UNA

DicEc
 
El credo nicenoconstantinopolitano usado en la liturgia aplica cuatro calificativos a la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. Del mismo modo que su confesión de la divinidad es un reconocimiento de la unicidad de las personas (un único Padre e Hijo), así­ también la confesión del credo se refiere a una Iglesia única más que a la unidad de la Iglesia como descripción de su esencia. El calificativo de «una», tal como lo estudia la eclesiologí­a, incluye tanto la unicidad como la unidad.

El Nuevo Testamento propugna claramente una única Iglesia: Jesús es el único pastor del único rebaño (cf Jn 10,14-16); Pablo habla sólo de un >cuerpo de Cristo (cf ICor 10,17); la comunidad cristiana forma un único >templo del Espí­ritu (ICor 3,16-17; Ef 2,19-22). Las parábolas hablan de un único >Reino, al que está llamada la comunidad de los discí­pulos de Cristo. Las cartas deutero-paulinas y pastorales consideran una única Iglesia universal, pilar y fundamento de la verdad (1 Tim 3,15): Cristo es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia (Col 1,18); el plan eterno y misterioso de Dios es revelado en la Iglesia (Ef 3,9-10). La Iglesia avanza hacia una unidad todaví­a mayor, que se logrará el dí­a en que Dios llegue a ser todo en todos (ICor 15,25-28).

Pero dentro de esta Iglesia universal hay muchas >Iglesias locales (ICor 1,2; 2Cor 1,1; Gál 1,1: «A las Iglesias de Galacia»; Rom 16,16: «Todas las Iglesias de Cristo»). Es sorprendente el encabezamiento de la primera carta dirigida a la dividida comunidad de Corinto: «A la Iglesia de Dios que está en Corinto, a los consagrados por Cristo Jesús, llamados y consagrados, con todos los que invocan en cualquier lugar el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro» (ICor 1,2). No se hace referencia a ningún plan previo de federación de estas Iglesias; todas ellas aparecen más bien corno parte de la Iglesia universal, siendo cada una de ellas plenamente la Iglesia de Dios (ef ICor 1,2: Corinto; 15,9: Jerusalén) en su propio lugar. La palabra más adecuada para describir su interrelación es >»comunión», que es la traducción de koinónia. La ideade comunión es en el Nuevo Testamento una noción rica y abigarrada. A nosotros nos interesa aquí­ la koinónia sólo en la medida en que refleja la unidad: comunión y por tanto unidad por medio de la eucaristí­a (ICor 10,16-17), en las labores apostólicas y en la doctrina (Gál 2,2.7-9), en el interés y preocupación por la Iglesia pobre de Jerusalén (Rom 15,25-27).

Hay dos tipos de afirmaciones acerca de la unidad dentro de la Iglesia local: unas se refieren a su situación particular; otras se aplican también a toda la Iglesia. Y. Congar llama la atención sobre el orden de los elementos de unidad resultantes del bautismo en He 2,42; la enseñanza apostólica conduce a la comunión (koinónia), y de allí­ a la fracción del pan y a las oraciones. La comunidad primitiva se describe más tarde diciendo que «tení­an un solo corazón y una sola alma» y que «nadie llamaba suyo a nada de lo que tení­a» (He 4,32)5. Es diferente en Corinto, donde Pablo tiene que enfrentarse con divisiones (schismata), en una comunidad ricamente dotada de carismas (ICor 1,10): son uno en la koinónia de la única eucaristí­a (ICor 10,16-17); los distintos carismas proceden del mismo Espí­ritu (ICor 12,4-11); forman un solo > cuerpo ( lCor 12,12.27); tienen que hacer del amor su objetivo (ICor 14,1). En otros lugares habla Pablo de la unidad en Cristo que trasciende las barreras religiosas (judí­os y griegos), los estados sociales (esclavos y libres) y la diferencia más radical entre las personas, la que las separa en varones y mujeres (Gál 3,28; cf Col 3,11). La mejor expresión neotestamentaria de la unidad de los creyentes es sin duda Ef 4,1-6, donde en términos trinitarios se exhorta a todos a hacer realidad las consecuencias de la unidad en el bautismo y en la fe (cf Flp 2,1-2). A pesar de las tensiones (>Iglesia primitiva), hay unidad entre los conversos judí­os y griegos (Ef 3,4-6). La misma carta pone de manifiesto que la unidad ha de ser buscada y aceptada por el creyente al mismo tiempo como un don y corno una tarea (Ef 4,3.13.15-16).

El corpus joánico se muestra muy consciente del peligro de división en las comunidades: la oración de Jn 17, denominada por David Chytraeus en el siglo XVI «oración del sumo sacerdote», se centra en la unidad de los discí­pulos de Jesús (Jn 17,21.23); las cartas joánicas están escritas para superar ciertos elementos divisores dentro de las comunidades: la comunión con los hermanos lleva a la comunión (una vez más koinónia) con Dios, y todos son llamados a adentrarse por el camino del amor y la verdad (1Jn 1,3; cf 2,19; 3,23; 4,11-13; 2Jn 8-9).

Al dejar los tiempos del Nuevo Testamento, la insistencia en la unidad es acaso más fuerte aún. La >Didaché pide dos veces que la Iglesia se congregue desde todas las partes en el Reino. La carta de >Clemente es una exhortación al orden y la unidad en la Iglesia de Corinto. Las cartas de Ignacio subrayan fuertemente la unidad en la doctrina, la liturgia y la disciplina. Ignacio pide la unidad doctrinal frente a las tendencias judaizantes y docetistas: «Usad sólo el alimento cristiano y absteneos de toda hierba ajena, que es la herejí­a. (…) Huid, por tanto, de esos retoños malos, que llevan fruto mortí­fero». Constantemente reitera la necesidad de estar unidos al obispo en la celebración de la eucaristí­a: «Poned, pues, todo ahí­nco en usar de una sola eucaristí­a; porque una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos con su sangre; un solo altar, así­ como no hay más que un solo obispo, juntamente con el colegio de ancianos y con los diáconos, consiervos mí­os». Todas las cartas, excepto la dirigida a los romanos, urgen a la obediencia al obispo: no puede haber una Iglesia sin obispo, sacerdotes y diáconos». Pero la unidad y el orden de la Iglesia no se quedan en las cosas exteriores. La finalidad de estas es conducir a todos a la imitación de Cristo y al contacto vivo con El.

La doctrina de los padres de la Iglesia acerca de la necesidad de la unidad es inconmovible. Está implicada en los sí­mbolos usados en relación con la Iglesia, y especialmente en el de la túnica sin costuras (cf Jn 19,23-24). que era cristológico en Oriente pero eclesiológico en Occidente, y particularmente estimado por Agustí­n». Habí­a además costumbres que fomentaban la unidad: los obispos entregaban a los viajeros cartas de presentación, gracias a las cuales eran admitidos en la eucaristí­a; pronto aparecieron fórmulas de fe que se usaban en los bautismos; para la ordenación de un nuevo obispo se reuní­an varios obispos; los obispos se reuní­an en concilios locales para discutir sobre problemas comunes, especialmente los relacionados con la fe (cf LG 22). A partir del siglo IV se consideró que estos concilios afectaban a toda la Iglesia. Con el tiempo la comunión con Roma se vio como un criterio capital de cara a la unidad dentro de la Iglesia.

La práctica litúrgica es muy significativa. En Roma existí­a la costumbre de enviar una partí­cula del pan consagrado a otras Iglesias, que luego era colocada en el cáliz en el momento del signo de la paz. Por otro lado, los datos sobre la anáfora en distintas Iglesias muestran cómo se intercedí­a por la comunidad local (>Tradición apostólica), o más comúnmente, aunque con una nota escatológica, por la Iglesia dispersa por el mundo. Estas intercesiones siguen encontrándose en las plegarias eucarí­sticas de uso corriente en la Iglesia latina.

En los tiempos de la escolástica, la Iglesia era considerada, por encima de todo, la congregación de los fieles y el cuerpo de Cristo —tí­tulos ambos que implican la unidad—. Santo Tomás de Aquino tiene varios pasajes importantes sobre la unidad de la Iglesia: se trata de una unidad de fe, esperanza y amor; Efesios habla de la unidad tal como esta se observa en el cuerpo humano»; la nueva ley tiene como rasgo distintivo la gracia del Espí­ritu Santo, que se manifiesta por medio de la fe y opera a través del amor; la Iglesia es un cuerpo mí­stico cuya cabeza es Cristo.

La famosa bula Unam sanctam de >Bonifacio VIII, de 1302, pone especial énfasis en la unidad de la Iglesia. Hay dos espadas, la espiritual y la temporal, pero la temporal debe someterse a la espiritual, es decir, al papa, al que se llama «cabeza de la Iglesia».

En la época de la Reforma y durante los siglos posteriores se planteó la cuestión de cuál era la verdadera Iglesia, cuestión apremiante en una época en la que, como nunca antes, reinaba la división religiosa en Europa. Esta cuestión dio origen a la teologí­a de las >notas o rasgos distintivos de la verdadera Iglesia. La afirmación de san >Roberto Belarmino habrí­a de hacerse clásica: «La Iglesia es una y no hay dos. La única Iglesia verdadera es la congregación de los que están unidos por la misma profesión de fe y por la participación en los mismos sacramentos, bajo el gobierno de los legí­timos pastores, y especialmente el único vicario de Cristo en la tierra, el romano pontí­fice. Por medio de esta definición es fácil determinar quién pertenece a la Iglesia y quién no». Esta definición tiene en cuenta los aspectos exteriores y visibles de la unidad, suficientes para identificar a la Iglesia, que, como más tarde dirá, es «tan visible y palpable como la asamblea del pueblo de Roma, el Reino de Francia o la República de Venecia». La «nota» de la unidad tuvo desarrollos diferentes durante los siglos posteriores. J. A. >Móhler desarrolló la idea de la unidad como una nota y cualidad esencial de la Iglesia, por la cual es colmada y guiada por el Espí­ritu. La >escuela romana preparó el >Vaticano I siguiendo algunas de las orientaciones de Miihler.

En el Vaticano I se prepararon esquemas sobre el cuerpo mí­stico y la unidad, que nunca llegaron a discutirse en el aula. Pero el concilio, en su constitución Pastor aeternus, afirmó: «Para que el episcopado mismo fuera uno e indiviso y la universal muchedumbre de los creyentes se conservara en la unidad de la fe y de la comunión por medio de los sacerdotes coherentes entre sí­, al anteponer al bienaventurado Pedro a los demás apóstoles, en él instituyó un principio perpetuo de uno y otra unidad y un fundamento visible, sobre cuya fortaleza se construyera un templo eterno, y la altura de la Iglesia, que habí­a de alcanzar el cielo, se levantara sobre la firmeza de esta fe». El mismo concilio apelarí­a también a la «unidad universal» y a la «invicta estabilidad» de la Iglesia como argumento de credibilidad de la fe.

Después de este concilio la teologí­a de los manuales siguió siendo básicamente apologética, pero aparte de ellos continuó desarrollándose hasta el Vaticano II una eclesiologí­a dogmática. Un jalón importante fue la encí­clica >Mystici corporis, publicada por >Pí­o XII en 1943 (>Cuerpo de Cristo). Se afirma en ella la identidad entre el cuerpo mí­stico y la Iglesia católica: «Si tuviéramos que definir y describir la verdadera Iglesia de Jesucristo —que es la santa Iglesia católica, apostólica y romana—, no encontrarí­amos expresión más noble, más sublime y más divina que la frase que la denomina «cuerpo mí­stico de Jesucristo». Sólo los que están unidos a ella por el triple ví­nculo de la fe, los sacramentos y la obediencia pueden llamarse realmente (reapse) miembros suyos. Esta identificación vuelve a repetirse en la encí­clica Humani generis (1950).

El Vaticano II, sin embargo, no quiso seguir por este camino y afirmó: «Esta [única] Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste (subsistit) en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y los obispos en comunión con él» (LG 8; cf UR 4). La palabra «subsiste» (>Subsistit) ha creado cierta polémica, pero una cosa es cierta: que el concilio querí­a distanciarse de la rí­gida identificación entre el cuerpo mí­stico de Cristo y la Iglesia católica romana; por eso eligió deliberadamente la expresión «subsiste en», en lugar de «es». El concilio tampoco habló de pertenencia a la Iglesia, prefiriendo el término más tradicional, bí­blico y patrí­stico de «comunión». Las condiciones para la comunión plena se exponen en LG 14: «A esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espí­ritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el sumo pontí­fice y los obispos, por los ví­nculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica». Sabemos por las actas del concilio que «poseyendo el Espí­ritu de Cristo» significa estar en estado de gracia o de amistad con Diosa. Los otros cristianos están en comunión con la Iglesia católica en mayor o menor grado, dependiendo de los ví­nculos que sigan manteniendo intactos: el bautismo, la Escritura, la fe trinitaria, etc (LG 15). La Iglesia mantiene también relación con los seguidores de otras religiones, con los teí­stas y con los que no tienen todaví­a fe explí­cita en Dios (LG 16).

[En sí­ntesis, la unidad de la Iglesia es presentada en LG 13-17, números que se inician con la afirmación de que «todos los hombres están invitados a esta unidad católica del pueblo de Dios… a esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están «orientados» (ordinari) los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres» (LG 13). Tal «orientación» de todos los hombres se repite en LG 16 al tratar de los no cristianos. A su vez, al tratar de quién es católico se recuerdan los tres «ví­nculos» que realizan la unidad de la Iglesia: la fe (vinculum symbolicum), los sacramentos (vinculum liturgicurn) y la visibilidad eclesial (vinculum hierarchicum), ya presentes en la eclesiologí­a de san Agustí­n en el sentido de que «no se salva el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, pues está en el seno de la Iglesia con el «cuerpo», pero no con el «corazón»» (LG 14, n 12). Así­ también se subraya el carácter «sacramental» de la unidad de la Iglesia y de sus tres ví­nculos. Tal enfoque ayuda a comprender a su vez la relación con los cristianos no católicos (LG 15: les falta la «plenitud» de los ví­nculos) y los no cristianos (LG 16: «orientados también a la Iglesia») y pone de relieve el carácter misionero de la Iglesia (LG 16).]
En el movimiento ecuménico (> Ecumenismo) y, más en general, en la eclesiologí­a, se hace necesaria una reflexión continua sobre la Iglesia y la pluralidad de las Iglesias, sobre la unicidad de la Iglesia y la unidad de la raza humana. Unido a estas cuestiones está el gran descubrimiento del Vaticano II de la teologí­a de la Iglesia local, que es de hecho para los cristianos el objeto de su experiencia inmediata, cuando no exclusiva, de la Iglesia». Otras cuestiones relacionadas son el papel del >ministerio en la Iglesia local y la función de las >conferencias episcopales dentro de la Iglesia local y universal.

La concepción de la unidad buscada en el >ecumenismo varí­a según las confesiones o grupos de confesiones. Cada Iglesia cree naturalmente que ella es manifestación auténtica —si no la manifestación auténtica— de la Iglesia de Cristo. La afirmación de la Iglesia católica de ser «la única Iglesia verdadera» no tiene más sentido que el de la plenitud institucional; es decir, que no hay doctrina ni estructura —por ejemplo, sacramento o ministerio eclesial— que pertenezca a la Iglesia de Cristo y que no esté presente en la Iglesia católica. Cuando se dice que la Iglesia católica es «la única Iglesia verdadera» no se está diciendo desde luego que sus miembros sean de hecho o necesariamente más santos que los de otras Iglesias (cf UR 2-3). Por lo demás, en los diálogos ecuménicos se ha producido cierto aumento en el reconocimiento de que el papado (>Papas) puede —acaso en una forma renovada— ser centro y fundamento de la unidad externa de la Iglesia
La teologí­a de la unidad es claramente trinitaria. La Iglesia es una gracias al Espí­ritu Santo, que hace de ella el cuerpo de Cristo y el pueblo del Padre, cuyo designio eterno es la Iglesia. Todo lo que es externo e institucional está al servicio de la vida interna de la gracia y de la gloria divina manifestada en la misma debilidad de la Iglesia (>Kenósis de la Iglesia). «El supremo modelo y supremo principio de este misterio [el misterio sagrado de la unidad de la Iglesia] es, en la trinidad de personas, la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espí­ritu Santo» (UR 2).

La unidad de la Iglesia queda deteriorada por la >herejí­a y el >cisma. Por otro lado, por medio de la >excomunión una persona queda en cierto modo desgajada de la unidad de la Iglesia.

Las cuatro señales [o notas] de la Iglesia están í­ntimamente interrelacionadas: la catolicidad es la diversidad en la unidad; la santidad consiste en la unidad con Dios y con los otros cristianos, más aún, con la humanidad entera; la apostolicidad no tiene sentido si no es en la unidad.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

Uña del dedo (heb. ṣippōren, arm. efar). Las mujeres cautivas debían raparse la cabeza y cortarse las uñas (Dt. 21.12). Nabucodonosor tenía “uñas como las de las aves” (Dn. 4.33; cf. 7.19).

J.A.T.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico