CENACULO

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Lugar en que Jesús celebró la Última Cena. El texto evangélico los sitúa en la sala alta en una casa desahogada de un discí­pulo o adepto de Jesús. Luego fue el lugar de encuentro de los Apóstoles, de las apariciones de Jesús y de la venida del Espí­ritu Santo.

La tradición más antigua sitúa el lugar exacto en una zona del suroeste de la ciudad vieja, donde surge en el cristiano desde el siglo IV, edificado por el Patriarca Juan quien la denominó «Hagia Sion» Santa Sion. Destrozada por los persas el 614, fue recuperada para mezquita del Profeta David (nebi Daûd) por orden el Califa de Egipto Hakin en 1009. Los cruzados construyeron una Iglesia dedicada a Sta. Marí­a de Monte Sion, destruida en 1200 por los mamelucos y adquirido el lugar en el 1336 por los reyes de Nápoles, Roberto y Sancha de Mallorca, que la cedieron a los franciscanos quienes construyeron un templo y una sala en estilo gótico. Expulsados los franciscanos en 1551 se convirtió de nuevo en mezquita, aunque se salvó de la destrucción la sala que hoy pertenece al estado de Israel desde la partición de la ciudad en 1848.

Es la que hoy se conserva y visita y en donde el ambiente silencioso y frí­o de una propiedad no cristiana. Se pueden recordar los grandes hechos que allí­ mismo, o cerca allí­, acontecieron, pero fuera del contexto de culto de los otros lugares sagrados.

En este y en otros lugares sagrados, cuando se visitan o cuando se hala de ellos, importa hacer referencia al mensaje que recuerdan y no tanto al espectáculo que representan, sobretodo en las circunstancias «turí­sticas» del mundo moderno con sus reclamos y sus ausencias espirituales desorientadoras.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

El significado paradigmático del Cenáculo de Jerusalén

La invitación para reunirse en Cenáculo con Marí­a, se encuentra frecuentemente en los documentos magisteriales. Ha llegado a ser una «constante» en la época postconciliar del Vaticano II. Juan XXIII, al convocar el concilio (en 1959), publicó una oración para pedir el éxito de la asamblea conciliar «Renueva en nuestra época los prodigios de un nuevo Pentecostés».

El hecho histórico de la primera comunidad eclesial, reunida en el Cenáculo, preparando la venida del Espí­ritu Santo «con Marí­a la Madre de Jesús» (Hech 1,14), se ha convertido en un hecho paradigmático, como punto de referencia para toda época histórica de la Iglesia. En esta afirmación bí­blica se entrecruzan las imágenes de la anunciación (Nazaret) y de Pentecostés (cenáculo). «Fue en Pentecostés cuando empezaron los hechos de los Apóstoles, del mismo modo que Cristo fue concebido cuando el Espí­ritu Santo vino sobre la Virgen Marí­a» (AG 4). En el Cenáculo, «también Marí­a imploraba con sus oraciones el don del Espí­ritu, que en la anunciación ya la habí­a cubierto con su sombra» (LG 59).

Un «nuevo Pentecostés» preparado con Marí­a

En todo momento histórico de la Iglesia se puede hablar de un «nuevo Pentecostés», en el sentido de tomar conciencia de esta realidad mariana y eclesial, en la que se reciben nuevas gracias del Espí­ritu Santo para afrontar nuevas situaciones. Los momentos más fecundos de la historia de la Iglesia coinciden con la toma de conciencia de vivir en Cenáculo con Marí­a, en oración y caridad fraterna.

Pablo VI hizo esta invitación para preparar el año dos mil, en la vigilia del tercer milenio «En la mañana de Pentecostés, ella (Marí­a) presidió con su oración el comienzo de la evangelización bajo el influjo del Espí­ritu Santo. Sea ella la estrella de la evangelización siempre renovada que la Iglesia, dócil al mandato del Señor, debe promover y realizar, sobre todo en estos tiempos difí­ciles y llenos de esperanza» (EN 82). Juan Pablo II, desde su primera encí­clica, ha ido repitiendo la misma invitación, puesto que el cristianismo se encuentra en «un nuevo adviento» (RH 1, 20, 22), en una «nueva etapa de la vida de la Iglesia» (RH 6), en una «época hambrienta de Espí­ritu» (RH 18).

Si Marí­a se encontraba en el Cenáculo, en medio de la comunidad eclesial que prepara Pentecostés, es porque desde la Anunciación simbolizaba a la Iglesia y la precedí­a. «Por consiguiente, en la economí­a de la gracia, actuada bajo la acción del Espí­ritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es Marí­a Marí­a en Nazaret y Marí­a en el cenáculo de Jerusalén» (RMa 24).

Maternidad misionera de la Iglesia con Marí­a

El tema del cenáculo queda relacionado con el tema de la anunciación precisamente por la afinidad entre la maternidad de Marí­a y la de la Iglesia (AG 4; LG 59,65). La Iglesia comenzó a ser misionera y madre bajo la acción del Espí­ritu, que recibió en «plenitud» (Hech 2,4), y que la capacitó para anunciar a Cristo con audacia (Hech 2,32-33; 4,31). «La era de la Iglesia empezó con la venida, es decir, con la bajada del Espí­ritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el cenáculo de Jerusalén junto a Marí­a, la Madre del Señor» (DeV 25).

Es siempre el Espí­ritu Santo quien hace madre a Marí­a y a la Iglesia. Es la nueva maternidad virginal, de la que es tipo Marí­a. «Marí­a es también la Virgen-Madre… constituida por Dios como tipo y ejemplar de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual se convierte ella misma en madre»… (MC 19; cita a LG 64). Esta realidad misionera y materna de la Iglesia, bajo la acción del Espí­ritu Santo, fundamenta el deseo que la misma Iglesia tiene de vivir en cenáculo con Marí­a (Hech 1,14). Allí­, guiada por el Espí­ritu Santo, la Iglesia vive de la palabra y de la eucaristí­a, se edifica como fraternidad y se orienta audazmente hacia la evangelización (cfr. Hech 2,42-47; 4,31-34). Marí­a está presente de modo ejemplar y activo en este proceso de maternidad.

En el Cenáculo se aprende que la venida del Espí­ritu Santo no se limita a la comunidad eclesial, sino que, por medio de ella, se prolonga a toda la humanidad. Por el Espí­ritu Santo, la Iglesia, a imitación de Marí­a, se hace madre y evangelizadora de «todas las familias de los pueblos» (cfr. LG 69). La Iglesia aprende este camino misionero de Pascua, en el Cenáculo, preparando con Marí­a las nuevas venidas del Espí­ritu Santo. La fidelidad de Marí­a a la misión del Espí­ritu, presenta las mismas caracterí­sticas del camino que debe seguir la Iglesia a imitación de Cristo. La Iglesia se siente identificada con ella en el «desierto» de la contemplación y de la prueba (Lc 2,19.35.51), en la cercaní­a a los «pobres» (Lc 2,16) y en el «gozo» de la salvación mesiánica (Lc 1,47).

Referencias Anunciación, Espí­ritu Santo, Eucaristí­a, Iglesia madre, Virgen Marí­a, Madre de la Iglesia, Pentecostés.

Lectura de documentos AG 4; LG 59; EN 82; RH 22; CT 72-73; DM 15; RMa 24,52; RMi 92.

Bibliografí­a AA.VV., Maria e lo Spirito Santo (Roma Bologna, Marianum-Deho¬niane, 1984); I. DE LA INMACULADA, La unción de Marí­a por el Espí­ritu Santo Ephemerides Mariologicae 34 (1984) 11-40; J. DE SAINTE-MARIE, Le rôle de Marie dans le don de l’Esprit du Christ í  l’Eglise, en Credo in Spiritum Sanctum (Lib. Edit. Vat. 1983) 973-991; J. ESQUERDA BIFET, L’azione dello Spirito Santo nella maternití  e missionarietí  della Chiesa, ibí­dem, 1293 1306; Idem, Espiritualidad mariana como fidelidad a la misión del Espí­ritu Santo Estudios Marianos 41 (1977) 45-58; E. LLAMAS, El Espí­ritu Santo y Marí­a, unidos en la obra salví­fica, en AA.VV., El Espí­ritu Santo (Burgos, Semanas Misionales, 1980) 155-197; J.A. RIESTRO, El Espí­ritu Santo y Marí­a en el misterio de la Anunciación Scripta Theologica 25/1 (1993) 221-235. Ver más bibliografí­a en referencias.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
En la terminologí­a doméstica latina, el es un salón en el piso superior de la casa romana, destinado a comidas y reuniones familiares í­ntimas, a diferencia del , que se encuentra en la planta baja y es el comedor oficial de la casa empleado para las fiestas y cenas de los invitados. El evangelio sólo utiliza dos veces esta expresión, bajo la forma griega «sala superior» (anagaion), para referirse a la sala donde tuvo lugar en Jerusalén la última Cena (Mc 14, 15; Lc 22, 12). También en los Hechos, los apóstoles, tras la ascensión, se hallaban reunidos en una sala del «piso alto» (yperoon) (Hech 1,13). De suyo, la alusión al cenáculo en ambos pasajes no tiene por qué referirse a la misma casa, puesto que en Jerusalén muchas casas acomodadas tendrí­an su cenáculo, y en las excavaciones arqueológicos se ha puesto de manifiesto en casas del siglo 1 la existencia de una escalera para subir al piso superior. Más aún, la lectura atenta de los evangelios da a entender que existe el interés expreso de dejar en el anonimato el lugar y el dueño de la casa escogida por Jesús para la cena (Mt 26, 18; Mc 14, 13-16; Lc 22, 9-13), mientras que la casa o más bien casas (Hch 2, 46), donde se reuní­an los discí­pulos, no aparecen selladas con tal misterio, pese a que la mayorí­a de las veces no se dice quienes eran sus dueños, salvo en una en que se habla de Marí­a, la madre de Juan Marcos (Hch 12, 12). La tradición jerosolimitana siguió manteniendo en el anonimato el lugar de la última Cena, hasta bien entrado el siglo V, cuando dicho cenáculo pasó a identificarse con el cenáculo en que se reunieron los apóstoles para recibir el Espí­ritu Santo. Hasta entonces, este último lugar fue una iglesia conocida, al parecer, con el nombre de «Pequeña Iglesia de Dios», tal y como la cita Epifanio de Salamis refiriéndose a su existencia ya en el año 130 d. C. La prohibición para los judí­os de entrar en la Aelia Capitolina afectó también a los cristiano-judí­os y permitió en su momento la presencia en la ciudad de una comunidad étnico-cristiana, es decir, proveniente del paganismo. Cuando en el siglo IV ésta fue recuperando los antiguos lugares santos, como el Santo Sepulcro, no pudo tener acceso a la vieja iglesia de que hablamos, que debió permanecer en manos de la comunidad judeo-cristiana, ya que el obispo Cirilo de Jerusalén no la cita entre las grandes basí­licas constantinianas, como la Eleona del Monte de los Olivos, la de la Natividad en Belén y la propia basí­lica del Santo Sepulcro y, en cambio, el «Peregrino de Burdeos» en el 333 la llama «sinagoga», como los judeo-cristianos solí­an denominar a sus iglesias. Esta situación iba ya a desaparecer en el siglo V cuando la iglesia, al parecer ya dependiente del obispo jerosolimitano, se llamó la «Santa Sión, madre de todas las iglesias». Más tarde sufrió los efectos de dos grandes incendios, uno cuando la invasión de los persas en el 614, y el otro más tarde en el 965.

La iglesia de que hablamos coincide con el edificio venerado como cenáculo en el impropiamente llamado Monte Sión, en la colina suroeste de Jerusalén, fuera ya del actual recinto amurallado. Dicho edificio tiene dos alturas. En la parte inferior se encuentra una sinagoga con la pretendida tumba de David, en poder de los judí­os desde el siglo XVI. En la parte superior está la iglesia del Cenáculo, cuya estructura actual de estilo gótico data del siglo XIV. Los sondeos arqueológicos realizados en el piso inferior dan restos de las distintas iglesias a través del tiempo y se remontan en su cronologí­a hasta el siglo II d. C.

. González Echegaray

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret