares de una persona, él está bajo la obligación de dármelos; sin esta obligación, el derecho sería ilusorio. Uno puede incluso decir que el derecho de una persona consiste en el hecho que, en su cuenta, los otros están obligados a realizar u omitir algo.

La cláusula “poseer, reclamar y usar algo como propio” define más cercanamente el objeto del derecho. La justicia asigna a cada persona lo suyo (suum cuique). Cuando alguien afirma que una cosa es suya, es su propiedad privada, o le pertenece, él quiere decir que este objeto tiene una relación especial con él, que en primer lugar está destinado para su uso, y que puede disponer de él según su voluntad, a pesar de los demás. Por una cosa aquí se denota no meramente un objeto material, sino todo lo que puede ser útil al hombre, incluyendo acciones, omisiones, etc. La conexión de cierta cosa con cierta persona, en virtud de la cual la persona puede declarar que la cosa es suya, puede originarse sólo a base de hechos concretos. Es una demanda evidente de la razón humana en general que uno puede dar o dejarle lo de uno a cualquiera; pero los hechos determinan lo que constituye lo propio. Muchas cosas están conectadas físicamente con la persona humana por concepción o nacimiento—sus miembros, cualidades mentales y físicas, salud, etc. Por el orden impuesto por el Creador de la naturaleza, reconocemos que, desde el primer momento de su ser, sus facultades y miembros se conceden a una persona para su propio uso, de modo que lo capaciten para sostenerse a sí mismo y desarrollar y cumplir las tareas designadas por el Creador para esta vida. Estas cosas (es decir, sus cualidades, etc.) son suyas desde el primer momento de su existencia, y quienquiera que las menoscabe o lo prive de ellas viola su derecho.

Sin embargo, muchas otras cosas están conectadas con la persona humana, no físicamente sino sólo moralmente. En otras palabras, en virtud de cierto hecho, cualquiera reconoce que ciertas cosas están especialmente destinadas para el uso de una persona, y todos lo deben reconocer como tal. La persona que construye una casa para sí misma, hace una herramienta, caza animales en el bosque no reservado, o pesca en mar abierto, se convierte en propietario de tales cosas en virtud de ocupación de su trabajo; puede reclamar estas cosas como propias, y nadie puede apropiarse violentamente o dañar estas cosas sin una violación de sus derechos. Quienquiera que recibe un regalo o compra un artículo legalmente, puede considerar tal cosa como suya, puesto que por la compra o el regalo él ocupa el lugar de la otra persona y posee sus derechos. Como un derecho da lugar a cierta conexión entre persona y persona con respecto a una cosa, podemos distinguir cuatro elementos en derecho: el poseedor, el objeto, el título y el término del derecho. El poseedor del derecho es la persona que posee el derecho, el término es la persona que tiene la obligación de corresponder al derecho, el objeto es la cosa a la cual se refiere el derecho, y el título es el hecho sobre el cual la persona puede considerar y reclamar el objeto como suyo. Estrictamente hablando, este hecho por sí solo no es el título del derecho, el cual se origina, ciertamente, en el hecho, pero tomado en conexión con el principio de que uno debe asignar a cada uno su propiedad; sin embargo, puesto que este principio puede ser presupuesto como evidente, es costumbre considerar el simple hecho como el título del derecho.

El derecho del cual hemos estado hablando hasta aquí es el derecho individual, al cual corresponde la obligación de justicia conmutativa. La justicia conmutativa regula las relaciones entre sí de los miembros de la sociedad humana, y apunta a asegurar que cada miembro entregue a su prójimo lo que es igualmente suyo. En adición a esta justicia conmutativa, también hay una justicia legal y distributiva; estas virtudes regulan las relaciones entre las sociedades completas (el Estado y [[la Iglesia) y sus miembros. Desde las inclinaciones y necesidades de la naturaleza humana reconocemos al Estado como descansando en una ordenanza divina; sólo en el Estado puede el hombre sostenerse a sí mismo y desarrollarse de acuerdo a su naturaleza. Pero, si el Divino Creador de la naturaleza ha deseado la existencia del Estado, Él debe también desear los medios necesarios para su mantenimiento y el logro de sus objetivos. Esta voluntad sólo puede hallarse en el derecho del Estado a demandar de sus miembros lo que es necesario para el bienestar general. Debe estar autorizado a hacer leyes para castigar los delitos, y en general organizar todo para el bienestar general, mientras, por otro lado, los miembros deben estar bajo la obligación correspondiente a este derecho. La virtud que hace que todos los miembros de una sociedad contribuyan con lo necesario para su mantenimiento se llama justicia legal, porque la ley tiene que determinar en casos individuales qué cargas han de ser llevadas por los miembros. Según la doctrina cristiana la Iglesia es, como el Estado, una sociedad completa e independiente, por lo que también debe estar justificada a demandar de sus miembros lo necesario para su bienestar y el logro de su objetivo. Pero los miembros del Estado no sólo tienen obligaciones hacia el cuerpo general; asimismo tienen derechos. El Estado está obligado a distribuir las cargas públicas (por ejemplo, los impuestos) según los poderes y capacidad de sus miembros, y está también bajo la obligación de distribuir los bienes públicos (oficios y honores) según el grado de dignidad y servicios. A estos deberes del cuerpo general o sus líderes corresponde un derecho de los miembros; ellos pueden demandar que los líderes observen los reclamos de justicia distributiva, y el fracaso en así hacerlo de parte de las autoridades es una violación al derecho de los miembros.

El objeto del derecho puede ser determinado más exactamente sobre la base de las antedichas nociones de derecho. Se han distinguido tres clases de derecho y justicia. El objeto del derecho, correspondiente a una justicia imparcial, tiene como su objeto el asegurar libertad e independencia en el uso de sus posesiones a los miembros de la sociedad humana en su relación con los demás. Pues el objeto de derecho puede ser sólo el bien para el logro de lo que reconocemos derecho como necesario, y lo que efectúa de su misma naturaleza, y este bien es la libertad e independencia de cada miembro de la sociedad en el uso de su propiedad. Si el hombre ha de cumplir libremente las tareas que Dios le impuso, debe poseer los medios necesarios para dicho propósito, y estar en libertad de utilizarlos independientemente de otros. Debe tener una esfera de actividad libre, en la cual esté seguro de la interferencia de otros; este objeto se logra por el derecho que protege a cada uno en el libre uso de su propiedad de la intromisión de los demás. De ahí el proverbio: “La persona de buena voluntad no sufre injusticia” y “Nadie es obligado a hacer uso de sus derechos”. Pues el objeto del derecho que corresponde a la justicia conmutativa es la libertad del poseedor del derecho en el uso de lo suyo, y este derecho no se logra si cada uno se ve obligado siempre a hacer uso de él e insistir sobre sus derechos. El objeto del derecho que corresponde a la justicia legal es el bien de la comunidad; de este derecho no se puede decir que “nadie está obligado a hacer uso de su derecho”, puesto que la comunidad—o más correctamente, sus líderes—deben hacer uso de los derechos públicos, dondequiera y siempre que el bien de la comunidad lo requiera. Finalmente el derecho correspondiente al objeto de la justicia distributiva es la defensa de los miembros contra la comunidad o sus líderes, los cuales no deben ser oprimidos con cargas públicas más allá de sus poderes, y deben recibir tantos de los bienes públicos según sea la condición de su mérito y servicios. Aunque, según lo anterior, cada una de las tres clases de derechos tiene su objeto inmediato, todas tienden en común hacia un objetivo remoto, el cual, según Santo Tomás de Aquino (Cont. Gent., III, XXXIV), no es nada más que el asegurar el mantenimiento de la paz entre los hombres y procurar para todos la posesión pacífica de sus bienes.

Derecho (o hablando más precisamente), la obligación correspondiente al derecho) es ejecutable por lo menos en general—esto es, quienquiera tenga un derecho con respecto a alguna otra persona está autorizado a emplear la fuerza física para asegurar el cumplimiento de esa obligación, si la otra persona no la realiza voluntariamente. Este carácter ejecutable de la obligación surge necesariamente del objeto de derecho. Como ya se dijo, este objeto es asegurar a cada miembro de la sociedad una esfera de actividad libre, y para la sociedad los medios necesarios para su desarrollo, y el logro de su objetivo es evidentemente indispensable para la vida social; pero no sería suficientemente logrado si se dejase a la discreción de cada uno el cumplir sus obligaciones o no. En una comunidad grande siempre hay muchos que se dejan guiar, no por derecho o justicia, sino por sus propias inclinaciones egoístas, y pasarían por alto los derechos de los demás si no estuviesen confinados por la fuerza a su propia esfera de derecho; en consecuencia, la obligación correspondiente a un derecho debe ser ejecutable a favor del poseedor del derecho. Pero en una comunidad regulada el poder de compulsión debe estar investido de la autoridad civil, puesto que, si cada uno empleara su fuerza contra su prójimo cada vez que éste infringiera sus derechos, pronto surgiría un conflicto general de todos contra todos, y el orden y la seguridad estarían completamente subvertidos. El individuo tiene el derecho de enfrentar violencia con violencia sólo en casos de necesidad, donde debe resguardarse de un ataque injusto sobre su propia vida o propiedad y el recurso a las autoridades es imposible.

Mientras que el derecho o su obligación correspondiente es ejecutable, debemos cuidarnos de referir la esencia del derecho a esta ejecución o incluso a la autoridad que la ejecuta, como hacen muchos juristas desde el tiempo de Kant. Pues la ejecución es sólo una característica secundaria del derecho y no atañe a todos los derechos, aunque, por ejemplo, bajo una monarquía real los súbditos poseen algunos derechos respecto al gobernante, ellos usualmente no pueden ejercer compulsión hacia él, puesto que él es responsable, y no está sujeto a una autoridad superior que pueda ejercer medidas eficaces contra él. Los derechos se dividen, según el título sobre el que descansan, en derechos naturales y derechos positivos, y los positivos se subdividen en derechos divinos y derechos humanos. Derechos naturales son todos los que adquirimos por nuestro nacimiento, por ejemplo, el derecho a la vida, a la integridad de los miembros, a la libertad, a adquirir propiedad, etc. Todos los demás derechos se llaman derechos adquiridos, aunque muchos de ellos son adquiridos, independientemente de ninguna ley positiva, en virtud de actos libres, por ejemplo, el derecho del esposo y la esposa en virtud del contrato del matrimonio, el derecho a los bienes sin dueños a través de la ocupación, el derecho a una casa a través de compra o alquiler, etc. Por otro lado, otros derechos se adquieren por la ley positiva; según la ley sea divina o humana, y esta última civil o eclesiástica, distinguimos entre derechos divinos o humanos, civiles o eclesiásticos. A los derechos civiles corresponden la ciudadanía en un estado, la franquicia activa o pasiva, etc.

Fuente: Cathrein, Victor. «Right.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/13055c.htm

Traducido por L H M.

Fuente: Enciclopedia Católica