ver ELECCION
Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano
Dios tiene todo «presente», el pasado y el futuro, por lo tanto ya sabe quiénes se van a salvar. y esto no quita en nada ni la libertad, ni la justicia, ni el amor de Dios. porque, de todas formas, siempre es más y mejor, «el ser, que el no ser», Rom 8:2, Rom 8:9-11, Efe 1:5.
De todas formas, es un «misterio», que Dios nos ha revelado, pero que no lo entendemos, como no entendemos otros «misterios», como las estreIlas, los atomos, el por qué tenemos cinco dedos.
Diccionario Bíblico Cristiano
Dr. J. Dominguez
http://biblia.com/diccionario/
Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano
†¢Elección.
Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano
tip, DOCT
ver, ELECCIí“N
vet, (del gr. «proorizõ», «marcar de antemano, predeterminar»). En Ro. 8:29, 30 forma un enlace en la cadena que conecta el previo conocimiento de Dios en el pasado con la gloria en el futuro. La elección es el señalamiento que Dios hace de individuos; la predestinación es a bendición (cfr. Ef. 1:5, 11, donde los creyentes son predestinados a ser adoptados hijos, según el propósito de Dios). La predestinación no implica que Dios haya marcado a algunos para ira. En realidad, el deseo de Dios es «que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Ti. 2:4). Para asegurar que algunos lo sean, El los predestinó, llamó, justificó y glorificó en Sus consejos soberanos (cfr. Ro. 8:29, 30). (Véase ELECCIí“N para un examen más detallado de estas cuestiones, y bibliografía.)
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado
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Misterio cristiano que alude a la previsión divina sobre la salvación humana. Es tema que inquietó a los hombres siempre y a los teólogos de forma particular. Y también es cuestión teológica que puede hacer reflexionar profundamente a los jóvenes.
Dios conoce antes de que suceda todo lo que va a suceder. Dios sabe de cada hombre si se va a salvar o a condenar. ¿Cómo armonizar la ciencia divina, infinita y total, hasta llegar a conocer eso que está por venir y lo que depende de la voluntad libre de los hombres? ¿Cómo hacer compatible el saber divino con la propia libertad actual del ser humano? A veces los jóvenes pueden interrogarse: «Si Dios lo sabe todo, sabe si me voy a salvar o a condenar. ¿Para qué, entonces, esforzarme en tratar de lograr la salvación?»
1. Conceptos claros
Es necesario que entendamos que el misterio de la predestinación es, según declaró el Concilio de Trento, «un profundo misterio, indescifrable mientras vivamos en este mundo». (Denz. 805) Tal vez en el cielo lo entendamos, pero en este mundo es un interrogante insoluble, aunque podemos plantearnos unos postulados muy claros que se condensan en los siguientes:
+ Postulados por parte de Dios son:
– Que Dios lo sabe todo. La ciencia divina previa a los hechos es indiscutible a la luz de la naturaleza de Dios y de su infinita sabiduría
– Dios sabe todo también si cada uno nos salvaremos o nos condenaremos.
– Pero Dios quiere y querrá que todos los hombres se salven, aunque sepa que alguno no van a querer salvarse.
+ La libertad humana es dogma igualmente indiscutible en el mensaje cristiano:
– Dios nos ha creado libres y capaces de optar. El que se salve será porque, con la gracia divina, quiere salvarse. El que se condene se condenará porque, a pesar de la gracia divina, quiso condenarse.
– La salvación propia o condenación necesariamente tiene que ser un resultado de la propia libertad.
+ La compatibilidad entre esas dos realidades teológicas es posible, aunque misteriosa. Por eso no lo entenderemos nunca del todo. Dios quiere que todos se salven. Dios sabe si cada uno querrá salvarse. Dios nos ha hecho libres y respeta nuestra libertad. Nos salvamos o condenamos no porque Dios lo sabe, sino que lo sabe porque nosotros querremos condenarnos o salvarnos.
No hay que confundir «predestinación» y «conocimiento previo divino» de lo que va a pasar. Predestinación es concepto activo: Dios salva y Dios condena: conocimiento es concepto pasivo: Dios sabe si habrá condenación o salvación. En el hombre es diferente querer y conocer. En Dios es la misma cosa porque es infinitamente simple.
Pero, desde nuestra óptica humana, el que Dios lo sepa no quiere decir que Dios lo quiera. Dios no quiere que nadie se condene, pero ha hecho al ser inteligente libre porque ha querido misteriosamente hacerlo así.
2. Explicaciones históricas
+ Intentos teológicos e históricos de explicación han existido diversos. Unos han sido condenados por la doctrina de la Iglesia como inaceptables.
El Concilio de Trento condeno la doctrina de Calvino, y en parte de Lutero, de que Dios salva y condena a los hombres sólo por su voluntad y no por los méritos o las acciones de los hombres. Calvino y los radicales postestantes defendieron la salvación o condenación «ante previsa merita», antes de tener en cuenta los méritos: Dios condena o salva, porque quiere, sin más.
Y dejó claramente definida la voluntad salvífica de Dios y la libertad radical del hombre. Condenó claramente a aquéllos que sostengan que «la gracia de la justificación no se da sino sólo a los predestinados a la vida eterna y que los demás, aunque son llamados, no reciben la gracia por estar predestinados al mal por el poder divino» (Denz. 827).
+ Entre los intentos católicos de clarificación están la doctrina de Báñez, dominico, defendida por muchos dominicos, y la doctrina de Molina, jesuita, defendida por muchos jesuitas.
– Luis Molina (1535-1601, en sus obras como «Concordia entre el libro arbitrio y la gracia divina respecto a la divina presciencia y la predestinación», vino a decir las cosas claras a su manera. Dios conoce la libertad del hombre y la respeta. Sabe todo, pero deja al hombre libre. Con plena claridad hay que defender que Dios le deja al hombre actuar y espera a ver lo que su voluntad decide. Y nada determina sin la libre elección del hombre, pura y simplemente porque le ha hecho libre. Hemos de actuar como si Dios no supiera qué va a suceder.
Y hemos de pedir la gracia para que nos inclinemos al bien y queramos salvarnos. Así de simple es la realidad.
– Domingo Báñez (1528-1604), en la «Relección sobre el mérito y la caridad» y en sus «Comentarios sobre Sto. Tomás», enseña que Dios lo sabe y quiere todo.
Como Ser Supremo no puede quedar marginado de las decisiones de las criaturas. Ha hecho al hombre libre, pero conoce todo lo que va a hacer, aunque no le fuerce a hacer lo que hace. Sabe si se va a salvar o condenar porque sabe lo que va a decidir.
3. La aclaración
En Teología, estas dos posturas son irreconciliables. Es misterio incomprensible y no tiene aclaración. Pero pastoral y pedagógicamente hay que resaltar, al presentarlo, el efecto de la libertad y la conveniencia de obrar el bien
Es dogma de fe que Dios nos da todas las gracias necesarias para ser salvados. Se preocupa por nosotros día y noche, cada instante de nuestra vida. Y está pendiente de cada hombre: de los buenos y de cada pecador para que se arrepienta y se salve.
En la Escritura está claro ese deseo de Dios «Aunque sus pecados sean rojos, quedarán blancos como la nieve» (Is. 1. 18). Dios nos ha predestinado a nadie para la condenación. Al contrario ha creado a todos para la salvación. Es la «Voluntad Salvífica Universal de Dios» claramente enseñada por la Sda. Escritura «No quiere Dios la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva.» (1 Tim. 2. 4). Porque «Dios nos eligió desde antes de la creación del mundo y determinó desde toda la eternidad que nosotros fuéramos sus hijos adoptivos» (Ef. 1, 4-5). Y también escribía San Pablo: «A los que de antemano conoció, también los destinó a ser como su Hijo, semejantes a El… Por eso, a los que eligió de antemano, también los llama, y cuando los llama los hace justos, y después de hacerlos justos, les dará la gloria». (Rom. 8. 29-30).
Es cierto lo que dice S. Pablo: «Por gracia de Dios habéis sido salvados, por medio de la fe. No tenéis mérito en este asunto: es un don de Dios» (Ef. 2, 8). «Es quien produce en vosotros tanto el querer como el actuar tratando de agradarle.» (Filip. 2. 13). Pero también es cierto lo que Jesús dijo: «Â¡Cuántas veces he querido acogeros como la gallina acoge a sus polluelos y no habéis querido vosotros!» (Mt. 23.37)
En consecuencia, en la educación cristiana hay que hacer siempre un esfuerzo de claridad junto a otro de humildad, si se quiere educar convenientemente en este punto a los cristianos. El de claridad debe intentar dejar clara la voluntad salvadora de Dios y la realidad de la elección libre del hombre. En la humildad hay que dejar claro que nunca podemos entender la realidad de este misterio y por lo tanto que hemos de pedir a Dios que nos de su ayuda.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
Los contenidos del concepto «predestinación» se pueden resumir en dos una elección previa, gratuita y amorosa de Dios desde la eternidad; un destino de salvación en Cristo para la vida eterna (cfr. Efes 1,3-12; Rom 8,28-30). Este destino de salvación incluye la adopción a ser hijos de Dios por Jesucristo, la configuración con él y la «recapitulación de todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10) por medio de la Iglesia.
En la «predestinación» hay, pues, un dato previo (la elección) y un dato escatológico (el destino final), tanto en el plano personal como comunitario. «El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina» (LG 12). Después del pecado de Adán, el mismo Dios a cuantos había sido elegidos desde la eternidad, «los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que este sea el primogénito entre muchos herma¬nos» (Rom 8,19).
Esta elección previa y gratuita suscita, por una parte, la gratitud y confianza, mientras que, por otra parte, ayuda a asumir la propia responsabilidad para ser fiel a los designios de Dios. Nadie, salvo por revelación especial, puede estar seguro de la salvación final; pero tampoco nadie queda excluido de la voluntad salvífica de Dios. Todos los que se salvan, lo consiguen por un don de Dios, que hace posible la colaboración libre de cada uno. Dios respeta la libertad y responsabilidad de cada uno. La gracia de Dios no elimina la libertad humana, sino que la hace posible y la sostiene.
Apoyados en el amor de Dios, se evita tanto la presunción, como la desesperación. Jesús invita tanto a la confianza en la bondad de Dios que nos «quiere dar el Reino» (Lc 12,32), como a la «vigilancia y oración» para no caer en tentación (Mt 26,41). Se ha de trabajar con confianza, «con temor y temblor» para conseguir la salvación (Fil 2,12).
Querer descifrar «conceptualmente» el problema de la relación entre la ciencia divina sobre el futuro y su bondad infinita, conjugando, al mismo tiempo, una historia humana de libertad y de posibilidad de condenación, es entrar en conceptos filosóficos tal vez inexplicables, que constituyen el misterio del hombre. La revelación (que corrobora la razón y la trasciende) nos habla tanto del amor infinito de Dios, como de nuestra voluntad libre y responsable. El «misterio» del hombre sólo se desvela en el misterio de Cristo, Verbo Encarnado y Redentor, que asume como propia la historia de cada ser humano (cfr. GS 22).
Esta tensión entre la confianza y la responsabilidad, no debe hacer olvidar la voluntad salvífica y universal por parte de Dios, «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tim 2,4). Esta voluntad divina, salvífica y universal, es la misma que ha querido la Encarnación del Verbo para nuestra redención y la fundación de una Iglesia para continuar la misión de Cristo. Dios Amor sigue siendo «misterio», precisamente por ser Amor que sostiene la dignidad de la persona y de la historia humana.
Referencias Elección, gracia, misterio, Providencia, vocación.
Lectura de documentos LG 2; GS 41.
Bibliografía A. ALONSO, De la predestinación divina (Madrid, Studium, 1964); K. RAHNER, Predestinación, en Mysterium Salutis (Madrid, Cristiandad, 1969ss), V, 527-535. Ver bibliografía en elección, gracia, etc.
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
SUMARIO: I. Predestinación y «concentración cristológica».-II. Historia y teología.-III. Predestinación y horizonte trinitario.-IV. Gloria hominis, praedestinatio Dei.
Por predestinación, ha dicho san Agustín con una célebre fórmula, se entiende «esto y nada más: a saber, la presciencia y la preparación de los beneficios de Dios (praescientia scilicet, et praeparatio beneficiorum Dei), merced a los cuales ciertísimamente son liberados todos aquellos que son liberados» (De dono pers., 14, 35: PL 10, 1014). «En efecto -continúa el Doctor gratiae en su presciencia, que no puede engañarse ni cambiar, predestinar es para Dios disponer sus obras futuras (opera sua futura disponere): esto exactamente y nada más (id omnino, nec aliud quidquam est)» (De dono pers. 17, 41: PL 10, 1019).
I. Predestinación y «concentración cristológica»
La doctrina de la predestinación no ha estado, es verdad, entre aquellas que se han desarrollado de modo tranquilo y armónico a lo largo de los siglos. Ha suscitado demasiados debates, controversias y laceraciones, para que, también hoy, no se hable sin el más agudo y crítico conocimiento. Presupuestos de orden cultural y filosófico, confesional o teológico han determinado, o sucesivamente influido, con relativa frecuencia, en la comprensión de este tema, que es y permanece originariamente bíblico, y, de modo especial, neotestamentario, el cual debería haber sido estudiado como tal. Es más, en este caso sobre todo, la pertenencia eclesiástica o la apologética de una tradición pasivamente experimentada, más que creativamente revivida, no deberían atrofiar y empobrecer con nefastas consecuencias la multiforme y liberadora riqueza de la palabra revelada. El problema de la predestinación no debería ser comprendido e ilustrado fuera de la palabra divina y volviendo siempre a cuanto sobre ella nos transmite la sagrada Escritura, en la búsqueda incesante por configurarse a este mensaje en el que primordialmente se encuentra y se descubre al Dios que habla de sí mismo y, al mismo tiempo, también de nosotros. Incluso los pronunciamientos del magisterio, producidos en el decurso de los siglos como respuesta a las diversas urgencias del momento, no han tenido otra finalidad que la de un servicio a la recta comprensión y justa defensa de aquella misma palabra de la revelación, que sin duda supera al mismo magisterio como norma normas et non normata, pero más todavía, como inagotable fuente de inteligibilidad. Por otra parte, san Agustín, santo Tomás y por qué no, los mismos Lutero y Calvino y el Concilio de Trento ¿no miraban acaso, cada uno a su modo, a captar el sentido y el alcance de cuanto la misma Escritura proclama acerca de la predestinación?
Como enanos sobre las espaldas de gigantes, hoy nos encontramos en mejor situación para ver que a las buenas intenciones no siempre, o no siempre correctamente, ha correspondido en los hechos una concreta comprensión de aquello que es y permanece «misterio» y, como tal, debe ser presentado; pero no por eso debe ser deformado o recortado según nuestra medida. Ahora bien, sobre la pista de la Escritura, la predestinación no puede ser comprendida e interpretada más que desde «una concentración cristológica», es decir, según la medida de la insondable y desbordante plenitud de Cristo, aun admitiendo todo aquello que de inicialmente oscuro e inquietante parecería comportar. Jesucristo es el contenido y la sustancia misma de la predestinación. De manera que se debería suponer una práctica coincidencia entre la cristología y la exposición de aquella que san Agustín definía praescientia et dispositio beneficiorum Dei. Precisamente a la luz que es Cristo, lo que a veces se ha hecho pasar por el mysterium tremendum de un decretum aeternum incognoscible se nos manifiesta por el contrario como la positiva proclamación, el alegre anuncio, decretado desde la eternidad y realizado en la historia, de la elección libre y graciosa, que abraza e incluye a la humanidad entera, más aún, todo el cosmos y la historia como creación, redención y reconciliación. Ahora bien, afirmar esto equivale a sostener que, si la predestinación no es escrutada y comprendida en un horizonte cristocéntrico y, por lo mismo, trinitario, vendrá a ser, ipso facto, una penosa e insolente caricatura del mensaje de la revelación.
De acuerdo con la Escritura, el poder y la munificencia de la gloria y de los dones prometidos y otorgados existen y se difunden de parte de Dios, porque él, en la libertad y en el exceso de su agape, ha concebido y decidido así, y todo esto, en Cristo Jesús, es decir, en Aquel que en la fuerza del Espíritu Santo es el Amén anticipado antes de todos los siglos y refrendado en la plenitud de los tiempos con su encarnación, muerte y resurrección por nosotros, los hombres y por nuestra salvación. Este es el evangelio, y con él, la suma de las profecías y de sus realizaciones. Este es y debe seguir siendo el principio y el fin de todo pensamiento y de todo discurso en torno al tema de la predestinación, como lo ha sido, por ejemplo, para san Pablo. El Apóstol emplea el término «predestinación» cinco veces y siempre para indicar el proyecto de Dios en relación con Cristo (Rom 1, 4) o en relación con la salvación de los hombres (Rom 8, 29-30; 1 Cor 2, 7; Ef 1, 5.11). Precisamente en la carta a los Romanos (9-11), hablando de la universal participación en los bienes mesiánicos, san Pablo desarrolla el argumento de la elección de la que fluyen todas las bendiciones otorgadas precisamente a aquel Israel que, continuamente, ha opuesto su «no» obstinado a Dios. Dios, por el contrario, ha insistido fielmente en colmarlo de sus dones, y esto precisamente en el colmo de su rechazo de Jesucristo y de su cruz. El hecho de que la ampliación de la gracia del Israel según la carne se extienda ahora al Israel según el Espíritu, no excluye sino que incluye la promesa una vez pronunciada (1 Pe 2, 9), ya que todos son destinados a la salvación en tanto que llamados, justificados e, incluso, glorificados (Rom 8, 30) por el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ef 1, 3 s.).
II. Historia y Teología
Es cierto que en decurso de los siglos no han faltado aquellos que han percibido y señalado este carácter cristológico y, por tanto, radicalmente positivo de la predestinación, tal como es entendida por la Escritura. Entre éstos se distingue san Agustín. Jesucristo, ha dicho el Obispo de Hipona, es el «praeclarum lumen praedestinationis et gratiae» (De corrupt. et gr. 9, 21; cf. 9, 22 s.). «Al cristiano -añade san Agustín- el cual vive todavía en la fe sin ver lo que es perfecto, y conoce todavía parcialmente, bástele por ahora saber y creer que Dios no salva a nadie si no es en virtud de su gratuita bondad por medio de Jesucristo nuestro Señor, y no condena a nadie si no es en razón de su justísima verdad por medio del mismo Jesucristo nuestro Señor (Ep. 194, 6, 24). Al llegar a este punto hay que subrayar que muchas de las responsabilidades que le son atribuidas al Obispo de Hipona, en realidad derivan de una superficial y deformada lectura de sus escritos. Por ejemplo, como ha sido ya observado (Trapé, p. CXXVI), no es cierto que la predestinación ocupe un puesto primario y vistoso en el complejo de la enorme y decisiva reflexión teologica agustiniana, incluso de aquella relativa a la gracia. En el mismo ámbito de la polémica contra los pelagianos, el Santo Doctor declaraba: «tres son los puntos, como sabéis, que con toda energía la Iglesia católica defiende contra ellos. El primero es que la gracia de Dios no es otorgada según nuestros méritos, ya que incluso todos los méritos de los justos son dones de Dios y por gracia de Dios son otorgados; el segundo es que, por grande que sea su justicia, ninguno puede vivir en este cuerpo corruptible sin alguna suerte de pecado; el tercero, en fin, es que todo individuo nace culpable del pecado del primer hombre y atrapado en el vínculo de la condena, a menos que la culpa que se contrae con la generación no sea eliminada por la regeneración» (De dono pers., 2, 4; cf. 21, 54; Contra duas ep. Pelag., 3, 8, 24; 4, 7, 19; etc.). Se constata lo siguiente: entre las tres verdades mantenidas como fundamentales por la doctrina católica falta precisamente la predestinación, y esto porque, según el Obispo de Hipona, no desempeña una función diversa de aquella que permite construir un último baluarte en defensa precisamente de la doctrina de la gracia: «¿Qué cosa ha habido -se pregunta san Agustín- que en este nuestro trabajo nos ha constreñido a defender con mayor plenitud y claridad los pasajes de la Escritura en los cuales se subraya la predestinación, si no es el hecho que los pelagianos dicen que la gracia de Dios nos es dada según nuestros méritos?» (De dono pers., 20, 53). Lo que en verdad cuenta para san Agustín es, por tanto, una recta comprensión de la gracia: la presciencia y la predisposición de este don representan solamente una premisa; nada más. «La predestinación – declara san Agustín- es la preparación de la gracia; la gracia, el don mismo» o «el efecto de la predestinación» (De praed. sanct. 10, 19). «Ningún hombre -añade-, puede obrar rectamente sin la ayuda divina, y ninguno […] puede obrar injustamente si no lo permite el juicio divino, absolutamente justo» (De civ. Dei, 20, 1, 2). Pero decir gracia, para el Obispo de Hipona, significa decir muchas cosas: fe gratuita ya desde el inicio y después justificación y, en fin, perseverancia final. Canonizando precisamente el pensamiento agustiniano, el Concilio de Quierzy, del 853, declaraba: Dios quiere que todos los hombres se salven, Jesucristo ha muerto por todos y, por tanto, «quod quidam salvantur, salvantis est donum: quod autem quidam pereunt, pereuntium est meritum» (DS 623).
Si la predestinación ha recibido tal énfasis en el decurso de la historia, se ha debido a una serie de reacciones en cadena. Han comenzado los denominados semipelagianos, respondiendo a las intervenciones de san Agustín. Durante un siglo se ha multiplicado una densa panfletería hasta que el segundo concilio de Orange distinguió entre la doctrina de la gracia, reafirmada en los mismos términos agustinianos, y la predestinación subrayada solamente para excluir la predestinación al mal (DS 370-397). No fue san Agustín, sino los denominados predestinacianos, por ejemplo Lúcido (t 474) o Godescalco (t 869), quienes se atrevieron a sostener una doble predestinación: una, al mal y, por tanto, a la perdición, diversa de la predestinación al bien, y, por tanto a la gloria, negando, por lo mismo, que Cristo haya muerto realmente por todos (cf. DS 330; 340). Más tarde la Escolástica medieval, al organizar las summae del saber teológico, desgajó el tema de la predestinación del de la gracia. Así, entre otras cosas, se perdió aquella distinción tan subrayada por san Agustín, entre presciencia y predestinación, distinción que Calvino consideró más bien un «escrúpulo» (Instit. 3, 21). Los teólogos postridentinos, por último, elaboraron una sistemática teológica de implantación muy diversa de aquella agustiniana y también de la tomista, cargando la predestinación de ulteriores interrogantes. En tanto que, por poner un ejemplo, contra los pelagianos, viejos y nuevos, se estaba de acuerdo en que la predestinación en su complejidad (elección, justificación y glorificación) era ante praevisa merita, se discutió si la predestinación a la gloria, tomada en sí, aisladamente, era también ante praevisa merita. Se hicieron alambicadas sutilezas sobre la gracia «eficaz», aquella que logra infaliblemente el fin de la salvación, interrogándose si consigue este fin por su fuerza intrínseca o por el previsto consenso de la voluntad a través de la presciencia divina. Así, entre la scientia visionis y la scientia simplicis intelligentiae se pensó en acuñar una scientia media.
En la vorágine de tanta discusión y sutileza los teólogos no se percataron de que se entraba en un peligroso y funesto deslizamiento sobre el modo de afrontar el tema de la predestinación. Mientras se intentaba elaborar un concepto más amplio y omnicomprensivo, se habló, por una parte, de la elección, pero, por otra, también de la reprobación, como si se tratase de dos líneas paralelas del libre y gratuito comportamiento divino en su relación con el hombre, y, más grave aún, elaborando todo esto remoto Christo. Se terminó por pensar en la posibilidad de un consejo y decreto divino que prescindiese del Verbum incarnatum y del Spiritus sanctificationis. Por tanto, el Dios de aquella predestinación que san Agustín había definido praescientia scilicet, et praeparatio beneficiorum parecía estar pronto a disponer la maldición y la venganza, en lugar de la bendición y el perdón. De esta forma se perdieron lasconnotaciones del Dios Padre, el cual por medio del Dios Hijo y en el Dios Espíritu Santo, en la libertad soberana de su amor, y desde toda la eternidad, proyecta y decide el mundo y la historia precisamente como economía de la salvación. Esto, que está suficientemente claro en Isidoro o Godescalco, y también, aunque un poco más difuminado, en Pedro Lombardo y santo Tomás de Aquino, se radicalizará en Zuinglio y Calvino.
Para el Doctor Angélico la doctrina de la predestinación constituye de hecho un momento interno de una doctrina más amplia de la providencia: «est quaedam pars providentiae». La providencia, a su vez, es entendida como el «ordo» desplegado por la sabiduría divina, según el cual Dios, en su conocer y querer, dirige cada cosa a su propio fin. Al conocimiento y a la voluntad divinos está sometido todo, «non tantum in universali, sed etiam in particulari» (SumTh, I, q. 22, a. 2). También el hombre es comprendido en este «ordo», en su condicion de ser libre para el bien y para el mal. La predestinación, en este caso, concierne al hombre en su ser, que es dirigido por la providencia divina al fin al que está destinado; fin que no puede lograr con sus propias fuerzas y que es el fin sobrenatural de la vida eterna. La predestinación, por tanto, no es otra cosa que «el plan existente en la mente divina, que destina a algunos a la salvación eterna» (SumTh, 1, q. 23, a. 1; cf. III, q. 24). Esta determinación particular de la providencia, al igual que la universal, tiene en Dios una «ratio» preliminar que, por lo que respecta al hombre, es precisamente la «ratio transmissionis creaturaerationalis in finem vitae aeternae» (SumTh, I, q. 23, a. 1). Es precisamente al interior de este diseño conceptual como santo Tomás busca afrontar y resolver los problemas específicos que conciernen a la doctrina de la predestinación. El Doctor Angélico se preocupa esencialmente de mostrar cómo el Dios creador se comporta con todas las criaturas particulares en el interior del «ordo» de su providencia general. El Angélico permanece de tal suerte fiel a este planteamiento que no duda en afirmar que el concepto de gracia no entra en la definición rigurosa de la predestinación. La gracia es considerada únicamente en cuanto representa aquí el efecto y el sentido de la acción divina en relacion con el hombre (SumTh., 1, q. 23, a. 3, ad 4). No es, pues, una casualidad ni carece de consecuencias el hecho de que en la Summa Theologiae el tratado de Christo ocupe la tercera parte después de la primera dedicada al de Deo y la segunda al de homine. Santo Tomás no es ciertamente el único en esta opción metodológica que implica por sí misma una eleccion teológica: se podría decir que una buena parte de la escolástica concibe y organiza el tratado de praedestinatione bajo el signo del de providentia, relegando a un segundo plano e incluso a la sombra el desarrollo efectivo de la historia salutis.
III. Predestinación y horizonte trinitario
No podemos, sin embargo, evitar una cuestión y preguntarnos si todo esto es perfectamente compatible con la auténtica regula fidei. En un horizonte teológico «cristiano», cuyo centro de inteligibilidad es Jesucristo y, en consecuencia, necesariamente con él el Padre y el Espíritu Santo, ¿es precisamente la mejor esta opción que subordina la predestinación a una providencia general en la que no se habla para nada de Jesucristo? El hecho es que precisamente esta opción, que favorece el distanciamiento del desarrollo efectivo de la oikonomía, nos lleva a discutir de predestinación como si tuviéramos que tratar con un Dios, y en consecuencia con un hombre, para quienes Jesucristo se convierte en un accesorio secundario y contingente. En este caso no podríamos escandalizarnos si miramos a la elección y juntamente a la reprobación como si se tratase de dos cuestiones simétricas y la segunda no estuviese subordinada a la primera, mientras que todo el conjunto está referido a un Dios inescrutable, que no tiene en absoluto el rostro del Dios y Padre de Jesucristo, el cual con el poder de su Espíritu crea y reconcilia consigo al mundo y al hombre.
Y, sin embargo, según la Escritura y en especial el NT, el aspecto negativo de la reprobación no puede dejar de estar cometido al aspecto positivo de la elección. ¿Acaso no coincide la fe con el «evangelio», o sea, con el alegre anuncio de la gracia y de la misericordia? Si el fin es «ultimus in executione», no menos es «primus in intentione». Entonces, ¿no sería verdad que la predestinación a la gloria precede a la presciencia de la condenación, así como, en el proyecto de Dios, la alianza viene antes de la creación que tiene como fin a aquélla y en vistas a ella ha sido llevada a cabo? Ciertamente la gracia es libre y la misericordia indebida. De lo contrario, ¿cómo podría decirse que Dios es verdaderamente Dios, el Señor del hombre y del mundo? Por otra parte, se debe proclamar igualmente la posibilidad de que la creatura oponga su rechazo frente al beneplático divino que se le ha manifestado. En efecto, ¿qué gloria podría dar a Dios alguien que no sea esencialmente libre para pronunciar, a su vez, su «sí», pero también su «no»?
En la historia no ha habido ni podía haber un teólogo auténticamente cristiano que no se haya propuesto celebrar la libertad soberana de Dios y, en consecuencia, la inaccesibilidad de su designio de gracia y misericordia. Pero, ¿por qué se ha desviado de la originaria revelación bíblica, sobre todo neotestamentaria, en la que la reprobación queda siempre sometida a la eleccion y todo se desenvuelve bajo el signo del agape trinitario, o sea, del amor absoluto e incondicional de Dios mediante Jesucristo en el Espíritu Santo? Entre las respuestas más persuasivas a esta pregunta no puede descuidarse ésta: a saber, que poco a poco el tema de la elección y, en consecuencia, el de la predestinación ha sido incluido dentro de la doctrina de la providencia, mientras se ha venido organizando un tratado de Deo uno no sólo distinto del de Deo trino, sino también, y más todavía, separado del tratado de Christo. Se perdieron así los textos escriturísticos que insertan siempre la predestinación en un contexto cristológico y consecuentemente trinitario mientras celebran la oikonomía en cuanto historia benignitatis et humanitatis salvatoris nostri Dei.
En cambio, como ha recordado en nuestros días con ejemplar energía Karl Barth, es el nombre de Cristo el que según el NT representa el centro focal hacia el que convergen, como rayos luminosos, las dos líneas de la verdad de la predestinación que deben ser siempre reconocidas y confirmadas, a saber: que es Dios quien elige y es el hombre quien es elegido, pero siempre en Cristo Jesús (KD, 1I/2, 32.2). Pero todo esto no debería después arrinconarse u oscurecerse nunca, cediendo a una indagación sobre la predestinación que se desenvuelva sobre la base de unos presupuestos abstractos y lleve a consecuencias igualmente abstractas relativas a Dios y al hombre remoto Christo. Es cierto que en su tiempo san Agustín y después incluso Lutero y Calvino no han ignorado el carácter cristológico de la elección. Es más, Calvino no se contentó con la necesidad de un marco cristológico del problema: siguiendo a san Agustín se esforzó también en mostrar que Jesucristo es el speculum electionis en el sentido de que en la encarnación de la Palabra divina en el hombre Jesucristo nos encontramos de algún modo con el prototipo y la suma de todo acto de elección que tenga a Dios por sujeto y al hombre por objeto. Esta doctrina de origen agustiniano, retomada a su vez por los reformadores, ha querido poner en evidencia la soberana libertad de Dios en relación con los elegidos, los cuales en todo caso son elegidos en Cristo por pura gracia y no por méritos propios.
Sin embargo, cuando hemos olvidado o infravalorado el desenvolvimiento real de la historia salutis, que obligaría a configurar sobre ella, y no al revés, lainteligencia del eterno proyecto y decreto divino, entonces nos hemos considerado autorizados a presentar la predestinación como una doctrina relativa a la presciencia y a la decisión divina más allá de la revelación, más allá de Jesucristo. Pero ¿cómo se podrá saber algo de Dios sino a partir de Dios y de lo que Dios ha querido manifestar de sí mismo, y todo esto en Cristo Jesús? Y a pesar de todo se terminó viendo en la eleccion la obra de un Deus absconditus, que al principio habría decretado salvar unos individuos determinados, dejando para confirmar sucesivamente la propia elección con una decisión, por así decir, sólo formal y técnica de llamar a estos elegidos y de llevarlos a la salvación por medio de su Hijo y de su Espíritu. Sin embargo, si nos atenemos a la revelación neotestamentaria, es verdad que la elección del hombre es la elección en Jesucristo, ser elegidos significa ser elegidos en él. Sólo dentro, y no al lado o fuera, de la elección, cuyo objeto primordial y eterno es Jesucristo, se inserta la elección de toda la humanidad a la gracia y a la vida eterna. Todavía más en el interior de esta elección universal en Jesucristo está la elección de cada uno. Dicho de otro modo, la elección de todo hombre no se da sino dentro de la elección de todo el género humano y ésta no subsiste sino dentro de la elección de Jesucristo. La praescientia et dispositio beneficiorum Dei, como definía san Agustín la predestinación, no puede ser sino la presciencia y la disposición del acontecimiento de la salvación en Jesucristo. He aquí, como bien ha dicho Karl Barth, la quintaesencia del evangelio, o sea, del anuncio de aquel agape, de aquel amor de Dios que no tiene otro nombre que este: Jesucristo (KD, II/2, 5, 9, 13).
Con todo, no basta tampoco con decir que Jesucristo es el objeto y el órgano: hay que añadir que El es el sujeto o el autor del gratuito proyectar y obrar divino en favor del hombre. Ciertamente Jesucristo en cuanto a su humanidad es objeto de la elección. Ya lo había comprendido claramente san Agustín: «Con razón habrá que decir que El no ha sido predestinado en cuanto Verbo de Dios junto a Dios. En efecto, ¿cómo habría podido ser predestinado, si ya era lo que era eterno, sin principio ni fin? De él tenía que ser predestinado, sin embargo, lo que El no era todavía, para que llegase a ser a su tiempo lo que había sido predestinado antes de todos los tiempos. Así, pues, quien niega que el Hijo de Dios ha sido predestinado, niega que El es el Hijo del hombre (In Io. ev. tr., 105, 8). Y, con todo, si es persona divina, Jesucristo no es sólo objeto, sino también sujeto de la elección, el Señor de los elegidos y, por tanto, el principio y el fin de nuestra elección. Jesucristo es el hombre-elegido, pero también el Dios-que-elige y en cuanto tal el Deus pro nobis y al mismo tiempo el Emmanuel. Como ha sugerido Barth, Jesucristo es «el prototipo y el compendio de todo acto de elección que tiene a Dios por sujeto y al hombre por objeto» (KD, II/ 2, 66). ¿La consustancialidad (homoousía) trinitaria no obliga acaso a proclamar el primado de la subjetividad divina también en la elección, que implica, según el orden (taxis) intradivino, junto con el Padre al mismo Hijo y al Espíritu Santo? Así, si el Padre ad intra, en el dinamismo de la vida intradivina, es el «principio sin principio», no menos el Hijo es también «principio», aunque precisamente sea «principio principiado», mientras que el Espíritu Santo es simplemente «principiado». Entonces, ¿por qué también el Hijo no debería ser proclamado sujeto, precisamente porque tiene del Padre este ser sujeto de la elección en el Espíritu Santo? Además, ya que por razón de la consustancialidad las obras divinas ad extra son indivisibles, aunque no indiferenciadas, ¿no se debería concluir igualmente que Jesucristo, no sólo en cuanto Hijo eterno, sino también en cuanto Verbo encarnado, es sujeto y no sólo objeto de la elección?
La elección no puede menos de implicar sea a la «Trinidad inmanente», sea a la «Trinidad económica» y, en consecuencia, al Padre mediante el Hijo en el Espíritu Santo o, si se quiere, con la fórmula declarada por san Basilio como equivalente, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Sin embargo, todo esto no ha sido pensado ni expresado por san Agustín o santo Tomás como tampoco por Lutero o Calvino. Sobre todo estos últimos se han limitado a ver en Jesucristo un executor, de quien se sirve la voluntad divina para conducir a los elegidos a su fin último, pero su poder y su función no los conocemos bien. De este modo, entre la decisión eterna de Dios y su aplicación histórica en Cristo se ha abierto un gran vacío y los reformadores, pero no sólo ellos, lo han llenado recurriendo al gratuitum beneplacitum, a la paterna miseratio, o a la voluntas maiestatis. Lo cual equivale a decir que la elección misma viene antes de Jesucristo. Es cierto que Jesucristo no ha sido ignorado, pero se ha pretendido remontarse a una voluntad divina independiente, que en todo caso permanecerá oculta e insondable para nosotros. He aquí, pues, la doctrina calvinista del decretum absolutum, en la cual al fin de cuentas es la presciencia la que ordena la elección y el decreto divino. Por otra parte, aun cuando la «ortodoxia» luterana ha buscado hacer depender la doctrina de la predestinación de la benevolentia Dei universalis, no se puede dejar de observar que, en definitiva, se trata de una fórmula vacía y de todas formas ambigua, más emparentada con la praevisa fide y la scientia media católica que con los datos neotestamentarios. No es una casualidad el que Barth haya podido encontrar buenas razones para criticar, a pesar de ser protestante, tanto la doctrina luterana como la calvinista de la predestinación.
Cuando se enseña la existencia de un consejo y de un decreto divino independientes de Jesucristo, no se ve para qué debería servir una comunidad cuya misión consistiría en predicar una voluntad divina absoluta junto a la que ha sido manifestada y realizada en Cristo y por Cristo. En cambio, si hay un único proyecto y una única decision divina, y todo esto en Jesucristo, entonces está clara también la misión de aquella comunidad que es la Iglesia, es decir, la proclamación del evangelio en el cual cada uno recibe la promesa de la propia elección. No existen, pues, dos grupos contrapuestos, por una parte, la massa perditionis, para la que Jesucristo con su cruz y resurrección no significa prácticamente nada, y, por otra, la massa electionis, para la cual sólo Jesucristo es el redentor que ha muerto y ha resucitado. Si, por el contrario, Jesucristo es el origen eterno y a la vez histórico de todos los caminos y las obras de Dios, entonces es imposible admitir ningún tipo de indiferencia y neutralidad con respecto a él. En consecuencia, ni siquiera se plantea el problema de diferenciar el anuncio según se dirija a unos o a otros, dividiendo drásticamente a los hombres en grupos contrapuestos de buenos y malos. El evangelio, como anuncio del reino por parte de Jesucristo, no es selectivo, es para todos: por sí no excluye a nadie. En tal caso es el hombre quien puede rechazarlo. Como le gustaba repetir a san Agustín (De natura et gr. 26, 29; cfr. Sol. 1, 1, 6; Conf. 4, 9; De corrupt. et gr. 11, 31 y 13, 42; De civ. Dei 13, 15) y después de él han repetido el Concilio de Trento (DS, 1536) y el Vaticano I (DS, 3014): «non deserit, si non deseratur». El reino de los cielos está abierto y todos pueden entrar en él. El infierno está cerrado, y sólo quien lo quiere a toda costa puede entrar en él. La Iglesia y la teología deben hacerse cargo de esta verdad liberadora: en el anuncio y el testimonio, en la reflexión y especulación no se tiene el derecho de excluir a nadie, si se sabe y se reconoce que la «gloria misericordiae et justitiae Dei» como el «aeternum beneplacitum Dei» no tienen nada de anónimo e indiferente, si se llaman Jesucristo.
Ciertamente en la «concentración cristológica», que significa inequívoca y necesariamente «despliegue trinitario» del tema de la predestinación, no se podrá negar la libertad soberana de la elección y de la gracia; al contrario, habrá que exaltarla. Pero se deberá sostener siempre que Jesucristo, en cuanto verdadero Dios y verdadero hombre, es el evento mismo tanto de la elección eterna como de la elección histórica. Jesucristo no es sólo la manifestato o el speculum nostrae electionis. La elección no deriva de una voluntad de Dios diversa y oculta de aquella que fue dada a conocer y está representada en El. No, Jesucristo revela que nuestra elección se cumple en él, en virtud de su obra, y, todavía antes, en virtud de su voluntad idéntica a la de Dios. Así se nos permite y manda mantenernos unidos a El con confianza absoluta, aquí y ahora, en nuestra existencia histórica, porque tampoco en la eternidad ha existido ni podia existir otra previsión y otra decisión de Dios diversa de la que existe en El. Antes de cualquier relación entre Dios y la realidad diversa de El existe el ser y la subjetividad del Dios trinitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y, por así decirlo, inmediatamente después el objeto de su presciencia y elección: Jesucristo, que en cuanto tal representa el fundamento eterno de cualquier predestinación. Como ha dicho bien Karl Barth, «en sí mismo, en la decisión primera y fundamental en virtud de la cual El quiere ser Dios y efectivamente lo es, en el misterio de lo que ha acontecido desde toda la eternidad y por siempre en su ser más íntimo, en su esencia trinitaria, Dios no es otro que el Dios-que-elige en su Hijo o en la Palabra, el Dios que se auto-elige y que, en sí y consigo mismo, elige el pueblo de los suyos. Dios elige en el acto de su amor, que determina fundamentalmente su esencia. Y porque tal acto es una elección, es también contemporáneamente y como tal el acto de su libertad» (KD, II/2, 82). Pero decir esto equivale también a decir que aquel Dios que no es sino el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, no es ni quiere estar sin los suyos, sin el Pueblo unido en su nombre y que le pertenece, sin los elegidos desde la eternidad, y creados, redimidos y reconciliados en la historia.’
IV. Gloria hominis praedestinatio Dei
Si esta verdad hubiera sido claramente percibida y sostenida, la historia de la doctrina de la predestinación y, quizá, la misma historia del cristianismo podía ser diversa. Es cierto que Jesucristo, según su naturaleza humana, ha sido considerado el primero de los elegidos por un santo Tomás como por los mismos reformadores. Y sin embargo el Angélico sostiene que «praedestinatio nostra ex simplici voluntate Dei dependet» (S. Th., III, q. 24, a. 2), de tal modo que, «si Christus non fuisset incarnatus, Deus praeordinasset Nomines salvari per aliam causam» (ibid., ad 3). Pero si el eterno consejo y decreto, el beneplácito y la voluntad divina de salvación no están indisolublemente ligados también al nombre de Jesucristo, si se piensa en los elegidos como «electi Patris antequam Christi», si la elección del Padre de carácter general no es vista en sentido positivo y activo como la misma del Hijo y del Espíritu Santo, mientras que Jesucristo es considerado como un simple medium electionis, ¿todo esto no quiere decir acaso que no estamos demasiado lejos del decretum absolutum y, en la mejor de las hipótesis, que estamos predestinados «por medio de Cristo», y no propiamente «en Cristo»? Excluida o dejada en la sombra una radical y coherente «concentración cristológica» y en consecuencia una «articulación trinitaria», el debate sobre la predestinación, que parecería inicialmente exaltar una opción teocéntrica, toma en cambio inevitablemente un sesgo antropológico, es más, antropocéntrico, con todo el conjunto de angustiosos y arduos interrogantes entre los que resulta en extremo difícil, si no imposible, encontrar una solución equilibrada, que tenga cogidos los dos cabos de la cadena: la libertad de la gracia de Dios y la consistencia de la libertad del hombre. El paulino «misterio de la sabiduría de Dios» (Rom 11, 33) tiende en efecto a saldarse sin obstáculos decisivos con la exaltación de la libre soberanía de la gracia y de la elección (Rom 9, 14-24), pero para derivar de ahí un arbitrario decretum absolutum inescrutable, que permite que se establezca la pretensión de iguales derechos para la salvación como para la condenación. ¿Cómo se podrá evitar la doctrina de la praedestinatio gemina, o sea, la simetría de la doble predestinación, a la gracia y a la reprobación, y, en consecuencia, el miedo, el terror y el individualismo en el que se está encerrado por la tenaza elegidos-reprobados?
Pero, si miramos bien san Pablo ha declarado que el siempre libre decreto de Dios nada tiene de oscuro o temeroso. Al contrario, manifestado y realizado en Jesucristo, ya seamos amigos de Dios como Moisés o enemigos de Dios como el Faraón, ya nos llamemos Isaac o Ismael, Jacob o Esaú, en cualquier caso, por todos y por cada uno se da y muere Jesucristo, para que se realice aquella justificación por la cual El ha resucitado (Rom 4, 25). Tenemos así todas las razones para dar gracias por la misericordia como para dolernos por el rechazo, considerándonos agradecidos por la elección y responsables de la reprobación. Centrada consiguientemente en Cristo, la predestinación no puede ya reconducirse a un concepto abstracto del cual se deduce, por una parte, la elección y, por otra, la reprobación, en una palabra, la tristemente famosa praedestinatio gemina. Si encontramos siempre y en todas partes a Jesucristo, entonces el «sí» y el «no» de Dios no pueden ser ya simétricos, y el «no», que debe ser también hipotético, no puede ser sino relativo y sometido al «sí».
Pero, llegados a este punto, debemos separarnos, y con firmeza, de Karl Barth. Ciertamente Barth fue quien propuso la tesis de que Jesucristo es el sujeto y a la vez el objeto de la elección. Pero añadió también que Jesucristo sería igualmente el sujeto y el objeto de la reprobación. De este modo Barth intentaría ser consecuente con los principios mismos de la Reforma: sólo si antes Jesucristo es el elegido pero también el reprobado, según él, se podría hablar después del homo simul iustus et peccator y, por tanto, también de sola gratia, sola fides, sola iustitita. Pero vuelven aquí con mayor fuerza, si es posible, las objeciones de fondo que de parte católica (cfr. DS 1545) no se pueden dejar de reproponer a Barth, a saber, que su, por así decirlo, ad maiorem Dei gloriam infravalora demasiado la criatura, limitándose a considerar la acción humana en relación con la gracia como puramente pasiva, receptiva, sin posibilidad alguna de cooperación. Parvus error in principio: en Barth permanece y no es superada aquella desconfianza típicamente protestante con respecto a la naturaleza, la libertad, el mérito. El honor que se debe reconocer a la sublime majestad de Dios excluiría por principio y sin términos medios cualquier reconocimiento de poder salvífico atribuible al hombre. El hombre, según Barth, es introducido por Dios en el acontecimiento de la revelación y de la salvación, pero lo sería como aquel que simplemente acoge o, mejor, experimenta, no colabora (H. Bouillard, III, 26). Y esto sería válido incluso cuando se trata de Jesucristo. ¿No es acaso verdad que para Barth «la salvación es de tal modo sólo obra de Dios que la humanidad de Cristo no coopera en ella?» (Id., II, 115; cfr. p. 122). En fin de cuentas la cristología barthiana se desarrolla bajo el signo de un «monoergismo» o, si se quiere, «monoactualismo», donde tiene subsistencia y valor sólo la divinidad y su obrar, y jamás la humanidad y su operación, ni siquiera la de Jesucristo. Pero así, por una singular coherencia, Jesucristo, el auténtico representante (Stellvertreter) de Dios, para que se dé gloria a Dios, tiene que convertirse en el sustituto total (Platzwechsler), aquel que toma el lugar (eine Stelle einnimmt) del hombre no sólo como elegido, sino también como reprobado, es más, como el único reprobado desde toda la eternidad en nuestro lugar (an unsere Stelle). El vaciamiento del ser creatural lleva a emplear y, en consecuencia, a deformar el concepto de «satisfacción vicaria» en una «sustitución vicaria» equivalente a un «cambio de situación». Por pura gracia en Jesucristo, sin cooperación alguna efectiva de su misma humanidad, Dios se pondría en el lugar del hombre y el hombre se pondría en el lugar de Dios. Como se ha sugerido, precisamente este concepto de intercambio constituye el leitmotiv de la cristología barthiana, pero eso contrasta no sólo con la postura de la teología católica (H. Bouillard, II, 155-164), sino también con el dogma de Calcedonia y más todavía con el mismo NT. Barth entiende el «por nosotros» o «en bien nuestro» (hyper hemón) como «en vez de nosotros», «en nuestro lugar» (an unsere Stelle). Y esto para poder decir que, hecho Jesucristo pecado en lugar nuestro, nosotros a su vez lleguemos a ser justicia en su lugar (an seine Stelle) (KD, IV/1, 80, 180, 261, 268). En resumen, convirtiéndose nuestro pecado en su mismo pecado, Jesucristo sería el sólo indiscutible rechazado, el único verdadero pecador. Así en la elección de Jesucristo (que es la voluntad divina eterna) Dios ha destinado el sí para el hombre (o sea, la elección, la salvación y la vida) y ha reservado para sí el no (o sea, la reprobación, la condena y la muerte). La condena merecida por el hombre cae sobre Dios y Dios mismo soporta la prueba del deshonor y de la maldición. El hombre, en conformidad con la predestinación eterna de Dios, es sustraído de la reprobación, y ello en perjuicio del mismo Dios. ¡He aquí hasta dónde podrían llegar el amor y la misericordia de Dios! La grandeza de la divinidad se mostraría precisamente, como había dicho Lutero, en poder esconderse sub contraria specie, en su absoluto contrario, en la más desoladora miseria, en la más repugnante abyección.
Pero no es nada provechosa, es más, no es en absoluto correcta esta inversión de funciones entre Dios y el hombre, para que el hombre quede predestinado y Dios sea glorificado. El principio de que quod non est assumptum non est sanatum, el admirabile commercium entre Dios y hombre que ha tenido lugar en Cristo Jesús no puede llegar a semejante intercambio (katallagé) entre gracia y pecado! ¿Acaso no es verdad que las dos naturalezas unidas en la única persona del Verbo permanecen «inconfusas e inmutables, indivisas, inseparables», mientras que este mismo Verbo hecho carne condivide con nosotros absolutamente todo «excepto el pecado»? ¿Y Dios no es igualmente Dios, es más, si es lícito decirlo, Dios no es mayormente Dios, el Señor, si concede al hombre obrar por sí, otorgándole actuar libre y meritoriamente, y si hace esto antes que a cualquier otro al hombre Jesucristo? Ciertamente, como decía san Agustín, «ipsum hominis meritum donum est gratuitum» (Ep. 186, 10). Pero sin el poder obrar y merecer, siempre otorgado por gracia, ¿cómo se podría evitar que la historia de la salvacion, que realiza en el tiempo la predestinación, una vez descartado del todo el hombre, no se transforme en fin de cuentas en un asunto entre Dios y Dios, «un monólogo del amor que quema bajo la forma de cólera y revela así la victoria conseguida sobre el pecado, desde toda la eternidad?» (H. Bouillard, II, 119). ¿Qué cosa es id quo maius concipi nequit, según la definición de san Anselmo, un autor por lo demás tan querido de Barth, un Dios que teme y revoca, o un Dios que sostiene y exalta la autonomía y hasta lacapacidad de gracia del hombre? Para poder proclamar: gloria Dei praedestinatio hominis, a la vez y por eso mismo es preciso sostener seriamente: gloria hominis praedestinatio Dei. Precisamente arraigada dentro de la elección a la vez eterna e histórica en Jesucristo, la predestinación se revela como el reconocimiento máximo de la gloria del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo porque significa la llamada del hombre viviente a la comunión plena y sin límites de aquella misma gloria. ¿Será acaso temerario apropiarse aquí unas palabras de san Agustín: «Yo sé esto, que nadie ha podido discutir jamás, si no es errando, contra esta predestinación que nosotros sostenemos sobre la base de las santas Escrituras»? (De dono pers. 19, 48).
[Agustín, san; Amor; Barth, K; Biblia; Concilios; Creación; Cruz; Economía; Encarnación; Escolástica; Espíritu Santo; Fe; Gloria; Gracia; Hijo; Historia; Iglesia de la Trinidad; Jesucristo; Misterio; Padre; Pascua; Protestantismo; Reforma; Reino de Dios; Revelación; Salvación; Símbolos de fe; Teología y economía; Tomás de Aquino; Trinidad; Vida eterna.]
Andrea Milano
PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992
Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano
Designio eterno y amoroso de Dios de hacer al hombre partícipe de su naturaleza divina en el Hijo y de recapitular todas las cosas en Cristo mediante la Iglesia.
En el Antiguo Testamento no aparece la palabra «predestinación»; la idea más cercana es la de elección. Dios quiso en su benevolencia escoger libremente a un pueblo, sin constricciones ni condicionamientos humanos, La elección de los patriarcas, así como la del pueblo hebreo, desconcierta las categorías humanas; Dios muestra que su plan de salvación es totalmente suyo. La elección de Israel es una llamaéla a la alianza con Dios y los nombres de los elegidos están escritos en el «libro de la vida» (Ex 32,32; Dn 12,1; Sal 69 29). En el Nuevo Testamento, en los sinópticos aparece la idea del Reino como comunión del hombre con Dios.
El Padre ha preparado un reino para los elegidos desde toda la eternidad (Mt 25,34; 20,23). También en Juan aparece el tema de la predestinación en relación con los discípulos que el Padre ha «dado» al Hijo J y que nadie «arrebatará de su mano» (Jn 10,27.
17,12). La doctrina de la predestinación es desarrollada particularmente por Pablo en Ef 1,3-12 y Rom 8,28-30. Dios nos ha elegido desde antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en el amor y nos ha predestinado a la adopción de hijos suyos en Cristo (Ef 1,4-5). Dios ha llamado, justificado y glorificado a los que ha predestinado para que sean conformes a su Hijo (Rom 8,28-30). Así pues, el fundamento de la predestinación es la voluntad insondable de Dios que tiene misericordia con quien quiere y endurece al que quiere (Rom 9,18). La iniciativa divina no elimina la libertad humana y, si Israel ha sido reprobado, esto se debe a su incredulidad (Rom 10,21). Sin embargo, el designio de Dios es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4). La elección universal de Dios trasciende toda distinción de pueblos y su misericordia se extiende a todos- los que lo invocan (Rom 10,12-13). Por eso la predestinación a la salvación es universal, gratuita y eficaz. El planteamiento de Pablo es cristocéntrico y eclesial, en cuanto que se ve a la humanidad en sus relaciones constitutivas con Cristo (Ef 4,7- 16).
Agustín profundizó en el tema de la predestinación en su lucha contra los semipelagianos. Según Agustín, la predestinación es » la presciencia de Dios y la preparación de sus beneficios, mediante los cuales se salvan con seguridad todos los que son salvados» (De dorto perseverartiae 14,35). Agustín supo conjugar dos enseñanzas aparentemente opuestas de la Escritura: la gratuidad de la predilección divina por los elegidos y el amor de Dios a todos los hombres. En sus últimos años Agustín propuso una interpretación exegética restrictiva del trozo paulino de 1 Tim 2,4 (De praedestirtatiorte sanctorum 8,13). Dios posee una gracia que ningún corazón podría rechazar, pero no se la da a todos y permite que algunos se pierdan. Sin embargo, Agustín no enseñó nunca la predestinación a la perdición; afirmó que los pecados son objeto de la presciencia divina, pero no de la predestinación; que Dios es justo y no puede condenar a nadie sin culpa. Agustín considera además los aspectos pastorales de la predestinación: puesto que es desconocida para el hombre peregrino, está destinada a evitar tanto la presunción como la desesperación (Irt Joh. 53,8) y a fomentar la oración, la confianza y la acción (De dorto persev. 16,39; 22,59). Santo Tomás trata el tema de la predestinación a propósito de la providencia, definiéndola como el designio de Dios que ordena a la criatura racional hacia el fin de la vida eterna, el cual supera totalmente las posibilidades humanas (S. Th. 1, q.23, a. 1).
En el período postridentino se encuentran dos tendencias teológicas fundamentales a propósito de la predestinación: la molinista, que resalta más bien la libertad del hombre y considera que la predestinación de los adultos a la vida eterna sigue a la previsión de sus méritos (posc praevisa merica), y la que sostiene Báñez en sintonía con los escotistas, que subravan la gratuidad absoluta de la predestinación a la gloria (artte praevisa merita) y la eficacia intrínseca de la gracia.
El Magisterio de la Iglesia ha condenado la doble predestinación a la salvación y a la perdición, en el concilio de Arlés (473) (DS 335) y en el de Orange (529) (DS 397). En el siglo IX, el concilio de Quiercv (853) afirma contra Godescalco de Orbais que los que se salvan son salvados por un don de Dios, mientras que los que se pierden, se pierden por su propia culpa (DS 623). El concilio de Trento afirma contra Huss, Wycliff y sobre todo contra Calvino que no hay una predestinación al mal (DS 1556; 1567). Frente a la doctrina de los reformadores, según la cual cada uno tiene que creer en su predestinación, establece que no hay ninguna certeza infalible de ello, a no ser por una revelación particular de Dios (DS 1540). El motivo de esta incertidumbre reside en la posibilidad que tenemos de rechazar el amor que Dios ofrece a todos los hombres.
La teología contemporánea pone de manifiesto una doble problemática: por una parte, el error de considerar la causalidad divina y la humana como dos fuerzas competitivas, sin tener en cuenta que la gracia no elimina la libertad, sino que la afianza y la desarrolla. Por otra parte, la necesidad de establecer un vínculo más estrecho entre la predestinación de Cristo y la del hombre, en cuanto que el hombre está llamado va desde antes de la creación del mundo a convertirse en hijo de Dios en Jesucristo. En esta perspectiva se subraya además la predestinación de toda la humanidad a la salvación: el resultado de la existencia terrena de cada individuo se verificará solamente en el juicio universal. La predestinación general y la particular se diferencian solamente en el hecho de que esta última incluye la colaboración concreta del hombre con Dios, prevista eternamente por él.
E.C Rava
Bibl.: K. Rahner, Predestinación, en SM, Y, 527-535; L. Serenthá, Predestinación, en DTI, III, 876-895; A, Milano, Predestinación, en DTDC, III9-1132: M. LOhrer, Acción de la gracia de Dios como elección del hombre, en MS, III1, 345-359; L. Boff, Gracia y liberación del hombre, Cristiandad, Madrid 1978; A. Alonso, De la predestinación divina, studium, Madrid 1964.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
I. Concepto e historia del problema
Ante todo hay que distinguir claramente dos aspectos del problema: la presciencia divina pertenece sólo al orden del conocimiento, pero la p. implica mucho más. A saber: Dios, causa primera, mueve las causas segundas, aun las voluntades humanas, de tal forma que sus libres decisiones son a la postre efecto de una causalidad suprema de Dios, y esta causalidad tiene por objeto el conjunto de una vida, no menos que las opciones particulares; y, sin embargo, el hombre permanece libre bajo la acción divina. Estas ideas generales están confirmadas y precisadas en la sagrada Escritura.
El AT evoca a menudo la ciencia infinita del creador. Recuerda también su omnipotencia, que le permite usar sus criaturas como instrumentos de su cólera (Is 10, 5s15) o de su misericordia (45, 1). Muestra como instrumentos de su cólera (Is 10, 5ss (Ex 7, 3), pero insiste igualmente sobre la libertad del hombre y la misericordia divina, que puede crear en él un corazón nuevo (Ez 36, 26). También el NT presenta a Dios cegando a los hombres y endureciendo al pecador (Jn 9, 39), pero habla también de la gracia liberadora (8, 36). Los textos más característicos están en la teología de -› Pablo. Dios es absolutamente independiente, salva al que quiere y endurece a quien le place (Rom 9, 14-18). Nadie puede oponerse a su voluntad, ni discutir con él. Como el alfarero, es dueño del barro que ha plasmado (9, 19-24). Antes de que nacieran, amó a Jacob y rechazó a Esaú (9, 11ss).
Los padres griegos interpretaron estos y otros textos sobre todo de cara a la libertad humana. Pero, como escribieron antes del -> pelagianismo, no desarrollaron aquellos conceptos que permiten precisar las relaciones entre -> naturaleza y gracia, así como una distinción de los diversos aspectos de la gracia y una reflexión sobre el problema del initium fidei y de la perseverancia final. De ahí que, sin razón, se haya podido acusar a alguno de ellos de haber caído en el error del semipelagianismo.
Agustín es prácticamente el primero que vio y abordó este problema con todas sus implicaciones. Aunque afirmó la necesidad de la cooperación del hombre a su salvación, puso todo su ahínco en recordar la independencia de Dios. Al principio desconocía la necesidad de una gracia interior en el llamamiento a la salvación; pero, desde 397 (Quaestiones ad Simplicianum, PL 40), corrigió su concepción. Por esta época, la mayoría de los padres tendían a unir directamente el llamamiento al bautismo con la perseverancia final, como si todos los cristianos (fuera del caso de herejía, cisma o apostasía) tuvieran segura su salvación. Tanto en sus sermones como en diversos tratados (De fide et operibus, PL 40), Agustín hizo ver que un cristiano puede condenarse. Así el problema de la p. quedaba unido con el de la perseverancia final. Hacia el fin de su vida, respondiendo a preguntas de diversos monjes, Agustín precisó su doctrina sobre la gracia en De correptione et gratia (426: PL 44, 915-946), De praedestinatione sanctorum (ibid., 959-992) y De dono perseverantiae (429: PL 45, 993-1027). Como consecuencia del pecado original, la humanidad está entregada a la condenación; pero Dios rescata de esta massa damnationis a los que ha destinado a la salvación, los cuales se salvan infaliblemente. El número de los elegidos está fijado desde la eternidad. Sin reprobar positivamente a los no predestinados, Dios permite que éstos se condenen libremente por razón de sus pecados.
Aceptada en principio por occidente, la síntesis agustiniana fue fuente de conflictos. Así, en el siglo ix, provocó la disputa carolingia de la predestinación (Gottschalk), en que dos concilios igualmente ortodoxos se oponían entre sí (Quiercy y Valence, Dz 316-325). A fines de la edad media, Wiclef y Juan Hus se apropiaron nuevamente las tesis agustinianas, y las interpretaron en conexión con su eclesiología dándoles el sentido de que un mal papa o un obispo infiel a sus deberes no pertenece al cuerpo de los predestinados y, por tanto, no puede exigir ninguna autoridad en la Iglesia (Dz 588 606 646ss).
En el siglo xvi, Lutero y Calvino sacaron de contexto esta concepción. Para Calvino (-> calvinismo), como para Agustín, unos están elegidos y otros condenados desde toda la eternidad; pero la p. y la reprobación son entendidas aquí independientemente del problema del pecado original. Dios, ser infinito, creador y dueño soberano de las criaturas, dispone de ellas como le place para su gloria (p. supralapsaria: Institutio christiana, III, 21-24). En el sínodo de Dordrecht (1618-1619), los calvinistas intransigentes, discípulos de Gomar, vencieron a los arminianos, que habían reaccionado contra esta tesis despiadada.
En la Iglesia católica, Jansenio intentó superar las disputas sobre la gracia volviendo directamente a Agustín (-3 jansenismo). Sin llegar a la p. supralapsaria del calvinismo, basa su sistema en el pecado original, la impotencia del hombre, la gratuidad de la gracia y la independencia de Dios. Así se viene a negar la eficaz voluntad salvífica universal de Dios. Contra tales afirmaciones, la Iglesia declara que Cristo murió por todos los hombres, no sólo por los predestinados, y ni siquiera por los justos o los creyentes solamente (Dz 1096 1294 1379).
La teología escolástica postridentina batalla mucho en torno a la eficacia de la graciay en torno a la p. y reprobación. A decir verdad, el problema se abordó entonces sobre una base demasiado estrecha. Se creía que a los herejes, cismáticos e infieles les esperan las penas del infierno. En este contexto se discutió el problema bajo el punto de vista de si los justos son predestinados antes o después de considerar sus futuros méritos. Lessio hace depender la p. de la consideración del mérito. Esta tesis, rechazada no sólo por la escuela tomista, sino también por Belarmino y Suárez, prevaleció finalmente en la Compañía de Jesús y en muchos otros teólogos. La escuela dominicana, que se orienta más fuertemente por Agustín, subraya ante todo la presciencia y omnipotencia de Dios, y afirma precisamente que el -» mérito del hombre es también fruto de la gracia y que la perseverancia final es un don especial. Pero tiende a admitir una reprobación negativa de quienes no caen bajo la p., que es indebida por esencia. Los teólogos de esta escuela no quieren a ningún precio que Dios pueda parecer dependiente de sus criaturas. Según ellos, hay una alternativa ineludible «entre un Dios (soberano) que determina, o un Dios determinado» (por la criatura).
En nuestros días, los mejores tomistas piensan que se debe abandonar esta perspectiva del problema. Pues de hecho Dios no está en el tiempo; su trascendencia lo sitúa en una eternidad que no sabe de pasado ni futuro, sino que es un eterno presente, y todavía este concepto es inadecuado. Agustín lo había dicho ya, pero las necesidades de la polémica le obligaron a bajar al terreno de sus contrarios y hablar como si Dios hubiera escogido a Jacob y reprobado a Esaú antes de todo acontecer. Este antes sólo es admisible a condición de que se entienda metafísica y no históricamente. Según Tomás, «Dios en un solo acto conoce todas las cosas en su esencia y las quiere a todas en su bondad. Si, pues, en Dios el entender la causa no es causa del conocimiento de los efectos, ya que los entiende en la causa, tampoco el querer el fin es causa de que quiera los medios; no obstante lo cual, quiere que los medios estén ordenados al fin. Por consiguiente, quiere que esto sea para aquello, pero no por aquello quiere esto» (ST i q. 19 a. 5). En este sentido explicaba la relación entre gracia, mérito y gloria (ST t q. 23 a 5). Y dentro de esta visión hay que ordenar también la oración intercesora de los santos, a los que se atribuye la posibilidad de intervenir en la p. (ST I q. 23 a. 8). Cuando se dice que el número de elegidos está inmutablemente fijado, eso sólo significa que Dios no tiene que esperar el fin del mundo para conocer la suerte final de cada uno. Pero Tomás mismo no fue capaz de mantener su punto de partida fundamental en esta pregunta, pues usa fórmulas que falsean las perspectivas, como si Dios, antes de todos los tiempos, hubiera dibujado en su mente un cuadro del mundo en que la luz exigía las sombras (ST i q. 23, a. 5 ad 3).
El verdadero problema está en nuestra impotencia para expresar en términos humanos la manera cómo Dios, causa primera de todo lo que es, obra por las causas segundas, en particular a través de nuestra libertad, para hacer un mundo en que unos se salvan y otros se condenan, sin que nadie pueda acusar a Dios de injusticia ni de parcialidad (Dz 142 2007 805ss).
Como la Iglesia misma, los autores espirituales hablan deliberadamente un lenguaje antropomórfico, asiendo – como dijo Bossuet – los dos cabos de la cadena, sin saber cómo se juntan (cf. De Imitatione Jesu Christi, lib. i, c. 25, n. 2). Lo que a primera vista se presenta como una abstracta verdad metafísica, es la armonización concreta de la sutil yuxtaposición y compenetración entre la gracia y la libertad. En los siglos XVII y XVIII, algunos teólogos pensaron que Dios, cansado de las resistencias de ciertos pecadores, podía abandonarlos desde esta vida a su triste suerte y dejar que se condenaran. Sacaban una consecuencia demasiado rápida de una fórmula agustiniana recogida por el concilio de Trento: Deus neminem deserit nisi prius deseratur (Dz 804). Hoy comprendemos mejor que las afirmaciones de la Escritura sobre la omnipotencia de Dios y la eficacia de la gracia deben equilibrarse por la consideración de la libertad del hombre y de la infinita -a misericordia divina.
La teología de la p. debe tener siempre ante sus ojos los dos momentos. Cuanto hacemos de bueno viene de Dios; en el orden sobrenatural nada positivo puede hacerse sin la gracia; el llamamiento a la salvación eterna y la perseverancia en la gracia, recibida en el bautismo o recuperada por el sacramento de la penitencia, son don de Dios. Es más, hay que pensar que la perseverancia final es don más grande que la totalidad de los otros dones (cf. Dz 806). En realidad, nuestra vida entera está en las manos misericordiosas de Dios. Sin embargo, nuestra vida espiritual es un diálogo con un Dios personal, no una simple relación con el ser absoluto.
Estas reflexiones nos remiten al problema de la -> encarnación redentora en relación con el problema de la p. en general, que Tomás desarrolla hablando de la p. de Jesucristo y de nuestra p. en él: «Si en la p. se considera la acción predestinante, la p. de Cristo no es la causa de nuestra p., pues Dios en un mismo acto ha establecido su p. y la nuestra. Si consideramos, en cambio, la p. según su fin, la p. de Cristo es la causa de la nuestra. Pues por la p. Dios ha ordenado desde la eternidad nuestra salvación de tal manera, que ésta sea operada por Jesucristo. En efecto, cae bajo la p. eterna no sólo lo que ha de acontecer en el tiempo, sino también la manera y el orden de realización de esto en el tiempo» (ST ni q. 24 a 4).
Henry Rondet
II. Reflexión teológica
La p., que está dada ya con el misterio de la causalidad universal de Dios en su relación con la libertad autónoma de la criatura, es sólo la aplicación (en el plano del obrar) del misterio de la coexistencia de la infinita realidad divina con el ente creado, que es verdaderamente y tiene, por tanto, realidad auténtica, distinta de Dios, válida ante él mismo, y que precisamente como tal está sostenido totalmente por Dios (cf. relación entre -> Dios y el mundo). Así, pues, la p. designa el eterno designio divino respecto del fin sobrenatural del -> hombre como individuo, en cuanto este estado final (y los acontecimientos que lo deciden en la historia del hombre) es querido por Dios con absoluta voluntad, no sólo como meramente debido, sino como meta que efectivamente ha de alcanzarse. A este respecto, la p. se entiende de manera que incluya la reprobación como una modalidad (aunque de otra especie) de p. junto a la p. para la gloria, o que, como p. para la gloria, constituya la antítesis de la reprobación.
Dios, como fundamento absoluto que por su acción libre confiere realidad a todo (->creación), no sólo contempla el mundo en su marcha, sino que debe quererlo para que sea lo que es. Este querer divino tiende de antemano al todo de la realidad querida y es igualmente inmediato respecto de cualquiera de sus momentos particulares. Ese querer no puede estar determinado por nada más que por la libertad sabia y santa de Dios mismo, que es necesariamente incomprensible e inapelable. Sólo el reconocimiento de esta libertad no fundada que es fundamento de todo, logra la criatura la recta relación religiosa con Dios como Dios. Por eso hay una p. a la gloria para los hombres que se salvan, porque éste es el punto culminante y el término de la historia del mundo y de la humanidad (Dz 805 825 827). En cuanto la p. se refiere al todo de la salvación humana como tal (por buena decisión moral y [oil por situación salvífica gratuitamente concedida, ambas cosas posibilitadas por la gracia eficaz; por la perseverancia y por la gloria que de ella se sigue), la p. tiene como origen único el libre -> amor de Dios. Pero en cuanto tal amor quiere la gloria del hombre (en el caso del que ha llegado al uso de la libertad racional) como dependiente de su decisión moral (d., sin embargo, -> limbo); quiere, pues, sin fundamento una salvación eterna cuyos momentos tienen entre sí una relación de fundamentación.
La p. a la gloria de la criatura racional en conjunto es una realidad que se ha hecho ya escatológicamente patente en -> Jesucristo (-> escatología). Referida a cada hombre peregrinante en particular, la p. es desconocida, pero es objeto de confianza y oración. La p. no suprime la libertad de la criatura, su responsabilidad y su relación dialogística con Dios, sino que es fundamento de todo ello, porque la voluntad de Dios puede tender precisamente -y tiende de hecho en la trascendencia de su causalidad – a la constitución del hombre libre y de su acto. Donde se entiende la p. como eliminación de la responsabilidad y libertad humanas en la obra de la salvación eterna (determinismo teológico), se da un predestinacianismo herético (Dz 300 316ss 320ss 816 827). No hay p. positiva y activa al pecado ni, consiguientemente, al abuso de la libertad. Tal p. es incompatible conla santidad de Dios y su voluntad salvífica universal (-> salvación), y tampoco es teológicamente necesaria, porque la maldad de la acción pecadora como tal, por ser deficiencia óntica, no requiere causalidad divina positiva. Dios no quiere el pecado, aun cuando lo «prevé»; lo permite simplemente; y quiere de manera positiva las penas del pecado (p. a la condenación como pena) en cuanto consecuencia de éste, no como razón del designio divino de permitir el pecado (Dz 300 316 322).
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Karl Rahner
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica
Definimos la predestinación como la doctrina teológica, asociada primeramente con el calvinismo, que afirma que Dios ha preordenado todas las cosas desde la eternidad, incluyendo la salvación o reprobación final del hombre.
La doctrina de la predestinación está contenida en los credos de muchas iglesias evangélicas, y ha tenido una marcada influencia tanto en la iglesia como en el estado. Probablemente su expresión más completa se encuentre en la Confesión de Fe de Westminster, que es la norma autoritativa de la mayoría de las iglesias presbiterianas y reformadas a través del mundo. La iglesia estatal en Inglaterra y la Iglesia Episcopal en EE.UU. tienen un credo levemente calvinista en los Treinta y Nueve Artículos. Y en tanto que los bautistas así como las iglesias congregacionales generalmente no tienen credos oficiales, la doctrina aparece en los escritos de muchos de los teólogos representativos de estas iglesias.
Durante los primeros tres siglos de la iglesia cristiana, los escritores patrísticos dejaron esta doctrina casi sin desarrollo. Recibió su primera y positiva exposición de las manos de Agustín, quien hizo de la gracia divina la única base de la salvación del hombre. En la Edad Media, Anselmo, Pedro Lombardo y Tomás de Aquino siguieron la posición de Agustín hasta cierto punto, identificando la predestinación más o menos con el control amplio de Dios sobre todas las cosas. En el período anterior a la Reforma, Wycliffe y Huss expusieron la predestinación en forma estricta.
En el tiempo de la Reforma Protestante, esta doctrina fue mantenida con énfasis por Lutero, Calvino, Zuinglio, Melanchton, Knox y todos los líderes sobresalientes de ese período. Melanchton modificó más tarde sus conceptos y, bajo su liderazgo, la Iglesia Luterana llegó a oponerse a esta doctrina. La obras principales de Lutero, El siervo arbitrio y su Comentario a los romanos, muestran que él se compenetró tanto como Calvino de esta doctrina. Fue, sin embargo, Calvino quien la definió con tal claridad y énfasis que siempre ha sido llamada «Calvinismo», y ha llegado a ser una parte indispensable del sistema de la teología reformada. Los puritanos de Inglaterra y aquellos que se establecieron en Norteamérica, así como los Covenanters (Seguidores del Pacto) en Escocia y los hugonotes en Francia, fueron totalmente calvinistas. En tiempos más recientes, la doctrina ha sido formulada por Whitefield, Hodge. Dabney, Cunningham, Smith, Shedd, Strong, Kuyper y Warfield.
La Confesión de Fe de Westminster formula así la doctrina: «Dios desde la eternidad ordenó libre e inalterablemente todo lo que sucede. Sin embargo, lo hizo de tal manera, que Dios no es ni el autor del pecado; ni hace ninguna violencia al libre albedrío de sus criaturas inteligentes, ni quita la libertad ni contingencia de los medios o causas secundarias, sino más bien las establece».
La doctrina de la predestinación representa así, el propósito de Dios como absoluto e incondicional, independiente de toda la creación finita, y como originado únicamente en el eterno consejo de su voluntad. Él señala el curso de la naturaleza y dirige el curso de la historia hasta en los detalles mínimos. Sus decretos son eternos, inmutables, santos, sabios y soberanos. Se los representa como siendo la base del conocimiento anticipado divino de todos los acontecimientos futuros y no condicionado por ese conocimiento o por cualquier otra cosa originada por los acontecimientos mismos.
Las objeciones contra la doctrina de la predestinación van de la mano con las que atacan el conocimiento de Dios, porque lo que Dios conoce anticipadamente debe ser tan fijo y cierto como lo que ha sido predestinado. Cuando nosotros decimos que sabemos lo que haremos, es evidente que ya lo hemos determinado, y que nuestro conocimiento anticipado no precede a la determinación, sino que sigue a ésta y está basado en ella. Dios conoce anticipadamente el futuro porque él ha determinado el futuro.
Algunas referencias de la Escritura que apoyan la doctrina son: «… en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad» (Ef. 1:5); «… En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Ef. 1:11); «… Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera» (Hch. 4:27, 28); «… a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole» (Hch. 2:23). Véase también Hch. 13:48; Ro. 8:29, 30; 9:11, 12, 23; 1 Co. 2:7; Ef. 2:10; Sal. 139:16; etc.
Incluso las acciones pecaminosas de los hombres están incluidas en el plan divino. Ellas son vistas anticipadamente, permitidas, y tienen sus lugares exactos. Ellas son controladas y gobernadas para la gloria divina. La crucifixión de Cristo, reconocidamente el peor crimen en toda la historia humana, tuvo, como lo hemos afirmado, su lugar exacto y necesario en el plan (Hch. 2:23; 4:28).
La doctrina de la elección (véase), relacionada con la elección particular de personas, debe mirarse como una aplicación particular de la doctrina general de la predestinación, ya que se relaciona con la salvación de los pecadores. Y puesto que las Escrituras tienen que ver ante todo con la redención de los pecadores, esta parte de la doctrina es puesta en un lugar de especial prominencia; la palabra elección se encuentra alrededor de cuarenta y ocho veces en el NT solamente. Proclama un decreto divino y eternal que antecede cualquier diferencia o méritos en los hombres mismos, separando a los hombres en dos porciones, una que es escogida para vida eterna en tanto que la otra es abandonada a la muerte eterna. En lo que a los seres humanos se refiere, este decreto apunta al consejo de Dios respecto a quienes tuvieron una oportunidad supremamente favorable en Adán para ganar la salvación, pero que la perdieron en esa ocasión. Como un resultado de la caída, son culpables y corruptos; sus motivos son malos, y no pueden lograr su salvación. Ellos han perdido todo derecho a la misericordia de Dios y con justicia se los podría haber dejado sufrir el castigo de su desobediencia, así como lo fueron todos los ángeles caídos. En lugar de eso, a una parte de la raza humana, a los elegidos, se los rescata de su estado de culpa y de pecado y son puestos en un estado de bienaventuranza y santidad. Los no elegidos son simplemente dejados en su estado previo de ruina. Ellos no sufren un castigo inmerecido, ya que Dios no los está tratando meramente como a hombres, sino como a pecadores.
En el asunto de la salvación, las buenas obras (véase) siguen, pero no constituyen una causa meritoria de la salvación. Cristo mismo dijo: «no me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto» (Jn. 15:16). Y Pablo afirma: «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:10). Las buenas obras son, por lo tanto, los frutos y pruebas de la salvación.
Entre los calvinistas ha habido una diferencia de opiniones en cuanto al orden de los eventos en el plan divino. La pregunta es, ¿consideraba el decreto de Dios a los seres humanos como criaturas ya caídas o los consideraba sólo seres humanos a quienes Dios crearía, siendo todos seres iguales?
Los infralapsarios afirman que aquellos escogidos para la salvación fueron contemplados como miembros de una raza caída. El orden de los eventos es entonces así: Dios se propuso (1) crear; (2) permitir la caída; (3) elegir a algunos de entre la masa caída para salvación, y dejar a los demás en dicho estado; (4) proveer un redentor para los elegidos; y (5) enviar el Espíritu Santo para aplicar esta redención a los elegidos. Según este plan, la elección sigue a la caída.
De acuerdo con los supralapsarios el orden de los eventos es: Dios se propuso (1) elegir algunos hombres (que debían ser creados) para vida y condenar a otros a la destrucción; (2) crear; (3) permitir la caída; (4) enviar a Cristo a redimir a los elegidos; y (5) enviar el Espíritu Santo para aplicar esta redención a los elegidos. Según este plan, la elección precede a la caída.
El orden infralapsario de los eventos parece ser el más escritural y lógico. En cuestiones que tienen que ver con la salvación o castigo, el pecado debe por lo menos ser el trasfondo del decreto que asigna a los seres humanos a destinos diferentes. Es cierto que la discriminación en sí no requiere por necesidad la presencia del pecado, pero una elección como la que aquí se hace (para salvación o perdición), debe tener como su base lógica la consideración de los seres humanos como pecadores. Dios es verdaderamente soberano, pero su soberanía no se ejercita en un modo arbitrario. Es antes una soberanía ejercida en armonía con sus otros atributos, en este caso, su justicia, santidad y sabiduría. No está en armonía con las ideas que la Escritura presenta acerca de Dios afirmar que personas inocentes, esto es, que seres humanos que no son tenidos como pecadores, son destinados a la miseria y muerte eternas.
Las Escrituras son prácticamente infralapsarias: dicen que los cristianos han sido «escogidos» del mundo (Jn. 15:19); y también se dice del alfarero que «del mismo barro» hace un vaso para honra y otro para deshonra (Ro. 9:21). El elegido y el no elegido son vistos como estando en el mismo estado de miseria. El sufrimiento y la muerte son representados como la paga del pecado. Ninguna confesión reformada enseña el punto de vista supralapsario. Cierto número enseña explícitamente la posición infralapsaria, la cual emerge así como la típica posición reformada.
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Loraine Boettner
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Fuente: Diccionario de Teología
I. Vocabulario bíblico
La voz “predestinar” viene del
prohorizō, que el NT utiliza solamente con Dios como sujeto, expresa la idea de establecer de antemano (pro-) una situación para una persona, o una persona para una situación. El NT emplea otros compuestos de pro- en sentido similar: (1) protassō, arreglar de antemano, ‘prefijar’ (Hch. 17.26); (2) protithemai, ‘proponer’ (Ef. 1.9; para una propuesta humana, Ro. 1.13; cf. el uso del sustantivo relacionado prothesis, ‘propósito’, Ro. 8.28; 9.11; Ef. 1.11; 3.11; 2 Ti. 1.9); (3) prohetoimazō, ‘preparar de antemano’ (Ro. 9.23; Ef. 2.10); (4) projeirizō, ‘anunciar, escoger de antemano’ (Hch. 3.20; 22.14); (5) projeirotoneō, ‘ordenar de antemano’ (Hch. 10.41). problepō, ‘prever’, comunica el sentido del preordenamiento efectivo de Dios en Gá. 3.8; He. 11.40, como lo muestra el contexto. También lo hace proginōskō, ‘conocer de antemano’ (Ro. 8.29; 11.2; 1 P. 1.20) y el sustantivo relacionado prognōsis (1 P. 1.2; Hch. 2.23). A veces se comunica el mismo sentido por medio de los verbos no compuestos tassō (Hch. 13.48; 22.10) y horizō (Lc. 22.22; Hch. 2.23), el primero de los cuales indica una precisa colocación en orden, y el último un señalamiento preciso. Este vocabulario tan variado bien sugiere las diferentes facetas de la idea expresada.
El NT formula de otra manera el pensamiento de la preordenación divina, al decirnos que lo que motiva y determina las acciones de Dios en su mundo, y entre ellas, la suerte y el destino que asigna a los hombres, es su propia voluntad (sustantivos, boulō, Hch. 2.23; 4.28; Ef. 1.11; He. 6.17; boulōma Ro. 9.19; thelēma, Ef. 1.5, 9, 11; thelēsis, He. 2.4; verbos, boulomai, He. 6.17; Stg. 1.18; 2 P. 3.9; thelō, Ro. 9.18, 22; Col. 1.27), o “el puro afecto de su voluntad”, “beneplácito” (sust., eudokia, Ef. 1.5, 9; Mt. 11.26; verbo, eudokeō, Lc. 12.32; 1 Co. 1.21; Gá. 1.15; Col. 1.19), e. d. su propia y deliberada resolución previa. No se trata, por supuesto, del único sentido en que el NT habla de la voluntad de Dios. La Biblia considera que el propósito de Dios para los hombres está expresado tanto en los mandamientos que les ha revelado, como en el ordenamiento de sus circunstancias. De este modo, su “voluntad” en las Escrituras abarca su ley y sus planes; de allí surge el uso de algunos de los términos mencionados con respecto a determinadas demandas divinas (p. ej. boulō, Lc. 7.30; thelēma, 1 Ts. 4.3; 5.18). Pero en los textos mencionados en lo que antecede es el plan de Dios para los acontecimientos lo que está en consideración, y a esto se refiere la predestinación.
Faltan palabras en el AT para expresar la idea de predestinación en forma abstracta y generalizada, pero a menudo expresa la idea de que Dios se propone, determina, u ordena ciertas cosas, en contextos que llaman la atención sobre la absoluta prioridad e independencia de sus propósitos en relación con la existencia o la realización de lo que se propone (cf. Sal. 139.16; Is. 14.24–27; 19.17; 46.10s; Jer. 49.20; Dn. 4.24s).
El uso del grupo de palabras neotestamentarias favorece la práctica tradicional de definir la predestinación en función del propósito de Dios con respecto a las circunstancias y el destino de los hombres. Podemos resumir más convenientemente los aspectos más amplios de su plan y gobierno cósmicos bajo el título general de *providencia. Sin embargo, para captar el significado de la predestinación tal como lo presenta la Escritura es preciso ubicarla en su lugar en los planes totales de Dios.
II. Presentación biblica
a. En el Antiguo Testamento
El AT presenta a Dios, el Creador, como un ser personal, poderoso, que tiene metas concretas; y nos asegura que así como su poder es ilimitado, también sus metas o propósitos se cumplirán indefectiblemente (Sal. 33.10s; Is. 14.27; 43.13; Job 9.12; 23.13; Dn. 4.35). Él es Señor en todas las situaciones, que ordena y encamina todas las cosas hacia el fin para el cual han sido creadas (Pr. 16.4), y determina todos los acontecimientos, grandes y pequeños, desde el pensamiento de los reyes (Pr. 21.1), y las palabras y hechos premeditados de todos los hombres (Pr. 16.1, 9), hasta la aparentemente casual caída de una suerte (Pr. 16.33). Nada de lo que Dios se propone le es demasiado difícil (Gn. 18.14; Jer. 32.17); la idea de que la oposición organizada del hombre de alguna manera podría torcer sus planes es simplemente absurda (Sal. 2.1–4). La profecía de Isaías amplía más claramente que ninguno de los otros libros del AT la idea del plan de Dios como factor decisivo en la historia. Isaías hace notar que los propósitos de Dios son eternos, que Yahvéh ha planeado “desde tiempos antiguos”, “desde el principio”, los acontecimientos presentes y futuros (cf. Is. 22.11; 37.26; 44.6–8; 46.10s), y que, justamente porque es él, y no otro, el que ordena todos los acontecimientos (Is. 44.7), nada puede evitar que ocurra lo que ha predicho (Is. 14.24–27; 44.24–45.25; cf. 1 R. 22.17–38; Sal. 33.10s; Pr. 19.21; 21.30). La capacidad de Yahvéh para predecir que van a suceder cosas aparentemente increíbles prueba su pleno control de la historia, mientras que la incapacidad de los ídolos de predecirlas demuestra que no tienen control alguno sobre ella (Is. 44.6–8; 45.21; 48.12–14).
A veces parecería que Yahvéh reacciona, ante ciertas situaciones, como si no las hubiera previsto (p. ej. cuando se arrepiente, y rectifica su acción anterior, Gn. 6.5; Jer. 18.8, 10; 26.3, 13; Jl. 2.13; Jon. 4.2). Pero por el contexto bíblico resulta claro que el propósito de dichos antropomorfismos, y lo que los mismos quieren destacar, es simplemente que el Dios de Israel es un Dios realmente personal, y no arrojar dudas sobre si realmente preordena y rige los asuntos humanos.
El que Yahvéh gobierna teleológicamente la historia humana a fin de llevar a cabo sus propios propósitos, predestinados para el bienestar de la humanidad, surge claramente de la historia bíblica ya en el protoevangelio (Gn. 3.15), y en la promesa a Abraham (Gn. 12.3). El tema se va desenvolviendo por medio de las promesas, dadas en el desierto, de prosperidad y protección en Canaán (cf. Dt. 28.1–14), y de los cuadros proféticos de la gloria mesiánica que sucedería a la obra divina de juzgamiento (Is. 9.1ss; 11.1ss; Jer. 23.5ss; Ez. 34.20ss; 37.21ss; Os. 3.4s, etc.); y llega a su punto máximo en la visión de Daniel, en la que Dios determina los momentos de grandeza y de decadencia de los imperios mundiales a fin de establecer el gobierno del Hijo del hombre (Dn. 7; cf. 2.31–45). No sería posible proponer con alguna seriedad una escatología global de este orden, salvo que se adopte como presuposición el que Dios sea Señor absoluto de la historia, que prevé y preordena todo su curso.
Es en función de esta visión de la relación entre Dios y la historia de la humanidad que el AT describe la elección divina de Israel como pueblo de su pacto, y objeto e instrumento de su obra de salvación. Esta elección fue inmerecida (Dt. 7.6s; Ez. 16.1ss), y fruto, exclusivamente, de su gracia. Fue hecha con un propósito; Israel recibió un destino, el de ser bendecida, y de esa manera convertirse en bendición para las demás naciones (cf. Sal. 67; Is. 2.2–4; 11.9ss; 60; Zac. 8.20ss; 14.16ss). Sin embargo, por el momento era exclusiva; la selección de Israel significaba que las otras naciones habían sido deliberadamente dejadas de lado (Dt. 7.6; Sal. 147.19s; Am. 3.2; cf. Ro. 9.4; Ef. 2.11s). Durante más de un milenio Dios los mantuvo fuera del pacto, y solamente fueron objeto de sus juicios punitorios por sus crímenes nacionales (Am. 1.3–2.3), y por su mala disposición para con el pueblo elegido (cf. Is. 13–19, etc.).
b. En el Nuevo Testamento
Los escritores neotestamentarios aceptan sin reservas el testimonio veterotestamentario de que Dios es el soberano Señor de los acontecimientos, que dirige la historia para dar cumplimiento a sus propósitos. Su invariable insistencia en el hecho de que el ministerio de Cristo y la dispensación cristiana representaban el cumplimiento de las profecías bíblicas, pronunciadas siglos antes (Mt. 1.22; 2.15, 23; 4.14; 8.17; 12.17ss; Jn. 12.38ss; 19.24, 28, 36; Hch. 2.17ss; 3.22ss; 4.25ss; 8.30ss; 10.43; 13.27ss; 15.15ss; Gá. 3.8; He. 5.6; 8.8ss; 1 P. 1.10ss, etc.), y que el objetivo último de Dios al inspirar las Escrituras heb. fue el de instruir a los creyentes cristianos (Ro. 15.4; 1 Co. 10.11; 2 Ti. 3.15ss), es prueba suficiente de ello. (Nótese que ambas convicciones derivan de nuestro Señor mismo: cf. Lc. 18.31ss; 24.25ss, 44ss; Jn. 5.39.) Rasgo nuevo, sin embargo, es que la idea de la elección, que ahora se aplica no al Israel nacional, sino a los creyentes cristianos, se individualiza en forma consistente (cf. Sal. 65.4), y se le asigna una referencia pretemporal. El AT asimila la elección al “llamamiento” histórico de Dios (cf. Neh. 9.7), pero el NT distingue netamente ambas cosas al representar la elección como el acto de Dios de predestinar a los pecadores a la salvación en Cristo “antes de la fundación del mundo” (Ef. 1.4; cf. Mt. 25.34; 2 Ti. 1.9), acto correlativo con su preconocimiento de Cristo “desde antes de la fundación del mundo” (1 P. 1.20). El concepto neotestamentario invariable es que toda la gracia salvadora dada a los hombres en el tiempo (conocimiento del evangelio, comprensión del mismo como también la capacidad para responder al mismo, preservación y gloria final) emana de la elección divina en la eternidad.
El lenguaje de Lucas en el relato de Hechos es un extraordinario testimonio de su creencia de que la salvación es fruto de una gracia preventiva (2.47; 11.18, 21–23; 14.27; 15.7ss; 16.14; 18.27), otorgada de acuerdo con la preordenación divina (13.48; 18.10), y no simplemente que Cristo fue predestinado a morir, resucitar, y reinar (Hch. 2.23, 30s; 3.20; 4.27s).
En el Evangelio de Juan, Cristo dice que fue enviado para salvar cierto número de individuos que su Padre le había “dado” (Jn. 6.37ss; 17.2, 6, 9, 24; 18.9). Estas son sus “ovejas”, las suyas propias (10.14ss, 26ss; 13.1). Por ellas oró en forma específica (17.20). Se ocupó de “atraerlas” hacia sí mismo por medio de su Espíritu (12.32; cf. 6.44; 10.16, 27; 16.8ss); de darles vida eterna, en comunión consigo y con el Padre (10.28; cf. 5.21; 6.40; 17.2; Mt. 11.27); de mantenerlas, sin perder ni una sola (6.39; 19.28s; cf. 17.11, 15; 18.9), de llevarlas a su gloria (14.2s; cf. 17.24), y de levantar sus cuerpos en el día final (6.39s; cf. 5.28s). Aquí se hace explícito el principio de que los que disfrutan de la salvación lo hacen gracias a la predestinación divina.
La aclaración más completa de este principio la encontramos en los escritos de Pablo. Desde toda la eternidad, declara Pablo, Dios tiene preparado un plan (prothesis) para salvar a una iglesia, aunque en tiempos antiguos dicho plan no se dio a conocer plenamente (Ef. 3.3–11). El propósito del plan es que los hombres sean adoptados como hijos por Dios y sean renovados a la imagen de Cristo (Ro. 8.29), y que la iglesia, el grupo de los así renovados, crezca hasta alcanzar la plenitud de Cristo (Ef. 4.13). Los creyentes pueden regocijarse en la certeza de que, como parte de su plan, Dios los predestinó personalmente para compartir dicho destino (Ro. 8.28ss; Ef. 1.3ss; 2 Ts. 2.13; 2 Ti. 1.9; cf. 1 P. 1.1s). La elección fue enteramente por gracia (2 Ti. 1.9), y de ninguna manera se relaciona con nuestros méritos; en realidad se hizo contrariando el merecido castigo previsto (cf. Jn. 15.19; Ef. 2.1ss). Como Dios es soberano, su elección predestinada es garantía de salvación. De aquí surge un “llamamiento” efectivo, que despierta la respuesta de fe requerida (Ro. 8.28ss; cf. 9.23s; 1 Co. 1.26ss; Ef. 1.13; 2 Ts. 2.14); la justificación (Ro. 8.30); la santificación (1 Ts. 2.13); y la glorificación (Ro. 8.30, pasaje este en el cual el tiempo pasado indica la certidumbre de su cumplimiento; 2 Ts. 2.14). Pablo imparte esta enseñanza a los cristianos, personas que eran “llamadas” ellas mismas, para confirmar su actual seguridad y su salvación final, y para hacerles comprender la magnitud de su deuda para con la misericordia de Dios. Los “elegidos”, a quienes y sobre quienes se habla en cada epístola paulina, son él mismo y/o los creyentes a quienes escribe (“vosotros”, “nosotros”).
Se ha argumentado que el conocimiento previo de Dios no significa preordenación, y que la *elección personal en el NT está fundada en la previsión de Dios de que las personas elegidas responderán al evangelio por sí mismas. Las dificultades que presenta este punto de vista parecerían ser: (1) afirma, en efecto, la elección de acuerdo con las obras y los méritos, mientras que la Escritura indica que la elección es por gracia (Ro. 9.11; 2 Ti. 1.9), y la gracia excluye toda consideración de lo que hace el hombre por sí mismo (Ro. 4.4; 11.6; Ef. 2.8s; Tit. 3.5); (2) si la elección es para la fe (2 Ts. 2.13) y las buenas obras (Ef. 2.10), no puede depender de la previsión de estas cosas; (3) según esta perspectiva, Pablo debería apuntar, no a la elección de Dios, sino a la propia fe del cristiano como fundamento de su seguridad de salvación final; (4) aparentemente la Escritura equipara el conocimiento previo con la preordenación (cf. Hch. 2.23).
III. Elección y reprobación
El concepto vinculado con la idea de reprobar (* Reprobado) aparece por primera vez en Jer. 6.30 (“desechar” en °vrv2) (cf. Is. 1.22), en una metáfora tomada de la refinación de metales. La idea es de algo que, por su condición corrupta, no pasa el examen instituido por Dios y que, por consiguiente, es rechazado. La metáfora vuelve a aparecer en el NT. Se la aplica al mundo gentil (Ro. 1.28) y a los cristianos profesantes (1 Co. 9.27, °vrv2 “eliminar”; 2 Co. 13.5s; cf. 2 Ti. 3.8; Tit. 1.16). Sin embargo, a partir de Agustín la teología cristiana habla de la reprobación, no como el rechazo por Dios de determinados pecadores en la historia, sino como lo que (según se sostiene) está por detrás de ella: la determinación de Dios, desde toda la eternidad, de pasarlos por alto, y no darles su gracia salvadora (cf. 1 P. 2.8; Jud. 4). Por ello se ha hecho costumbre definir la predestinación como algo que consiste en la elección y la reprobación juntas.
Se disputa si debe incluirse la reprobación en la eterna prothesis de Dios. Algunos justifican su inclusión apelando a Ro. 9.17s, 21s; 11.7s. Parecería difícil negar, sobre la base de 9.22, que el endurecimiento y la consiguiente perdición de algunos, que en los
Bibliografía. °J. Calvino, Institución de la religión cristiana, 1967, 2 t(t).; °E.. Jacob, Teología del Antiguo Testamento, 1969; L. Coenen, “Elección”, °DTNT, t(t). II, pp. 62–72; J. Auer, El evangelio de la gracia, 1975; L. Boettner, “Predestinación”,
Arndt; B. B. Warfield, “Predestination”, y J. Denney, “Reprobation”, en
Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico
Predestinación (Latín præ, destinare), en su más amplio sentido es un decreto divino por el que Dios, debido a su infalible presciencia del futuro, ha elegido y ordenado desde la eternidad todos los eventos que ocurren en el tiempo, especialmente los que proceden directamente o al menos están influidos por la voluntad libre del hombre. Incluye todos los hechos históricos, como por ejemplo, la aparición de Napoleón o la fundación de los Estados Unidos, y particularmente momentos decisivos en la historia de la salvación sobrenatural, como la misión de Moisés y de los Profetas o la elección de María para ser madre de Dios. Tomada en este sentido general, predestinación coincide claramente con Divina Providencia y con el gobierno del mundo, que no cae dentro de propósito de este artículo. (ver DIVINA PROVIDENCIA).
Contenido
- 1 Noción de Predestinación
- 1.1 A. Al Cielo
- 1.2 B. Al Infierno
- 2 El Dogma Católico
- 2.1 La Predestinación de los Elegidos
- 2.2 La Reprobación de los Malvados
- 3 Controversias Teológicas
- 3.1 La Teoría de la Predestinación ante Prævisa Merita
- 3.2 La Teoría de la Reprobación Negativa de los Malvados
- 3.3 Teoría de la Predestinación Post Prævisa Merita
Noción de Predestinación
La teología restringe el término a esos decretos divinos que hacen referencia al fin sobrenatural de los seres racionales, especialmente del hombre. Considerando que no todos los hombres logran su fin sobrenatural en el cielo, sino que hay muchos eternamente perdidos por su propia culpa, debe haber una doble predestinación: (a) una al cielo para todos los que mueren en estado de gracia; (b) otra a las penas del infierno para todos los que parten en pecado o con el descontento de Dios. Sin embargo, según los usos actuales a los que nos adherimos en el curso del artículo, es mejor llamar al último decreto de “reprobación” divina, de manera que el término predestinación se reserva para el decreto divino de la felicidad de los elegidos.
A. Al Cielo
La noción de predestinación comprende dos elementos esenciales: El conocimiento anterior infalible de Dios (præscientia), y Su decreto inmutable (decretum) de felicidad eterna. El teólogo que, siguiendo los pasos de los pelagianos, limitara la actividad divina a conocimiento eterno y excluyera la divina voluntad, caería inmediatamente en el Deísmo, que afirma que Dios, habiendo creado todas las cosas, deja al hombre y al universo a su suerte, desistiendo de interferir activamente. Aunque los dones puramente naturales de Dios, como descender de padres piadosos, buena educación y la guía providencial de la carrera externa del hombre, pueden también llamarse efectos de la predestinación, sin embargo, estrictamente hablando, el término implica solamente aquellas buenas cosas que están en la esfera sobrenatural, como la gracia santificante, todas las gracias actuales, y entre ellas, en particular las que conllevan la perseverancia final y la muerte feliz. Puesto que en realidad solo llegan al cielo aquellos que mueren en estado de justificación o gracia santificante, todos éstos y sólo éstos deben ser contados entre los predestinados, en el sentido estricto.
De esto se sigue que debemos incluir entre ellos también a los niños que mueren en la gracia bautismal., así como los adultos que, después de una vida manchada por pecado, se convierten en su lecho de muerte. Lo mismo es verdad para a los numeroso predestinados que, aunque fuera de la luz de la verdadera iglesia de Cristo, sin embargo parten de esta vida en estado de gracia como catecúmenos, protestantes de buena fe, cismáticos, judíos, mahometanos y paganos. Los afortunados católicos que al final de una larga vida están aun vestidos con la inocencia bautismal o que después de muchas caídas en pecado mortal perseveran hasta el fin, no están predestinados más firmemente, pero son favorecidos de forma más significativa que las categorías de personas citadas.
Pero aun cuando se tiene en cuanta solamente el fin sobrenatural, el término predestinación no siempre es utilizado por los teólogos en un sentido unívoco. Esto no debe asombrarnos, viendo que la predestinación puede incluir cosas completamente diferentes. Si se toma en su sentido adecuado (prædestinatio adæquata o completa), entonces se refiere tanto a la gracia y la gloria como un todo, incluyendo no solo la elección a la gloria como fin, sino también la elección a la gracia como medio, la vocación a la fe, justificación y perseverancia final con al que una muerte feliz está inseparablemente unida. Esto es lo que significan las palabras de S. Agustín (De dono persever., xxxv): «Prædestinatio nihil est aliud quam præscientia et præparatio beneficiorum, quibus certissime liberantur [i.e.salvantur], quicunque liberantur» (Predestición no es otra cosa que el conocimiento previo y la previa preparación de esos dones gratuitos que hacen cierta la salvación de los que se salvan).
Pero los dos conceptos de gracia y Gloria pueden ser separados y cada uno de ellos puede ser considerado objeto de predestinación especial. El resultado es la llamada predestinación inadecuada (prædestinatio inadæquata o incompleta), ya a la gracia solo o a la gloria solo. Como S. Pablo, también agustín habla de una elección a la gracia aparte de la gloria celestial (loc. cit., xix): «Prædestinatio est gratiæ præparatio, gratia vero jam ipsa donatio.» Sin embargo es evidente que esta (inadecuada) predestinación no excluye la posibilidad de que uno elegido para la gracia, fe y justificación vaya a pesar de todo al infierno. Por ello podemos dejarlo aparte, puesto que en el fondo es simplemente otro término para la universalidad de la voluntad salifica de Dios y de la distribución de la gracia entre los hombres (ver GRACIA).
De forma semejante la elección sólo para la gloria, es decir, sin tener en cuenta los meritos anteriores a través de la gracia, debe ser designada como predestinación (inadecuada). Aunque la posibilidad de ésta última enseguida está clara para la mente que reflexiona, sin embargo es fuertemente contestada por la mayoría de los teólogos como se verá más adelante (en sect. III). Parece pues claro, por estas explicaciones que el dogma real de la elección eterna se preocupa solo de la predestinación adecuada, que abarca tanto la gracia como la gloria y cuya esencia define Santo Tomás (I, Q. xxiii, a. 2) como: «Præparatio gratiæ in præsenti et gloriæ in futuro» (preparación, preordenación de la gracia en el presente y de la gloria en el futuro.)
Para enfatizar cuán misteriosa e inaccesible es la elección divina, el Concilio de Trento llama a la predestinación “misterio oculto”. Que la predestinación es un misterio sublime está claro no solo por el hecho de que las profundidades del consejo divino no pueden ser ni imaginadas, y externamente visible en lo desigual de la elección divina. El criterio desigual por el que la gracia bautismal es distribuida entre los niños y las gracias eficaces entre los adultos está oculto para nosotros por un velo impenetrable. Si pudiéramos atisbar las razones de esta desigualdad, inmediatamente tendíamos la clave para la solución del misterio. ¿Por qué este niño es bautizado y no el del vecino? ¿Por qué el apóstol Pedro se levantó después de su caída y perseveró hasta su muerte mientras Judas Iscariote, apóstol como él, se colgó y así frustró su salvación? Aunque sea correcta la repuesta de que Judas se fue hacia la perdición por su libre voluntad, mientras que Pedro cooperó fielmente con la gracia de la conversión que se le ofrecía, esto no aclara el enigma, ya que se puede seguir preguntando ¿Por qué Dios no le dio a Judas la misma gracia eficaz, la infaliblemente victoriosa gracia de la conversión como a S. Pedro, cuyo blasfema negación del Señor era un pecado no menos grave que el del traidor Judas? A éstas u otras cuestiones parecidas, la única respuesta razonable es la palabra de S. Agustín (loc. cit., 21): «Inscrutabilia sunt judicia Dei» (los juicios de Dios son inescrutables).
B. Al Infierno
La contrapartida a la predestinación de los buenos es la reprobación de los malvados o el eterno decreto de Dios de arrojar al infierno a todos los hombres a los que El previó que morirían en el estado de pecado mortal, como enemigos suyos. Este plan de reprobación divina puede ser concebido como absoluto e incondicional y como hipotético y condicional, según que se considere como pendiente o independiente del infalible conocimiento del pecado, razón real de la reprobación. Si entendemos que la condenación eterna es un decreto absoluto incondicional de Dios, su posibilidad teológica se afirma o niega según que la pregunta se conteste de forma positiva o negativa, si implica una reprobación positiva o solo una negativa. La diferencia conceptual entre las dos clases de reprobación está en que la reprobación negativa implica meramente la voluntad absoluta de no conceder la felicidad del cielo mientras que la reprobación negativa significa la voluntad absoluta de condenar al infierno. En otras palabras, los que son reprobados solo negativamente están entre los no predestinados desde toda la eternidad; los que son reprobados positivamente están directamente predestinaos al infierno desde toda la eternidad y han sido creados para este fin.
Fue Calvino quien elaboró la doctrina repulsiva de que un decreto absoluto de Dios desde toda la eternidad destinó positivamente a parte de la humanidad al infierno y para conseguir este fin de forma efectiva, también al pecado. Los católicos que defienden una reprobación incondicional se escapan del la herejía solamente poniendo un restricción doble s sus hipótesis :(a) que el castigo del infierno puede, con el tiempo, ser afligido solamente por los pecados y desde toda la eternidad puede decretarse solamente debido a la malicia pre-vista, mientras que el pecado en sí no se ha de ver como el puro efecto de la absoluta voluntad divina, sino solamente como el resultado del permiso divino; (b) que el plan eterno de Dios nunca puede tener la intención de de una reprobación positiva al infierno, son solamente una reprobación negativa, es decir, una exclusión del cielo. Estas restricciones son requeridas evidentemente por la formulación del concepto mismo, puesto que los atributos de la santidad y justicia divinas deben mantenerse invioladas ( ver DIOS).
Consiguientemente, si consideramos que la santidad de Dios nunca le permitirá querer el pecado positivamente aunque El ve de antemano en su decreto permisivo con certeza infalible y que su justicia puede preordenar y con el tiempo infligir realmente como castigo el infierno, solamente por razones del pecado previsto, podemos entender la definición de reprobación eterna dada por Pedro Lombardo (I. Sent., dist. 40): «Est præscientia iniquitatis quorundam et præparatio damnationis eorundem» (es el conocimiento previo de la maldad de algunos hombres y la preordenación de su condena). Cf. Scheeben, «Mysterien des Christentums» (2ª ed., Freiburg, 1898), 98—103.
El Dogma Católico
Dejando las controversias teológicas para la siguiente sección, aquí se trata sólo de los artículos de fe relacionados a la predestinación y la reprobación, cuya negación supondría una herejía.
La Predestinación de los Elegidos
Aquel que pone la razón de la predestinación exclusivamente ya en el hombre ya en Dios acabaría inevitablemente sacando conclusiones heréticas sobre la elección eterna. En un caso sobre el último fin y en el otro en los medios para ese fin. Nótese que no hablamos de la “causa” de la predestinación, que sería o la causa eficiente (Dios) o la causa instrumental (gracia) o la causa final (honor de Dios) o la primera causa meritoria, sino de la razón o motivo que indujo a Dios desde toda la eternidad a elegir a ciertos individuos concretos a la gracia y a la gloria. La principal cuestión es esta: ¿El merito natural del hombre ejerce alguna influencia en la elección divina a la gracia y a la gloria? Si recordamos el dogma de la absoluta gratuidad de la gracia cristiana, nuestra respuesta debe ser totalmente negativa(ver GRACIA). A la pregunta sobre si la predestinación divina no toma al menos en consideración las buenas obras sobrenaturales, la Iglesia contesta con la doctrina de que el cielo no es dado a los elegidos por un pacto de Dios puramente arbitrario, sino que es también el premio de los meritos personales de los justificados (ver MERITO). Los que, como los Pelagianos, buscan la razón de la predestinación solamente en las buenas obras naturales del hombre, evidentemente cometen un error de juicio sobre la naturaleza del cielo cristiano que es un destino totalmente sobrenatural. Puesto que lo pelagianos ponen toda la economía de la salvación en una base puramente natural, ven las predestinación en particular no como una gracia especial y mucho menos como la gracia suprema, sino como un premio por un merito natural.
Los Semipelagianos, despreciaban también la gratuidad y el carácter estrictamente sobrenatural de la felicidad eterna, puesto que atribuían el principio de la fe (initium fidei) y la perseverancia final (donum perseverantiœ) al ejercicio de los dones naturales del hombre y no a la iniciativa de prevención de la gracia.
Esta es una clase de herejía que rehusando de Dios y su gracia hace que la salvación del hombre dependa de él solo. Pero no son menos graves los errores el os que caen un segundo grupo haciendo a Dios el único responsable de todo y anulando la libre cooperación de la voluntad para obtener la felicidad eterna. Esto es lo que hacen los que defienden el Predestinacionismo, incorporado en su forma más pura al Calvinismo y al Jansenismo. Los que buscan la razón de la predestinación en la voluntad absoluta de Dios se ven forzados lógicamente a admitir una gracia eficaz irresistible (gratia irresistibilis), par anegar la libertad de la voluntad cuando está influida por la gracia y a rechazar totalmente los meritos sobrenaturales (como razón secundaria de la felicidad eterna). Y puesto que en este sistema, la condenación eterna, además, halla su explicación exclusivamente en la voluntad divina, se sigue la concupiscencia actúa en la voluntad pecadora con fuerza irresistible y que no hay voluntad libre para pecar y que los deméritos no pueden ser al causa de la condenación eterna.
Entre estos dos extremos, el dogma católico sobre la predestinación mantiene la regla de oro, porque ve la felicidad eterna primariamente como la obra de Dios y de su gracia, pero secundariamente como el fruto del premio a las acciones meritorias de los predestinados. El proceso de la predestinación consiste en los siguientes cinco pasos: (a) la primera gracia de la vocación, especialmente la fe como el principio, fundamento y raíz de la justificación ;(b) unas ciertas gracias adicionales, gracias actuales, para lograr con éxito la justificación; (c) la justificación en si misma como principio del estado de gracia y amor; (d)la perseverancia final o al menos la gracia de una feliz muerte; (e) por fin, la admisión a la felicidad eterna. Si es una verdad revelada que hay muchos que, siguiendo este camino, buscan y encuentran su salvación eterna con infalible certeza, entonces la existencia de una predestinación divina queda probada. (cf. Mateo 25:34; Apocalipsis 20:15). S. Pablo dice muy explícitamente (Rom. 8:28 ss.): «Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a esos también los llamó; y a los que llamó a esos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó.” (Ver Efes. 1:4-11) Además del pre-conocimiento y la pre-ordenación eternos el Apóstol menciona varios pasos en la predestinación: “vocación”, “justificación” y “glorificación”. Esta creencia ha sido fielmente preservada por la Tradición a lo largo de los siglos, especialmente desde el tiempo de Agustín.
Hay otras cualidades de la predestinación que hay que tener en cuenta porque son importantes e interesantes desde el punto de vista teológico: su inmutabilidad, que el número de los predestinados está fijado, y su incertidumbre individual.
(1).La primera cualidad, la inmutabilidad del decreto Divino se basa tanto en el preconocimiento infalible de Dios de que ciertos y determinados individuos dejarán esta vida en el estado de Gracia y en la inmutable voluntad de Dios de dar precisamente a esos hombres y no a otros la felicidad eterna como premio por sus méritos sobrenaturales. Consecuentemente todo el futuro número de miembros del cielo, hasta su detalles más ínfimos, con todas las diferencias de medidas de gracia y varios grados de felicidad, ha sido invariablemente fijado desde toda la eternidad. Y no podía ser de otra manera. Porque si fuera posible que un individuo predestinado fuera después de todo arrojado al infierno o que uno no predestinado llegara al cielo, entonces Dios se habría equivocado en su conocimiento anterior de los sucesos fututos; dejaría de ser omnisciente. De ahí que Dios pastor, dice de sus ovejas (Juan 10:28): “Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano”. Pero debemos tener cuidado con la inamovilidad de la predestinación ya como algo fatalístico, como el kismet mahometano o como un pretexto conveniente para la pasiva resignación ante el destino.
El conocimiento infalible de Dios no puede forzar al hombre en una coerción inevitable por la simple razón de que en el fondo no es otra cosa que la visión eterna de la futura actualidad histórica. Dios pre-ve la actividad libre de un hombre precisamente tal como ese individuo quier darle forma. Todo aquello que promueva la obra de nuestra salvación , ya sean nuestras propias oraciones y buenas obras o las oraciones de otros en nuestro favor está eo ipso incluido en el conocimiento infalible de Dios y por consiguiente en el esquema de la predestinación. (cf. Sto. Thomas, I, Q. xxiii, a. 8). En ese sentido práctico, es donde se originaron las máximas ascéticas (falsamente atribuidas a S. Agustín): «Si non es prædestinatus, fac ut prædestineris» (si no estás predestinado, actúa de manera que lo estés). La teología, es cierto, no puede probar estrictamente este dicho a no ser que el decreto original de predestinación sea concebido como primer decreto hipotético que después cambia a un decreto absoluto e irrevocable por las oraciones, buenas obras y perseverancia de aquel que está predestinado, según las palabras del Apóstol (“Pedro 1:10):”Por tanto, hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección”).
El conocimiento previo inerrable de Dios y el pre-ordenamiento se designa en la Biblia con la bella figura del “Libro de la Vida” (liber vitæ, to biblion tes zoes). Este libro de la vida es una lista que contiene los nombres de todos los elegidos y no admite añadiduras y borraduras. En el Antiguo Testamento.
Este símbolo fue tomado del Antiguo Testamento ( Exodo 32:32; Psalmos 68:29) por el Nuevo Testamento y su apóstol Pablo (Lucas 10:20; Hebreos 12:23), y agrandado por Juan en el Apocalipsis [Apoc., xxi, 27: «Nada profano …sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Apocalipsis 13:8; 20:15)]. La explicación correcta de este libro simbólico, la da S, Agustín: (Ciudad de Dios XX,13): «Præscientia Dei quæ non potest falli, liber vitæ est» (la presciencia de Dios que no puede errar, es el libro de la vida). Sin embargo, según la Biblia, existe un Segundo y más voluminoso libro en el que están no solo los nombres de los elegidos, sino también los nombres de todos los fieles de la tierra. Tal libro metafórico se supone siempre que se insinúa la posibilidad de que un nombre, aunque inscrito, puede ser borrado de nuevo (Apoc., iii, 5: «…y no borraré su nombre del libro de la vida”(Exodo 32:33)]. El nombre será borrado sin misericordia cuando un cristiano se hunde en la infidelidad o en el ateismo y muere en pecado. Finalmente hay una tercera clase de libros en los que se escriben los hechos de los malvados y los crímenes de los pecadores individuales y por el que los réprobos serán juzgados en el último día para ser arrojados al infierno ( Apoc.20:12):”…fueron abiertos unos libros…y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros conforme a sus obras”.
Fue este gran simbolismo de la divina omnisciencia lo que inspiró el conmovedor verso del Diaes Irae, según el cual todos seremos juzgados según ese libro “Liber scriptus proferetur: in quo totum continetur». Respecto al libro de la vida , ver Sto. Tomás I, Q. xxiv, a. 1—3, y Heinrich-Gutberlet, «Dogmat. Theologie», VIII (Maguncia, 1897), seccion 453.
(2) La segunda cualidad de la predestinación, lo definitivo del número de elegidos, se sigue naturalmente de la primera. Porque si el consejo eterno de Dios respecto a los predestinados es invariable, entonces el número de los predestinados debe igualmente ser invariable y definido, sin estar sujeto ni a añadidos ni a cancelaciones. Algo indefinido en el número implicaría eo ipso una falta de certeza en el conocimiento de Dios y destruiría Su omnisciencia. Más aún la misma naturaleza de la omnisciencia demanda no solo el número abstracto de los elegidos sino también que los individuos, con su nombre y su carrera entera en la tierra, estén presentes en la mente divina desde toda la eternidad. Naturalmente, la curiosidad humana desea tener infamación sobre el número absoluto de elegidos así como del número relativo. ¿Cómo estimar el número absoluto? Sería una pérdida de tiempo inútil intentar calcular y averiguar cuantos millones o billones hay de predestinados. Sto. Tomás (I, Q. xxiii, a. 7) menciona la opinión de algunos teólogos de que habrá el mismo número de hombres salvados que de ángeles caídos, mientras que otros mantenían el número de predestinados será igual al de ángeles fieles.
Por fin hubo optimistas que, combinando estas dos opiniones en una tercera decían que el número total de elegidos será igual que las innumerables miríadas de espíritus rechazados. Pero hasta si concediéramos que el principio de nuestros cálculos es correcto, ningún matemático sería capaz de lograr un número absoluto sobre base tan vaga, puesto que el número de ángeles y demonios nos es desconocido. De aquí que la mejor respuesta es decir que “sólo Dios sabe el número de sus elegidos”. Por número relativo se quiere decir la relación numérica entre los predestinados y los réprobos. ¿Se salvará o se perderá la mayoría de la raza humana?, ¿la mitad salvada y la mitad condenada? En este asunto la opinión de los rigoristas se opone a la de los optimistas que tienen opiniones más suaves. Señalando varios textos de la Biblia (Mat 7:14; 22:14) y dichos de los grandes doctores espirituales, los rigoristas defienden como probable la tesis de que no solo la mayoría de los cristianos, sino que hasta la mayoría de los católicos serán condenados eternamente. El sermón de Massillon sobre el menor número de los elegidos tiene un tono casi repulsivo. Pero hasta Santo Tomás (loc. cit., a. 7) afirmó: «Pauciores sunt qui salvantur» (son menos los que se salvan). El jesuita P. Castelein, («Le rigorisme, le nombre des élus et la doctrine du salut», 2nd ed., Brussels, 1899) impugnaba esta teoría con argumentos de peso. Se le opuso el redentorista P. Godts («De paucitate salvandorum quid docuerunt sancti», 3rd ed., Brussels, 1899).
Que el numero de los elegidos no puede ser tan pequeño es evidente por el Apocalipsis (vii, 9). Cuando se oye a los rigoristas, se siente un tentado a repetir la amarga observación de Dieringer: ¿»Puede ser que la iglesia exista en esto momento solo para poblar el infierno? La verdad es que ni lo uno ni lo otro se puede probar por la Escritura ni por la Tradición ni unos ni otros (cf. Heinrich-Gutberlet, «Dogmat. Theologie», Maguncia 1897, VIII, 363 ss.). Por para completar estas dos fuentes de argumentos sacados de la razón podemos defender como probable con seguridad la opinión de que la mayoría de los cristianos, especialmente los católicos, se salvarán. Si añadimos a estos la abrumadora mayoría de no-cristianos (judíos, mahometanos, paganos), entonces Gener («Theol. dogmat. scholast.», Roma, 1767, II, 242 ss.) tiene probablemente razón cuando asume que la salvación de la mitad de la humanidad , para que no se pueda decir en ofensa a la divina majestad y su clemencia que el futuro reino de Satán es más grande que el de Cristo (cf. W. Schneider, «Das andere Leben», 9ª ed., Paderborn, 1908, 476 ss.)
(3) La tercera cualidad de la predestinación, su incertidumbre individual, está íntimamente relacionada su inmutabilidad objetiva. No sabemos si estamos incluidos entre los predestinados o no. Todo lo que repodemos decir es: Solo Dios lo sabe. Cuando los Reformadores, confundiendo la predestinación con la absoluta certeza de la salvación, exigían a los cristianos una fe inamovible en su propia predestinación si querían salvarse, el concilio de Trento opuso es esta presuntuosa creencia el canon (Sess. VI, can. xv): «S. q. d., hominem renatum et justificatum teneri ex fide ad credendum, se certo esse in numero prædestinatorum, anathema sit» (si alguien dijera que el hombre regenerado y justificado está obligado por fe a creer que está entre el número de los predestinados, sea anatema). En verdad, tal presunción no solo es irracional sino también contrario a las Escrituras (1 Corinthians 4:4; 9:27; 10:12; Filip 2:12).
Solo una revelación privada como la que se concedió al buen ladrón en la cruz podría darnos la certeza de la fe: de ahí que el Concilio de Trento insista (loc. cit., cap. xii): «Nam nisi ex speciali revelatione sciri non potest, quos Deus sibi elegerit» (porque aparte de una revelación especial, no se puede saber a quién ha elegido Dios). Sin embargo, la Iglesia condena solamente la asunción blasfema que presume de una certeza como la de la fe en materia de predestinación. Decir que existen signos probables de predestinación que excluyen toda la ansiedad excesiva no va contra sus enseñanzas. Los siguientes son alguna de los criterios establecidos por los teólogos: pureza de corazón, gusto en la oración , paciencia en el sufrimiento, frecuente recepción de los sacramentos, amor de Cristo y de su Iglesia, devoción a al madre de Dios etc.
La Reprobación de los Malvados
Calvino enseñó una predestinación positiva e incondicional de los réprobos no solo al infierno, sino también al pecado (Instit., III, c. xxi, xxiii, xxiv). Sus seguidores en Holanda se dividieron en dos sectas, los Supralapsarios y los Infralapsarios. Estos últimos consideraban el pecado original como motivo de una condenación positiva, mientras que los primeros (con Calvino) no consideraban este factor y derivaban el decreto divino de reprobación de la voluntad inescrutable de Dios únicamente. El Infralapsarianismo también era defendido por Jansenio (De gratia Christi, l. X, c. ii, xi ss.), que enseñaba que Dios había pre-ordenado de entre la massa damnata de la humanidad una parte para la felicidad eterna y otra para la pena eterna, decretando al mismo tiempo negar a los positivamente condenados las gracias necesarias por las que pudieran convertirse y guardar los mandamientos; por esta razón, decía, Cristo murió solamente por los predestinados (Denzinger, «Enchiridion», n. 1092-6).
Contra tales enseñanzas blasfemas el segundo sínodo de Orange ,en 529 y de nuevo el Concilio de Trento, había pronunciado el anatema eclesiástico (Denzinger, nn. 200, 827). Esta condenación estaba perfectamente justificada, porque la herejía del Predestinacionismo, en directa oposición a los más claros textos de la Escritura, negaba la universalidad de la voluntad salvífica de Dios así como la redención por medio de Cristo. (cf. Sabiduría 11:24 ss.; 1 Tim. 2:1 ss.), anulaba la misericordia de Dios hacia el pecador endurecido (Ezequiel 33:11; Rom. 2:4; 2 Pedro 3:9), hacia desaparecer la libertad de la voluntad para hacer el bien o el mal y por ello el merito de las buenas acciones y la culpa de las malas, y finalmente destruía los atributos divinos de sabiduría, justicia, veracidad, bondad y santidad.
El verdadero espíritu de la Biblia Debía haber sido suficiente para disuadir a Calvino de la falsa explicación de Rom. ix y a su sucesor Beza del maltrato exegético de I Pedro ii, 7—8.
Después de sopesar todos los textos bíblicos que tratan de la reprobación eterna, un exégeta protestante llega a la conclusión: “no hay una elección al infierno paralela a la elección a la gracia; por el contrario, el juicio pronunciado sobre el impenitente supone la culpa humana…Solo después de que se haya rechazado la salvación de Cristo sigue la reprobación “ («Realencyk. für prot. Theol.», XV, 586, Leipzig, 1904).
Respecto a los Padres de la Iglesia solo S. Agustín parece causar dificultades en la prueba de la Tradición… De hecho tanto Calvino como Jansenio afirman que está de acuerdo con ellos. En esta cuestión. No es este el lugar para examinar su doctrina sobre la reprobación; pero no hay duda de que sus obras contienen expresiones que, por decir lo menos, pueden ser interpretadas en el sentido de una reprobación negativa. Probablemente con la intención de rebajar el tono de las palabras de su maestro, S. Próspero en su apología contra Vicente Lerin (Resp. ad 12 obj. Vincent.), explicaba así el espíritu de Agustín:”Voluntate exierunt, voluntate ceciderunt, et quia præsciti sunt casuri, non sunt prædestinati; essent autem prædestinati, si essent reversuri et in sanctitate remansuri, ac per hoc prædestinatio Dei multis est causa standi, nemini est causa labendi» (salieron por su propia voluntad; por su propia voluntad cayeron y porque su caida era conocida de antemano, no estaban predestinados; estarían predestinados, sin embargo, si fueran a volver y a perseverar en la santidad; de aquí que la predestinación de Dios es para muchos la pause de la perseverancia y para nadie la causa de la caida). Respecto a la tradición de Petavius, «De Deo», X, 7 ss.; Jacquin en «Revue de l’histoire ecclésiastique», 1904, 266 ss.; 1906, 269 ss.; 725 ss.
Podemos ahora resumir brevemente toda la doctrina católica, que está en armonía con nuestra razón así como con nuestros sentimientos morales Según las decisiones doctrinales de sínodos particulares y generales, Dios, infaliblemente pre-ve e inmutablemente pre-ordena desde la eternidad todos los futuros sucesos (Denzinger, n. 1784), pero no existe la necesidad fatalística y la libertad humana permanece intacta (Denz., n. 607). En consecuencia, el hombre es libre si acepta la gracia y hace el bien o si la rechaza y hace el mal (Denz., n. 797). Así como Dios quiere que todos los hombres, sin exceptuar ninguno, obtengan la felicidad eterna, así también Cristo murió por todos (Denz., n. 794), no solo por los predestinados (Denz., n. 1096), o por los fieles (Denz., n. 1294), aunque es verdad que en realidad no todos aprovechan los beneficios de la redención (Denz., n. 795). Aunque Dios pre-ordenó tanto la felicidad eterna y las buenas obras de los elegidos (Denz., n. 322), sin embargo por otra parte no predestinó a nadie positivamente al infierno, y mucho menos al pecado (Denz., nn. 200, 816). Consiguientemente así como nadie se salva contra su voluntad (Denz., n. 1363), tampoco los reprobados perecerán solamente por su maldad (Denz., nn. 318, 321). Dios previó las penas eternas de los impíos desde toda la eternidad y preordenó este castigo por sus pecados (Denz., n. 322), aunque El no deja de ofrecer la gracia de la conversión los pecadores (Denz., n. 807), ni siquiera a los que no están predestinados (Denz., n. 827). Mientras viven en la tierra, los réprobos pueden ser contados como verdaderos cristianos y miembros de la Iglesia, de la misma forma que los predestinados pueden estás fuera de la cristiandad y de la iglesia (Denz., nn. 628, 631). Sin una revelación especial, nadie puede saber con certeza que pertenece al número de los elegidos (Denz., nn. 805 ss., 825 ss.).
Controversias Teológicas
Debido a las infalibles decisiones tomadas por la iglesia, toda teoría ortodoxa sobre la predestinación y la reprobación debe estar dentro de los límites marcados por las siguientes tesis: (a) Al menos en el orden de la ejecución en el tiempo (in ordine executionis) las obras meritorias de los predestinados son la causa parcial de su felicidad eterna; (b) el infierno no puede, ni en el orden de la intención (in ordine intentionis) haber sido decretado positivamente para los condenados, aunque se les inflija con el tiempo como el castigo justo de dos malas obras; (c) no hay en absoluto predestinación al pecado como medio de la condenación eterna.
Guiados por estos principio, trataremos en un breve esquema y examinaremos, las tres teorías producidas por los teólogos católicos.
La Teoría de la Predestinación ante Prævisa Merita
Esta teoría defendida por todos los tomistas y unos pocos molinistas (como Belarmino, Francisco Suárez, Francisco de Lugo), afirman que Dios, por un decreto absoluto y sin tener en cuenta ningún merito futuro sobrenatural, predestinó desde toda la eternidad a c8ertos hombres a la gloria del cielo y como consecuencia de este decreto, decidió darles la gracia necesaria para su cumplimiento. En el orden del tiempo, sin embargo, el decreto divino se lleva a cabo en orden inverso, recibiendo primero el predestinado las gracias preparadas para el caso y finalmente la gloria del cielo como premio por sus buenas obras. Esta teoría está caracterizada por dos elementos: primero, lo absoluto del decreto eterno y segundo, el revertir la relación de la gracia y de la gloria en los dos órdenes diferentes de la intención divina (ordo intentionis) y la ejecución en el tiempo (ordo executionis). Porque mientras la gracia ( y el merito), en el orden de la intención eterna, no es otra cosa que el resultado o efecto de la gloria decretada absolutamente, sin embargo, en el orden de la ejecución, se convierte en la razón y causa parcial de la felicidad eterna, como requiere el dogma de la meritoriedad de las buenas obras. (Ver MERITO). Es más, la gloria celestial es la primera cosa querida en el orden de la intención eterna y después se convierte en la razón o motivo de las gracias ofrecidas, mientras que en el orden de la ejecución debe concebirse como el resultado o efecto de los meritos sobrenaturales. Esta concesión es importante, puesto que sin ella la teoría sería intrínsecamente imposible y teológicamente insostenible.
¿Pero donde están las pruebas positivas? La teoría puede encontrar pruebas decisivas en la Escritura solamente suponiendo que la predestinación a la gloria celestial se menciona inequívocamente en la Biblia como el motivo divino para la concesión de gracias especiales a los elegidos. Ahora bien, aunque hay varios textos (por ejemplo. Mat.24:22 ss.; Hechos 13:48, y otros) que pueden ser interpretados, sin forzarlos, en este sentido, sin embargo esos pasajes pierden su fuerza ante el hecho de que otras explicaciones, que no faltan, son posibles y aun más probables. El capítulo noveno de la Epístola a los Romanos, en particular, es mencionado por los defensores de la predestinación absoluta como el pasaje “clásico” en el que S. Pablo parece representar la felicidad eterna de los elegidos no solo como una obra de la misericordia pura de Dios , sino como un acto de la voluntad más arbitraria, de manera que gracia, fe, justificación deben ser vistas como efectos puros de un decreto divino absoluto (cf. Rom. 9:18: «Así pues usa de misericordia con quien quiere y endurece a quien quiere»).
Pero es bastante atrevido citar uno d los más difíciles y oscuros pasajes de la Biblia como “texto clásico” y a continuación basar en él un argumento de atrevida especulación. Para ser más específicos, es imposible dibujar los detalles de una pintura en la que el apóstol compara a Dios con el alfarero que tiene poder sobre el barro…O ¿es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa objetos para usos nobles y otros para usos despreciables? (Rom. 9:21)”, sin caer en la blasfemia calvinista de que Dios predestine a algunos hombres al infierno y al pecado de la misma manera que pre-elige positivamente a otros a la vida eternal.
No es admisible leer en el pensamiento del apóstol un reprobación negativa de ciertos hombres, porque la primera intención de la Epístola a los Romanos es insistir en la gratuidad de la vocación al cristianismo y rechazar la presunción judía de que la posesión de la ley Mosaica y la descendencia carnal de Abraham dio a los judíos una preferencia esencial sobre los paganos. Pero la Epístola nada tiene que ver con la especulación sobre si la libre vocación a la gracia debe ser considerada como el resultado necesario de la predestinación eterna a la gloria celestial [cf. Franzelin, «De Deo uno», thes. lxv (Roma, 1883)].
Es igualmente difícil encontrar en los escritos de los padres un argumento sólido para la predestinación absoluta. El único que se puede citar que tiene algún parecido a la verdad es S. Agustín, quien permanece casi solo entre sus predecesores y sucesores. Ni siquiera sus más fieles discípulos, Próspero y Fulgencio, siguieron a su maestro en todas sus exageraciones.
Pero un problema tan profundo y misterioso, que no pertenece a la sustancia de la fe y que, por utilizar la expresión del papa Celestino I (m 432), se ocupa de profundiores difficilioresque partes incurrentium quæstionum (cf. Denz., n. 142), no puede decidirse con la sula autoridad de Agustín. Más aun, la verdadera opinión del doctor africano es una cuestión disputada entre los mejores autores, de manera que todas las partes afirman que Agustín está de acuerdo con opiniones tan encontradas y dispares [cf. O. Rottmanner, «Der Augustinismus» (Munich, 1892); Pfülf, «Zur Prädestinationslehre des hl. Augustinus» en «Innsbrucker Zeitschrift für kath. Theologie», 1893, 483 ss.]. Y respecto al fracasado intento de Gonet y Billuart de probar con un argumento de razón la predestinación absoluta ante prævisa merita», ver Pohle, «Dogmatik», II, 4th ed., Paderborn, 1909, 443 ss.
La Teoría de la Reprobación Negativa de los Malvados
Lo que nos impide más claramente abrazar la teoría recién discutida no es el hecho de que no puede probarse dogmáticamente desde la Escritura ni desde la Tradición, sino la necesidad lógica que nos obliga, de asociar una absoluta predestinación a la gloria con una reprobación igualmente absoluta, aunque no sea sino negativa. Los bien intencionados esfuerzos de algunos teólogos (por ejemplo Billot) para distinguir entre los dos conceptos, y así escapar de las malas consecuencias de la reprobación negativa, no pueden ocultar en un análisis más profundo la vulnerabilidad de tales artificios lógicos. De ahí que los primeros partidarios de la predestinación absoluta nunca negaran que su teoría les obligaba a asumir para los condenados, una reprobación negativa – es decir, asumir que, aunque no positivamente predestinados al infierno, sin embargo están absolutamente predestinados a no ir al cielo (ver arriba I, B).
Mientras que para los Tomistas era fácil poner esta teoría en armonía lógica con su præmotio physica, los pocos Molinistas se las veían y se las deseaban para trata de armonizar la reprobación negativa con su scientia media. Para disfrazar la dureza y crueldad de la decreto Divino, los teólogos inventaron expresiones más o menos paliativas, diciendo que la reprobación negativa es la voluntad absoluta de Dios de “ignorar” a priori a los no predestinados, de “no tenerlos en cuenta”, de “no elegirlos”, de no “admitirlos en absoluto” al cielo. Solo Gonet tuvo la valentía de llamar a las cosas por su nombre:”exclusión del cielo” (exclusio a gloria).
En otro aspecto, además, los seguidores de la reprobación negativa no están de acuerdo entre ellos mismos, en lo que respecta a cual sea el motivo de la reprobación Divina. Los rigoristas (como Álvarez, Estius, Sylvius) ven el motivo en la voluntad soberana de Dios quien, sin tener en cuenta los posibles pecados y deméritos, determinó a priori mantener a los no predestinados fuera del cielo, aunque no los creó para el infierno.
Una segunda opinión , más suave ( la de Lemos, Gotti, Gonet), apelando a la doctrina agustiniana de la massa damnata, halla la razón última de la exclusión del cielo en el pecado original, en el que Dios pudo, sin ser injusto, dejar a cuantos considere oportuno.
La tercera y aún más suave opinión (Goudin, Graveson, Billuart) deriva la reprobación no de la exclusión directa del cielo sino de la omisión de una “elección efectiva al cielo”; representan a Dios como decretando ante prævisa merita , dejando a los no9 predestinados en su debilidad pecadora, sin negarles las gracias necesarias suficientes, así perecerían infaliblemente (cf. «Innsbrucker Zeitschrift für kath. Theologie», 1879, 203 ss.)
Cualquier postura que tomemos sobre la probabilidad interna del al reprobación negativa es incompatible con la certeza dogmática de la universalidad y sinceridad de la voluntad salvífica de Dios, puesto que la predestinación absoluta de los elegidos es al mismo tiempo la absoluta voluntad de Dios “de no elegir” a priori al resto de la humanidad (Suárez) o, lo que viene a ser lo mismo, “excluirles del cielo” (Gonet), en otras palabras no salvarles. Mientras que ciertos Tomistas (Báñez, Álvarez, Gonet) aceptan esta conclusión hasta degradas la “»voluntas salvífica» a una inefectiva «velleritas», que entra en conflicto con doctrinas evidentes de la revelación, Francisco Suárez se esfuerza para salvaguardar la sinceridad de la voluntad salvífica de Dios, hasta hacia aquellos que son reprobados negativamente. Pero en vano. ¿Cómo puede llamarse seria y sincera esa voluntad de salvar que ha decretado desde la eternidad la imposibilidad metafísica de la salvación? El que ha sido reprobado negativamente puede agotarse en sus esfuerzos para salvarse, pero inútilmente. Más aun, para realizar infaliblemente el decreto, Dios está obligado a frustrar la felicidad eterna de todos los excluidos del cielo y preocuparse de que mueren en pecado. ¿Es este el lenguaje con el que nos habla la Escritura? No: allí encontramos a un padre amoroso preocupado “no queriendo que algunos perezcan sino que todos lleguen a la conversión “(2 P.D. 3:9) Lessius dice correctamente que sería indiferente para él si estaba entre los réprobos positiva o negativamente, porque, en cualquier caso, su condenación eterna sería cierta. La razón de esto es que en la presente economía la exclusión del cielo significa para los adultos prácticamente la misma cosa que la condenación. No existe un estado intermedio, una felicidad meramente natural.
Teoría de la Predestinación Post Prævisa Merita
Esta teoría defendida por los primeros escolásticos (Alexandro de Hales, Alberto Magno), así como por la mayoría de los Molinistas y recomendad con calor por S. Francisco de Sales “como la opinión más verdadera y más atractiva”, propone como su más importante distinción que está libre de la necesidad lógica de mantener la reprobación negativa. Difiere de la predestinación ante prævisa merita en dos puntos: primero, rechaza el decreto absoluta y asume una predestinación hipotética a la gloria; en segundo lugar, no revierte la sucesión de gracia y gloria en los dos órdenes de la eterna intención y de la ejecución en el tiempo. Este decreto hipotético diría así: Justamente como en el tiempo la felicidad eterna de pende del mérito como condición, así Yo planifiqué el cielo desde toda la eternidad solamente para el mérito previsto.—Solamente por razón del infalible pre-conocimiento de estos méritos el decreto hipotético se cambia a un decreto absoluto: ésos y no otros se salvarán.
Esta postura no solo salvaguarda la universalidad y sinceridad del al voluntad salvífica de Dios sino que coincido admirablemente con las enseñanzas de S. Pablo (cf. 2 Tim 4:8), que sabe que: “Desde Ahora me aguarda la corona de la justicia (reposita est, apokeitai) que aquel día me entregará (reddet, apodosei) el Señor, el justo juez y no solamente a mi sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación”.
Y aun está más clara la conclusión de la sentencia del juez universal ( (Mat 25:34 ss.): “Venid benditos de mi padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde al creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, etc.”. Como la “posesión “ del reino de los cielos con el tiempo está ligada a las obras de misericordia, como condición, así la “preparación “ para el reino de los cielos en la eternidad , es decir, predestinación par ala gloria se concibe como dependiente del pre-conocimiento de que se realizarán las buenas obras.
La misma conclusión se sigue de la sentencia paralela de condenación (Mat.25:41 ss.): “Apartaos de mi, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer etc. Es evidente que “el eterno fuego del infierno” solo pudo haber sido preparado desde toda la eternidad para el pecado y el demérito, es decir, para la negación de la caridad cristiana, en el mismo sentido en el que se infringe en el tiempo.
Concluyendo “a pari”, debemos decir lo mismo de la felicidad eterna. La explicación está espléndidamente confirmada por los Padres griegos. Hablando en general, los griegos son los principales defensores de la predestinación condicional, dependiente de los meritos pre-vistos. Los latinos también tienen una postura unánime, siendo S. Agustín el único discrepante en occidente. S. Hilario (In Ps. lxiv, n. 5) expresamente describe la elección eterna como precedente de “la elección del mérito” (ex meriti delectu), y S. Ambrosio enseña en sus paráfrasis de Rom., iii, 29 (De fide, V, vi, 83): «Non enim ante prædestinavit quam præscivit, sed quorum merita præscivit, eorum præmia prædestinavit» (no predestinó antes de saber de antemano, excepto a aquellos cuyos meritos previo, a esos los predestinó al premio). Para terminar, nadie nos puede acusar de atrevimiento si afirmamos que la teoría presentada aquí tiene una base más irme en la Escritura y en la Tradición que la opinión opuesta.
Bibliografía: Además de las obras citadas, Pedro Lombardo, Sent., I, dist. 40-41: STO. TOMAS, I, Q. xxiii; RUIZ, De prædest. et reprobatione (Lyon, 1828); RAMÍREZ, De præd. et reprob. (2 vols., Alcalá, 1702); PETAVIUS, De Deo, IX—X; IDEM, De incarnatione, XIII; LESSIUS, De perfectionibus moribusque divinis, XIV, 2; IDEM, De præd. et reprob., Opusc. II (Paris, 1878); TOURNELY, De Deo, qq. 22-23; SCHRADER, Commentarii de prædestinatione (Vienna, 1865); HOSSE, De notionibus providentiæ prædestinationisque in ipsa Sacra Scriptura exhibitis (Bonn, 1868); BALTZER, Des hl. Augustinus Lehre über Prädestination und Reprobation (Viena, 1871); MANNENS, De voluntate Dei salvifica et prædestinatione (Lovaina 1883); WEBER, Kritische Gesch. der Exegese des 9 Kap. des Römerbriefes (Würzburg, 1889). Además de estas monografías, FRANZELIN, De Deo uno (Roma 1883); OSWALD, Die Lehre von der Gnade, d. i. Gnade, Rechtfertigung, Gnadenwahl (Paderborn, 1885); SIMAR, Dogmatik, II, section 126 (Freiburg, 1899); TEPE, Institut. theol., III (Paris, 1896); SCHEEBEN-ATZBERGER, Dogmatik, IV (Freiburg, 1903); PESCH, Præl. Dogmat., II (Freiburg, 1906); VAN NOORT, De gratia Christi (Amsterdam, 1908); P0HLE, Dogmatik, II (Paderborn, 1909).
Fuente: Pohle, Joseph. «Predestination.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 12. New York: Robert Appleton Company, 1911.
http://www.newadvent.org/cathen/12378a.htm
Traducido por Pedro Royo
Fuente: Enciclopedia Católica